viernes, 18 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 61




Pasaron las dos horas siguientes explorando la isla. Pedro la disfrutó a través de los ojos de Luis y recordó, con dolor, que nunca supo hacer algo así con su hija. Se arrepentía del tiempo perdido y se juró que, si el destino le daba una nueva oportunidad, sería el mejor padre del mundo. Y también mejor persona.


Se separaron en tres grupos. Hernan y Margo desaparecieron juntos. El profesor y las hermanas Granger se quedaron cerca del agua. Paula, Luis y él se concentraron en descubrir la isla por su parte interior. Se encontraron con un grupo de peñascos planos sobre los que descansaban unas cuantas iguanas.


—¡Vaya! —exclamó Luis al hacer el descubrimiento—. ¿Puedo tocar una?


—No creo que te dejen —le contestó Pedro.


—Lo haré con mucho cuidado.


Paula y él observaron cómo se acercaba el pequeño de puntillas y se ponía en cuclillas cerca de una de las iguanas más grandes.


—Recuerdo que de pequeña soñaba con adoptar un bebé cuando fuera mayor. Una de mis profesoras había adoptado un niño de cuatro años. El pequeño había sufrido mucho. Su madre era drogadicta y acabó abandonándolo. Un vecino lo encontró después de unos días. Recuerdo la estrecha relación que había entre él y su madre adoptiva. Era increíble ver cuánto se querían. Te dabas cuenta de que, a distinto nivel, se necesitaban el uno al otro. ¿Crees que eso es el amor verdadero?


—Supongo que sí. El tipo de amor que dura para siempre —contestó él.


Vio ternura en la mirada de Paula cuando observaba a Luis.


—Durante estos últimos días he tenido tiempo para reflexionar sobre mi vida. Me he dado cuenta de que iba en la dirección equivocada —le confesó ella—. Es como si mi brújula señalara a cualquier punto menos al norte, a lo que es importante de verdad.


—¿Y sabes ahora dónde está el norte?


Ella levantó la mirada y lo observó durante unos segundos antes de contestarle.


—Empiezo a saber dónde está.


Sus palabras hicieron que algo se moviera en su interior. Algo con lo que no contaba y que no creía poder volver a sentir. Pero era real, no podía negarlo.


Alargó la mano y tomó la de Paula. Era increíble sentir esa conexión con ella, como si alguien hubiera demolido las paredes con las que se había protegido esos años.


Y había quedado desnudo y vulnerable para enfrentarse a lo que estaba pasando entre ellos dos. Las dudas y el desapego por todo habían sido sustituidos por un sentimiento más fuerte.


Confianza.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 60




Cuando Hernan le sugirió que dieran una vuelta por la isla, lo primero que pensó Margo fue en negarse. Le parecía que no tenía sentido seguir jugando con él, pero le costaba llevarle la contraria.


Así que habían acabado paseando solos, alejados ya de las ruinas. Siguieron un pequeño y sinuoso camino que llevaba hasta otra playa blanca. El agua era de un inimaginable color turquesa.


Hernan se quitó los zapatos y se metió en el agua, haciéndole un gesto para que hiciera lo mismo. Ella dudó un segundo antes de quitarse las sandalias y unirse a él.


Se quedaron allí, de pie y en silencio, contemplando el horizonte.


—No puede haber nada más bonito que esto —murmuró ella.


Se dio cuenta de que él se había girado para mirarla. Esperaba que Hernan no creyera que había dicho eso para que él la contradijera y halagara su belleza.


Avergonzada, se sonrojó e intentó pensar en algo que decir, pero no se le ocurría nada.


Menos aún cuando él tomó su brazo y la giró para que lo mirara a los ojos. Él la observó durante un tiempo, parecía estar intentando memorizar su cara.


—Sí que lo hay —le dijo—. Tú.


No era el tipo de mujer al que se pudiera embelesar con palabras bellas, pero Hernan consiguió que se echara a temblar.


—Paula me contó lo que te pasó cuando eras pequeña —le dijo él mientras acariciaba su rostro.


Lo dijo tan bajo que creyó no haberlo entendido. 


Pero le conquistaron sus ojos, que mostraban gran preocupación y cariño. No pudo evitar echarse a llorar.


Hernan la abrazó con fuerza. Se dio cuenta de que allí se sentía segura. Hacía tiempo que no se sentía así, desde antes del secuestro.


