lunes, 13 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 34
Un brillo suave se coló por debajo de las pestañas de Paula y se desperezó con languidez. Repleta de los placeres de la noche y con el olor almizcleño del sexo persistente todavía en el aire, extendió el brazo en busca de Pedro, pero el espacio a su lado en la cama estaba vacío y la sábana fría. Buscó su reloj, parpadeando, y miró al otro lado de la habitación. Eran poco más de las seis de la mañana de un sábado y allí estaba su esposo, abrochándose los gemelos. Ella se incorporó un poco en la cama.
–¿Vas a trabajar?
Él se acercó a la cama.
–Me temo que sí.
–Pero es sábado.
–¿Y?
Paula apartó el edredón. Se dijo que la dedicación de Pedro al trabajo era el precio que se pagaba por estar casada con un hombre tan rico. Pero le resultaba difícil no mostrarse disgustada porque habría sido agradable pasar la mañana en la cama por una vez. Haber hecho cosas como los recién casados normales, gemir, reír por encontrarse migas en la cama o debatir a quién le tocaba hacer el café.
Pero ella no era una recién casada normal, claro. Era la esposa de un hombre poderoso que se había casado con ella solo por el bien del bebé.
Forzó una sonrisa.
–¿A qué hora volverás a casa? –preguntó.
Pedro tomó su chaqueta y miró a Paula tumbada sobre la cama. Sus pesados pechos se desbordaban por encima del camisón de seda, lo cual, de algún modo, le daba un aire aún más decadente que si hubiera estado desnuda. Tragó saliva para paliar la sequedad repentina que sentía en la boca. Había sido una noche en la que ella se había mostrado todavía más sensual que de costumbre, con respuestas desinhibidas a los avances de él.
Había llegado a casa con un ramo de flores que había comprado impulsivamente a un vendedor callejero fuera de la oficina, un ramo vibrante que no se parecía a las rosas de tallo largo que solía encargar una de sus secretarias para aplacarla cuando se veía retenido en una reunión. Y Paula las había tomado con placer, había enterrado la nariz en ellas y había ido a la cocina a ponerlas en agua antes de que el ama de llaves la apartara para ocuparse ella de la tarea.
Se le encogió el corazón al recordar el brillo suave de los ojos de ella cuando se había puesto de puntillas para besarlo. Después de cenar, la había sentado en sus rodillas y había jugado perezosamente con su pelo hasta que ella se había girado con una pregunta silenciosa y él la había llevado al dormitorio con un gemido de posesión primitiva. ¿Le había dicho en una ocasión que no era un cavernícola? Porque se había equivocado. Y no le gustaba equivocarse.
La vio colocarse un mechón de pelo detrás de las orejas y el movimiento hizo que sus pechos tensaran todavía más el satén suave del camisón. Pedro se obligó a apartar la vista. A alinear los gemelos debajo de la chaqueta como si esa fuera la tarea más importante del día.
¿Conocía ella el poder creciente que tenía sobre él? Seguramente sí. Hasta alguien tan relativamente inocente como ella no podía ignorar el hecho de que a veces él no sabía ni qué día era cuando lo miraba con sus ojos verdes.
Quizá intentaba ampliar ese poder sutil. Tal vez fuera esa la razón de la expresión de determinación que había cruzado su rostro suave.
–¿Pedro? –preguntó ella–. ¿Es necesario que vayas?
–Me temo que sí. Anatoly Bezrodny viene desde Moscú el lunes y tengo que mirar algunas cosas antes de que llegue.
Hubo una pausa. Ella encendió la luz de la mesilla e hizo un mohín con los labios.
–Pasas más tiempo en la oficina que en casa.
–¿Quizá te gustaría dictarme mi agenda? –preguntó él–. ¿Hablar con mi secretaria para que consulte mis citas contigo?
–Pero tú eres el jefe –protestó ella, sin dejarse disuadir por la regañina–. Y no tienes por qué trabajar tantas horas. ¿Por qué lo haces?
–Lo hago porque soy el jefe. Tengo que dar ejemplo. Por eso tienes una casa hermosa en la que vivir y mucha ropa bonita que ponerte. Deja de protestar y dale un beso de despedida a tu esposo –se acercó a la cama y se inclinó sobre ella–. No has olvidado que esta noche cenamos fuera, ¿verdad?
–Pues claro que no –ella alzó sus labios a los de él–. Lo estoy deseando.
