sábado, 21 de septiembre de 2019
UN ÁNGEL: CAPITULO 8
Más tarde ya en la cama, se preguntó cómo llegó a pasar todo eso, cómo la habían involucrado. La imagen de todos sonriendo alrededor de la mesa le comprobó que lo que Pedro decía era verdad: no podía negarse a la felicidad que eso parecía producirles. Era difícil, no estaba acostumbrada a recibir. Pero no pudo decir que no. E incluso empezaba a agradarle.
Dos días libres de la carga que a veces era demasiado dura, incluso aunque lo luciera voluntariamente. Dos días en ocho años no era demasiado. Dos días para ella sola, haciendo lo que le diera la gana, sin que nada le exigiera sus energías y su tiempo.
—Gracias, Pedro —susurró en la oscuridad, preguntándose cómo habría sabido que necesitaba una vacaciones, cuando ni siquiera ella misma se había dado cuenta. Aquello la conmovió profundamente.
Empezó a pensar cosas que ni siquiera se atrevía a formular. Abrazó la almohada, adormilada, con una imagen en su mente que empezaba a verse borrosa, la imagen de unos ojos tan azules que era como mirar al cielo de un perfecto día de verano. “Dos días completos. Podría…” pensó mientras se dormía.
El agudo sonido del teléfono la despertó y alcanzó el aparato instintivamente, sin pensar.
—¿Diga?
—¿No has aprendido la lección todavía, maldita? Bien, bien ya la aprenderás. Y te arrepentirás de no marcharte cuando todavía tienes tiempo para hacerlo. Antes que alguien resulte herido.
UN ÁNGEL: CAPITULO 7
En la hora de la cena, cuando estaban todos juntos y Pedro todavía estaba fuera lavándose, intentó que ellos se dieran cuenta:
—Creo que deberíamos ir a disculpamos ante todo el pueblo en la reunión de este mes.
—¿Qué? —dijeron siete voces a la vez.
—Quiero decir que no pueden culpar a la gente por ser tan difícil con ustedes. Lo único que ven es lo que está en la superficie. ¿Por qué otra cosa pueden juzgamos?
—¿De qué estás hablando? ¿Cómo puedes decir eso, Paula? —saltó Willy indignado.
—Bueno, es evidente que han llegado a pensar igual que ellos, así que considero que ahora que están de acuerdo con ellos…
—¿Igual que ellos? ¿Pedir disculpas por qué? ¿Por ser nosotros mismos? ¿Por no negar lo que somos? ¡Si no pueden ver el pasado en la superficie, es su problema! ¡Y tú eres quien nos enseñó eso, Paula! —exclamó Sebastian exaltado.
—No demasiado bien, por lo que parece.
—¿Qué quieres decir?
—Parece que sólo lo ponéis en práctica cuando se trata de vosotros mismos. Que sólo vosotros merecéis el esfuerzo de mirar más allá de la superficie.
—Claro que no. Sabemos que… —se interrumpió al oír la voz de Aaron.
—Me parece que nos ha pillado —dijo él con una sonrisa, mirando hacia el porche, donde había dejado de oírse el sonido del agua—. Pensad en ello.
Paula se dio cuenta de que había más de un par de ojos avergonzados. Habiendo probado que tenía razón, no dijo más, sólo se sentó en su lugar en la cabecera de la mesa, el que todos le tenían reservado.
Hubo un momento de silencio cuando Pedro entró. Todos lo miraron y él parecía cansado. Estuvo trabajando todo el día y debía ser muy duro sentarse a la mesa para ser crucificado por todos. Se preguntó por qué no tomaba su plato y se iba a comer a un lugar tranquilo. Pero él nunca se rendiría.
Dejó la toalla que usó para lavarse en el cesto de la ropa sucia y se dirigió hacia la mesa. Se detuvo asombrado cuando Kevin se hizo a un lado para dejarle sitio.