Él tomó su mano y caminaron hasta la sombra de unas palmeras. Allí se sentaron, pero él no soltó su mano.


Estuvieron callados bastante tiempo.


—No se cómo pudiste sobrevivir aquello —musitó Hernan más tarde.


—La esperanza me mantenía viva. Rezaba cada día para que alguien le dijera a mi padre dónde estaba. Y, un día, eso fue exactamente lo que pasó.


Él la abrazó de nuevo.


—¿Cómo puedes seguir adelante con tu vida después de algo así?


—Es que no sigues con tu vida, ésta cambia por completo. Sobre todo la de mi padre. No ha vuelto a ser el mismo.


—Creo que saber esto me ayuda a entender muchas cosas. Comprendo ahora que no quiera perderte de vista.


—Sí… Pero tengo treinta y cinco años. Esto no es saludable para ninguno de los dos. Sufrió una grave depresión y varias crisis nerviosas durante mi secuestro. Todo el mundo piensa que yo soy la víctima, pero no es así.


—Vives con una pesada carga de responsabilidad sobre tus hombros, Margo.


—Bueno, supongo que me siento un poco responsable. Sabía que no debía hablar con extraños y dejé que alguien me engañara.


—Margo, los niños no tienen culpa de nada. Los adultos son los que hacen daño.


Se apartó un poco de ella para mirarla a los ojos y observarla con detenimiento. A pesar de la belleza del paisaje, de los aromas y sonidos a su alrededor, sólo tenía ojos para él.


Hernan se inclinó y la besó. Margo pensó durante un segundo en apartarse, pero se dejó llevar. Se dio cuenta de que él le daba seguridad.


Sin dejar de besarse, se tumbaron en la arena. 


Se miraron durante mucho tiempo, las palabras no eran necesarias. Él volvió a besarla y ella supo en ese instante que podría quedarse allí y con él hasta el fin de sus días.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 59




Paula se dio cuenta pronto de lo estupendo que era Luis. Vio en sus ojos que aquello era toda una aventura para el niño. Decidió que iba a disfrutar de ese día en su compañía e intentar ver el mundo a través de sus ojos.


Quería ser el tipo de persona que disfrutaba con las sorpresas, pequeñas o grandes, que la vida le daba, aceptándolas con una sonrisa en vez de pensar que eran sólo problemas.


Así veía a Luis, no como a un polizón y un problema que los haría volver a la isla de Tango esa tarde, sino como una agradable sorpresa.


Pedro tuvo que hacer dos viajes con el bote para llevarlos del Gaby a la playa. Ella fue en compañía de Luis y las hermanas Granger en el primer viaje. Saltaron a la arena de la playa con gritos de júbilo mientras Pedro volvía al barco a por el resto.


Todo permanecía en estado salvaje, nada mostraba que allí hubieran vivido personas. No había edificios ni nada parecido. Sólo una infinita playa de arena blanca y agua cristalina.


Lyle y Lily extendieron sus toallas bajo una palmera mientras Luis y ella se entretenían construyendo un castillo de arena. Acababan de terminar el foso cuando llegó Pedro con Hernan, Margo y su padre. Las hermanas Granger llamaron al profesor para que las acompañara y usara la toalla que les sobraba. En cuanto llegó a su lado, las señoras comenzaron a hacerle preguntas sobre su trabajo y sus estudiantes.


Pedro dejó el bote sobre la arena y se acercó hasta donde estaban ellos, trabajando ya en los cimientos del castillo.


—¡Vaya! ¡Es impresionante!


—¿Por qué no nos ayudas? —le sugirió ella.


—¡Va a ser enorme! —le dijo Luis con entusiasmo.


—Bueno, entonces creo que vais a necesitar un poco de ayuda.


Trabajaron durante algún tiempo sin hablar. Paula se concentró en perfeccionar el foso. Pedro y Luis preparaban las paredes del castillo.


Cuando lo terminaron, la fortaleza tenía cuatro pisos de altura y una torre como la del cuento de la princesa Rapunzel.


Luis llevó los cubos hasta el mar y comenzó a hacer viajes con agua para llenar el foso.


Ella se levantó y fue hasta unos arbustos cercanos, donde cortó algunas flores tropicales de brillantes colores.


