domingo, 23 de junio de 2019
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 14
El domingo por la mañana, alguien despertó a Paula llamando a su puerta con tanto ímpetu que casi la tiró abajo.
—Necesito los zapatos más atrevidos que tengas —dijo Graciela nada más ver a Paula.
Pau se quedó boquiabierta ante la petición de su amiga.
—¿Qué hora es? —preguntó soñolienta.
—Las diez.
Paula gimió y la invitó a entrar. Graciela era la propietaria de la librería contigua al bar. Parecía haber olvidado una regla de oro: no irrumpir en casa de Paula un domingo a las diez de la mañana, ya que cerraba el bar a las tres de la madrugada.
Paula no sabía cómo la había oído llamar, porque estaba agotada. Y no sólo por haber dormido pocas horas, sino por los sueños tan interesantes que había tenido toda la noche, relacionados con un guitarrista que la noche anterior la había excitado hasta casi el orgasmo sin ni siquiera besarla en los labios y luego había desaparecido. En sus sueños, él estaba desnudo y con un bote de mantequilla de cacahuete en las manos.
—Paula, ¿has oído lo que te he dicho? Necesito que me prestes unos zapatos, los más atrevidos que tengas.
Paula se llevó una mano al pecho con gesto afectado.
—¿Zapatos atrevidos, moi?
Graciela enarcó una ceja.
—De acuerdo —añadió Paula—. ¿Zapatos atrevidos, vous?
—Sí, yo —contestó Graciela con firmeza.
Atravesó el pequeño apartamento de su amiga hasta llegar al armario de su dormitorio. Paula la siguió.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Paula mientras observaba a su amiga zambullirse entre sus innumerables zapatos.
—Más que nunca. Quiero algo de tacones muy altos y con tiras. Unos zapatos que indiquen que soy traviesa, juguetona y sexy.
Caramba, aquélla no parecía la Graciela que ella conocía, pensó Paula. No sólo por los zapatos, sino por su frenética actividad. Graciela era la tranquila de las cuatro amigas, siempre callada y elegante. Paula no esperaba verla a cuatro patas rebuscando entre sus zapatos los más atrevidos.
Y tenía mucho donde buscar. Paula tenía debilidad por el calzado. Tanta, que las numerosas cajas ocupaban todo el suelo de su armario.
—¿De qué color los quieres? —preguntó para acotar la búsqueda.
—Negros —respondió Graciela con determinación—. Esta noche es la celebración de los diez años desde que acabé el instituto. Voy a ir a la reunión y quiero llevar el tipo de zapatos que hacen que los hombres babeen y las mujeres comenten chismes.
Graciela no tenía esa actitud normalmente. Paula la tomó más en serio.
—De acuerdo, entonces deja de buscar ahí. ¡Tengo justo lo que necesitas!
Paula se acercó al armario y sacó una caja de la balda superior. Ahí guardaba las joyas de su colección.
—Me enamoré de estos Jimmy Choo en Internet y me los compré el año pasado. Me costaron una fortuna, pero merecen la pena.
Paula se preguntó si a Alfonso le gustarían las mujeres con zapatos de tacón... y nada más.
«No. No más fantasías sobre él», se reprendió.
Después de cómo se había marchado él la noche anterior, debería olvidarlo.
Graciela estaba expectante.
—No puedes decirle nada de esto a Luciana, ¿de acuerdo? —le advirtió Paula antes de abrir la tapa—. Ella nunca comprendería que yo estuviera un mes comiendo sólo bocadillos de mantequilla de cacahuete para poder pagármelos.
Mantequilla de cacahuete... eso volvió a recordarle a Alfonso. Maldición, él no tenía derecho a ser tan deseable, sobre todo después de haberla excitado tanto y luego haberla dejado frustrada. Quizás nunca volvería a hablarle, y mucho menos a experimentar con la mantequilla de cacahuete.
