martes, 10 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 14
¿CÓMO la iba a llamar Pedro si no tenía su número?
Paula sólo podía darle un número de teléfono y era el de su tienda. Nunca se había molestado en poner una línea de teléfono propia. Vivía en el apartamento que había arriba y tenía una extensión de ese mismo teléfono en su habitación. Recibía pocas llamadas de tipo personal, por lo que no estaba justificada instalar otra línea.
Entonces, Paula se dio cuenta de que Pedro pensaría que tendría que llamarla allí, al hotel. Le había dicho que se estaba hospedando allí, mientras le estaban haciendo unas obras en casa. Jamás llegaría a pensar que sólo se iba a quedar una noche.
También podría llamar a su oficina y dejar el número de teléfono de la tienda, pero decidió no hacerlo. Después de todas aquellas maniobras, Pedro era el que tendría que hacer un esfuerzo. Por el momento, le concedía el beneficio de la duda.
Lisa pasó la bayeta por el espacio vacío que había dejado Pedro a su lado.
—¿Quiere algo más? —cuando Paula negó con la cabeza, Lisa dejó de manera muy discreta la factura por los dos zumos de naranja al lado del vaso vacío.
Paula estampó su firma y se quedó boquiabierta al ver la cantidad. Cada vaso de zumo costaba cuatro dólares y cincuenta peniques.
Le quedaba toda la tarde por delante. ¿Qué podría hacer? Cenar sola no le apetecía lo más mínimo. Decidió que meterse en la ducha o en un buen baño de agua caliente con mucho jabón, eran las mejores opciones. Se bajó de la banqueta del bar y se fue hacia su habitación.
Se duchó y se envolvió en el albornoz del hotel, de color blanco, se puso las gafas, sacó las notas que había copiado de la agenda de Pedro y las extendió en la cama. Sacó una manzana del frigorífico, le pegó un mordisco y empezó a estudiar el programa semanal de Pedro. ¿Cuándo la podría llamar?
Los jueves los tenía completos con el frontón y la clase que daba. Decidió llamar al día siguiente a Rice y ver si podía matricularse en algún curso los jueves por la tarde.
En los viernes no había ninguna anotación, salvo algunas iniciales, de vez en cuando. Citas, pensó Paula. Se devanó los sesos, tratando de averiguar a qué nombres del listín telefónico correspondían aquellas iniciales. Patricia Stevens. Kay Hawthorne. Jeanette Deeves. Mary Ellen Bail. Paula había copiado incluso las fechas que aparecían al lado de algunos de esos nombres. Cinco de diciembre, le gustan las rosas. Fitzdonald and Byers, extensión 587.
Aquellas personas eran personas vivas. Paula, por capricho, incluyó su nombre y número de teléfono en el listín, poniendo al lado una nota.
Tiene un vestido de novia y se quiere casar.
Ver su nombre y solitario número de teléfono al lado de los demás era bastante deprimente.
Paula dejó de jugar al juego de las iniciales y se concentró en las actividades del sábado. Vio que había una nota en la que ponía Con. (S. Rod), 8:15. Ese sábado iba a un concierto a las ocho y cuarto de la tarde.
Se estiró y agarró el periódico que había en la mesilla de noche. Empezó a buscar la sección de ocio algún concierto del pianista Santiago Rodríguez. Sin dudarlo un instante, Paula levantó el teléfono y llamó a la taquilla del teatro.
Recibió una noticia buena y otra mala. La buena noticia era que todavía quedaban entradas para el concierto del sábado por la noche. La mala era que las que quedaban eran de las más caras. Paula decidió que su cuerpo pasara hambre las siguientes dos semanas, pero alimentar su alma ese sábado.
Iba a ir al concierto. Nunca había estado en uno, pero sabía que toda la gente elegante, como Pedro, asistía a ellos. Cuando acabó de recitar el número de su tarjeta de crédito, Paula sintió que también ella pertenecía a ese mundo.
Pero, ¿qué iba a ponerse?
CENICIENTA: CAPITULO 13
Y así fue. A los pocos segundos, Lisa le ofreció una nota para que la firmara. Paula la firmó, de la misma manera que había visto a Pedro hacer en el restaurante. Lo único que no hizo fue fijarse a cuánto ascendía la cuenta. No obstante, un zumo de zanahorias y hierba no podía costar muy caro. Qué más daba. Las cosas estaban saliendo como ella las había pensado. Todo estaba bajo control.