Pero a él le pareció que el beso que le dio era más obligado que apasionado y eso era un desafío para él, porque no le complacía nada que no fuera una capitulación total. Tomó el rostro de ella entre sus manos y profundizó el beso hasta que Paula empezó a gemir y él se sintió muy tentado a darle lo que quería, hasta que una mirada rápida al reloj le indicó que su coche estaría esperando abajo.
–Más tarde –prometió, antes de alejarse de mala gana.
TRAICIÓN: CAPITULO 33
Quería saborear la sal sutil de su piel e inhalar su virilidad. Quería volver a sentirlo dentro de ella. Pasó el dedo por los diamantes fríos. Podía mostrarse orgullosa y distante y empujarlo a los brazos de otra mujer, si era eso lo que quería.
Pero esa idea le resultaba repelente.
Se lamió los labios secos porque la alternativa tenía también sus inconvenientes. ¿Él era consciente de que la invadía la intimidad al intentar seducir a un hombre tan experimentado como él? Lo único que habían compartido hasta el momento había sido una noche de pasión con el ruido del mar apagando sus gritos. Había ocurrido tan espontáneamente, que no había tenido que pensar en ellos, mientras que la idea de tener sexo con él ahora parecía calculada.
¿Esperaba él que se levantara y le echara los brazos al cuello, o que pegara su cuerpo al de él como había visto hacer en las películas?
–¿Pedro? –preguntó. Alzó la vista hacia él en una súplica silenciosa.
Pedro leyó consentimiento en los estanques oscurecidos de sus ojos verdes y una oleada de deseo lo invadió. Le había contado más cosas que a ningún otro ser vivo y el instinto le decía que sería mejor esperar a que hubiera recuperado la compostura del todo antes de tocarla. Hasta que los recuerdos amargos se hubieran debilitado. Pero su necesidad era tan fuerte, que la idea de esperar le resultaba intolerable. ¡Qué irónico que aquella mujer llevara un hijo suyo en el vientre y, sin embargo, él conociera tan poco su cuerpo! Apenas había explorado la opulencia de sus pechos ni acariciado el vello rubio que guardaba su más preciado tesoro. Tiró de ella para levantarla, impaciente por sentir su cuerpo fundirse contra él.
–¿Un matrimonio de verdad? –preguntó. Le alzó la barbilla con los dedos para que solo pudiera mirarlo a él–. ¿Es eso lo que quieres, Paula?
–Sí –respondió ella–. O tan de verdad como podamos hacerlo.
Pero cuando tiró de la cinta de su cola de caballo para que le cayera el pelo en ondas, Pedro comprendió que tenía que ser sincero con ella. Paula tenía que entender que las confidencias que habían compartido ese día no serían algo habitual. Le había dicho lo que ella necesitaba saber para entender de dónde procedía. Pero tenía que aceptar sus limitaciones, una en especial.
–No esperes que sea el hombre de tus sueños –dijo con voz ronca–. Seré el padre y el esposo que pueda ser y te volveré loca en la cama. Eso te lo prometo. Pero nunca podré amarte. ¿Lo comprendes? Porque si puedes aceptar eso y estás dispuesta a vivir con ello, podemos hacer que esto funcione.
Ella asintió. Abrió los labios como para hablar, pero él ahogó sus palabras con un beso. Porque había terminado de hablar. Quería aquello y lo quería ya. Pero no allí. La tomó en brazos y echó a andar hacia el dormitorio.
–Peso mucho –protestó ella sin convicción.
–¿Eso crees? –preguntó él.
Vio que ella abría mucho los ojos cuando abrió la puerta del dormitorio de una patada y se dio cuenta demasiado tarde de que ese era el tipo de cosas con las que las mujeres construían sus fantasías. Pues muy bien. Él solo podía ser como era en realidad. ¿No le había advertido de lo que era capaz y de lo que no? La depositó vestida sobre la cama, pero cuando ella empezó a arañarle los hombros, le apartó las manos con gentileza.
–Déjame desnudarme antes –dijo.
Cuando se desabrochó la camisa, le temblaban los dedos como a un borracho y eso lo divirtió.
¿Qué poder tenía aquella rubia sobre él con aquellos ojos verdes oscurecidos por el deseo? ¿Era porque llevaba dentro a su hijo? ¿Era eso lo que le hacía sentirse poderoso y débil a la vez?
Vio que ella abría mucho los ojos cuando dejó caer la camisa el suelo y se quitó los pantalones, pero la pregunta que habría hecho normalmente de si disfrutaba con el espectáculo no le pareció apropiado Porque aquello era… diferente. Sintió una punzada de rebelión. ¿Acaso se había creído los votos que había hecho ese día?