—Como no tenemos damiselas en apuros, tendremos que sustituirlas por algunas flores que adornen el castillo —les dijo mientras colocaba una flor en cada ventana del castillo.


—El toque femenino —comentó Pedro.


Lo miró a los ojos. Hace sólo algunos días, le habría hablado con sarcasmo, pero ese tono había desaparecido por completo.


A mediodía, prepararon unas toallas bajo las palmeras y sacaron la comida de las neveras portátiles. Luis comió con el apetito del que sabía lo que era pasar hambre. Se le hizo un nudo en la garganta al ver al niño disfrutar tanto con aquello.


Cuando terminaron, guardaron lo que había sobrado en las neveras y Pedro sugirió que dieran un paseo hasta el otro lado de la isla, donde aún estaban en pie las edificaciones de piedra que habían construido los antiguos colonos.


A todos les gustó la idea, incluso al profesor Sheldon, que ofreció con caballerosidad sus brazos a las hermanas Granger. Caminaron durante media hora entre risas y bromas. Hernan contó otra de sus tontas historias de miedo y, a pesar de ser muy inocente, a Luis le asustó y buscó su mano. Anduvieron así el resto del camino y a Paula le encantó ver que alguien la necesitaba. Era una sensación nueva para ella.


Llegaron a una playa donde había una docena de cabañas de piedra. Tenían buen aspecto, sólo les faltaban los tejados.


—Es sobrecogedor —comentó ella estremeciéndose.


—¿Vivía gente aquí? —le preguntó Luis.


—Sí —repuso Pedro.


—¿Es esta la isla donde un huracán acabó con todo el mundo?


Pedro asintió. Luis corrió a una de las cabañas y tocó con sus manos las piedras que la formaban, como si quisiera comprobar que de verdad estaban allí. Hernan y Margo se acercaron a él y le dijeron algo. Hernan tomó la mano del niño y caminaron juntos por el pequeño pueblo.


Pedro y ella se sentaron en una enorme roca que parecía haber marcado la entrada de algún sitio. El sol se escondió detrás de algunas nubes y ella se quitó las gafas.


—Es horrible pensar que toda una población pudiera desaparecer así, sin más, en unos minutos.


Pedro no le contestó, se quedó callado.


—Así es la vida muchas veces. El sol brilla y todo está bien y, al minuto siguiente, ya no reconoces el mundo a tu alrededor —dijo con amargura en su voz.


—¿Estás hablando de Gaby?


Él la miró con dolor en los ojos.


—Cuando vives tu vida de una manera determinada, todo te parece normal y lógico. Cuando trabajaba tantas horas al día y no pasaba tiempo en casa, me daba la impresión de que estaba haciendo lo correcto, asegurando el futuro de mi familia. Daría cualquier cosa por poder volver atrás y cambiar las cosas, cambiar cómo era yo.


—¿Qué es lo que cambiarías?


—Lo poco que apreciaba lo que tenía —le dijo él sin dudar un segundo—. Pienso en mi hija y en que muchos días me iba de casa antes de que despertara y volvía cuando ya estaba acostada. ¿En que demonios estaba pensando? ¿Cómo podía creer que el trabajo o cualquier otra cosa podía ser más importante que ella?


Pedro


—No te cuento esto para conseguir que me hagas sentir mejor —la interrumpió él—. Metí la pata hasta el fondo y yo soy el único culpable de ello.


Quería decirle muchas cosas, pero no lo hizo. 


Sabía que Pedro no quería escucharla, que necesitaba aceptar su responsabilidad sobre lo que había pasado para poder curar sus heridas.


Pensó en su propia vida y en las decisiones que había tomado y se dio cuenta de que había llegado a una encrucijada. A un lado estaba el camino hacia su vida anterior. Al otro, se abría el camino que llevaba a una nueva vida y a una nueva Paula. Una mujer que quería dar en lugar de reclamar lo que creía pertenecerle.


Luis volvió con Hernan y Margo. Parecía estar muy feliz. Los observó y algo se encendió en su interior. Se dio cuenta de que le estaba pasando lo mismo que a Cole, no quería volver a ser la de antes. Nunca había pensado en tener niños.


Y ahora veía que quería ser el tipo de persona que pudiera conseguir que un pequeño como Luis sonriera.



jueves, 17 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 58



A las once y cuarto ya habían embarcado todos y cruzaban las aguas hacia su siguiente parada. 