—Gracias —Pedro levantó su vaso y dio un trago.
Paula, sintiéndose cosmopolita, levantó el suyo, cruzó las piernas y dio un sorbo.
—¡Esto huele a abono! —y sabía peor.
—Lo sé —dijo Pedro.
—Debe ser buenísimo para el cuerpo.
—Eso espero —respiró y se bebió el resto.
Cómo podía hacerlo sin devolver, pensó Paula.
Dejaba un sabor nada corriente en la boca, nada corriente, porque ella no estaba acostumbrada a comer hierba. Miró a la barra, para ver si veía cacahuetes, patatas, o algo para acompañar. No había nada.
—No sabe tan mal como huele —le dijo Pedro.
Paula le ofreció su vaso.
—Entonces, bébete el mío, si quieres. Lisa, un zumo de naranja, por favor.
Pedro soltó una carcajada y dejó el vaso en el mostrador.
Que se ría, que se ría, pensó Paula. A lo mejor el zumo de naranja era algo plebeyo, pero por lo menos sabía a zumo de naranja.
—Lisa —dijo Pedro, todavía riéndose—. Que sean dos zumos de naranja.
Le había hecho reírse. Aquello era una buena señal, decidió Paula. Pero tenía que conseguir que siguiera hablando él.
—Bueno, cuéntame algo sobre ese cliente que te está quitando el sueño—le dijo, cuando Paula les trajo los zumos.
—No quiero aburrirte —le dijo Pedro.
—No, de verdad, me interesa —protestó Paula—. Quiero saber qué empresa no está dispuesta a conseguir el éxito con las campañas publicitarias de Alfonso and Bernard.
Pedro apoyó los brazos en el mostrador y miró su vaso.
—Bread Basket Foods.
—¿La cadena de comestibles?
Pedro asintió.
—¿Compras allí?
—No.
—Nadie compra allí —le dijo, suspirando—. Y no sé por qué. Los precios son más bajos que los de sus competidores. Todo el mundo dice que va a comprar a un sitio porque es más barato. Bread Basket es el sitio más barato y, sin embargo, no va nadie.
—A lo mejor es que tienes que anunciarlos de forma diferente —sugirió Paula, sintiendo al instante que había hecho un comentario bastante tonto.
¿Qué sabría ella? Ella no profesional de la publicidad.
—Ya lo hice —contestó Pedro, pasándose la toalla por la cara—. Les convencí para que doblaran el presupuesto. Iniciamos otra campaña, pero no venden más.
Paula pensó en el inmenso supermercado que estaba no muy lejos de su tienda. Cuando lo construyeron, hacía siete años, la gente había protestado, porque era un edificio que no se integraba en el estilo de la zona. Después de una dura negociación, Bread Basket aceptó quitar sus llamativos luminosos. Pero, sin embargo, las banderas de plástico y la música a todo volumen, seguía siendo una molestia para los residentes.
—La verdad, a mí no me importaría que Bread Basket se arruinara.
—¿Por qué? —preguntó Pedro, sorprendido.
—Yo estaba en la junta directiva de comerciantes, cuando Bread Basket construyó en la zona. Impusieron sus condiciones a todo el mundo. Nadie que vivía cerca estaría dispuesto a apoyarlos. Pero casi todos hemos entrado alguna vez que otra. ¿No crees que si fuera todo lo maravilloso que dices que es, la gente compraría allí?
—¿Crees que es un boicot? —le preguntó, dispuesto a dar batalla.
—Nada oficial. Pero todo el mundo está contra ellos.
Antes de responder, Pedro dio un trago de su zumo.
—A pesar de ello, no puedo creerme que la gente no esté dispuesta a ahorrarse unos dólares.
—¿Tú compras en Bread Basket?
Pedro negó con la cabeza.
—Yo no compro en ningún sitio.
—¿Porqué?
—Porque no tengo tiempo para cocinar.
—Pero cuando cocinas, ¿compras en Bread Basket?
–No —dijo, frunciendo el ceño—. Sé dónde quieres ir a parar, pero yo no soy el típico cliente de Bread Basket. Además, no hay ninguna tienda cerca de mi casa.