A menos que él la besara en el cuello de nuevo.
Entonces estaría perdida.
Graciela asintió.
—Trato hecho.
Paula abrió la tapa y observó la reacción de su amiga: un silencio reverencial.
—¡Son perfectos! —exclamó Graciela al fin.
—Zapatos atrevidos de diseño —afirmó Paula orgullosa.
—Te debo una.
Paula se encogió de hombros.
—Me basta con que no llames a mi puerta mañana a las diez de la mañana para contarme cómo te ha ido.
Graciela desvió la mirada y Paula se preguntó para qué querría los zapatos, pero no dijo nada.
Su amiga tenía derecho a tener sus secretos.
—Me han dicho que ayer el bar se llenó —comentó Graciela—. Debió de ser por el grupo que contrataste.
Esa vez fue Paula quien desvió la mirada.
—Desde luego, él era impresionante.
—¿Él? ¿Era un solo artista?
Paula se reprendió por el lapsus mental.
—No, perdona, quería decir ellos. Ellos eran impresionantes.
Graciela no la creyó.
—¿Quién es él?
Paula no intentó fingir.
—Es un bajista arrebatador llamado Alfonso. El tipo de hombre que le produciría un ataque a mi madre y a Luciana si se lo presentara.
Graciela asintió mientras tapaba la caja de los zapatos.
—Entonces alégrate de que tu madre y Luciana estén lejos
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 13
Paula cayó en la cuenta de que él estaba seduciéndola. No con algo tan obvio como un beso, sino con aquellos susurros tan sensuales y caricias prometedoras. Y ella deseaba más.
—Alfonso...
Él colocó su pierna entre las de ella. Al rozarse los muslos, Paula sintió que una ola de deseo se apoderaba de ella. Sentía el largo cabello de él sobre su mejilla y la mano de él sobre su hombro.
Paula vio un destello en aquellos ojos negros y sintió los latidos del corazón de él contra su pecho.
Todos sus sentidos se pusieron alerta, clamando más. Paula nunca se había sentido tan excitada en toda su vida.
Estaba demasiado débil como para levantar los brazos y rodear su cuello, demasiado embriagada para echar la cabeza atrás y esperar un beso de él. Las sensaciones de su cuerpo y su mente eran tan poderosas, que sólo pudo quedarse quieta, consciente del deseo que circulaba entre los dos, del sonido de su respiración, del tacto prometedor de él.
—Por favor...
Antes de que ella dijera nada más, él se inclinó y la besó en el cuello. Fue un beso sencillo pero ardiente. Paula sintió que le flaqueaban las piernas. Se agarró a una mesa cercana temiendo no poder sostenerse.
—Dios mío... —logró articular maravillada.
Alfonso continuó probando y saboreando su piel como si estuviera ante un plato delicioso.
—¿Sabes? —dijo él deteniéndose un instante—. A veces, cuando sabes que algo va a ser increíble, la espera lo convierte en algo mucho mejor aún.
Volvió a besarla en el cuello, desde la base y luego subiendo, suavemente, ardientemente. Paula gimió pensando en lo explosivo que sería cuando se besaran.
Pero justo cuando él llegaba a su barbilla y Paula esperaba sentir los labios de él sobre los suyos, él se irguió, esbozó una sonrisa tímida y se dio la vuelta.
Paula se lo quedó mirando sin poder reaccionar. Lo vio subir al escenario y recoger algo de una de las sillas que había allí. El tintineo le indicó a Paula que eran unas llaves.
—Buenas noches, Paula—dijo él bajándose del escenario.
Ella no respondió ni se movió. Intentaba recuperar el control sobre su respiración y su corazón desbocados. Él se dirigió hacia la puerta, la abrió y desapareció en la noche.
Paula se quedó en silencio un buen rato.
