lunes, 16 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 34
Los padres de Pedro se mostraban tan amables con ella como si los dos ya estuvieran comprometidos. Después del postre, Pedro y ella se fueron al embarcadero y se sentaron en las sillas que Paula había visto cuando llegaron.
Ella se quedó escuchando el sonido del agua contra el embarcadero y trató de imaginarse los momentos que Pedro había pasado haciendo lo mismo.
—Mira las estrellas —dijo ella—. Casi había olvidado cómo eran.
—¿Tú te criaste en el campo?
—Sí —y se había ido a la ciudad para escapar de la tranquilidad que Pedro buscaba—. Tus padres son maravillosos —dijo Paula, para cambiar de conversación.
—Parece que tú les has causado una buena impresión —Pedro cambió de posición y Paula pudo oler el aroma de las pastas de chocolate que se había comido de postre—. A lo mejor pronto puedo conocer a tus padres.
—A lo mejor —Paula se imaginó a Pedro en la granja de sus padres. No se imaginaba a Pedro sentado a la destartalada mesa de la cocina. No podía imaginarse a Pedro ordeñando vacas o domando caballos. No podía imaginárselo en aquel pueblo pequeño de Tejas.
—¿Qué te pasa? —Pedro debió notar la expresión en su cara—. ¿Crees que un chico de ciudad no encaja en una granja?
Paula le miró los músculos del brazo y contestó:
—Yo creo que tú encajas en cualquier sitio.
—Ese tipo de conversación es el que a mí me gusta —le dijo Pedro, mientras se estiraba, acercando su brazo al respaldo de la silla de Paula.
Pero, en vez de apoyarse en él, se fijó en su perfil. Su Pedro. Su amado Pedro. Sintió un escalofrío.
Él debió notar aquel movimiento, porque enseguida volvió la cabeza. Le puso la mano en el hombro.
—Veo la luz de las estrellas en tus ojos —le susurró.
“Eso es amor”, pensó Paula.
Y Pedro debió pensar lo mismo, porque inclinó un poco la cabeza, le puso la mano en el mentón y le giró la suya. Sus labios se encontraron y Paula notó aquel beso en todos los rincones de su corazón, el cual latía con una fuerza inusitada.
—Parece como si te conociese toda la vida —Pedro le besó el cuello y le pasó los dedos por el pelo.
—A lo mejor me conoces —suspiró Paula.
—¿Tú sientes lo mismo? —le preguntó.
—Sí —Paula le acarició la cara—. Desde el momento en que te vi.
—¿Y cómo es posible que nos hayamos conocido?
—El destino—dijo Paula y le dio otro beso.
CENICIENTA: CAPITULO 33
RODEADA de hectáreas de pinos, la casa de dos pisos de los Alfonso estaba situada junto a un lago. Un camino de césped bajaba hasta un embarcadero, donde había unas barcas amarradas.
Cuando Pedro giraba para meter el coche en el garaje, Paula vio la piscina y el otro ala de aquella enorme casa.
Estaba obligada a decir algo. Sabía que Pedro estaba esperando algún comentario, pero no se le ocurría nada. Aquél era el estilo de vida al que él estaba acostumbrado y daba por descontado que ella también.
Amar a Pedro no iba a ser tan fácil como creía.
—Es una casa preciosa —aquello no era suficiente—. Veo que hay unas sillas en el embarcadero. ¿Les gusta a tus padres sentarse allí?
—Sí —estacionó el coche y apagó el motor—. Parece que todo está muy tranquilo. Mi madre está acostumbrada a que llegue a cualquier hora, incluso a media noche. Siempre que vengo me paso una hora escuchando el agua en el embarcadero. Me relaja.
Paula dirigió su mirada hacia el embarcadero y se preguntó si una hora escuchando el agua también la dejaría relajada.
Pedro le tocó la mano y ella volvió la cabeza.
—¿Vamos dentro?
—Sí.