—¿Y los precios de la tienda donde compras, cuando cocinas, son más caros o más baratos que los de Bread Basket?
Pedro se movió, incómodo en su banqueta y la miró con cara de irritación. Paula sonrió.
—Son un poco más caros —admitió Pedro a regañadientes—. Ya te he dicho que Bread Basket tiene los mejores precios de la ciudad.
—Sí y que, de acuerdo con tus estudios de mercado, el precio es lo más importante...
—Está bien, ya te he dicho que tenemos problemas con ese cliente —protestó y se bebió lo que le quedaba de zumo—. Y no estoy acostumbrado a admitir un fracaso.
Paula se dio cuenta de que aquello le dolía.
—No creo que sea fallo tuyo. Es fallo de Bread Basket.
—¿Qué quieres decir?
—He visto el anuncio y creo que incluso podría tararear la canción —y empezó a silbarla, ganándose una sonrisa de Pedro—. La verdad es que para mí es un problema comprar allí.
—¿Por qué? —Pedro se había vuelto y la estaba mirando con intensidad.
Estaba escuchando lo que ella le estaba diciendo y, de pronto, se sintió más confiada.
Ella le estaba dando un consejo a Pedro Alfonso. ¿Quién lo habría pensado?
—Bread Basket puede mantener esos precios porque vende al por mayor. Y yo no puedo comprar esas cantidades. ¿Dónde voy a guardar toda una caja de toallitas de papel, o de rollos de papel higiénico? Yo vivo sola. ¿Para qué quiero comprar veinticinco kilos de detergente? Y si entras a comprar algo pequeño, tardas una eternidad. La leche está al fondo. El pan al otro extremo. Y entre medias hay todo un campo de fútbol con estanterías llenas de pañales.
—Eso es una estrategia comercial. Cuando más tiempo estén los clientes en la tienda, más posibilidades hay de que compren algo.
—Es posible —dijo Paula—. Pero yo sé que, después de un día de trabajo, lo único que quiero es comprar lo que necesito e irme a casa. Yo compro en Sheffield que está cerca de mi... boutique.
—Sheffield es una tienda vieja y pasada de moda. Y es mucho más cara. Llevan años estancados.
—Pero tardo cinco minutos en comprar lo que quiero.
Pedro guardó silencio, mientras pensaba lo que acababa de decir.
—Está bien, es posible que sea más cómodo para gente soltera, como nosotros —señaló—. Pero Bread Basket está pensado para las familias.
Hasta que él no lo mencionó, la posibilidad de que Pedro estuviera casado no se le había pasado por la imaginación. Lo único que pensó fue que el destino no le habría podido enviar un hombre que ella no pudiera conseguir.
—Si lo que quiere Bread Basket es que compren las familias en sus tiendas, lo acepto. Pero, ¿por qué se instalan entonces en una zona universitaria? Allí viven los estudiantes. El que eligió aquel sitio, desde luego, se lució.
—Tienes razón —dijo Pedro, levantando los brazos—. Y creo que también tienes razón en lo demás. De hecho, yo les dije lo mismo. El problema es que, antes de venir a nosotros, ya les habían hecho las campañas publicitarias otras empresas. Pero Roberto y yo pensamos que era como un reto —dijo riéndose, pero de una forma un tanto triste—. Podíamos ver incluso los titulares —dijo, extendiendo sus manos—. Burke and Bemard consiguen lo imposible. Una agencia de publicidad local salva una cadena de alimentación.
Pedro parecía sentirse cómodo hablando con ella y Paula quiso alentar ese sentimiento. Pero sabía que no tenía mucho tiempo. Según la agenda, los jueves por la tarde tenía que ir a dar clase a la universidad a las siete y media. Iban a dar las seis y todavía se tenía que duchar y cambiar de ropa, cenar y llegar a Rice. Si le interesaba la conversación, a lo mejor la invitaba a cenar.
Se devanó el cerebro, para ver si se le ocurría algo y le preguntó:
—¿Crees que es posible que Bread Basket cambie de estrategia?
—No —dijo Pedro, negando con la cabeza—. Lo que hacen es cambiar de agencia. Y todos se van a alegrar de que Burke and Bemard no haya podido anotarse el tanto.
Otra vez una metáfora deportiva.
Definitivamente, tendría que ponerse al día en deportes.