Cuando por fin logró articular palabra, la antigua Pau habló por su boca. Y no dijo nada delicado ni decoroso.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 12
Paula estaba agotada por el trajín de la noche y confundida por el hombre arrebatador que había aparecido en su vida aquella noche. Estaba a punto de echar el cerrojo de la puerta del local cuando vio que se acercaba alguien de fuera.
Contuvo un grito y esperó alerta hasta que reconoció quién era.
—¿Alfonso? —preguntó abriendo la puerta.
—Me he dejado una cosa —se justificó él incómodo.
¿Realmente se había olvidado algo o era una estratagema para estar un rato a solas con ella?
Y lo más importante, ¿le importaba a ella que fuera así?
Paula lo dejó pasar.
—Has tenido suerte. Diez minutos más y estaría en el piso de arriba, profundamente dormida.
Alfonso entró en el local y la miró con curiosidad.
—¿En el piso de arriba?
Paula se reprendió a sí misma. No debería haber dejado que ese atractivo extraño supiera que ella vivía en el piso de arriba, que tenía una espaciosa y mullida cama en el piso de arriba...
Pero como ya no había vuelta atrás, se lanzó de lleno:
—Sí, vivo en el apartamento que hay encima de La Tentación. Y vivo sola.
Casi hubiera sido mejor invitarlo a subir, se dijo, habría sonado menos patético.
—Qué cómodo —fue todo lo que él apuntó.
Paula cerró la puerta. El chasquido del cerrojo los aisló del resto del mundo, creó un espacio sólo para ellos dos.
El local estaba prácticamente a oscuras. Una lámpara de cristal rojo iluminaba tenuemente la sala e invitaba al pecado. En el pasillo trasero había otra bombilla encendida, lo suficiente para adivinar las mesas y sillas, pero no para que Paula pudiera ver bien el rostro de Alfonso y saber qué actitud o qué intenciones tenía.
El bar de noche era sensual y misterioso, como si guardara muchos secretos... lo cual encajaba con el estado de ánimo de ella. Las paredes de madera crujían de vez en cuando. En el techo, un ventilador se movía perezosamente. Eran los únicos sonidos en la noche.
El silencio era denso, palpable. Paula estaba segura de que, si prestaba atención, Alfonso podría escuchar los latidos de su corazón. Todas sus alarmas internas la advertían del peligro. Y no era que tuviera miedo de que Alfonso pudiera hacerle daño físico. Lo que temía era cometer un error del que se arrepintiera por la mañana.
—¿Realmente te has dejado algo? —preguntó ella por fin, dudando de si él habría percibido su deseo en su voz.
—Sí —contestó él.
Ella se cruzó de brazos, ladeó la cabeza y lo desafió con la mirada. Cada vez estaba más convencida de que todo era una estratagema, que él no había olvidado nada. Excepto quizás intentar algo con ella.
—¿Qué te has dejado?
Él se acercó a ella hasta que sus pantalones se rozaron. Sus brazos también se encontraron y Paula dio un respingo ante ese contacto inesperado. La sensualidad de aquel sencillo roce la pilló desprevenida. Otros hombres la habían tocado de forma más íntima, pero nunca había experimentado algo tan intenso como lo que estaba sintiendo en ese momento.
—¿Crees que me he dejado las llaves a propósito para tener que regresar a por ellas?
—¿Las llaves?
—¿Y por qué si no iba a regresar aquí? —preguntó él, desafiándola a confesar que ella estaba tan encendida de deseo como él.
Paula se movió y rozó de nuevo su brazo desnudo con el de él. Esa vez fue él quien se sorprendió y ahogó un gemido, muy leve, pero que ella oyó. Así que él también sentía la energía que circulaba entre los dos, potente y embriagadora...
La tensión iba en aumento. Ella apenas tocaba el antebrazo de él, pero era como si estuviera acariciando la parte más sensible de su cuerpo.
Paula se imaginó cómo sería acariciarle todo el cuerpo.
—A lo mejor has regresado en busca de un beso de buenas noches —dijo ella deseando que fuera cierto.
