domingo, 29 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO FINAL
Tres meses después, Paula celebró su boda ideal con el hombre de sus sueños.
Bajó del carruaje tirado por caballos y contempló la perfecta mañana de junio.
El sol brillaba en un cielo despejado, los pájaros cantaban. La rosaleda del parque Olivia Hawthorne de Nueva York se hallaba en plena floración.
Paula también estaba floreciendo. La noche después de que Pedro la encontrara en el jardín del castillo, habían concebido otro bebé. Y llevaba tres meses disfrutando de ser la mujer de Pedro.
Había sido él quien había sugerido que celebraran una boda auténtica y renovaran sus votos delante de sus seres queridos. Nicolas y Emilia Carter, la señora O'Keefe, Lander... todos sus amigos y personal habían sido invitados a participar de su felicidad.
Cuando Paula llegó a la rosaleda, con su vestido de seda y un ramo de rosas rojas en la mano, vio que todos los invitados se ponían en pie. El guitarrista comenzó a tocar una versión de At Last.
Su mirada se encontró con la de Pedro y el corazón le brincó en el pecho. Era su canción. Su boda. Su parque.
Se acordó de su hermana, de sus padres, de Giovanni; toda la gente a la que había amado y perdido. Todos ellos habían creado aquel lugar que las familias de Nueva York disfrutaban y que alegraba las vistas del hospital junto a él.
«Lo logramos», pensó.
Sintió los rayos del sol sobre su piel.
Abrió los ojos y vio a Pedro al final del pasillo con su hija de un año en brazos. Su apuesto rostro brillaba de amor y adoración. La noche anterior le había contado que había comenzado un nuevo proyecto: la reconstrucción de un castillo en Italia.
–Quedará igual que antes, incluso mejor –le había asegurado él antes de besarla–. Voy a hacerte feliz el resto de tu vida, Paula.
Ella le había creído. Porque él era suyo.
Su vida juntos no había hecho más que empezar. Una vida con todo lo que ella siempre había deseado y aún más.
Sonriente y con lágrimas de agradecimiento en los ojos, Paula inspiró hondo y comenzó a caminar hacia el hombre y la pequeña que la esperaban para celebrar su amor delante de todos sus amigos, entre rosas rojas y doradas bajo un interminable cielo azul.
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 50
PAULA ESTABA acurrucada junto a su bebé en el césped del jardín. Soñaba que Pedro había regresado buscándola.
«Te amo, Paula. Quiero ser tu marido. Quiero darte un hogar.»
Algo le sacudió el hombro, pero ella no quería despertarse, no quería que aquel sueño terminara.
–¡Paula!
Ella abrió los ojos lentamente y vio el hermoso rostro de Pedro al amanecer.
–¿Pedro? –murmuró, confusa por el parecido entre sueño y realidad.
–Amor mío...
Pedro se puso de rodillas, abrazó tembloroso a Paula, la besó y luego besó a Rosario. La pequeña se despertó y rompió a llorar. Él las abrazó con más fuerza, como si no quisiera separarse nunca de ellas. Cuando se retiró ligeramente, tenía lágrimas en los ojos.
–¿Qué ocurre, Pedro? –preguntó Paula alarmada.
El sacudió la cabeza riendo al verla tan preocupada y se enjugó las lágrimas.
–He sido un tonto –admitió con voz ronca–. Casi te pierdo. Durante unos minutos he creído que así era. Y todo por mi estúpido orgullo. Tenías razón, Paula, he sido un cobarde... Temía amarte.
Paula sintió que se le aceleraba el corazón.
Acarició la mejilla de él.
–Estás manchado de hollín.
–Eso después. Ahora voy a sacaros de aquí.
Agarró a Rosario con uno de sus fuertes brazos y tomó a Paula de la mano. Qué sensación tan agradable, pensó ella y atravesó la rosaleda con él sin apartar la mirada de su apuesto rostro.
Temía que, si lo hacía, aquel sueño terminaría.
Entonces vio el coche de bomberos aparcado en el camino y a los bomberos combatiendo un incendio en el interior del castillo. La señora O'Keefe y Felicitas paseaban en círculos llenas de ansiedad. Cuando les vieron llegar, se acercaron corriendo a ellos llorando de alegría. Pasaron varios minutos antes de que las dos mujeres se aseguraran de que Paula y Rosario estaban bien.
Paula contempló horrorizada el humo que todavía salía del castillo.
–Se ha originado en la habitación del bebé –explicó Pedro sin apartarse de ella–. He hablado con uno de los bomberos. Creen que se ha debido a algún problema con la instalación eléctrica.