Pedro iba a abrir el maletero del coche cuando una pareja de personas mayores aparecieron a la vista. Los padres de Pedro. Su padre tenía el pelo blanco, su madre mantenía un atractivo color castaño. Aunque los dos tenían los ojos azules, Pedro había heredado la tonalidad de su padre.
—¡Pedro! —Nadia Alfonso le ofreció la mejilla, para que se la besara—. Y tú debes de ser Paula —estrechó la mano de Paula y la miró a los ojos.
Paula no sabía qué decir, ni qué hacer.
Viera lo que viera la madre de Pedro en la expresión de Paula, pareció quedar satisfecha, porque apretándole la mano le dijo:
—Me alegra mucho conocerte.
—Felipe—dijo la señora Alfonso al padre de Pedro—. Ésta es Paula —como si le entregara un objeto frágil y valioso, la señora Alfonso entregó la mano de Paula a su marido, que estaba al lado de Pedro.
Felipe Alfonso le estrechó la mano.
—Un nombre muy bonito, Paula.
Paula imitó al padre y vio la tierna expresión en la cara de Pedro, que él no trataba de ocultar. El corazón empezó a latirle con fuerza. La quería y se lo estaba diciendo en aquel mismo momento delante de sus padres. Lo miró otra vez y trató de decirle con la mirada que ella también lo amaba.
El señor Alfonso se aclaró la garganta y le soltó la mano. Al mismo tiempo, Pedro dio un paso al frente y la agarró por la cintura.
En esos momentos sintió deseos de echarse a llorar, y sospechó que no era ella la única.
Nadia Alfonso tenía los ojos brillantes. Le dijo a su hijo que le enseñara a Paula la habitación de los invitados.
Primer obstáculo superado. ¿Por qué habría pensado que aquello iba a ser difícil? El destino estaba de su parte.
El destino, al parecer, pensó que todo estaba hecho y se tomó aquella tarde libre.
Porque la cena fue toda una prueba. Paula se sentía relajada. Estaban todos en el jardín y el señor Alfonso asaba chuletas en la barbacoa. Los asuntos de más importancia se trataron cuando todos estuvieron en la mesa.
—Cuéntanos algo de tu familia, Paula —empezó la señora Alfonso a interrogarla, nada más colocarse la servilleta.
—Mi familia vive en una pequeña granja, al este de Tejas —lo cual era totalmente cierto. Sin embargo, en Tejas todos las granjas o ranchos eran pequeños, aunque tuvieran miles de hectáreas.
—¿Dónde? —le preguntó el señor Alfonso, mientras le ponía una chuleta en el plato.
Y así continuó la conversación. Los Alfonso y los Chaves no tenían amigos en común, como Paula había supuesto, pero aquello no pareció importar a la señora Alfonso.
A Paula no le avergonzaba su pasado, pero iba dispuesta a mantenerse a la defensiva. Se sintió más aliviada al ver que los padres de Pedro no se daban demasiada importancia.
—¿Y cómo os conocisteis? —preguntó la señora Alfonso, pero fue Pedro el que respondió.
—Yo me olvidé mi agenda en la boda de los Donahue. Paula me la devolvió, comimos juntos y, desde ese momento, hemos estado saliendo.
—¿Estuviste en la boda? —le preguntó la señora Alfonso, pero antes de que Paula pudiera responder siguió preguntando—. ¿Te fijaste en el vestido de Stephanie? Era precioso.
A Paula le gustó la señora Alfonso. Mucho. La señora Alfonso entendía de vestidos.
—Claro que vi el vestido—dijo Paula—. Lo sacó de mi tienda.
—Paula tiene una boutique en Rice Village —dijo Pedro, muy orgulloso.
La señora Alfonso pareció quedar sorprendida con aquella información.
—Pues debió costar una fortuna.
Rose abrió la boca para contestar.
—No —la madre de Pedro cerró los ojos e hizo un gesto con la mano—. No me lo digas. No es asunto mío.
—Nunca antes te ha importado preguntar ese tipo de cosas —dijo el padre.
—¡Felipe!
El señor Alfonso dirigió una mirada cariñosa a su mujer.