Pedro manejaba el timón mientras comprobaba el estado de su teléfono por satélite, el que usaba cuando creía que la recepción en su teléfono móvil no era muy buena. Mientras tanto, Hernan entretenía al resto de pasajeros con historias de fantasmas que se inventaba sobre la marcha.


Paula y él se habían estado evitando toda la mañana. Pensó que ella estaba arrepentida de haber pasado la noche juntos. Pero no era eso. 


De hecho, era todo lo contrario.


Ella era la única que sabía a lo que tenía que enfrentarse ese día. Estaba angustiado, como si aquélla fuera su última oportunidad.


Una hora después de salir vio la isla en el horizonte. Disminuyó la marcha del barco al acercarse. Lo detuvo a cien metros de la playa, bajó el ancla y Hernan preparó el bote. 


Distribuyeron chalecos salvavidas entre los pasajeros.


Pedro bajó a la cocina para recoger las neveras con los almuerzos que el hotel les había preparado esa mañana. Estaba yendo hacia allí cuando Paula lo llamó. Se giró y la vio bajar las escaleras detrás de él.


Ella lo miraba con algo de preocupación en sus ojos.


—¿Estás bien?


—Sí —repuso él—. Pero supongo que hoy no soy la mejor compañía del mundo.


—No tienes que serlo.


Sabía que se lo decía con sinceridad y se sintió fatal por apartarla de su lado.


—Perdona por irme esta mañana como lo hice.


—No te disculpes. Imagino que estarás muy preocupado. Supongo que lo más fácil para ti ahora mismo es concentrarte en el trabajo y nada más. Sólo quería recordarte que estoy aquí si quieres hablar o te sientes solo.


—Gracias.


Una gran emoción inundó su pecho al mirarla. 


Hacía mucho que no sentía nada parecido. Lo pilló por sorpresa y se quedó sin palabras.


Pero oyeron entonces un gran ruido que los sobresaltó. Al estruendo lo siguieron algunos gemidos.


—¿Que es eso? —exclamó Paula.


—No tengo ni idea.


Señaló hacia la cocina y le indicó que guardara silencio. Despacio, fue hacia la puerta, giró lentamente el picaporte y abrió la puerta.


—¡Dios mío! —dijo ella.


Sentado en el suelo, debajo de fregonas y cepillos, estaba el pequeño Luis.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro mientras lo ayudaba a levantarse.


El niño asintió con timidez.


—Siento mucho haber desordenado todo, señor Alfonso.


—Luis —le dijo con firmeza—. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Uno de los mayores del hogar infantil nos dijo que creía que no volvería nunca a vernos.


Pedro vio que estaba preocupado. Hasta ese instante no fue un consciente de cuánto ansiaban los niños que los visitara de vez en cuando.


—¿Sabe el señor Dillon que estás aquí?


Luis negó con la cabeza y se quedó mirando el suelo con expresión de culpabilidad en su cara.


Paula se puso a recoger las escobas y meterlas de nuevo en el armario de los productos de limpieza.


—¿Cómo has entrado aquí? —le preguntó Pedro.


—Espere a que se fueran los vigilantes del muelle y me colé dentro.


—Scott debe de estar muy preocupado —le dijo.


—Lo siento.


—Y tendremos que llevarte de vuelta.


Luis asintió.


—¿Podríamos llevarlo más tarde, después de que pasemos el día en la isla? —le preguntó Paula.


El niño lo miró con ilusión. No podía negarse.


—Luis, lo que has hecho está muy mal. Por muchas razones. Puedes quedarte hasta la tarde, pero antes tienes que llamar al señor Dillon y decirle dónde estás y que volverás esta misma noche.


—Si, señor —repuso aliviado el niño.


Paula le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo y miró a Pedro con gratitud. Los tres subieron a cubierta y presentaron al niño. 


Después, Pedro buscó el número de Scott en la guía y le dio el teléfono a Luis.


El niño habló unos minutos antes de pasárselo a Pedro.


—Está bastante disgustado —le dijo.


—No pasa nada, Luis. Estaba preocupado por ti, eso es todo. No puedes irte sin más y sin decirle a nadie adónde vas.


Pedro miró el teléfono y vio que tenía un mensaje. Fue hasta el otro lado del barco y llamó a su buzón de voz. Era Alejandro.