—Aquí hay lugar —dijo.
Pedro miró a Paula y ella sintió una sensación extraña, como si pudiera leer en sus ojos todo lo que había pasado en la habitación. Se sentó despacio, mirándolos a todos con suspicacia.
—Toma una galleta —le dijo Sebastian gruñendo, sujetando el plato. Y Mateo sin decir nada, le pasó el vaso de agua que acababa de servir y buscó otro para él.
—¿Tiene algo interesante dentro? —preguntó Pedro, mirando al vaso con duda.
Todos volvieron a poner cara de corderitos, menos Marcos, que estaba sentado al lado de Paula, quien se echó a reír a carcajadas. Todos lo miraron.
—No le echéis la culpa a él. Lo habéis estado tratando como ellos nos tratan a nosotros.
—Sí —dijo Aaron—. Y te debemos una disculpa.
—Muchas… gracias —dijo Pedro, sorprendido. Miró a Paula un momento y ella se sonrojó, pero no podía apartar la mirada. Él sonrió, como si hubiera encontrado lo que buscaba—. Gracias, Paula.
Pedro se echó hacia atrás mientras los otros empezaban a charlar a su alrededor. Sara llegó con un humeante plato de patatas y carne y se sentó junto a su marido. Mientras Kevin hablaba sobre la cosecha y Willy sobre una máquina ordeñadora que no podían permitirse, Pedro saboreaba en silencio aquel apoyo, que le daba fuerzas. Allí había ocurrido un pequeño milagro y no tenía nada que ver con él. Fue Paula la que lo logró, sin mas ayuda que su corazón generoso.
Era tan especial como parecía, pensó. Y eso debía ser la causa de aquella extraña y cálida sensación que nunca sintió antes y con la que no sabía qué hacer. Eso lo ponía nervioso y no estaba acostumbrado a ponerse nervioso…
—…gracias a Pedro.
La voz de Paula lo devolvió a la realidad.
—Lo siento, ¿qué has dicho?
—Estaba diciendo que nos has ahorrado el dinero que habíamos reservado para el tejado y las tuberías. Y la madera para el gallinero. Incluso nos queda algo después de pagar la renta del mes.
—Ah, bien. Me imagino que todo el mundo participa con la renta, ¿no?
—Todos tenemos algún tipo de paga del gobierno —dijo Mateo—, valientes veteranos como somos. Damos la mitad de lo que nos dan para pagar cada mes.
—Ah… me gustaría ayudar, pero…
—No seas tonto —dijo Paula de inmediato—. ¿No acabo de decir que gracias a ti incluso nos ha sobrado dinero? Estamos intentando decidir en qué lo vamos a emplear. No hay bastante para todo, pero quizá una puerta nueva…
—Eso voy a arreglarlo mañana. Sólo necesita unas bisagras y un cierre al que Daisy no llegue.
—No recuerdo haber visto bisagras por ninguna parte.
—Las encontré en un rincón del granero —dijo con tranquilidad.
—Bueno, entonces podríamos arreglarle la cocina a Sara. Hace mucho que está mal, pero hasta ahora no habíamos podido…
—No hace falta —interrumpió Sara, sonriendo a Pedro—. Pedro la arregló esta mañana. Ahora funciona de maravilla. Creo que deberíamos dejarle que intentara arreglar la radio también. Ya saben lo que se echa de menos escuchar música.
Marcos buscó en un bolsillo del pantalón y sacó un radio portátil. Con una amplia sonrisa, la encendió y se oyó una canción de los noventa.
Lo apagó.
—Pedro —dijo simplemente.
—Me siento como si le hubiera estado dando patadas a Lassie —comentó Kevin.
—Hace mucho que Lassie te habría mordido —declaró Pedro.
Todos lo miraron tensos, pero cuando se dieron cuenta de que era una broma, se echaron a reír.