–Pedro –susurró Paula, y de pronto se sintió confusa porque no sabía qué había hecho que se oscureciera su rostro. ¿Se estaría arrepintiendo? Pero no. Podía ver por sí misma que ese no era el caso, y aunque tanta hambre sexual debería haberla asustado, la verdad era que se estremecía de anticipación.
Alzó los labios, pero el beso de él fue solo un roce breve antes de bajarle los pantalones y sacarle el jersey por la cabeza, de modo que ella se quedó en ropa interior. Y Paula se alegró de haber dejado que la estilista la convenciera de comprar un conjunto a juego que había costado una fortuna. El sujetador de seda, que se abrochaba delante, se pegaba a sus pechos y las braguitas a juego hacían que sus piernas parecieran mucho más largas que de costumbre.
La apreciación que mostraban los ojos de él le hacía sentirse muy femenina.
Él posó una mano en el pecho de ella y Paula sintió que se endurecía su pezón. Él también debió de notarlo, porque una sonrisa breve curvó sus labios.
–Te deseo –murmuró.
–Yo también a ti –susurró ella.
Él se inclinó para bajarle las braguitas.
–Nunca he hecho el amor con una embarazada.
Paula lo miró con reproche.
–Espero que no.
–Todo esto es nuevo para mí –dijo él. Abrió el sujetador y bajó la cabeza para tomar uno de los pezones entre los dientes.
–Para mí también –gimió ella. Echó atrás la cabeza y la apoyó en la almohada.
Él tardó su tiempo. Más tiempo del que ella habría creído posible dada su evidente excitación. El cuerpo de él estaba tenso cuando acariciaba la piel de ella como si estuviera decidido a volver a familiarizarse con aquella versión nueva y embarazada de ella. Y a Paula le encantaba lo que le hacía. Él le palmeó los pechos y trazó círculos pequeños alrededor de su ombligo con la punta de la lengua. Enredó sus dedos en el vello púbico de ella y la acarició hasta que se retorció. Hasta que sus terminaciones nerviosas estaban tan excitadas que creía que no podría soportarlo más. Hasta que ella susurró su nombre y él la penetró por fin. Paula gimió cuando la llenó con su pene en la primera embestida y él se quedó inmediatamente inmóvil y le miró la cara.
–¿Te hago daño?
–En absoluto. Eres… –el instinto le hizo adelantar las caderas para que él entrara todavía más en su cuerpo. Porque aquello era más seguro que decirle que era el hombre más atractivo que había visto jamás y que no podía creer que fuera su esposo.
–¡Oh, Pedro! –exclamó. Dio un respingo cuando él empezó a moverse dentro de ella.
Y él sonrió porque aquel sonido sí le resultaba familiar. El sonido de una mujer pronunciando así su nombre. Se obligó a concentrarse en el placer de ella, en hacer que nunca olvidara su noche de bodas. Porque una mujer satisfecha era una mujer dócil y eso era lo que más le convenía. Cuando ella llegó al orgasmo, él estaba a punto de perder su autocontrol, así que se permitió por fin el lujo de su propio orgasmo.
Pero no estaba preparado para el modo en que atravesó su cuerpo como una tormenta furiosa ni para el sonido primitivo, casi salvaje, que surgió de su garganta.
TRAICIÓN: CAPITULO 32
Pedro miraba los ojos verdes de Paula con el corazón latiéndole con fuerza. Y aunque en el fondo sabía que ella tenía todo el derecho a preguntarle sobre su madre, todos sus instintos lo impulsaban a no decírselo. Porque, si se lo decía, le revelaría su yo interior y eso era algo que siempre había mantenido encerrado.
Comprendía de dónde procedía su aversión a la intimidad, pero estaba contento con mantenerla.
Él hacía las reglas que gobernaban su vida y, si a los demás no les gustaban, mala suerte. Su estilo de vida exigente le había ido muy bien y, aunque sus amantes lo habían acusado de frío e insensible, no había visto motivos para cambiar.
Había sido autosuficiente durante tanto tiempo, que se había convertido en un hábito.
Ni siquiera Pablo conocía los recuerdos oscuros que todavía lo atormentaban cuando menos lo esperaba. Pablo menos que nadie, porque proteger a su hermano había sido como una segunda naturaleza en él y lo primero en su lista de prioridades. Pero allí estaba Paula, su esposa embarazada de mirada brillante y curiosa, haciendo preguntas. Y aquello no era una reunión de trabajo, en la que podía aplastar los temas no deseados, ni una amante de la que podía alejarse sin mirar atrás porque era demasiado entrometida. Allí estaba con una mujer a la que estaba ahora atado legalmente, y era imposible evitar responder.