—¿Juegas al golf, Paula? —le preguntó el padre de Pedro.
—No, pero me gustaría intentarlo alguna vez —respondió.
—Paula juega al tenis—dijo Pedro.
—¿De verdad? —les preguntó el padre a los dos—. ¿Os habéis traído las raquetas?
—No —respondió Paula con la cabeza.
—Entonces, a lo mejor puedo convencer a Nadia para que nos deje sus palos y Pedro y tú podéis ir a jugar unos hoyos mañana.
—Tengo que ir a hacer un recado que hacer mañana por la mañana —dijo Pedro—. Ya te habrás dado cuenta de que hemos venido en el coche de Paula. El mío lo tengo en el taller.
—Tú ve a lo de tu coche, Pedro —dijo su padre—. Paula y yo jugaremos al golf.
¿La estaba abandonando Pedro? ¿Para ir a ver su coche? A Paula le extrañó mucho aquello. Tampoco le gustaba ir sola a jugar al golf con su padre.
—Sería la primera vez que juego al golf —dijo Paula.
El señor Alfonso la miró con cariño.
—Todo el mundo tiene que empezar a jugar en algún momento.
Cuando acabó la cena, Paula se levantó para limpiar la mesa. Con un plato en cada mano, siguió a la señora Alfonso a una inmensa cocina.
Las cacerolas de cobre colgaban del techo. Olía a chocolate allí dentro.
Nadia Alfonso le dio una bandeja llena de pastas.
—Son las que más le gustan a Pedro —le dijo, poniéndole la mano en el brazo—. Te daré la receta.
CENICIENTA: CAPITULO 32
Aprendió muchas cosas del negocio de publicidad. Cuando empezaron a aparecer las señales que indicaban la desviación para Woodlands, empezó a preguntarse cómo sería la familia de Pedro.
—Cuéntame algo de tus padres antes de que lleguemos —le pidió.
—¿Estás nerviosa? —Pedro se detuvo en la desviación y sonrió.
—Un poco —bastante.
—No estés nerviosa. Son gente encantadora. Mi padre está retirado. Era ejecutivo en una empresa de petróleo. Le gusta el golf y hace muchos años mi madre y él se vinieron aquí a descansar.
—No están muy lejos de la ciudad —comentó Paula.
—Eso fue lo que les trajo aquí. Mi hermana y su familia viven en Houston. Mis padres no querían estar lejos de sus nietos —le informó. La miró—. Presentes o futuros.
—No sabía que tenías una hermana —comentó Paula. Seguramente estaría su dirección en la agenda, pero Paula no sabía su nombre de casada.
—Sí. ¿Te acuerdas de Jeanette, la que conociste en el concierto?
—¿Era tu hermana?
—No —Pedro se echó a reír—. Pero mi hermana Pamela es médica también. Jeanette y ella fueron a la misma universidad e hicieron las prácticas en el mismo hospital. Conozco a Jeanette hace muchos años.
—Oh.
—Paula —Pedro la miró a los ojos—. Jeanette y yo hemos salido juntos, y ahora somos amigos. A ella sólo le interesa su trabajo y yo no se lo puedo echar en cara —sonrió—. Pero me gusta que te pongas celosa.
—Yo no estoy celosa —sí que lo estaba.
Él sonrió de nuevo.
—¿Y a qué se dedica tu madre? —le preguntó Paula.
—Hace de todo. Juega al golf, se ofrece voluntaria para trabajar en cualquier organización caritativa y pertenece a un millón de organizaciones.
Toda aquella información la dejaba un poco asombrada. La familia de Pedro era una familia adinerada. No iba a poder evitar compararse con ellos durante aquel fin de semana. Y si quería salir bien parada de aquel encuentro, lo mejor sería estar alerta todo el tiempo.
Seguro que lo iba a conseguir. Para ello llevaba varios días estudiando.
—Ésa es —Pedro giró en una carretera de doble sentido y pasó por una puerta de hierro.