Pedro, el tipo me ha llamado para cambiar la hora del encuentro. Será a las cuatro de esta tarde. Te llamaré en cuanto sepa algo.


Apagó el teléfono y se controló para no tirarlo por la borda. Aquello le daba muy mala espina.


—¿Está todo bien? —le preguntó Paula llegando a su lado.


—Sí —mintió él.


—No lo parece —comentó ella mientras le tocaba el brazo.


Intentó abrir la boca para contestarle, pero tenía las palabras atrapadas en la garganta.


—No pasa nada, no tienes que explicarte —le dijo Paula—. Voy a buscar un chaleco para Luis.


Él asintió. Se dio cuenta de que sólo iba a poder sobrevivir ese día si dejaba de pensar en todas las cosas que podían resultar mal y hacer que los avances en la investigación fracasaran. 


Tenía que mantener la fe y creer que esa vez sí que iba a encontrar a su hija.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 57




Paula se despertó a la mañana siguiente y vio que Pedro ya no estaba allí.


No pudo evitar sentir un vacío en su interior y se preguntó si habría sido un error invitarlo a su cama, aunque todo había sido muy inocente y no habían hecho otra cosa que dormir juntos.


A ella siempre le costaba conciliar el sueño, por muy cansada que estuviera, pero esa noche había sido distinta. Recordaba haber apoyado la cabeza en su hombro y cerrado los ojos. Su siguiente recuerdo era el de esa misma mañana, cuando se había despertado y visto que él ya no estaba a su lado.


Se dio cuenta de lo inevitable. Iba a volver a casa con el corazón roto, pero al menos había descubierto que podía sentir muchas cosas, que su corazón estaba vivo.


Fue hasta el baño para darse una ducha, pensó que el agua la ayudaría a aclarar sus ideas.


Después llamó a Margo y quedaron para desayunar juntas. Estaba radiante cuando la vio en el restaurante.


—¿Cómo terminó la velada? —le preguntó nada más verla.


—Di un agradable paseo por la playa con uno de los tipos que trabaja en el equipo de Peyton.


Paula la miró sorprendida.


—Pensé que Hernan y tú habríais pasado algún tiempo juntos después de la cena.


—Creo que eso quería él. Acompañó a Peyton al hotel para librarse de ella.


—Entonces, ¿por qué no…?


—No lo sé, Paula. Si tengo que fingir ser quien no soy para que Hernan se fije en mí, sólo voy a conseguir tener algo temporal con él y, la verdad, no me parece que tenga sentido.


—Pero, Margo, anoche no eras otra persona. Eras tú. Podemos tener distintas versiones de nosotras mismas sin que cambie nuestra personalidad.


—Cuando termine este viaje, voy a volver a ser Margo Sheldon, profesora de Física Cuántica, y Hernan volverá a ser Hernan, el mujeriego y divertido millonario.


Paula quería llevarle la contraria, pero no se veía con fuerzas. Temía que Margo acabara teniendo razón y no quería influirla demasiado y que acabaran rompiéndole el corazón.


Levantó la vista y vio entonces a Hernan y a Pedro a la puerta del restaurante. El corazón le dio un vuelco y se dio cuenta de que Margo estaba siendo mucho más práctica que ella y que debía seguir su ejemplo.


Pero sus ojos se cruzaron con los de Pedro y se olvidó de todas sus buenas intenciones. Hernan las saludó con la mano, parecía más inseguro que nunca. Era raro verlo así, no iba con su personalidad.


Se acercaron a su mesa y no pudo evitar saltar un poco cuando Pedro colocó la mano en su hombro.


—Buenos días —les dijo.


—Hola —repuso ella—. ¿Habéis desayunado ya?


—No.


—Pues, sentaos, por favor.


—Estoy muerto de hambre —confesó Hernan mientras se sentaba al lado de Margo.


—Las tostadas con miel son deliciosas —contestó ella sin mirarlo a los ojos.


—Buena idea —repuso Hernan mientras llamaba a la camarera.


Pedro sólo pidió un café.


—¿Sólo café? —le preguntó extrañado su amigo.


—No tengo demasiado apetito esta mañana.


—Eso sí que es raro —repuso Hernan—. ¿Pasa algo malo?


—No, pero no tengo apetito, eso es todo. Por cierto, tendré el barco listo hacia las once.