—Todas las agencias de Houston se van a alegrar —añadió, claramente enfadado por la posibilidad de perder un cliente.
—¿Cuántas tiendas más de Bread Basket hay en Houston?
—Tres. Querían ampliar el negocio, cuando éstas empezaran a dar beneficios. Y eso parece imposible, trabajen con la agencia que trabajen.
A Paula se le ocurrió una idea. No podía creerse que ella fuera la que iba a ayudar a Pedro a sacar a flote aquella tan odiada tienda que había sido durante cinco años un verdadero adefesio para el paisaje, pero si ello significaba poder estar a su lado, estaba dispuesta a ello.
—Yo puedo ayudarte con la tienda en Village —le pilló mirándose el reloj.
—¿Cómo? —preguntó, un tanto escéptico.
Aquel toque de escepticismo le dolió. No era una profesional de la publicidad, pero había pasado toda su vida viviendo y trabajando en Village.
Bread Basket había sido el tema de conversación en las reuniones de pequeños comerciantes de la zona.
—Ese almacén tiene que abrirse más a los vecinos. Diles que quiten esas horribles banderas y que dejen de poner música en el aparcamiento.
Aquello pareció interesarle, porque se echó mano al bolsillo y buscó algo.
—Eso tengo que anotarlo.
—No te preocupes —le dijo Paula, feliz al comprobar que aceptaba sus sugerencias—. Yo no las olvidaré. Nos hemos estado peleando cinco años con la dirección del centro comercial para conseguirlo.
—¿Crees de verdad que sólo con eso va a cambiar algo?
—Además, tienen algo que la asociación de vecinos necesita. Tienen espacio. Diles que quiten una de esas estanterías cargadas de pañales y que construyan una sala para que se reúnan los vecinos.
—No van a querer —dijo Pedro, pero lo anotó—. Eso supondría un recorte de beneficios por metro cuadrado.
—Y diles además que construyan una zona para pequeños comerciantes —Paula ya se imaginaba el almacén de sus sueños. Leche, pan, lechugas y chocolatinas, al alcance de la mano. Comidas congeladas en sitios accesibles—. Que pongan los productos básicos en un sitio en concreto. Que los pongan al lado de la sala de reuniones.
Pedro se quedó mirándola.
—Porque, si van al centro comercial a reunirse, seguro que compran allí lo que se les haya olvidado cuando salgan.
—Exacto.
—Paula, eres maravillosa. No sé si van a hacerlo, pero estarían locos si no lo hicieran. Yo mismo se lo voy a proponer –le dijo, bajándose de la banqueta—. Es una idea estupenda. Tú eres estupenda —se inclinó y, antes de que Paula pudiera evitarlo, Pedro la besó en la mejilla—. Ya son dos veces que me has ayudado a salir del atolladero. Pero esta vez no sé cómo te voy a pagar —pero antes de que Paula pudiera sugerirle que la invitara a cenar, él se miró el reloj—. Tengo clase esta noche. Escucha —le dijo, mientras se marchaba—. ¡Te llamaré... pronto! —le lanzó un beso y se metió en el vestuario.
Paula se sintió ebria de satisfacción. Había valido la pena cada penique que había invertido en aquel encuentro.
¡Pedro le había dado un beso! ¡La iba a llamar!
El problema era que seguía sin tener su número de teléfono.
CENICIENTA: CAPITULO 12
Aunque sintió un deseo inmenso de levantarse y salir corriendo detrás de él, Paula se entretuvo en la sala de musculación, levantando alguna polea que otra, haciendo algún abdominal, para que nadie se diera cuenta de que estaba siguiendo a Pedro. Cuando llegó a los aparatos que estaban más cerca de la puerta, casi no podía dar un paso más. Casi ni podía abrir la puerta.
De alguna manera, consiguió llegar hasta el pasillo y se dirigió hacia las paredes acristaladas de las pistas de frontón. Había una puerta de acceso por el otro lado, pero Paula no le hizo ni caso, cuando localizó a Pedro y a su amigo jugando.
Ambos estaban muy concentrados, sudando a chorros.
Paula sintió la boca seca. Nunca antes el sudor le había parecido algo tan atractivo. Los músculos del brazo de Pedro estaban en tensión y brillantes. El pelo mojado se le pegaba a la frente y hacía gestos con la cara, cada vez que golpeaba la pelota.
