viernes, 13 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 23



La noche del viernes, Paula no durmió bien, a pesar de estar en su propia cama. Esa misma noche iba a conocer a los amigos de Pedro y oficialmente se iba a convertir en una de sus amigas.


—¿Tienes una cita? Has estado mirando más de una hora los vestidos de diseño —le dijo Connie, desde su puesto, detrás del mostrador.


—Algo así —¿por qué todos los vestidos llevaban lentejuelas? No le apetecía ponerse algo que brillara. El brillo te hacía destacar sobre los demás, y ella quería pasar desapercibida.


—¿Para qué has quedado esta vez?, ¿para jugar un partido de polo?


—Muy graciosa —contestó Paula, mirándola por encima del hombro.


A Connie le hizo mucha gracia la historia del tobillo torcido de Paula, y no se creyó que no se lo hubiera torcido adrede.


—Dime entonces dónde vas.


Paula suspiró y sacó el vestido negro que había llevado al concierto.


—A una exposición en la Janeway Gallery.


—¿Bromeas? —le dijo, cayéndosele un libro de las manos.


—No, ¿por qué?


—Ésa es una de las instituciones caritativas más importantes.


—Pues yo pensé que iba a ser algo informal —le contestó.


Ya empezaba a sentirse enferma, sólo de pensarlo.


—Para nada. Allí va la crema de la crema. La flor y nata de la ciudad —Connie dejó los libros y salió de detrás del mostrador—. Deja el vestido negro ahí. Él ya lo ha visto y tienes que llevar algo diferente.


Paula volvió a buscar entre los percheros.


—Y no saques otra vez ese saco negro —le advirtió Connie, sin mirarla siquiera. ¿Cómo podría saber que Paula estaba pensando en ese vestido?—. Tienes que ponerte algo elegante y llamativo, porque no tienes joyas que ponerte.


—Llevaré mi collar y pendientes de cristal. Son de buena calidad —además, tenía un par de pendientes guardados, que había querido ponerse desde hacía años.


—Paula, no tienes remedio —Connie sacó un vestido de seda con brocados, muy del estilo de madre del novio, suspiró y volvió a colocarlo en su sitio—. No puedes llevar joyas falsas a un sitio así. Ellos se dan cuenta. Por eso tienes que ponerte algo explosivo.


—Pero es que yo no soy así —dijo Paula, sabiendo que iba a dar igual, dijera lo que dijera.


—No encuentro nada aquí —Connie rechazó todos y cada uno de los vestidos que había en la tienda—. A lo mejor podríamos pedir prestado... ¡Espera un instante! —la cara se le iluminó con una sonrisa, satisfecha de sí misma—. ¡Ya lo tengo! —y se fue corriendo hacia el ático.


—Connie, allí sólo tengo los vestidos para la fiesta de Halloween.


—Ya lo sé —Connie le contestó.


La verdad, no tenía tiempo para discutir con ella. 


Tenía que llamar al hotel y preguntar si Pedro había dejado algún mensaje. Cuando marcó el número, se preguntó si a Pedro no le extrañaría que ella nunca estuviera allí.


—Sí, señorita Chaves, el señor Alfonso ha dejado dicho que lo llame lo antes posible. Ha dejado su número.


Paula lo anotó y dio las gracias. Ella ya se sabía de memoria el número de teléfono de su casa y de Alfonso and Bernard.


Pero, en vez de llamarlo directamente, Paula sacó las notas que había sacado del diario y comenzó a estudiarlas.


Mecánico. Ése era el número de teléfono del mecánico de Pedro. Paula tuvo un mal presentimiento, confirmado cuando llamó a Pedro.


—Paula, te he llamado para decirte que mi coche va a estar en el taller hasta el martes. Un cortocircuito se ha cargado todo el sistema eléctrico. ¿Podría pedirte un favor?


—Claro —le contestó, sabiendo lo que le iba a pedir.


—Odio tener que decir esto, pero ¿podrías ir a la exposición en tu coche?


“Dile que estás enferma. Empieza a reírte a carcajadas y dile que qué coincidencia, que el tuyo también está en el taller. De todas formas, es donde debería estar. Dile que ya quedarás con él en otra ocasión”.


—¿A qué hora quieres que vaya a buscarte?


Pedro le comunicó la dirección de su casa, una zona plagada de jóvenes profesionales.


—¿A las ocho y media? Estaré preparado.


Paula colgó el teléfono y se tapó la boca con las manos. Aquello iba a ser un verdadero desastre.


—Paula, mira lo que... ¿qué ha pasado? —le preguntó Connie cuando la vio—. ¿Te ha llamado para decirte que no podía ir?