Todo iba a salir perfecto. Pero, de pronto, vio la casa.
domingo, 15 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 31
—Parece que usted no lo entiende. Necesito alquilar el Mercedes gris —hay que respirar hondo, se dijo Paula.
—Lo siento mucho, señora. El coche está reservado para este fin de semana —le dijo la mujer que atendía la agencia de alquiler de coches.
—Pues deles un Mercedes de otro color —sugirió Paula, preguntándose por qué tenía que ser a ella a la que se le ocurrían las soluciones.
—No tenemos otro modelo de otro color.
—Pues ofrézcales un modelo superior. Yo pagaré la diferencia —dijo Paula, enseñando su tarjeta de crédito.
—Alquile usted un modelo superior —le sugirió ella.
—No, necesito el Mercedes gris.
—Lo siento.
—Dígales que pueden alquilar el coche que quieran. Yo se lo pagaré.
La mujer miró a Paula con cara de extrañeza.
Paula la disculpó. Estaba desesperada.
La mujer levantó el teléfono. Paula estaba convencida de que iba a llamar a los agentes de seguridad.
—Por favor—suplicó Paula, poniendo su mano en la de la mujer—. Este fin de semana voy a conocer a los padres de mi novio —logró decir—. Y ese coche me trae muy buenos recuerdos.
—Ohhh —la mujer lo dijo en un tono que Paula supo que había asociado exactamente a qué clase de recuerdos se refería.
Paula se ruborizó.
—No, no...
—No diga nada más. Lo entiendo —le dijo la mujer, con una sonrisa—. Le dejaré que alquile ese coche.
—Muchas gracias.
—Pero le va a costar bastante.
—Lo que sea.
—Muy buenos recuerdos debe tener usted.
Paula se acordó de la tarde en la que Pedro la besó por primera vez.
—Sí.
—Seguro que se va a arrepentir cuando vea lo que tiene que pagar —le dijo la mujer.
Pero Paula no lo hizo. Mantuvo la respiración hasta que aprobaron el cargo en la tarjeta. Pero, al final, consiguió el coche.
Aquella experiencia le había enseñado una lección. En cuanto pasara el fin de semana compraría un coche, un coche de acuerdo con sus posibilidades.
No iría más a alojarse al hotel Post Oak.
Seguiría en los cursos de la universidad. Y no pasaba nada si de vez en cuando iba a un concierto. ¿Por qué le tenía que gustar la misma música que a Pedro? No tenían que estar de acuerdo en todo.
Se sintió mucho más tranquila, cerró la tienda, metió el equipaje en las maletas que le había dejado Connie y se fue a casa de Pedro.
El trayecto hasta llegar a la parte norte de Woodlands, un lugar situado entre bosques de pinos, que hicieron en menos de dos horas, fue mágico. Aunque era viernes por la tarde y había mucho tráfico, Pedro estaba muy contento y le contó lo que había dicho Roberto.
—Quiere contratarte —le dijo Pedro, riendo a carcajadas—. Pero ya le he dicho que tienes tu propio negocio.
Paula estuvo tentada a decirle que ese año las cosas no habían sido como el año anterior.
Aunque la semana anterior había ido todos los días a la tienda, era evidente que todas las chicas habían hecho ya sus compras. Paula ni siquiera se anunció en el periódico local.
Estaba claro que la media página que utilizaba para anunciarse había sido más eficaz de lo que ella pensaba.
Pronto llegaría la época de las bodas y lo mejor sería anunciarse. Empezó a pensar con preocupación en todo ello, pero decidió dejarlo para otro momento.
—¿Sabes lo mejor de seguir con Bread Basket? —le preguntó Pedro, recostándose en el asiento del conductor.
—Que los vecinos tienen un sitio para reunirse, o que por fin van a quitar esas horribles banderas —respondió Paula.
—Sí, claro. Pero yo he estado imaginando cómo van a reaccionar los que pensaban que Alfonso and Bernard no iban a dar una solución —le dijo sonriendo—. Seguro que ya tenían preparada una campaña. Así aprenderán.