Y desde aquel momento, la enemistad quedó olvidada. Ricardo fue el único que no se unió a la alegría general y murmuró por lo bajo mientras se levantaba de la mesa:
—Sigue siendo un niño bonito.
—Ricardo.
—¿Qué?
—Tu plato.
Él la miró, recogió los platos sucios y los llevó a la cocina. Pedro lo vio partir. Ricardo era un hombre colérico, pero ¿estaba lo suficientemente enfadado como para estar detrás de todos los problemas?
—Si quieres le enseño buenos modales —dijo Marcos, mirándolo con mala cara mientras salía.
—No, todavía no. Recuerda que les damos a todos un mes para que se adapten. A veces incluso les damos una semana —dijo, recordando cómo se había comportado con Pedro.
Todos rieron, todavía un poco avergonzados. Ya tenía algo menos de lo que preocuparse.
—Todavía no hemos decidido nada sobre el dinero.
—Quizá deberíamos ahorrarlo para la primera cosa que se arruine —dijo Sara.
—Quizá deberíamos pagar a Pedro—dijo Sebastian.
—¡Buena idea! —exclamó Paula y el resto de la mesa asintió.
—De acuerdo —aceptó Pedro—. Considérenlo mi contribución a la causa, entonces.
—Pero eso nos deja donde estábamos —protestó Aaron—. Además, te lo has ganado de sobra. Y todos nosotros tenemos algo, además de lo que pagamos, así que tú también deberías tener tu parte.
—¿Quieres decir algo para gastármelo como quiera? Bueno, entonces quiero gastármelo en enviar a Paula de vacaciones.
—¿Qué? —dijo ella.
—Ya sé que no sabes ni lo que es —declaró Pedro con buen humor—. Es cuando te vas por allí y todo el mundo te cuida, en lugar de que seas tú la que te encargues de todo. Te relajas, vas al cine, sales a cenar, te llevan el desayuno a la cama, vas a la peluquería, de compras…
—¡No puedo hacer eso!
—A mí me parece una idea estupenda —dijo Sara.
—A mí también —añadió Sebastian—. En algún sitio lejos de aquí, donde puedas pasarlo bien sin preocuparte.
—Pero necesitamos ese dinero.
—Habíamos decidido dárselo a Pedro, ¿no te acuerdas? —interrumpió Willy.
—Y yo te he dicho cómo quiero gastarlo.
—Me temo que no tienes elección —declaró Aaron con una sonrisa—. Hay dinero suficiente para un fin de semana en Eugene, o incluso en Portland. ¿Qué te parece? Vas al cine, al teatro, un desayuno con champaña el domingo por la mañana…
—¡No puedo!
—¿Sólo porque no lo has hecho nunca? Paula, no paras de trabajar. Nosotros por lo menos descansamos un poco los fines de semana, pero tú sigues con las facturas, el papeleo y todo lo demás. Necesitas un descanso, niña —insistió Mateo.
—No me importa. Y además no puedo.
—Sí que puedes. Mateo tiene razón. Tú haces todas las cosas que nosotros no queremos hacer. Y además nunca te quejas. Y nosotros… nunca te lo agradecemos bastante —dijo Kevin.
—Y lo peor de todo —añadió Sara—, es que tienes que aguantar a esa gente horrible, la que nos odia y quiere que nos vayamos. Y nosotros te dejamos sola ante ella.
—Eso es porque… es más fácil para mí. Los conozco. Puedo controlar la situación.
—¿Por qué? —preguntó Pedro tranquilamente.
—Porque… porque ellos también me conocen a mí, me imagino. Y porque conocían a mis padres. Hace que sea más difícil para ellos ser… desagradables.
—Quiero decir que por qué lo haces, por qué lo haces todo, por qué te exiges tanto. No creo que sea por el dinero, ¿verdad?
—Claro que no.
—Es porque te hace sentir bien, ¿verdad? Te hace sentir que estás ayudando, contribuyendo.