—No. Tiene su coche estropeado y quiere que le lleve yo.


—¿Y qué hay de malo en ello?


—¿Que qué hay de malo en ello? —dijo Paual, su voz alcanzando casi el punto de histerismo—. ¿Te has fijado en mi coche? No puedo ir con esa castaña a ninguna parte.


—Alquila una limusina, entonces. Eso sería divertido.


—Alquilar una limusina. No voy a ningún baile de gala.


—Alquila un coche —dijo Connie y desapareció de nuevo.


Alquilar un coche. Tan simple. Paula se calmó un poco.


El problema era que Pedro pensaba que tenía un Mercedes gris.


Pues tendría que alquilar un Mercedes gris.


CENICIENTA: CAPITULO 22




—¡Paula! —Pedro la llamó desde la otra punta del patio de la universidad.


—¿Pedro? —eran más de las siete, llegaba tarde. Algo muy extraño en él. Paula dejó de caminar y esperó hasta que estuvo a su lado.


Estaba guapísimo, aunque un poco sofocado. Y como de costumbre, todo su ser emanaba energía y actividad. Vida. Y ella también se sentía más viva estando junto a él.


—¿Qué tal el tobillo? —le preguntó, arrodillándose, para verlo.


—Bien —se lo había vendado, por si lo veía después de clase. Él mismo le había aconsejado que se lo protegiera y fue más fácil hacerle caso que llevarle la contra—. Como nuevo —añadió. Estiró la pierna y lo giró, haciéndole una demostración práctica.


—Excelente movimiento. Parece que te recuperas pronto de las lesiones.


—Eso parece —Paula murmuró, colocando otra vez el pie en el suelo—. ¿No empezaba tu clase hace veinte minutos?


—Sí —contestó mirándose el reloj—. Pero es que la batería del coche se ha estropeado. La cambié hace tres meses, lo cual quiere decir que algo le pasa al sistema eléctrico. Sí, llego tarde. Quería preguntarte si ibas a ir a la exposición en la Janeway Gallery el sábado.


—No había pensado —Paula no tenía ni idea de que se celebraba una exposición con ese nombre.


Pedro sonrió.


—No, a mí tampoco me gustan todas esas instituciones caritativas, pero Alfonso and Bernard ha hecho el diseño de la invitación y yo me siento obligado a ir. ¿Quieres venir?


—Me encantaría —en esa ocasión la cosa no parecía presentar complicaciones.


—¡Perfecto! Así podré presentarte a mis amigos —le dijo, mientras se iba corriendo hacia su clase—. ¡Te llamo!


Paula se quedó helada. Iba a conocer a sus amigos. Le entró pánico. Todavía no estaba preparada para conocer a sus amigos. ¿Qué podrían pensar de ella? ¿Qué iban a pensar de él cuando la vieran a su lado? ¿Y si se le escapaba alguna estupidez?


Seguramente, Pedro empezaría a preguntarse por qué nadie la conocía, por qué nunca antes la había visto en esos círculos.


O peor aún, ¿Y si alguien la reconocía, como la propietaria de una tienda de ropa de segunda mano?


Casi sin darse cuenta, Paula se fue a clase y, durante el tiempo que duró, logró olvidarse de sus preocupaciones y escuchar la lección. La clase había comenzado con una discusión sobre los clásicos, que ella se había perdido, y avanzaba cronológicamente hasta llegar al arte moderno.


Para Paula, todo era maravilloso e interesante. 


¿Cómo no se le habría ocurrido nunca apuntarse a esos cursos? Había algunos de literatura y de música. Paula se propuso asistir a todos ellos.


Se iba a convertir en una persona tan fascinante que Pedro y sus amigos se quedarían fascinados también. Era una pena que no le diera tiempo a aprenderse todos los cursos de memoria antes del sábado por la noche.




CENICIENTA: CAPITULO 21



La cena fue algo más que una idea maravillosa. 


Fue algo mágico. Vestidos con la ropa de tenis, Paula y Pedro se fueron al restaurante del hotel y estuvieron hablando de todo, menos de Bread Basket. Y cuanto más hablaban, más convencida estaba Paula de que Pedro era para ella.


Intentó averiguar con exactitud el momento en que sus sentimientos se cristalizaron en amor y se dio cuenta de que había estado enamorada desde el primer momento en que lo vio.


Lógicamente, ella no creía en los flechazos. 


Creía que el amor era algo que crecía poco a poco en su interior. Era algo que aparecía al cabo del tiempo de conocer a una persona. 