–La instalación... –repitió Paula medio atontada y sacudió la cabeza–. Felicitas me dijo que había un problema. Yo no debería haber...
–Ha sido un accidente. No podías saberlo.
–Estábamos en esa habitación –susurró ella–. Pero ni Rosario ni yo lográbamos dormir, hacía un calor asfixiante. Así que agarré la sábana y nos tumbamos al fresco.
Miró a Pedro.
–Te echaba de menos. Creí que en el jardín podría fingir... Pedro, has regresado por nosotras.
El inspiró hondo y le sujetó la mano con fuerza.
–He sido un tonto al dejarte marchar. No volveré a hacerlo nunca. Tú eres mi hogar, Paula –dijo él con el rostro bañado en lágrimas–. Te amo. Me adentraría en las profundidades del infierno por ti. Pasaré el resto de mi vida intentando recuperar tu amor...
Ella ahogó un sollozo.
–Ya lo tienes. Oh, Pedro...
Con Rosario todavía en un brazo, Pedro atrajo a Paula con el otro y la besó. Fue un beso tan dulce y auténtico que ella supo que duraría para siempre.
El la amaba y ella lo amaba a él.
Por fin habían encontrado su hogar.
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 49
Siete horas más tarde, su avión aterrizaba en un aeropuerto privado en la Toscana. Empezaba a amanecer sobre las verdes montañas. Pedro aspiró el aire fresco de una nueva primavera. De un nuevo día. De una nueva oportunidad.
Se subió al Ferrari que estaba esperándolo en el aparcamiento y, pisando el acelerador a fondo, enfiló hacia la estrecha autopista.
Llevaba toda su vida viajando tan rápido como podía, siempre intentando escapar de su pasado. Por primera vez, lo hacía para intentar conseguir algo.
Esbozó una sonrisa al imaginarse la reacción de Paula cuando él la despertara: le sonreiría sin dar crédito a lo que veía. Entonces ella recordaría que estaba enfadada con él y le echaría de allí. Él disiparía su enfado con un beso y no dejaría de besarla hasta que ella le hubiera perdonado. Hasta que le permitiera amarla por el resto de sus vidas. Y entonces le haría el amor tiernamente mientras el sol relucía sobre las montañas.
Paula, te amo.
Paula, lo siento.
Paula... ya estoy en casa.
Pedro elevó la vista con el corazón desbocado según llegaba al castillo.
Inspiró hondo. Y pisó el freno a fondo.
El mismo escalofrío que había sentido siete horas antes volvió a hacerle estremecer. Intensamente. Vio humo saliendo de una de las ventanas de la segunda planta del castillo. Salió del Ferrari dejando el motor en marcha y corrió hacia el castillo con el corazón en un puño.
El conocía ese olor a humo.
¡La puerta principal del castillo estaba cerrada!
Con manos temblorosas, acercó la llave que Paula le había entregado, pero no conseguía meterla en la cerradura así que decidió echar la puerta abajo. Tras varios intentos desesperados, la fornida puerta de cedro cedió. Pedro entró corriendo mientras la alarma saltaba.
–¡Paula! ¿Dónde estás? –gritó.
Podía oler el humo más claramente que nunca, pero no lograba ver de dónde provenía.
¿Dónde estaba su familia?
–¿Señor Alfonso?
Vio a la señora O'Keefe corriendo hacia él por el pasillo en camisón. Tras ella iba otra mujer mayor con gorro de dormir.
–¿Qué ha ocurrido? La alarma... –inquirió la viuda.
–Hay fuego en el castillo –anunció él sin perder la calma.
–¡Fuego! Dios mío, Paula y el bebé...
–¿Dónde están?
–Arriba, en el ala principal. Se la enseñaré.
–No –dijo él cortante–. Busque ayuda. ¿Hay alguien más en el castillo?
–Sólo nosotras –respondió la señora O'Keefe asustada–. La habitación de la señora Alfonso está al final de las escaleras y la del bebé a su derecha. Esperemos que la alarma la haya despertado y esté bajando.
–Eso. Dése prisa –ordenó él y subió corriendo las escaleras.
Tenía que encontrar a su esposa y a su hija.
Aquella vez salvaría a su familia... o moriría con ella.
En el piso superior, una densa nube gris invadía el pasillo. El dormitorio al final de la escalera estaba vacío y la cama no tenía ni almohada ni sábana superior.
Paula no estaba allí. Debía de hallarse con el bebé. Pedro se acercó a la puerta de la derecha.
