domingo, 29 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 49





Siete horas más tarde, su avión aterrizaba en un aeropuerto privado en la Toscana. Empezaba a amanecer sobre las verdes montañas. Pedro aspiró el aire fresco de una nueva primavera. De un nuevo día. De una nueva oportunidad.


Se subió al Ferrari que estaba esperándolo en el aparcamiento y, pisando el acelerador a fondo, enfiló hacia la estrecha autopista.


Llevaba toda su vida viajando tan rápido como podía, siempre intentando escapar de su pasado. Por primera vez, lo hacía para intentar conseguir algo.


Esbozó una sonrisa al imaginarse la reacción de Paula cuando él la despertara: le sonreiría sin dar crédito a lo que veía. Entonces ella recordaría que estaba enfadada con él y le echaría de allí. Él disiparía su enfado con un beso y no dejaría de besarla hasta que ella le hubiera perdonado. Hasta que le permitiera amarla por el resto de sus vidas. Y entonces le haría el amor tiernamente mientras el sol relucía sobre las montañas.


Paula, te amo.


Paula, lo siento.


Paula... ya estoy en casa.


Pedro elevó la vista con el corazón desbocado según llegaba al castillo.


Inspiró hondo. Y pisó el freno a fondo.


El mismo escalofrío que había sentido siete horas antes volvió a hacerle estremecer. Intensamente. Vio humo saliendo de una de las ventanas de la segunda planta del castillo. Salió del Ferrari dejando el motor en marcha y corrió hacia el castillo con el corazón en un puño.


El conocía ese olor a humo.


¡La puerta principal del castillo estaba cerrada! 


Con manos temblorosas, acercó la llave que Paula le había entregado, pero no conseguía meterla en la cerradura así que decidió echar la puerta abajo. Tras varios intentos desesperados, la fornida puerta de cedro cedió. Pedro entró corriendo mientras la alarma saltaba.


–¡Paula! ¿Dónde estás? –gritó.


Podía oler el humo más claramente que nunca, pero no lograba ver de dónde provenía.


¿Dónde estaba su familia?


–¿Señor Alfonso?


Vio a la señora O'Keefe corriendo hacia él por el pasillo en camisón. Tras ella iba otra mujer mayor con gorro de dormir.


–¿Qué ha ocurrido? La alarma... –inquirió la viuda.


–Hay fuego en el castillo –anunció él sin perder la calma.


–¡Fuego! Dios mío, Paula y el bebé...


–¿Dónde están?


–Arriba, en el ala principal. Se la enseñaré.


–No –dijo él cortante–. Busque ayuda. ¿Hay alguien más en el castillo?


–Sólo nosotras –respondió la señora O'Keefe asustada–. La habitación de la señora Alfonso está al final de las escaleras y la del bebé a su derecha. Esperemos que la alarma la haya despertado y esté bajando.


–Eso. Dése prisa –ordenó él y subió corriendo las escaleras.


Tenía que encontrar a su esposa y a su hija. 


Aquella vez salvaría a su familia... o moriría con ella.


En el piso superior, una densa nube gris invadía el pasillo. El dormitorio al final de la escalera estaba vacío y la cama no tenía ni almohada ni sábana superior.


Paula no estaba allí. Debía de hallarse con el bebé. Pedro se acercó a la puerta de la derecha. 


Desprendía un calor casi insoportable: se estaba quemando.


–¡Paula! –gritó entre toses.


Pero no obtuvo respuesta. Tampoco se oía llorar al bebé, sólo el crepitar de las llamas.


Pedro cerró los ojos. Su bebé. Su esposa. Su familia.


Se agachó, pues el aire era mejor cerca del suelo, y empujó la puerta con un zapato.


Oleadas de calor golpearon su piel. La habitación del bebé estaba en llamas. Pedro miró hacia la cuna: vacía.


Aquella habitación estaba vacía. El alivio fue tal que casi se mareó al ponerse en pie.


–¿Paula, estás aquí? –gritó para asegurarse.


Sin respuesta.


–Gracias –susurró a nadie en particular. Cerró la puerta de un portazo y se lanzó al pasillo buscando a gritos a su mujer y su hija. 


Cinco minutos después las encontró.




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