Pero, cuando Pedro se reía por algo que ella había dicho, o sus ojos se iluminaban cuando los dos emitían el mismo punto de vista sobre algo, Paula no pudo evitar pensar que no podía llegar a estar más enamorada de él de lo que estaba. Estaban hechos el uno para el otro.


—Doy una clase de técnicas comerciales en la universidad de Rice los jueves por la tarde —mencionó él—. De esa forma estoy siempre al día y puedo conocer a los futuros y brillantes ejecutivos.


—¿Tus competidores? —preguntó Paula.


Pedro empezó a reírse a carcajadas.


—Si no les contrato yo primero.


A Paula no se le ocurrió ninguna razón por la que no quisieran trabajar para él.


—Así que te has inscrito en un curso de arte.


—Me interesa mucho el arte. Y quiero aprender más —lo cual era cierto. También quería aprender, para así hablar con más autoridad sobre el tema. Se imaginó rodeada de amigos de Pedro, hablando de las últimas tendencias.


—¿Quieres un café? —le preguntó él.


Paula estuvo a punto de decir que no, pero al final pidió un capuchino. Nunca había probado uno en su vida.


—Yo encuentro a los artistas un tanto... artistas —dijo Pedro, riéndose a carcajadas.


—¿Qué quieres decir?


—Oh, ya sabes, con toda esa gente en el circuito.


¿Qué circuito? Paula estaba tratando de averiguar a qué se refería Pedro, cuando apareció el camarero con sus capuchinos.


—¡Qué bien huele! —exclamó Paula.


—Eso es lo que me gusta de ti, Paula —dijo Pedro—. Disfrutas con las cosas más sencillas. Y cuando estoy a tu lado, yo también las disfruto más —alargó su mano por encima de la mesa y le agarró las suyas—. No cambies nunca




jueves, 12 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 20





Paula empezó a cojear. El destino había intervenido de nuevo, aunque Paula había tardado unos minutos en darse cuenta de ello.


Cuando Pedro vio que estaba sentada en el banco, empezó a recoger sus cosas, colgarse las dos bolsas sobre el hombro y ofrecerle la mano a Paula.


Paula se concentró en recordar con qué pie tenía que cojear.


—Voy a decirle mi opinión al director del hotel sobre el estado de las pistas de tenis —juró Pedro.


Paula guardó silencio. Ella se había caído. 


Aunque no se había hecho daño, otro podría haberse herido.


—Últimamente ha estado lloviendo. A lo mejor no saben que ha aparecido una grieta.


—Tienen suerte de que seas tú la que te has caído —le dijo Pedro, apretándole el hombro—. Cualquier otro se habría puesto inmediatamente al habla con su abogado.


—Los accidentes son inevitables —dijo Paula.


—Ojalá toda la gente opinara lo mismo —contestó Pedro.


Cuando estuvieron dentro del vestíbulo del hotel, el recepcionista salió corriendo de detrás de su mostrador. Cuando vio a Pedro, el hombre empezó a balbucear:
—¿Puedo ayudarles en algo?


—La señorita Chaves se ha caído por culpa de una grieta que había en la pista de tenis —contestó Pedro muy enfadado, dejando claro que el hotel era responsable de aquel accidente—. ¿Está el médico del hotel?


—Oh, Pedro, por favor —Paula se sintió desbordada, por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.


—Paula, deja que yo me ocupe de esto —le dijo él.


Y ella así hizo.


Con la ayuda de Pedro, logró llegar cojeando hasta una de los despachos del hotel. Por fortuna, el médico del hotel se había ido, ante lo cual Pedro hizo algunos comentarios de reprobación.


De pronto se agachó y le quitó el calcetín.


—Se te está empezando a poner rojo el tobillo. ¿Dónde está ese hielo? —gritó al conserje—. Espera un poco, que voy a ver lo que pasa con él.


Nada más salir Pedro por la puerta, Paula se miró el pie. No le dolía, pero a lo mejor era verdad que se había hecho daño. Se quitó la zapatilla y se quitó el calcetín, revelando un pie con un tono verdoso.


El calcetín. Había desteñido el calcetín. Se volvió a colocar la zapatilla. Tendría que haber lavado los calcetines antes de ponérselos.


—Aquí estoy —dijo Pedro, cuando apareció de nuevo, con una toalla llena de hielo—. Le pedí esto al camarero, mientras el conserje ha ido a buscar el botiquín de primeros auxilios. ¿Qué tal? ¿Te duele?


—No siento nada—le respondió Paula, con sinceridad.


—Te empezará a doler más tarde. Sé lo que digo —se levantó, acercó una silla de una secretaria y se sentó en ella.