Un beso no cambiaría nada ni arruinaría sus buenas intenciones, se dijo Paula, pero en el fondo sabía que un simple beso no sería suficiente. Aunque en aquel momento, lo deseaba incluso más que salvar el bar.
Él rió suavemente.
—¿Qué te hace pensar que soy el tipo de hombre que besa a alguien al poco de conocerla?
«Pues que yo quiero que seas así», pensó Paula, pero no lo dijo, y en su lugar respondió:
—Entre nosotros existe algo.
—Sí.
—Te sientes atraído hacia mí.
—Sí.
Paula se humedeció los labios.
—¿Y qué vas a hacer al respecto?
Él no dijo nada durante unos instantes. Luego se inclinó sobre ella hasta que estuvo a unos centímetros de su rostro. Paula percibió el cálido aroma de su perfume y el aroma aún más cálido a hombre.
—Besar es algo muy personal —susurró él.
Paula se estremeció. Le había hablado casi al oído, tan cerca que le había rozado la sien con los labios. Sintió un cosquilleo en la sien y luego en todo el cuerpo.
—Algo muy íntimo —continuó él.
Acercó su mano al brazo de ella y lo recorrió desde la muñeca hasta el hombro, rozándolo apenas con la palma de la mano. Su tacto era delicioso y excitante.
sábado, 22 de junio de 2019
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 11
Y cumplió su promesa de mantenerse alejado de su guitarra. Pero eso no evitó que escribiera canciones en su cabeza. Canciones sobre el ángel rubio que no sabía que él existía.
—Vosotros dos nunca estuvisteis en la misma clase, ¿no? —preguntó Banks intentando que su amigo se sintiera mejor—. Erais de la misma edad, pero tú estabas dos cursos por delante de ella.
—Exacto.
—Así que no es como si te conociera y se hubiera olvidado de ti.
—No tienes por qué animarme —dijo Pedro, reconociendo que lo que Banks decía era cierto—. Como has dicho, no me parezco en nada a como era en esa época.
Desde luego que no. Entonces él era un adolescente delgaducho, empollón y poco integrado. No se parecía en nada a la gente con la que se juntaba Paula Chaves.
En realidad, ella no tenía un grupo definido de amistades. Encajaba en todos los grupos. No era de las animadoras, ni de los empollones, ni se pasaba el día fumando marihuana, ni era de los deportistas. Simplemente era esa chica agradable, lista y divertida que parecía una diosa. Tenía un humor cáustico y un potente sentido de la justicia que a veces la sacaba de problemas, pero normalmente se los provocaba.
Era la chica que todas querían ser. La que había criticado al equipo de fútbol americano. La que organizó una donación de sangre cuando unos compañeros de clase tuvieron un accidente de coche. Y la que una vez salió en defensa de un empollón que había cometido el terrible error de sentarse en la mesa de los deportistas en la cafetería.
Él era ese empollón.
Ella se sentó a su lado antes de que pudieran machacarlo. Lo agarró del brazo y le sonrió ampliamente.
—Me habías prometido que te sentarías conmigo, guapo.
Entonces lo levantó del asiento y se lo llevó de allí con tanta determinación, que nadie se atrevió a detenerla. Cuando estuvieron en la otra punta de la cafetería, en un lugar seguro, ella le indicó que se sentara y se quedó junto a él durante unos minutos, para guardar las apariencias.
Él no fue capaz de pronunciar una sola palabra, de lo impresionado que estaba. Pero eso no fue un problema: ella habló de cosas intrascendentes, como los profesores, las clases, lo injusto del código de conducta a la hora de vestir...
Pedro agradecía ese código. Si las faldas que ella llevaba hubieran sido más cortas, él no habría sido capaz de concentrarse en todo el curso.
En cuanto el grupo de deportistas camorristas abandonó la cafetería, ella se puso en pie.
