lunes, 16 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 33





RODEADA de hectáreas de pinos, la casa de dos pisos de los Alfonso estaba situada junto a un lago. Un camino de césped bajaba hasta un embarcadero, donde había unas barcas amarradas.


Cuando Pedro giraba para meter el coche en el garaje, Paula vio la piscina y el otro ala de aquella enorme casa.


Estaba obligada a decir algo. Sabía que Pedro estaba esperando algún comentario, pero no se le ocurría nada. Aquél era el estilo de vida al que él estaba acostumbrado y daba por descontado que ella también.


Amar a Pedro no iba a ser tan fácil como creía. 


—Es una casa preciosa —aquello no era suficiente—. Veo que hay unas sillas en el embarcadero. ¿Les gusta a tus padres sentarse allí?


—Sí —estacionó el coche y apagó el motor—. Parece que todo está muy tranquilo. Mi madre está acostumbrada a que llegue a cualquier hora, incluso a media noche. Siempre que vengo me paso una hora escuchando el agua en el embarcadero. Me relaja.


Paula dirigió su mirada hacia el embarcadero y se preguntó si una hora escuchando el agua también la dejaría relajada.


Pedro le tocó la mano y ella volvió la cabeza.


—¿Vamos dentro?


—Sí.


Pedro iba a abrir el maletero del coche cuando una pareja de personas mayores aparecieron a la vista. Los padres de Pedro. Su padre tenía el pelo blanco, su madre mantenía un atractivo color castaño. Aunque los dos tenían los ojos azules, Pedro había heredado la tonalidad de su padre.


—¡Pedro! —Nadia Alfonso le ofreció la mejilla, para que se la besara—. Y tú debes de ser Paula —estrechó la mano de Paula y la miró a los ojos.


Paula no sabía qué decir, ni qué hacer.


Viera lo que viera la madre de Pedro en la expresión de Paula, pareció quedar satisfecha, porque apretándole la mano le dijo:
—Me alegra mucho conocerte.


—Felipe—dijo la señora Alfonso al padre de Pedro—. Ésta es Paula —como si le entregara un objeto frágil y valioso, la señora Alfonso entregó la mano de Paula a su marido, que estaba al lado de Pedro.


Felipe Alfonso le estrechó la mano.


—Un nombre muy bonito, Paula. 


Paula imitó al padre y vio la tierna expresión en la cara de Pedro, que él no trataba de ocultar. El corazón empezó a latirle con fuerza. La quería y se lo estaba diciendo en aquel mismo momento delante de sus padres. Lo miró otra vez y trató de decirle con la mirada que ella también lo amaba.


El señor Alfonso se aclaró la garganta y le soltó la mano. Al mismo tiempo, Pedro dio un paso al frente y la agarró por la cintura.


En esos momentos sintió deseos de echarse a llorar, y sospechó que no era ella la única. 


Nadia Alfonso tenía los ojos brillantes. Le dijo a su hijo que le enseñara a Paula la habitación de los invitados.


Primer obstáculo superado. ¿Por qué habría pensado que aquello iba a ser difícil? El destino estaba de su parte.


El destino, al parecer, pensó que todo estaba hecho y se tomó aquella tarde libre.


Porque la cena fue toda una prueba. Paula se sentía relajada. Estaban todos en el jardín y el señor Alfonso asaba chuletas en la barbacoa. Los asuntos de más importancia se trataron cuando todos estuvieron en la mesa.


—Cuéntanos algo de tu familia, Paula —empezó la señora Alfonso a interrogarla, nada más colocarse la servilleta.


—Mi familia vive en una pequeña granja, al este de Tejas —lo cual era totalmente cierto. Sin embargo, en Tejas todos las granjas o ranchos eran pequeños, aunque tuvieran miles de hectáreas.


—¿Dónde? —le preguntó el señor Alfonso, mientras le ponía una chuleta en el plato.


Y así continuó la conversación. Los Alfonso y los Chaves no tenían amigos en común, como Paula había supuesto, pero aquello no pareció importar a la señora Alfonso.


A Paula no le avergonzaba su pasado, pero iba dispuesta a mantenerse a la defensiva. Se sintió más aliviada al ver que los padres de Pedro no se daban demasiada importancia.


—¿Y cómo os conocisteis? —preguntó la señora Alfonso, pero fue Pedro el que respondió.


—Yo me olvidé mi agenda en la boda de los Donahue. Paula me la devolvió, comimos juntos y, desde ese momento, hemos estado saliendo.


—¿Estuviste en la boda? —le preguntó la señora Alfonso, pero antes de que Paula pudiera responder siguió preguntando—. ¿Te fijaste en el vestido de Stephanie? Era precioso.


A Paula le gustó la señora Alfonso. Mucho. La señora Alfonso entendía de vestidos.


—Claro que vi el vestido—dijo Paula—. Lo sacó de mi tienda.


—Paula tiene una boutique en Rice Village —dijo Pedro, muy orgulloso.


La señora Alfonso pareció quedar sorprendida con aquella información.


—Pues debió costar una fortuna.


Rose abrió la boca para contestar.


—No —la madre de Pedro cerró los ojos e hizo un gesto con la mano—. No me lo digas. No es asunto mío.


—Nunca antes te ha importado preguntar ese tipo de cosas —dijo el padre.


—¡Felipe!


El señor Alfonso dirigió una mirada cariñosa a su mujer.


—¿Juegas al golf, Paula? —le preguntó el padre de Pedro.


—No, pero me gustaría intentarlo alguna vez —respondió.


—Paula juega al tenis—dijo Pedro.


—¿De verdad? —les preguntó el padre a los dos—. ¿Os habéis traído las raquetas?


—No —respondió Paula con la cabeza.


—Entonces, a lo mejor puedo convencer a Nadia para que nos deje sus palos y Pedro y tú podéis ir a jugar unos hoyos mañana.


—Tengo que ir a hacer un recado que hacer mañana por la mañana —dijo Pedro—. Ya te habrás dado cuenta de que hemos venido en el coche de Paula. El mío lo tengo en el taller.


—Tú ve a lo de tu coche, Pedro —dijo su padre—. Paula y yo jugaremos al golf.


¿La estaba abandonando Pedro? ¿Para ir a ver su coche? A Paula le extrañó mucho aquello. Tampoco le gustaba ir sola a jugar al golf con su padre.


—Sería la primera vez que juego al golf —dijo Paula.


El señor Alfonso la miró con cariño.


—Todo el mundo tiene que empezar a jugar en algún momento.


Cuando acabó la cena, Paula se levantó para limpiar la mesa. Con un plato en cada mano, siguió a la señora Alfonso a una inmensa cocina. 


Las cacerolas de cobre colgaban del techo. Olía a chocolate allí dentro.


Nadia Alfonso le dio una bandeja llena de pastas.


—Son las que más le gustan a Pedro —le dijo, poniéndole la mano en el brazo—. Te daré la receta.



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