Aunque no se les oía a través del cristal, se podían distinguir los golpes que daban a la pelota con la raqueta. También se oían los chirridos que hacían sus zapatillas en el suelo. Y algunos gritos de vez en cuando. Las otras pistas también estaban ocupadas, pero Paula se quedó observando a Pedro y a su compañero.
Ni siquiera se había fijado en él. Era rubio y muy pálido. Estaba empapado en sudor, pero no le sentaba tan bien como a Pedro. Era un hombre que la hipnotizaba. Cada vez que golpeaba la pelota, se fijaba en los músculos de su espalda.
Era un hombre en un estado físico perfecto.
Estaba claro que le gustaba el deporte y, si quería causarle una buena impresión, mejor sería que empezara a hacer deporte cuanto antes. Podría apuntarse a una sala de musculación. Porque dar vueltas en bicicleta por su barrio, no iba a ser suficiente.
Pedro pegó un grito cuando intentó devolver una pelota que rebotó en el techo. Aquel movimiento le llevó hasta la pared de cristal desde el que Paula los estaba observando. Ella se echó para atrás, de forma involuntaria, cuando Pedro se cayó, se levantó en seguida y se preparó para devolver otra vez la pelota.
Por fortuna, no se había dado cuenta de su presencia. Paula se alegró. Quería que salieran las cosas como las había pensado, no estaba dispuesta a dejar nada al azar.
Ojalá tuviera alguna amiga a la que pudiera pedir consejo. Con la cantidad de horas que se pasaba encerrada en la tienda, no le quedaba tiempo para salir. Además, la mayoría de sus amigas ya se habían casado y tenían niños.
Connie era casi la única amiga que le quedaba.
Pero Connie era estudiante y, además, su empleada. Paula no quería enturbiar la relación, pidiéndole consejos sobre hombres, aunque Connie se hubiera imaginado que Paula estaba detrás de alguno.
Pedro no pudo devolver una pelota, hizo un gesto de disgusto con la cara y miró hacia arriba. Pero, por la cara que le puso a su compañero, era evidente que no estaba enfadado.
—¡Buen golpe! —oyó Paula, a través del cristal.
Un buen deportista. Trabajador. Guapo. Con éxito. Respetado. Con bastante dinero, a juzgar por lo que costaba pertenecer a aquel club.
Paula suspiró. ¿Quién no se enamoraría de un tipo así?
Y ella no estaba inmunizada, aunque se dio cuenta de que conocer la vida de Pedro no era lo mismo que conocerlo a él personalmente. Y eso era algo a lo que estaba dispuesta a poner remedio aquella misma tarde.
Le dirigió una última mirada y se fue otra vez a la sala de musculación, para sudar un poco.
Tendría que conseguirlo. Marcos le había hecho un peinado que él decía que era perfecto para ir al gimnasio. Se lo había recogido en una coleta.
Poco a poco, las gotas de sudor empezaron a recorrerle la espalda. Pensó en seguir haciendo un poco más de ejercicio, para que pareciera que se había dado un buen tute, pero de pronto vio que la puerta de la pista se abría y por ella salían Pedro y su amigo.
El corazón empezó a latirle con fuerza, como si hubiera estado horas haciendo ejercicio. Se levantó y se fue hacia la puerta. Mientras caminaba, rezó para que fuera él el que la viera.
Para que fuera él el que iniciara la conversación, que se alegrara de verla. Que la invitara a tomar algo, para que no fuera ella la que lo tuviera que proponer.
Mientras hablaba con su compañero, Pedro se pasaba la toalla por la cara.
El destino la había llevado a conocer a Pedro, pero no le estaba facilitando las cosas demasiado. Tendría que ser ella la que diera el primer paso.
—¿Pedro? —Paula había estado practicando como pronunciar su nombre, con la dosis justa de sorpresa.
Él la miró, con la cara pálida.
—¡Hola! —dijo sonriendo. También había estado practicando eso.
Pedro parpadeó, sin responder a su sonrisa, y de pronto Paula se sintió como si le hubieran echado un jarro de agua fría. “Ni siquiera se acuerda de quién soy” pensó. “Ni siquiera me reconoce”.
Paula había pensado en todo, menos en aquello. ¿Cómo era posible de que se hubiera olvidado de ella? ¡Habían comido juntos hacía sólo dos días!