—¿Te has lesionado muchas veces? —preguntó Paula, intentando que se olvidara de su pie.


Pedro estiró sus piernas y apuntó a una raja con pequeñas cicatrices de los puntos de sutura, a lo largo de ella.


—Ésa fue la peor. Cuando estaba en el colegio, tuve una rotura de tendones y me tuvieron que intervenir —le dijo sonriendo—. A lo mejor me salvó de cometer una estupidez, como hacerme profesional, por ejemplo.


—¿Y cómo reaccionaste?


—Bien —le respondió, mirando para atrás, cuando escuchó que alguien se acercaba.


El conserje le entregó unas cuantas cajas a Pedro.


—Esto es todo lo que he podido conseguir —explicó—. Espero que sea suficiente.


—Está bien —respondió Pedro, al tiempo que abría una caja. Con un gesto, le indicó a Paula que apoyara su pierna en las suyas—. No soy médico, pero sé cómo poner una venda.


El conserje recogió las vendas que sobraron y se fue.


—Yo creo que estás armando demasiado alboroto por nada —le dijo a Pedro, mientras él le quitaba el zapato. Aunque él ni siquiera le miró el pie, Paula lo estiró hacia delante, para que él no se lo viera.


—Sí y no —le dijo—. Seguro que mañana no está esa grieta en la pista —a los pocos segundos, Paula tenía una venda en su tobillo—. Intenta ponerte de pie.


Paula obedeció.


—No me duele —como si alguna vez le hubiera dolido.


—Por suerte no se te ha hinchado mucho—dijo Pedro, recogiendo el hielo—. ¿Te apetece ir a cenar? Si no recuerdo mal, íbamos a discutir lo de Bread Basket esta noche.


—Me parece una idea maravillosa —contestó Paula.



CENICIENTA: CAPITULO 19




—¿Qué tal el viaje? —preguntó Pedro, saludando a Paula con un beso en la mejilla.


¡La había besado! Se sintió emocionada. Pero, por otra parte, pensó que tampoco era para tanto.


—Compré algunos vestidos —le informó, feliz de decirle por primera vez algo que era totalmente cierto—. Es una de las épocas más ajetreadas de la temporada.


—Entonces, soy doblemente afortunado de que hayas podido venir a jugar conmigo.


Paula lo miró y casi se derrite. Cuando entraron en las pistas de tenis del hotel, Paula se dio cuenta de que Pedro la estaba mirando.


Gracias a Dios había llegado un poco tarde, porque Marcos se había entretenido arreglándole el pelo. Se lo había recogido en una coleta, cuando Connie se fijó en ella y le dijo algo a su novio. Marcos dijo algo sobre su frente y decidió dejárselo suelto.


Paula era la forma sobre la sustancia. Pedro era la forma y la sustancia. Especialmente la sustancia. Estaba impresionante con su camiseta blanca y las dos muñequeras en sus brazos. ¿En qué momento le iba a decir que no se preocupara, que no iba a sudar en todo el juego?


Paula se colocó la bolsa en el hombro. A lo mejor si se concentraba de verdad en la pelota, como Connie le había dicho, lograba devolver algunos tantos.


Pedro estaba diciéndole algo a lo que ella respondía sólo con monosílabos.


—... buena raqueta. ¿Cuánto tiempo llevas jugando?


—No mucho —aunque el sol calentaba, ella sintió un escalofrío. Connie tenía razón. Se lo tendría que haber confesado a Pedro—. La verdad es que no sé jugar muy bien.


—Ya —le dijo Pedro sonriendo, mostrándole unos dientes tan blancos como su camisa—. Cada vez que alguien me dice eso, sé que voy a tener que correr.


Cuando llegaron a la línea divisoria de las dos pistas, dejaron sus bolsas en un banco. En la pista de al lado había una pareja. Cuando Paula sacó la raqueta, el hombre se colocó detrás de la mujer, agarró la raqueta y le demostró cómo había que dar un revés. Una y otra vez, practicaron juntos. Le estaba enseñando a jugar al tenis. Los dos estaban muy pegados.


Ésa habría sido la solución más sencilla. Le tendría que haber dicho que no sabía jugar al tenis, pero que le encantaría aprender. “¿Por qué no me enseñas, tú?” A los hombres siempre les encantaba demostrar su superioridad.


Le quitó la funda a la raqueta. Como era de segunda mano, seguro que Pedro se fijaba en los arañazos que tenía y pensaba que se los había hecho ella.


—¿Puedo probarla? —le preguntó Pedro, estirando la mano.


Ella se la dio y se quedó observando cómo comprobaba su peso y equilibrio. A continuación, trazó un golpe en el aire, que la dejó boquiabierta.