—¿Está todo arreglado? —preguntó Paula.


—Sí. El mecánico me llamó esta mañana para decirme que todo está bien.


—¿Adónde vamos a ir hoy? —le preguntó Margo.


—He pensado que estaría bien acercarnos a conocer una isla desierta que hay a una hora de aquí.


—¿Para qué vamos a una isla donde no vive nadie? ¿Qué sentido tiene? —preguntó Hernan.


—Unos cuantos colonos se instalaron en la isla a principios del siglo XX —les dijo Pedro—. Hubo un huracán tremendo y una ola gigante inundó el pueblo y arrastró a toda la población.


—¡Que horror! —exclamó Paula.


—Como te decía… ¿Por qué vamos a esa isla? —insistió Hernan.


—Es un sitio precioso y lleno de paz —contestó Pedro.


—Y un poco fúnebre, ¿no? —agregó su amigo.


—Yo creo que suena fascinante —comentó Margo—. Me encantaría ir.


—¿Y a ti? —le preguntó Pedro.


Ella se quedó mirándolo unos instantes. Creía ver algo distinto en sus ojos y estaba segura de que esa isla desierta tenía algo que ver con ello.


—Claro, me gustaría verla —repuso.


Pedro tomó otro sorbo de su café, asintió y se puso en pie.


—Bueno, ¿podéis aseguraros de que todo el mundo conoce los planes para hoy? Debéis estar a las diez y media en el muelle.


—Muy bien —contestaron ellos.


Hernan sacudió la cabeza en cuanto Pedro salió del restaurante.


—No sé por qué, pero me da la sensación de que esa excursión va a ser como un episodio de Scooby Doo, con misterios y todo eso.


—¿Y tú quién eres? —preguntó Margo sonriendo—. ¿Shaggy?


—Sí. Ya sabes el feo, tonto y cobarde —repuso él.


—Yo sólo espero que no haya otro huracán mientras estamos allí —les dijo Paula.


—Han cambiado mucho las cosas en cien años. Ahora al menos la gente puede ser avisada con algo de tiempo antes de que suceda algo así —comentó Margo.


Se preguntó si se refería a los huracanes o a alguna otra cosa.


—Bueno, voy a decirle a mi padre que nos vamos dentro de un par de horas. Hasta luego —le dijo Margo poniéndose en pie rápidamente.
Hernan la observó hasta que salió del restaurante. 


Después miró a Paula.


—¿Es por algo que he dicho? —le preguntó confuso.


—Creo que te tiene un poco de miedo, Hernan. Eso es todo.


—¿Miedo de mí?


—Sí, miedo de ti.


—¿Por qué iba a tenerlo?


Dudó unos segundos antes de contestar.


—Es una mujer bastante sensata y cauta.


—¿Y yo soy un peligro?


Paula se quedó callada.


—¡Eso es ridículo! —exclamó él enfadado—. Pero, claro, tiene razón. Margo es una santa y yo un pecador. No podemos tener nada en común, ¿verdad? Además, está lo de su padre… No creo que él pueda encontrar a alguien merecedor de su hija.


—Es complicado, Hernan.


—¿Complicado? Es más que complicado, es muy extraño. ¿Crees que es normal que a una mujer de su edad le importe tanto lo que piense su padre?


Estaba claro que Margo no le había contado lo del secuestro y no estaba segura de que ella debiera hacerlo. Pero Hernan parecía tan disgustado, que se decidió a hacerlo, con las mismas palabras que Margo había usado con ella.


Hernan se quedó pálido.


—¡Dios mío! ¿Nadie supo de su paradero durante tres años?


—Supongo que su padre se haría a la idea de que había muerto. ¿Te imaginas?


—No —repuso él con incredulidad—. No puedo imaginar lo que es eso.


—Yo pensaba como tú, que la protegía demasiado, pero cuando Margo me lo contó…


—Sí, eso cambia mucho las cosas. Es fácil entender su relación de dependencia.


—Parece una mujer fuerte, Hernan. Pero creo que una parte de ella es aún muy frágil y no quiere arriesgarse a sufrir de nuevo.


Se quedó mirándola unos instantes.


—Gracias por decírmelo. Con tus palabras has evitado que quede como un autentico idiota.


Se levantó y se fue del restaurante antes de que pudiera preguntarle que había querido decir con esas palabras.