—Me imagino que sí…
—Entonces no seas tan egoísta.
—¿Qué?
—¿Crees que eres la única a la que le gusta sentirse bien? Deja que otro se sienta bien también, para variar. Deja que alguien haga algo por ti y se sienta bien por ello.
—¡Te ha pillado, Paula! —rió Sebastian.
—No puedo —murmuró Paula, un poco sorprendida de cómo se iban poniendo las cosas a su alrededor—. Hay muchas cosas que hacer.
—Claro que puedes. Nos las arreglaremos perfectamente —dijo Sebastian.
—Pero me sentiría tan… culpable.
—Piensa en lo culpable que te sentirás si no nos das este gusto —terció Aaron.
—Pero…
—Deja que alguien haga algo por ti esta vez —añadió Pedro.
—Lo… lo pensaré.
—No pienses. Hazlo este mismo fin de semana.
—Pedro, no puedo.
—Haces la maleta, te montas en el camión y te vas. Así de fácil.
—Pero no puedo, el camión necesita…
—Un rotor nuevo. Ajustar las válvulas. Ya lo sé. Lo hice ayer.
—¿Cómo tuviste tiempo…?
—No me llevó mucho. Esa era tu última excusa, Paula.
No podía seguir luchando. El poder de aquellos ojos azules era demasiado. Era mucho más fuerte que ella.
viernes, 20 de septiembre de 2019
UN ÁNGEL: CAPITULO 6
Paula miraba por la ventana hacia donde Pedro estaba trabajando, poniendo alambre a la nueva caseta para las gallinas que había construido. Lo hizo en una mañana, pensó sorprendida, usando madera que parecía medio podrida. Por eso no le había pedido a Marcos que lo hiciera él. La última madera en buenas condiciones que tenían sirvió para reparar la valla que Cricket rompió.
—¿Qué pasa con ese chico, Paula? ¿Estás segura de que todo va bien? —le preguntó Aaron.
—Tan segura como lo estuve cuando tú apareciste —dijo, mirando al hombre moreno, que llevaba gruesas gafas.
—Ejem… —dijo poniéndose colorado.
—Habéis sido muy duros con él, Aaron. Y nunca se ha quejado, sólo lo acepta y sigue adelante. Y ha hecho más en una semana que nosotros en un mes.
—Me parece que nos hemos pasado un poco.
—¿Un poco?
—Bueno, mucho.
—¿Todavía crees que no es más que una cara bonita?
—¿Tanto se ha notado?
—No te lo digo para que te sientas mal. También fue mi primera reacción. Pero ahora me alegro de que esté aquí. Ha conseguido arreglar esa gotera con un trozo de tubería que encontró Dios sabe dónde. Encontró en el ático esos tablones y reparó el tejado, para no mencionar cómo se encargó de la vieja escalera. Ha hecho cien cosas pequeñas que ninguno de nosotros había tenido ni el tiempo ni la habilidad para hacer y ahora casi termina con el gallinero.
—¿Estás segura de que eso… es lo único de lo que te alegras?
—Aaron, no hables con rodeos. ¿A qué te refieres?
—Sólo que algunos de los chicos estaban diciendo… que es un tipo muy guapo y que tiene más o menos tu edad. Pensamos que a lo mejor…
—¿A lo mejor qué?
—Bueno ya sabes. Que puede que quisieras que se quedara por otras razones.
—¿Otras razones? ¿Adónde quieres ir a parar?
Aaron parecía terriblemente avergonzado, ruborizado. Se quitó las gafas y las limpió con el extremo de la camisa.
—Llevas mucho tiempo con nosotros, Paula, desde que eras una niña.
—Lo he hecho porque he querido.
Lo dijo con voz dulce. Aaron estaba allí desde el principio. Era el mejor amigo de Andres, apareció un día antes de su muerte y se quedó para siempre. Al principio para ayudar y luego admitió que para conseguir lo que él mismo necesitaba: paz y sentirse útil.