Desprendía un calor casi insoportable: se estaba quemando.
–¡Paula! –gritó entre toses.
Pero no obtuvo respuesta. Tampoco se oía llorar al bebé, sólo el crepitar de las llamas.
Pedro cerró los ojos. Su bebé. Su esposa. Su familia.
Se agachó, pues el aire era mejor cerca del suelo, y empujó la puerta con un zapato.
Oleadas de calor golpearon su piel. La habitación del bebé estaba en llamas. Pedro miró hacia la cuna: vacía.
Aquella habitación estaba vacía. El alivio fue tal que casi se mareó al ponerse en pie.
–¿Paula, estás aquí? –gritó para asegurarse.
Sin respuesta.
–Gracias –susurró a nadie en particular. Cerró la puerta de un portazo y se lanzó al pasillo buscando a gritos a su mujer y su hija.
Cinco minutos después las encontró.
sábado, 28 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 48
Pedro no podía dormir. Se incorporó en su cama, desorientado. Le palpitaba la cabeza.
Contempló la lujosa suite en sombras del hotel Burj Al Arab, la suite que él había esperado compartir con su esposa.
Algo no iba bien. De pronto le recorrió un escalofrío y le temblaron las manos. Unas manos llenas de energía y deseosas de actuar.
¿Para hacer qué? ¿Para pelear por qué?
Paula le había dejado. ¿Y qué?, se dijo a sí mismo enfadado. Esa inquietud que le invadía y el miedo que le encogía el estómago no tenían nada que ver con ella.
Tal vez había algún problema en uno de sus edificios en construcción.
Eso era, estaba preocupado por el rascacielos de Dubai, no por Paula. Ni por la manera en que sus expresivos ojos castaños lo habían mirado con adoración horas antes cuando ella le había pedido que la amara. Aquello le había dejado a él sin aliento. Y le había decidido más que nunca a reprimirla. A echarla de su lado. A mostrarle el bastardo egoísta y desconsiderado que era.
Para que ella dejara de tentarle a adentrarse en el profundo abismo de las emociones en el cual era tan fácil ahogarse...
No podía olvidar el dolor en los ojos de ella al llamarlo cobarde.
Maldiciendo en voz baja, Pedro se levantó de la cama. Se metió en la ducha y sintió el agua caliente envolviendo su cuerpo mientras él se apoyaba contra los azulejos y cerraba los ojos.
No podía dejar de pensar en la expresión embelesada de ella cuando él había salido del ascensor en la planta veinte: el hermoso rostro de ella estaba iluminado de esperanza. Ella había creído que él tal vez querría asentarse con ella en el viejo castillo italiano y convertirlo en su hogar permanente.
Y entonces él la había destrozado. Desde que se habían casado, él la había castigado cada día por haberle mentido. Y al rechazar su amor, le había hecho tanto daño que ella nunca le vería de la misma manera. Él había ganado.
Pero...
De alguna forma, ella se había colado entre sus defensas. En los últimos meses, él le había mostrado lo peor de su carácter vengativo y egoísta. Pero ella lo amaba de todas maneras.
Ella era más valiente de lo que él sería nunca.
Ese pensamiento traidor hizo que le doliera el cuerpo entero. Se secó y fue al dormitorio. Abrió el armario.
¿Vacío? Por supuesto. Cuando él había regresado por fin al hotel la noche anterior, había puesto mala cara a todo el mundo. Había echado a gritos al mayordomo del hotel que había intentado deshacer su equipaje; su propio personal, que sabía que en momentos como aquél no debía acercársele, había desaparecido. Pero durante los últimos meses, incluso aunque él fuera el ser más desagradable, los sirvientes siempre habían logrado meterse en su habitación y deshacer su equipaje.
No. No habían sido los sirvientes, sino Paula, se dio cuenta de pronto. Ella había deshecho su equipaje cada una de las veces. ¿Por qué? Ella era una condesa, una belleza seductora, una madre ocupada, una mujer con millones de amigas. ¿Por qué se tomaría la molestia de deshacer su maleta sin que nadie se enterase, ni siquiera él? Enseguida supo la respuesta: para intentar que el lugar donde se hallaran se pareciera a un hogar.
Envuelto en la toalla, Pedro se sentó en la cama atónito. Contempló de nuevo el armario vacío y la maleta llena. Se masajeó las sienes. Aquella lujosa suite de hotel resultaba tan fría y vacía como una tumba. Echaba de menos a Paula y a la pequeña. Recordó la risa de Rosario, la calidez de la mirada de Paula. Las quería en su vida. Las necesitaba.
