martes, 10 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 12




Aunque sintió un deseo inmenso de levantarse y salir corriendo detrás de él, Paula se entretuvo en la sala de musculación, levantando alguna polea que otra, haciendo algún abdominal, para que nadie se diera cuenta de que estaba siguiendo a Pedro. Cuando llegó a los aparatos que estaban más cerca de la puerta, casi no podía dar un paso más. Casi ni podía abrir la puerta.


De alguna manera, consiguió llegar hasta el pasillo y se dirigió hacia las paredes acristaladas de las pistas de frontón. Había una puerta de acceso por el otro lado, pero Paula no le hizo ni caso, cuando localizó a Pedro y a su amigo jugando.


Ambos estaban muy concentrados, sudando a chorros.


Paula sintió la boca seca. Nunca antes el sudor le había parecido algo tan atractivo. Los músculos del brazo de Pedro estaban en tensión y brillantes. El pelo mojado se le pegaba a la frente y hacía gestos con la cara, cada vez que golpeaba la pelota.


Aunque no se les oía a través del cristal, se podían distinguir los golpes que daban a la pelota con la raqueta. También se oían los chirridos que hacían sus zapatillas en el suelo. Y algunos gritos de vez en cuando. Las otras pistas también estaban ocupadas, pero Paula se quedó observando a Pedro y a su compañero.


Ni siquiera se había fijado en él. Era rubio y muy pálido. Estaba empapado en sudor, pero no le sentaba tan bien como a Pedro. Era un hombre que la hipnotizaba. Cada vez que golpeaba la pelota, se fijaba en los músculos de su espalda. 


Era un hombre en un estado físico perfecto. 


Estaba claro que le gustaba el deporte y, si quería causarle una buena impresión, mejor sería que empezara a hacer deporte cuanto antes. Podría apuntarse a una sala de musculación. Porque dar vueltas en bicicleta por su barrio, no iba a ser suficiente.


Pedro pegó un grito cuando intentó devolver una pelota que rebotó en el techo. Aquel movimiento le llevó hasta la pared de cristal desde el que Paula los estaba observando. Ella se echó para atrás, de forma involuntaria, cuando Pedro se cayó, se levantó en seguida y se preparó para devolver otra vez la pelota.


Por fortuna, no se había dado cuenta de su presencia. Paula se alegró. Quería que salieran las cosas como las había pensado, no estaba dispuesta a dejar nada al azar.


Ojalá tuviera alguna amiga a la que pudiera pedir consejo. Con la cantidad de horas que se pasaba encerrada en la tienda, no le quedaba tiempo para salir. Además, la mayoría de sus amigas ya se habían casado y tenían niños. 


Connie era casi la única amiga que le quedaba. 


Pero Connie era estudiante y, además, su empleada. Paula no quería enturbiar la relación, pidiéndole consejos sobre hombres, aunque Connie se hubiera imaginado que Paula estaba detrás de alguno.


Pedro no pudo devolver una pelota, hizo un gesto de disgusto con la cara y miró hacia arriba. Pero, por la cara que le puso a su compañero, era evidente que no estaba enfadado.


—¡Buen golpe! —oyó Paula, a través del cristal.


Un buen deportista. Trabajador. Guapo. Con éxito. Respetado. Con bastante dinero, a juzgar por lo que costaba pertenecer a aquel club. 


Paula suspiró. ¿Quién no se enamoraría de un tipo así?


Y ella no estaba inmunizada, aunque se dio cuenta de que conocer la vida de Pedro no era lo mismo que conocerlo a él personalmente. Y eso era algo a lo que estaba dispuesta a poner remedio aquella misma tarde.


Le dirigió una última mirada y se fue otra vez a la sala de musculación, para sudar un poco.


Tendría que conseguirlo. Marcos le había hecho un peinado que él decía que era perfecto para ir al gimnasio. Se lo había recogido en una coleta. 


Poco a poco, las gotas de sudor empezaron a recorrerle la espalda. Pensó en seguir haciendo un poco más de ejercicio, para que pareciera que se había dado un buen tute, pero de pronto vio que la puerta de la pista se abría y por ella salían Pedro y su amigo.


El corazón empezó a latirle con fuerza, como si hubiera estado horas haciendo ejercicio. Se levantó y se fue hacia la puerta. Mientras caminaba, rezó para que fuera él el que la viera. 


Para que fuera él el que iniciara la conversación, que se alegrara de verla. Que la invitara a tomar algo, para que no fuera ella la que lo tuviera que proponer.


Mientras hablaba con su compañero, Pedro se pasaba la toalla por la cara.


El destino la había llevado a conocer a Pedro, pero no le estaba facilitando las cosas demasiado. Tendría que ser ella la que diera el primer paso.


—¿Pedro? —Paula había estado practicando como pronunciar su nombre, con la dosis justa de sorpresa.