—Mantente alejado de los estúpidos de este instituto. Piensa en que dentro de diez años tú valdrás cien veces más que ellos —le dijo ella.
Luego le guiñó un ojo, agarró la manzana que había en la bandeja de él y se marchó. Y él se quedó allí sentado, intentando recuperar el aliento, mientras la observaba alejarse.
Desde ese momento la había amado, aunque sabía que seguramente no volvería a verla una vez que se graduara. Y así había sido.
Hasta esa noche en La Tentación.
—Entonces, ¿vas a volver ahí dentro y hacer que suceda algo?
—¿Por qué diablos te interesa tanto de pronto mi vida amorosa? —preguntó Pedro frunciendo el ceño—. ¿Acaso no te han dado su número de teléfono diez o doce mujeres esta noche?
Banks se encogió de hombros.
—Al menos doce —respondió y entrecerró los ojos—. Que no son nada comparadas con las que querían darte a ti su teléfono. Tengo que agradecerte que no les hayas hecho caso.
Pedro se encogió de hombros y no tuvo que decir nada porque Rodrigo y Jeremias salieron del bar. Terminaron de cargar todo en la furgoneta y se despidieron.
—Nos vemos mañana por la noche —se despidió Rodrigo mientras se subía al asiento del conductor.
Pedro asintió y miró a Jeremias, que estaba montándose en la enorme motocicleta que se había comprado unos meses antes. A Pedro le ponía muy nervioso verlo encima de aquella cosa, así que se imaginaba cómo debían de sentirse sus padres.
—Ten mucho cuidado —le gritó mientras Jeremias se alejaba.
—Y ahora, regresa ahí dentro y da un paso más —le dijo Banks a Pedro mientras se metía en su coche.
Pedro negó con la cabeza. Aún no estaba preparado para las consecuencias que tendría el que Paula conociera su verdadera identidad.
—Es tarde. Hablaré con ella mañana.
«No te engañes. Quieres disfrutar de esta situación un poco más», se dijo.
Era cierto. Sólo por ese fin de semana, deseaba ser el extraño con aire de chico malo hacia el que Paula Chaves se sentía tan atraída. Después le diría la verdad. Y volvería a ser invisible para ella.
Pero aquél no era el momento. Aquél era el momento de irse a casa y procesar todo lo que había sucedido.
Pero Banks tenía su propio plan.
—Por cierto, Alfonso, ¿no echas algo de menos?
Pedro enarcó una ceja desconfiado.
Banks lo miró con expresión de haber hecho una travesura. Pedro conocía esa expresión después de tantos años de convivencia durante la universidad.
—¿Qué has hecho esta vez? —le preguntó, sin saber si realmente quería saberlo.
—¿Se te ha olvidado que necesitas algo para entrar en tu coche?
Pedro se llevó la mano al bolsillo de la cazadora vaquera y no oyó el tintineo habitual de sus llaves.
—Eres un...
—Seguro que ella está encantada de ayudarte a buscarlas. La pobre está sola en ese local casi a oscuras —dijo Banks y se despidió con un gesto de la mano.
Encendió el motor y se alejó sin escuchar todo lo que le llamó Pedro.
Y él se quedó allí de pie, sin poder irse a casa y sin las llaves de su coche. Tenía que regresar a La Tentación y encontrarlas.
CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 10
Una vez terminado el concierto, mientras recogían el equipo, Pedro trató de evitar las miradas de curiosidad de Banks. Cada vez que Pedro se había acercado a la barra a hablar con Paula durante los descansos de la actuación, Banks había esbozado una sonrisa traviesa. Pedro sabía que se moría de curiosidad. Pero gracias a que el público los había acogido muy bien y les había hecho tocar una hora más de lo programado, su amigo se había distraído de ese asunto.
En un momento en que se quedaron solos subiendo el equipo a la furgoneta de Rodrigo, Banks aprovechó la oportunidad.