Por un momento sintió deseos de desvanecerse, de que la tragara la tierra, de salir corriendo y esconderse. Pero lo que hizo fue darse unos golpecitos en el estómago, para ver si se acordaba.
De pronto pareció acordarse.
—¡Roberto! —le dijo a su compañero—. Éste es el ángel que encontró mi agenda.
Un ángel olvidado. No sólo no se acordaba de ella, sino que además se había olvidado de su nombre.
De lo cual también se dio cuenta el hombre que estaba a su lado.
—Hola, soy Roberto Bernard —dijo el compañero de Pedro, ofreciéndole la mano.
—Paula Chaves —dijo Paula alto y claro.
—Muchas gracias por recuperar la agenda de Pedro —dijo Roberto, mientras lo miraba de reojo—. Estuve a punto de comprarle un billete de avión para que se fuera de viaje.
—Tampoco fue para tanto, Roberto —le dijo Pedro.
—Te pusiste insoportable —le respondió Roberto—. Voy a ducharme. Encantado de conocerte, Paula.
Por lo menos su amigo se acordaba de su nombre.
—Y yo iba al bar, a tomar un zumo —dijo Paula, antes de que Pedro lo siguiera—. ¿Quieres venir? —sin darle tiempo a pensárselo y, antes de que pudiera rechazar su invitación, Paula empezó a caminar.
¡Más valía que la siguiera! Se había teñido el pelo por él. Había tenido que lidiar con aquellos fetuccine por él. Se había gastado cerca de trescientos dólares sólo para verlo. No podía rechazar aquella invitación. Cuando él se colocó a su lado le dijo:
—No te he visto nunca por aquí —comentó, mientras se colocaba la toalla alrededor del cuello.
Seguro que, si hubiera ido diariamente allí, él ni siquiera habría notado su presencia. Paula se recuperó de lo primero que sintió al verlo.
Estaba furiosa, pero no estaba dispuesta a analizar si aquel sentimiento tenía una justificación o no. Pedro se había olvidado de ella porque no pensaba verla otra vez.
—Es la primera vez que vengo —le informó—. Me estoy hospedando en el hotel, porque estoy haciendo obras en la tienda —la verdad era que Connie estaba cambiando el escaparate. Pero, obra era al fin y al cabo.
—Ya —dijo, mientras se sentaba en una banqueta giratoria y asentía a la camarera detrás del mostrador. La chica sacó un vaso y empezó a echar cosas en él—. La verdad es que no te reconocí cuando te vi —le dijo sonriendo, de forma tan encantadora, que Paula le perdonó al instante—. Pero es que tengo demasiadas cosas en la cabeza.
—Ahora que ya tienes la agenda, no tendrás que acordarte de tantas.
—Sí, es cierto. Pero estos días tenemos problemas con un cliente muy importante.
Paula abrió la boca, para preguntarle algo, pero justo en ese momento apareció la camarera.
—¿Qué le pongo?
Paula dudó. ¿Qué bebía la gente en aquel sitio?
No había ningún cartel que lo indicara.
—Lisa sabe que siempre bebo lo mismo —dijo Pedro.
—Pues yo también —dijo Paula, coleando sobre el mostrador la tarjeta con el número de su habitación.
—Te vas a arrepentir —murmuró Pedro.
—¿Por qué? ¿Qué bebes?
—Zumo de piña, zanahoria y hierba.
Paula estuvo a punto de mentirle y decir que seguro que estaba muy bueno.
—¿Hierba? —y lo había dicho en serio, porque Lisa abrió un cajón donde crecía la hierba. La chica empezó a recortarla y echarla en la coctelera.
Paula miró a Pedro, asombrada.
—Yo he estado a punto de decirle que no me la pusiera, pero es que es muy sano.
—Siempre he pensado —dijo Paula—, que lo que es bueno para el cuerpo, sabe asqueroso.
—Eres una mujer muy lista, Paula —dijo Pedro, mientras Lisa colocaba dos vasos frente a ellos.
Paula dio unos golpecitos a la tarjeta de su habitación, para que la camarera se diera cuenta de que quería que le cargara las consumiciones en su cuenta. Cuando estaba en la sala de musculación había observado a varias personas consumiendo en la barra, y ninguna había sacado dinero para pagar. Paula confió en que haber acertado en sus deducciones.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)