sábado, 22 de junio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 10




Una vez terminado el concierto, mientras recogían el equipo, Pedro trató de evitar las miradas de curiosidad de Banks. Cada vez que Pedro se había acercado a la barra a hablar con Paula durante los descansos de la actuación, Banks había esbozado una sonrisa traviesa. Pedro sabía que se moría de curiosidad. Pero gracias a que el público los había acogido muy bien y les había hecho tocar una hora más de lo programado, su amigo se había distraído de ese asunto.


En un momento en que se quedaron solos subiendo el equipo a la furgoneta de Rodrigo, Banks aprovechó la oportunidad.


—Bueno, ¿qué tal ha ido? ¿Vas a regresar ahí dentro para una cita nocturna?


—Hablas demasiado, Banks. ¿Sigues intentando demostrar que eres el más listo?


—No sé cómo podría averiguar nadie que tengo un cociente de inteligencia de 130.


—¿Sólo 130? Cuánto lo siento...


Esa discusión la tenían desde que se conocían. 


Pedro tenía un cociente de inteligencia ligeramente más alto.


Su amigo sonrió.


—Peligro, estás comparando los cocientes de inteligencia, empiezas a comportarte como un auténtico empollón...


—Anda y que te... —dijo Pedro con una sonrisa.


Terminó de almacenar los micrófonos y los amplificadores y ayudó a su amigo a subir el teclado al vehículo.


—Ahora en serio, Alfonso, ¿qué vas a hacer respecto a ella?


—¿Es que nunca vas a parar?


—Compartimos habitación durante toda la universidad, sabes la respuesta a esa pregunta. Y ahora deja de dar rodeos. ¿Te ha reconocido? ¿Se ha dado cuenta de que eres el mismo tipo insignificante que empapaba los pantalones cada vez que ella pasaba cerca de ti en el instituto?


Así era su amigo Banks, se dijo Pedro. No podía soportarlo y a la vez no podía vivir sin él.


—Ella no me recuerda.


Banks tuvo el detalle de no reírse. Al contrario, frunció el ceño.


—Eso no debería de sorprenderte, ¿no? Una vez vi fotos de cuando estabas en el instituto. No te pareces en nada a cómo eras entonces.


El instituto. Parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.


Él sólo había ido al instituto público durante un año, el último antes de graduarse. Tenía quince años y era un chico esmirriado al que habían aceptado en una docena de universidades antes siquiera de que le saliera barba.


Él había querido ser normal, simplemente eso, normal, en lugar del cerebro que iba varios cursos por delante de lo que le correspondía en los colegios privados a los que iba. Su única válvula de escape era su devoción por la música. Aunque sus padres se burlaban de sus gustos musicales y le habían advertido que de esa forma desperdiciaba sus brillantes neuronas, él siguió volcando su angustia de adolescente en su guitarra.


Eso fue hasta el año antes de graduarse. 


Entonces logró que sus padres le permitieran asistir a un instituto público, con compañeros normales, para variar.


Tuvo que llegar a un duro acuerdo para conseguir eso: renunciar a su música durante todo el curso. Podría estudiar ese último curso en el instituto de Kendall si no tocaba ni su guitarra ni su colección de CDs en todo el año.


Fue muy duro. Sobre todo cuando empezó el curso y él se dio cuenta de que con quince años no encajaba bien entre los casi graduados. 


Echaba muchísimo de menos su música, tanto que, al poco de empezar, pensó en rendirse, en regresar a su antiguo colegio pero tener su música.


Pero justo entonces la conoció a ella, a Paula Chaves, una estudiante un año menor que él que disparó su imaginación y despertó todas sus hormonas de adolescente angustiado. Ella era la chica más guapa que él había conocido, su sonrisa lo dejaba sin aliento.


Así que había decidido seguir adelante y quedarse en el instituto, aunque sólo fuera para poder verla unas cuantas veces al día. El corazón le brincaba en el pecho cada vez que la veía sonreír. Aunque no se atreviera a acercarse a ella, se sentía muy próximo a ella.


Después de la noche de la hoguera en la playa, se propuso averiguar cómo era la otra Paula que nadie conocía.


No lo logró. Pero quizás el destino le estaba brindando otra oportunidad.


Él logró crearse su propio grupo de amigos en el instituto Kendall. Se dedicaba a las actividades que requerían usar el cerebro: el club de ajedrez, el equipo de debate... Consiguió que sus padres se sintieran orgullosos porque él estaba dedicándose a cosas más «apropiadas» que la música.





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