Era evidente que Pedro se sentía muy satisfecho y que saboreaba la victoria. Siguió hablando de sus planes con ese cliente y del éxito que tuvieron en otras campañas publicitarias. Paula escuchó. Era capaz de estar escuchando las historias de Pedro todo el día.
CENICIENTA: CAPITULO 30
—¿Estás nerviosa? —Pedro estacionó su coche junto al edificio donde estaban las oficinas de Bread Basket, cerca del aeropuerto de Houston.
—Sí —admitió Paula—. Yo creo que no debería estar aquí, contigo. Yo no sé nada de publicidad.
—Yo sí quiero que estés conmigo —respondió Pedro—. Y sabes más de lo que tú te piensas. Tú has sido la que nos has aconsejado en esta campaña y sabes mucho más que yo —le agarró la mano y se la apretó—. Además, te he echado mucho de menos.
—Y yo también. —Paula se acercó a él. Pedro suspiró y le soltó la mano.
—Más tarde. Te lo prometo.
Paula se dio cuenta que una mujer había abierto la puerta del gran edificio y se dirigía hacia ellos.
—El señor Warren quiere verlos en el edificio número tres —les dijo, indicando con el dedo el edificio situado a su derecha.
—Gracias —Pedro saludó y arrancó el coche.
Paula pensó que iba demasiado elegante.
Llevaba otro vestido de diseño, esta vez de color rojo, no tan caro como el Chanel, con zapatos de tacón alto. Marcos le había hecho el peinado, que había denominado como el peinado corporativo.
La mujer que les había indicado dónde se iba a reunir, llevaba falda negra y una blusa de fibra estampada.
—Pedro, yo creo que lo mejor es que espere en el coche.
—Estás nerviosa —le dijo riéndose—. Oh, Paula —le dijo, muy cariñoso—. Sé que esto es tan importante para tu futuro, como lo es para el mío. Por eso quiero que vayamos ahí juntos, a luchar contra ellos.
Futuro, juntos. Paula se agarró a aquellas palabras cuando Pedro le presentó al señor Warren y se reunieron en una modesta sala de reuniones.
Era una sala de color gris y blanco en la que Paula parecía un tomate gigante. Los tres hombres que había con el señor Warren también la vieron como un tomate gigante. Miró a Pedro, que interceptó la mirada de uno de los que la miraban, mientras ponía los carteles de la campaña en la pizarra.
¿Era posible que estuviera celoso?
Se sintió muy femenina, respondiendo a las preguntas que le hacían, bajando la mirada.
De pronto, Pedro empezó a mover su batuta mágica. Paula quedó impresionada y completamente convencida con las ideas de Pedro. Logró comunicarles que tenían que dar un nuevo rumbo a la empresa, sin que se sintieran insultados.
Cuando empezó a hablarles de los espacios en el centro comercial, que había sido idea de Paula, Pedro la invitó a que fuera misma quien lo expusiera, como represéntate de los pequeños comerciantes.
Paula no había imaginado que tuviera que hablar. Pero la fe que tenía Pedro en ella, la impulsó a encontrar las palabras adecuadas.
Se dirigió hacia la mesa desde donde había hablado Pedro, sonrió y miró a los cuatro hombres.
—Esta zona de la ciudad es una zona donde la gente siente que pertenece a una comunidad.
Nosotros no somos tan competitivos como otros pequeños comercios. Nos apoyamos. No queremos arruinar al vecino. Eso es lo que la dirección de Bread Basket no entiende.
Paula miró a Pedro, para ver su reacción.
Asintió y se sentó en el borde de la mesa, indicándole con claridad que continuara con la exposición. Y sintiéndose más segura, les habló de la necesidad de un centro de reuniones y de los beneficios que podría obtener su negocio con ello.
Paula habló con el corazón en la mano y casi no tuvo pensar en lo que decía. Se limitó a repetir lo que le había dicho a Pedro el día que estuvieron tomando un zumo de naranja en el bar.