Maldijo en voz alta. Paula tenía razón: era un cobarde. Le asustaba amarlas. Le aterraba amar a alguien con todo su corazón para que luego ese corazón acabara hecho trizas.
Recordó la agonizante soledad de aquella noche nevada en Canadá mientras contemplaba cómo el fuego devoraba la cabaña.
–Quédate aquí –le había dicho su madre al ver que su marido y su hijo mayor no salían–. Hasta luego, cielo.
Pero ella no había regresado. Ninguno de ellos.
Él había esperado, gritando sus nombres. Había intentado entrar, pero el fuego se lo había impedido.
Desesperado y lleno de pánico, había corrido descalzo sobre la nieve hasta la casa de los vecinos a tres kilómetros.
Toda su vida había creído que había sido culpa suya el que ellos murieran. Él no les había salvado. Tal vez si no hubiera obedecido a su madre y hubiera corrido por ayuda enseguida, sus padres y su hermano podrían haberse salvado. Pero en aquel momento se dio cuenta de que sólo habría logrado morir con ellos.
Se puso en pie. Toda su vida se había dicho que no deseaba un hogar. Pero, contra todas sus expectativas, un hogar había ido a su encuentro.
Los últimos tres meses habían sido los más tranquilos de su vida, por más que él intentara huir. Contra su voluntad, había hallado un hogar: Paula, con su carácter estable
y amoroso, su valor, su determinación.
Paula y Rosario eran su familia. Su hogar.
Y él había castigado a Paula por ocultarle la existencia de Rosario. Le había enfurecido sobremanera que ella lo rechazara... ¿por qué?
Ella no tenía razones para confiar en él. Él había destruido a su padre al quitarle el negocio, lo que había desencadenado la muerte de su familia y le había obligado a ella a casarse con un hombre mayor a quien no amaba.
Él mismo le había dicho a Paula que no quería hijos y ella le había creído, ¿por qué no iba a hacerlo? Pero cuando él había descubierto la verdad, la había maltratado con besos despiadados y la había ignorado cuando debería haberse puesto de rodillas y haberle rogado que le diera la oportunidad de ser un padre para Rosario y un marido para ella.
Hombres de todo el mundo hubieran matado por casarse con Paula, por acostarse con ella, por ganar su amor. ¿Y qué había hecho él? La había ignorado por el día y poseído por la noche. ¿Cómo era posible que ella se hubiera enamorado de él? ¿Qué había hecho él para merecer ese milagro?
Sacó una camiseta y unos vaqueros de su maleta. Paula se había tragado su orgullo, tan poderoso como el de él, durante meses.
Entonces ella había pedido que la amara; que olvidara sus antiguas heridas y comenzara una nueva vida, un nuevo hogar, una familia. Que se amaran el uno al otro. Y él se lo había tirado a la cara. No se merecía a alguien como ella. Pero podía pasar el resto de su vida intentándolo. Sacó su teléfono y llamó a Lander.
–Consigue el avión más rápido que puedas y averigua dónde está Paula.
–Ya lo sé –respondió Lander con tranquilidad–. En su castillo.
Cómo no. Italia, donde ella tenía su hogar. El hogar que él había rechazado tan desagradablemente. Agarró la llave que ella le había entregado y se la guardó en el bolsillo.
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 47
Había escapado del cautiverio torturante de Pedro. Pero, ¿a qué coste, cuando había perdido toda su esperanza?
Paula dio las buenas noches a Felicitas y a la señora O'Keefe, acostó a Rosario en su cuna y se dirigió a su dormitorio. El silencio era aplastante. El aire resultaba tan asfixiante como el de una tumba.
Se puso el camisón y contempló su cama de anticuario, en la que había dormido durante diez años cuando era una esposa virgen y compartía aquella casa y su amistad con Giovanni.
Ya no podía dormir allí.
Temblando de agotamiento y pesar, agarró una almohada y una sábana y regresó al cuarto del bebé. Estaba oscuro. Paula encendió la lamparilla de noche pero, con un chasquido, la bombilla explotó. Maldita vieja instalación eléctrica, pensó, e intentó no llorar.
Arrastrándose en la oscuridad, se tumbó en la alfombra cerca de la cuna.
Comenzó a adormilarse a la luz de la luna escuchando el dulce ritmo de la respiración de su bebé.
Era una pena que el electricista no hubiera ido aquel día, pensó Paula bostezando. Al menos iría al día siguiente.
Después de todo, no era un asunto de vida o muerte.
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