Él la miró, con la cara pálida.


—¡Hola! —dijo sonriendo. También había estado practicando eso.


Pedro parpadeó, sin responder a su sonrisa, y de pronto Paula se sintió como si le hubieran echado un jarro de agua fría. “Ni siquiera se acuerda de quién soy” pensó. “Ni siquiera me reconoce”.


Paula había pensado en todo, menos en aquello. ¿Cómo era posible de que se hubiera olvidado de ella? ¡Habían comido juntos hacía sólo dos días!


Por un momento sintió deseos de desvanecerse, de que la tragara la tierra, de salir corriendo y esconderse. Pero lo que hizo fue darse unos golpecitos en el estómago, para ver si se acordaba.


De pronto pareció acordarse.


—¡Roberto! —le dijo a su compañero—. Éste es el ángel que encontró mi agenda.


Un ángel olvidado. No sólo no se acordaba de ella, sino que además se había olvidado de su nombre.


De lo cual también se dio cuenta el hombre que estaba a su lado.


—Hola, soy Roberto Bernard —dijo el compañero de Pedro, ofreciéndole la mano.


—Paula Chaves —dijo Paula alto y claro.


—Muchas gracias por recuperar la agenda de Pedro —dijo Roberto, mientras lo miraba de reojo—. Estuve a punto de comprarle un billete de avión para que se fuera de viaje.


—Tampoco fue para tanto, Roberto —le dijo Pedro.


—Te pusiste insoportable —le respondió Roberto—. Voy a ducharme. Encantado de conocerte, Paula.


Por lo menos su amigo se acordaba de su nombre.


—Y yo iba al bar, a tomar un zumo —dijo Paula, antes de que Pedro lo siguiera—. ¿Quieres venir? —sin darle tiempo a pensárselo y, antes de que pudiera rechazar su invitación, Paula empezó a caminar.


¡Más valía que la siguiera! Se había teñido el pelo por él. Había tenido que lidiar con aquellos fetuccine por él. Se había gastado cerca de trescientos dólares sólo para verlo. No podía rechazar aquella invitación. Cuando él se colocó a su lado le dijo:


—No te he visto nunca por aquí —comentó, mientras se colocaba la toalla alrededor del cuello.


Seguro que, si hubiera ido diariamente allí, él ni siquiera habría notado su presencia. Paula se recuperó de lo primero que sintió al verlo. 


Estaba furiosa, pero no estaba dispuesta a analizar si aquel sentimiento tenía una justificación o no. Pedro se había olvidado de ella porque no pensaba verla otra vez.


—Es la primera vez que vengo —le informó—. Me estoy hospedando en el hotel, porque estoy haciendo obras en la tienda —la verdad era que Connie estaba cambiando el escaparate. Pero, obra era al fin y al cabo.


—Ya —dijo, mientras se sentaba en una banqueta giratoria y asentía a la camarera detrás del mostrador. La chica sacó un vaso y empezó a echar cosas en él—. La verdad es que no te reconocí cuando te vi —le dijo sonriendo, de forma tan encantadora, que Paula le perdonó al instante—. Pero es que tengo demasiadas cosas en la cabeza.


—Ahora que ya tienes la agenda, no tendrás que acordarte de tantas.


—Sí, es cierto. Pero estos días tenemos problemas con un cliente muy importante.


Paula abrió la boca, para preguntarle algo, pero justo en ese momento apareció la camarera.


—¿Qué le pongo?


Paula dudó. ¿Qué bebía la gente en aquel sitio? 


No había ningún cartel que lo indicara.


—Lisa sabe que siempre bebo lo mismo —dijo Pedro.


—Pues yo también —dijo Paula, coleando sobre el mostrador la tarjeta con el número de su habitación.


—Te vas a arrepentir —murmuró Pedro.


—¿Por qué? ¿Qué bebes?


—Zumo de piña, zanahoria y hierba.


Paula estuvo a punto de mentirle y decir que seguro que estaba muy bueno.


—¿Hierba? —y lo había dicho en serio, porque Lisa abrió un cajón donde crecía la hierba. La chica empezó a recortarla y echarla en la coctelera.


Paula miró a Pedro, asombrada.


—Yo he estado a punto de decirle que no me la pusiera, pero es que es muy sano.


—Siempre he pensado —dijo Paula—, que lo que es bueno para el cuerpo, sabe asqueroso.


—Eres una mujer muy lista, Paula —dijo Pedro, mientras Lisa colocaba dos vasos frente a ellos.


Paula dio unos golpecitos a la tarjeta de su habitación, para que la camarera se diera cuenta de que quería que le cargara las consumiciones en su cuenta. Cuando estaba en la sala de musculación había observado a varias personas consumiendo en la barra, y ninguna había sacado dinero para pagar. Paula confió en que haber acertado en sus deducciones.




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