—Como pueden ver, caballeros —concluyó Pedro, colocándose al lado de Paula—. Los comerciantes de la zona están dispuestos a colaborar con ustedes. La cuestión es si ustedes están dispuestos a colaborar con ellos —los cuatro hombres guardaron silencio—. Les dejaremos solos para que lo piensen.
Se comportaba de una forma tan profesional, que Paula no pudo saber qué era lo que pensaba de su discurso. Pero su actitud cambió, nada más cerrar la puerta y entrar en la sala de al lado, donde había una máquina de café.
—¡Estuviste maravillosa! —le dijo dándole un abrazo y un beso en la boca—. Y tan natural. Los tuviste en la palma de tu mano. Posiblemente estén incluso dispuestos a pagar para que los pequeños comerciantes se reúnan en sus instalaciones.
—¿De... de verdad piensas eso? —Paula creyó que se iba a derretir.
—Lo sé —le dijo, agarrándola por los hombros—. Hemos formado el equipo perfecto y creo que... —le dijo, sonriendo.
—¿Qué crees? —preguntó Paula, casi sin respiración.
—Creo que voy a beber algo frío —se buscó algo de cambio en el bolsillo—. ¿Te apetece algo?
Sí, quería que terminara lo que había empezado a decir. Pero era mejor tener paciencia.
—Mira, tienen mosto. Hace mucho tiempo que no bebo mosto.
Pedro echó unas monedas en la máquina de refrescos y pulsó el botón. La máquina les dio una lata.
—¿Siempre se hace la espera tan larga? —dijo, con un nudo en la garganta.
—Siempre —Pedro sacó una lata también para él—. Pero todo va a salir bien, ya verás.
—Ya sé lo mucho que te juegas en la campaña de Bread Baket y lo que has trabajado en ella. ¿Por qué no me advertiste que tenía que hablar? —preguntó Paula, bebiendo un trago de mosto. ¿Por qué siempre elegía bebidas que si le caían en la ropa dejaban mancha?
—Estuviste muy convincente cuando me lo contaste por primera vez, en el gimnasio. Y no quise que perdieras esa frescura.
—Pues has asumido un gran riesgo. Podría haber dicho lo menos indicado o a lo mejor no haber podido abrir la boca.
—Juzgo muy bien a las personas —Pedro dio un trago de su refresco—. Sabía que no me ibas a decepcionar.
Y Paula se juró que nunca lo haría.
Veinte minutos más tarde, los directores de Bread Basket habían dado su autorización.
Paula se sintió en las nubes mientras volvían en el coche.
—Esto te lo debo a ti, Paula —le dijo Pedro, emocionado—. Fuiste muy convincente.
Paula sonrió de oreja a oreja.
Pedro le guiñó el ojo y le abrió la puerta.
—Y esa minifalda también ayudó lo suyo.
Paula se tiró del borde y se metió en el coche.
Pedro soltó una carcajada.
—¡Vaya forma de empezar el fin de semana! —se quitó la corbata y se fue a la puerta del conductor—. Mis padres nos esperan para cenar, así que te dejo hasta las cuatro y media para que prepares las maletas.
Paula, que ya las había preparado el día anterior, asintió.
Pedro, antes de meterse en el coche, se quitó la chaqueta.
—Perfecto —cuando se sentó, se acercó a ella y la besó.
Paula pensó también que todo era perfecto.
El único problema fue que el coche de Pedro no arrancó.
Al cabo de quince minutos, cerró de golpe la parte delantera.
—No me lo puedo creer —olía a cables quemados—. Me dijeron que habían arreglado el problema. Y yo les pagué para que lo arreglaran —tenía las manos en las caderas y miraba muy contrariado al vacío.
Paula consideró que era una ocasión perfecta para verlo enfadado. Su enfado lo expresaba más con la mirada que con la voz.
—Llamaré a Roberto y le diré que nos venga a buscar. Parece que vamos a tener que utilizar otra vez tu coche —le dijo con una expresión más relajada—. Lo siento. Pero la parte positiva es que tendré un coche nuevo la próxima vez que nos veamos.
“Y yo también lo siento”, pensó Paula.
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