—Ya lo sabemos, pero te estás perdiendo tu propia vida, Paula, atrapada aquí con un puñado de hombres lo bastante mayores.
—Mateo es el más viejo y sólo tiene cuarenta y ocho —manifestó, riéndose.
—Pero necesitas gente de tu edad.
—Deja que sea yo la que se preocupe de eso, ¿de acuerdo?
—Sólo ten cuidado. No sabemos nada de él.
—Aaron, ¿qué te hace pensar que un hombre como él se iba a parar a mirar a alguien como yo?
—No te juzgues con tanta dureza. Si te tomaras el tiempo necesario para cuidarte a ti misma en lugar de darnos todo a nosotros…
—Tranquilo, Aaron. Estoy bastante resignada a ser una perpetua hermana pequeña. Ya no me molesta.
Suspiró, mirando por la ventana y sabía que no era cierto. Se ponía nerviosa cuando él le decía algún piropo, no por el piropo en sí, sino por él.
Lo miró por la ventana. ¿Qué mujer podría conocer a un hombre como él y no reaccionar?
Aunque lo veía muy poco desde aquel primer día; se levantaba antes del amanecer y permanecía fuera todo el día, trabajando, hasta la hora de la cena.
Las comidas eran todavía incómodas. En lugar de la agradable charla de siempre, reinaba el silencio. Lo único que se oía era alguna burla hacia Pedro, precedida siempre por un “Eh, niño bonito…” Incluso les costaba cederle uno de los sitios en la mesa.
Él nunca reaccionaba, nunca mostraba el más mínimo signo de cansancio, mientras que Paula tenía que contenerse para no levantarse y darles un par de sopapos. Sólo Ricardo, como siempre, permanecía en silencio y sólo Marcos le mostraba algo de respeto, habiendo decidido que la aceptación de Paula era suficiente para él.
Miró por la ventana y lo vio usando el martillo para sujetar la malla con clavos. Se movía con suavidad, levantando el brazo en un arco perfecto una y otra vez. Observó cómo flexionaba el brazo bajo la camisa, cómo la tela se estiraba cuando sus músculos se tensaban.
Tenía el pelo sobre la frente y ella se preguntó cómo sería echárselo hacia atrás. Tendría el tacto de la seda, seda oscura. Se lo apartaría de la cara, él la miraría con aquellos increíbles ojos azules y…
Y ella se sentiría humillada. Se avergonzaría y desearía que se la tragara la tierra. Podía imaginarse lo que él pensaría: “Todo lo que hice fue portarme bien con ella. Debía estar ansiosa porque alguien le hiciera caso. "¿Cómo pudo pensar que estaba interesado de verdad en ella, si parece un niño de quince años?” De repente Pedro se detuvo, levantó la cabeza y miró hacia la casa por encima del hombro. Paula se ocultó por instinto, aunque sabía que era imposible que la viera desde allí.
Pensó que se lo merecería. ¿No se partiría de risa si se enteraba de que aquella pueblerina estaba soñando con él?
No, no se reiría, pensó con absoluta certeza. Le había dicho que nunca lo haría y ella le creía.
Pero probablemente tendría lástima de ella y eso era todavía peor. Intentó dejar de pensar en aquello y tratarlo como a cualquiera de los otros.
Era uno más.
UN ÁNGEL: CAPITULO 5
—Y este es Cricket. Es mi amigo más antiguo, ¿verdad, cariño?
Pedro miró al caballo blanco y negro, que llegó corriendo junto a la valla en cuanto ella silbó.
Parecía un caballo blanco reluciente al que le hubieran echado por encima un bote de pintura negra.
—¿Tu amigo más antiguo? ¿Desde cuándo lo tienes?
—Desde que era un potrillo. Tiene casi once años.