—Bueno, ¿qué tal ha ido? ¿Vas a regresar ahí dentro para una cita nocturna?
—Hablas demasiado, Banks. ¿Sigues intentando demostrar que eres el más listo?
—No sé cómo podría averiguar nadie que tengo un cociente de inteligencia de 130.
—¿Sólo 130? Cuánto lo siento...
Esa discusión la tenían desde que se conocían.
Pedro tenía un cociente de inteligencia ligeramente más alto.
Su amigo sonrió.
—Peligro, estás comparando los cocientes de inteligencia, empiezas a comportarte como un auténtico empollón...
—Anda y que te... —dijo Pedro con una sonrisa.
Terminó de almacenar los micrófonos y los amplificadores y ayudó a su amigo a subir el teclado al vehículo.
—Ahora en serio, Alfonso, ¿qué vas a hacer respecto a ella?
—¿Es que nunca vas a parar?
—Compartimos habitación durante toda la universidad, sabes la respuesta a esa pregunta. Y ahora deja de dar rodeos. ¿Te ha reconocido? ¿Se ha dado cuenta de que eres el mismo tipo insignificante que empapaba los pantalones cada vez que ella pasaba cerca de ti en el instituto?
Así era su amigo Banks, se dijo Pedro. No podía soportarlo y a la vez no podía vivir sin él.
—Ella no me recuerda.
Banks tuvo el detalle de no reírse. Al contrario, frunció el ceño.
—Eso no debería de sorprenderte, ¿no? Una vez vi fotos de cuando estabas en el instituto. No te pareces en nada a cómo eras entonces.
El instituto. Parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.
Él sólo había ido al instituto público durante un año, el último antes de graduarse. Tenía quince años y era un chico esmirriado al que habían aceptado en una docena de universidades antes siquiera de que le saliera barba.
Él había querido ser normal, simplemente eso, normal, en lugar del cerebro que iba varios cursos por delante de lo que le correspondía en los colegios privados a los que iba. Su única válvula de escape era su devoción por la música. Aunque sus padres se burlaban de sus gustos musicales y le habían advertido que de esa forma desperdiciaba sus brillantes neuronas, él siguió volcando su angustia de adolescente en su guitarra.
Eso fue hasta el año antes de graduarse.
Entonces logró que sus padres le permitieran asistir a un instituto público, con compañeros normales, para variar.
Tuvo que llegar a un duro acuerdo para conseguir eso: renunciar a su música durante todo el curso. Podría estudiar ese último curso en el instituto de Kendall si no tocaba ni su guitarra ni su colección de CDs en todo el año.
Fue muy duro. Sobre todo cuando empezó el curso y él se dio cuenta de que con quince años no encajaba bien entre los casi graduados.
Echaba muchísimo de menos su música, tanto que, al poco de empezar, pensó en rendirse, en regresar a su antiguo colegio pero tener su música.
Pero justo entonces la conoció a ella, a Paula Chaves, una estudiante un año menor que él que disparó su imaginación y despertó todas sus hormonas de adolescente angustiado. Ella era la chica más guapa que él había conocido, su sonrisa lo dejaba sin aliento.
Así que había decidido seguir adelante y quedarse en el instituto, aunque sólo fuera para poder verla unas cuantas veces al día. El corazón le brincaba en el pecho cada vez que la veía sonreír. Aunque no se atreviera a acercarse a ella, se sentía muy próximo a ella.
Después de la noche de la hoguera en la playa, se propuso averiguar cómo era la otra Paula que nadie conocía.
No lo logró. Pero quizás el destino le estaba brindando otra oportunidad.
Él logró crearse su propio grupo de amigos en el instituto Kendall. Se dedicaba a las actividades que requerían usar el cerebro: el club de ajedrez, el equipo de debate... Consiguió que sus padres se sintieran orgullosos porque él estaba dedicándose a cosas más «apropiadas» que la música.
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