No tenía nada que hacer.


—Buena raqueta —comentó él, devolviéndosela.


Paula sonrió y agarró la raqueta, notando el calor que había dejado su mano. La de ella estaba helada como el hielo.


Pedro sacó un bote con pelotas y tiró de la anilla. Paula oyó el sonido que hizo la lata cuando se llenó de aire, antes de percibir el olor a goma. Aquello estaba ocurriendo de verdad, y no podía hacer nada por evitarlo.


—¿Cara o cruz? —le preguntó Pedro, colocándose la raqueta en la cabeza.


—¿Cara? —¿a qué diablos se referiría?


Pedro lanzó hizo girar la raqueta y cayó a la pista.


—Cara dijo, levantándola—. ¿Sacas o eliges la pista?


—Te dejaré que saques tú primero—dijo Paula, empezando a temblar.


Qué más daba, si no iba a pasar ninguna bola por encima de la red.


Se dio la vuelta, cerró los ojos y se dirigió a su pista. “Tengo que conseguirlo. Lo único que hay que hacer es devolver la pelota”.


Pero, desgraciadamente, o por fortuna, Paula estaba tan concentrada, que se olvidó de abrir los ojos y cuando se dio cuenta, estaba en el suelo, donde fue después de haber tropezado con algo.


—¡Paula!


Paula levantó la cabeza y logró girarla, momento en el que vio que Pedro se dirigía corriendo hacia ella. Cuando llegó, se colocó a su lado.


—¿Estás bien?


—Creo que sí —aparte de estar avergonzada y haberse puesto perdida, no le dolía nada.


—Fíjate en esa grieta —Pedro dijo, disgustado—. Tendrían que mantener estas pistas en mejores condiciones —se agachó y la ayudó a levantarse.


Pegada como estaba al cuerpo de Pedro, Rose decidió no precipitarse diciendo que no se había hecho daño. Hizo algunos movimientos con el codo y se limpió las manos. Pedro se las agarró y le miró las palmas. Tenía algunos arañazos, pero sólo uno parecía estar a punto de sangrar. 


Él se lo acarició.


—Has tenido suerte —le dijo, sonriendo.


—Sí, he tenido suerte —suspiró ella.


Tenía la cara pegada a la de ella. Paula ni se movió. No quería que nada estropeara aquel momento, que no terminara nunca. Quería que Pedro se quedara allí a su lado, para siempre.


La opresión en su pecho le dificultaba la respiración. El corazón le latía con fuerza y los brazos le temblaban. ¿Podría notar él aquel temblor?


Pedro levantó una mano y le acarició la mejilla con los nudillos.


—Te has quedado con parte de la pista en la cara.


—No me sorprende —le respondió, mientras ella se limpiaba el otro lado.


—¿Y cómo sientes el resto del cuerpo? —Pedro se inclinó y le agarró de los tobillos.


—¿Te duele? —le preguntó.


—No.


—¿Y aquí?


—No, no. De verdad, estoy bien.


—¿Quieres intentar ponerte de pie?


Paula asintió y Pedro la agarró por la cintura. 


Ella se apoyó en su hombro. Era un hombre sólido y fuerte. Se sintió muy femenina. Le encantaba estar cerca de él y quiso prolongar ese momento.


—Apóyate poco a poco sobre ese pie —dijo Pedro, cuando se incorporó.


Ella obedeció y fue apoyándolo poco a poco, no queriendo que se apartara de ella. ¿Por qué no se atrevería a darle un beso en la boca y acabar con todo aquel juego? ¿Cuándo llegaría ese momento?


Nunca antes se había sentido de aquella manera, y menos con Horacio, por supuesto. 


Cada vez que lo miraba le entraban ganas de comérselo a besos.


Por desgracia, cuando empezaran a jugar al tenis, toda aquella magia se habría desvanecido. 


Sobre todo, cuando él viera su juego.


Cuando ella apoyó la pierna completamente en el suelo, él la soltó y retrocedió un paso.


—¿Estás bien?


—Mmm —no pudo responder de otra manera, ni tampoco se atrevió a mirarlo a los ojos.


—Intenta caminar.


Él le agarró de la mano, en el mismo instante en que ella empezó a dar el primer paso. Al sentir el contacto de su mano, ella suspiró.


—Lo sabía. Tú no estás bien, pero quieres convencerme de que sí lo estás.


Pedro, de verdad que...


—No discutas —le puso la mano sobre el hombro y la ayudó a sentarse en el banco—. Y se acabó el tenis por hoy.


—¿No jugamos al tenis?


—No.


¡No jugamos al tenis!