Pedro extendió la mano y la negra nariz se inclinó para olerla. Entonces puso la mano en el cuello del animal. A través de aquel contacto, percibió imágenes vivas y nítidas. Paula, una chica de quince años con tirabuzones rojos, muy distintos del color cobrizo de su pelo ahora, abrazando al potrillo recién nacido. Y una Paula llorando desolada, acurrucada en el pajar. Y más tarde ya mayor, con ojeras, montando el caballo en largos paseos por las colinas boscosas.
Él sabía lo que significaba cada una de aquellas imágenes y le mandó al animal un rápido y tranquilizador mensaje: “He venido a ayudarla. Te lo prometo. Las cosas serán diferentes a partir de ahora”.
Paula miró asombrada al caballo, que relinchaba de alegría.
—Parece que tienes buena mano con los animales.
—Les doy confianza y ellos lo saben.
—Es una pena que no funcione con las personas.
Él se encogió de hombros. Funcionaría, si quisiera hacerlo, pero prefería no usarlo. Pero sabía a qué se refería ella. La comida resultó bastante desagradable, tensa. Él era el recién llegado, el intruso y sobre todo, no había compartido ninguno de los horrores que los llevaron a ese refugio que Paula dispuso para ellos.
—Parece que te lo tomas con calma —dijo ella.
—No esperaba una calurosa bienvenida, si eso es a lo que te refieres. Sé que tengo que ganarme un sitio entre ellos. Y contigo.
Ella levantó una ceja sin comprender. Él sintió que el corazón le daba un vuelco. Cualquier otra mujer hubiera entendido que se trataba de alguna clase de invitación personal, pero ella confiaba tan poco en su atractivo, que la posibilidad no se le ocurrió. Algo se tensaba dentro de él, una sensación que no podía recordar, que nunca percibió antes. Pensó que ella era muy hermosa y ni siquiera lo veía.
Tendría que arreglarlo. Pero todavía no era el momento.
—Tú tampoco confías en mí del todo.
No parecía irritado por ello, así que Paula no se molestó en negarlo. Incluso admitió que parte de la desconfianza era causada por su increíble aspecto físico. No podía creer que un hombre así fuera tan sensible y tan abierto como parecía. Debería ser un pillo, arrogante y cerrado. Estaba segura de que tenía a las mujeres a sus pies y eso debía notarse de alguna manera. Sin embargo, no era así.
Cuando la miraba con aquellos extraños ojos azules, sentía algo raro en su interior, como si hubiera penetrado hasta el fondo de su alma con la mirada. Pero al mismo tiempo se sentía confortada, como si por un momento pudiera dejar a un lado los problemas que la acechaban y descansar. Cómo le gustaría tomarse un descanso.
—Puedes confiar en mí, Paula. Sólo he venido a ayudar. Deja que sea yo el que lleve la carga durante un tiempo.
Ella lo miró sorprendida, con los ojos muy abiertos y se dio cuenta de que estuvo a punto de meter la pata, así que siguió hablando para disimular.
—Bueno, dime, ¿qué hace cada uno? No quiero tener problemas por entrometerme en el terreno de los demás.
—De acuerdo, Marcos es el carpintero. Le gusta y pone mucho entusiasmo, pero no tiene mucha experiencia. Acababa de empezar cuando lo llamaron a filas y nunca volvió a trabajar. Sebastian era enfermero, así que él se encarga de los primeros auxilios cuando se trata de arañazos y moretones. Willy trabaja con los animales… pero es alérgico a ellos y se pasa el día estornudando. El doctor Swan le dio una medicina que lo controla.
—¿El doctor Swan?
—Trabaja en la clínica del pueblo. Es uno de los pocos que no quieren que nos echen de aquí.
—¿Por qué?
—Perdió a su hijo en Irak. No pudo ayudarle, así que…
—Y tú, Paula… ¿Por qué lo haces?
—Alguien tiene que hacerlo —dijo ella encogiéndose de hombros—. Bueno, Kevin creció en una granja en Nebraska. Es un lugar diferente, pero más o menos es lo mismo. Así que él dirige la mayor parte del trabajo: siembras y todo eso. Sara es su mujer y sin ella estaría perdida. Como te habrás dado cuenta, es una gran cocinera.
—Sí —sonrió él.
—Aaron me ayuda con el papeleo y corta el pelo lo mejor que puede —dijo, quitándose el mechón rebelde de la cara.
—Lo único que necesitas es cortártelo un poco por delante —dijo acariciándoselo—. O quizá dejarte flequillo. Me gusta tu pelo. Me gusta cómo se ilumina con el sol, todo rojo y vivo.
—Me llaman cabeza de zanahoria —dijo, intentando ignorar el estremecimiento que le causó su caricia.
—Quizá cuando eras pequeña. Pero ya no, Paula. Tu pelo tiene todos los colores más cálidos. Color bronce, como una llamarada de fuego.
—Eso ha sido muy… poético —dijo, en lugar de protestar.
—Es difícil hablar de la belleza que hay en el mundo sin parecer poético. Bueno, no te enfades conmigo. Sólo me gusta el color de tu pelo, ¿entendido?
Él retiró la mano y Paula se volvió de cara a la valla y se sostuvo en ella buscando el apoyo que necesitaba.
—¿Y Ricardo? —preguntó él, como si no hubiera pasado nada.
—No sabemos mucho de él. Sólo lleva aquí tres semanas. La semana pasada se pasó a la barraca. No habla mucho y como puedes ver, no nos gusta preguntar. Uno de los chicos que estuvo aquí el año pasado, lo mandó desde Los Ángeles.
—¿Uno de tus éxitos?
—Me imagino. Ahora tiene un buen trabajo y está intentando volver a recuperar a su familia.
—Estás haciendo algo estupendo, Paula.
—No todos piensan lo mismo —dijo con amargura.
—¿De verdad te importa lo que piensen los demás?
—Sólo porque les afecta a los chicos. Saben lo que la gente piensa, creen que en cualquier momento van a hacer alguna barbaridad. Si fuera yo, estaría tentada a hacerlo sólo porque es lo que esperan de mí.
—Como si fuera una profecía.
—Algo así. Ven toda esa basura en la televisión y en el cine y creen que todo el mundo que estuvo en esa apestosa guerra ha vuelto como una amenaza para la sociedad. No puedo culpar a algunos chicos por haberse rendido y acabar siendo lo que todos pensaban que eran.
—Fue horrible. Todas las guerras lo son. Pero la que tuvieron que luchar cuando volvieron a casa, fue algo distinto. Y peor, de muchas formas. En Irak fueron sus cuerpos o sus fuerzas los que quedaron mermados. Aquí ha sido su alma, porque este era su hogar, era el lugar al que soñaban con regresar. Y se supone que era un sitio seguro.
—Y resultó ser sólo un tipo distinto de infierno.
—Excepto algunos milagros realizados por gente muy especial —dijo Pedro—, tú has construido esto para ellos, Paula. El santuario que debían haber tenido.
—No es bastante.
—Tú lo levantaste y lo has sacado adelante durante ocho años. Eso es demasiado para una chica de dieciocho años.
—¿Cómo… cómo sabes todo eso?
—Bueno, sólo recogí alguna información. ¿En dónde quieres que empiece?
—¿Eres buen fontanero? ¿Puedes hacer milagros?
—Ponme a prueba.
—Mira, estas cañerías son tan viejas como la casa y empiezan a fallar —dijo ella, en el camino de vuelta hacia el edificio—. No podemos comprar nuevas, costaría demasiado.
—Tal vez te lleves una sorpresa al ver que pueden resistir todavía bastante tiempo, con un poco de ayuda.
—No tengo tan buena suerte —dijo con tristeza.
—La suerte puede cambiar.
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