La miró a los ojos.
–Mi madre nos dejó.
Ella asintió y él captó el esfuerzo que hacía para no mostrar su reacción.
–Entiendo. Eso es… poco corriente, porque suele ser el hombre el que se va, pero no es…
–No –la interrumpió él–. ¿Quieres la verdad sin tapujos, Paula? Pero te advierto que es escandalosa.
–No me escandalizo fácilmente. Olvidas que mi madre también violó todas las reglas.
–Esta no –hubo una pausa–. Ella nos vendió.
–¿Os vendió? –a Paula le dio un vuelco el corazón–. Pedro, ¿cómo es posible?
–¿Cómo crees tú que es posible? Porque mi padre le ofreció un cheque importante para que saliera de nuestras vidas para siempre y ella lo hizo.
–¿Y no volvió nunca?
–No, no volvió nunca.
Paula parpadeó sin comprender.
–¿Pero por qué?
Pedro apretó los dientes. Deseaba que ella parara ya. No quería continuar porque entonces empezaría el dolor. Un dolor amargo y abrasador. No por él, sino por Pablo, el bebé cuya madre no lo había querido lo bastante para luchar por él. Sintió que se le encogía el corazón cuando empezó a hablar.
–No digo que mi padre no tuviera culpa –dijo con amargura–. Claro que sí. Lo habían criado para que pensara que era una especie de dios, el hijo de uno de los dueños de barcos más ricos del mundo. Era un mujeriego. En un momento en el que el amor libre era moneda corriente, siempre tenía mujeres, muchas mujeres. Por lo que tengo entendido, mi madre decidió que no podía tolerar más sus infidelidades y le dijo que ya había tenido bastante.
–Y si era así –preguntó Paula con cautela–, ¿por qué no se divorció de él?
–Porque a él se le ocurrió algo mucho más atractivo que un divorcio complicado. Le ofreció mucho dinero si desaparecía y nos dejaba en paz. «Una ruptura limpia», lo llamó él. Mejor para él. Mejor para ella. Mejor para todos –frunció los labios–. Ella solo tenía que firmar un acuerdo diciendo que nunca volvería a ver a sus dos hijos.
–¿Y lo firmó?
–Lo firmó –afirmó él, sombrío–. Firmó y se fue a empezar otra vida en Estados Unidos. Y no volvimos a verla nunca más. Pablo era solo un bebé.
–¿Y tú?
–Yo tenía diez años –repuso él con una voz sin inflexiones. Una voz que, en opinión de Paula, podía partirle el corazón a cualquiera.
–¿Y qué pasó luego? –preguntó ella.
Pedro se puso en pie, recogió sus papeles e hizo un montoncito ordenado con ellos en la mesa antes de contestar.
–Mi padre estaba ocupado celebrando lo que le parecía el trato perfecto, haberse librado de una esposa irritante. Contrató niñeras que nos cuidaran, pero ninguna pudo ocupar el lugar de nuestra madre. Aunque yo era pequeño, sospechaba que muchas habían sido elegidas por su aspecto más que por su habilidad para cuidar de un bebé confuso y asustado.
Fijó la vista a lo lejos.
–Fui yo el que cuidó de Pablo desde el principio. Era mi responsabilidad. Yo lo bañaba y le cambiaba los pañales. Le enseñé a nadar y a pescar. Le enseñé todo lo que sabía porque quería que fuera un niño normal. Y cuando llegó el momento, insistí en que fuera a un internado en Suiza porque lo quería lejos del estilo de vida libertino de mi padre. Por eso lo alenté a hacerse marinero, porque, cuando estás en el mar, no te dejas influir ni seducir por la riqueza. A tu alrededor solo hay mar, viento y naturaleza salvaje.
Y de pronto Paula comprendió mucho mejor a Pedro Alfonso, su necesidad de control y lo que antes le había parecido una actitud sobreprotectora hacia su hermano menor.
Y comprendió también por qué había amenazado con luchar por su hijo, por despiadado que pudiera parecer eso. Porque a Pedro no le gustaban las mujeres. ¿Y quién podía culparlo? Él no pensaba que las mujeres eran la parte que merecía quedarse al hijo en caso de separación. Él había visto una burla del llamado vínculo materno. Había luchado por proteger a su hermano y haría exactamente lo mismo por su hijo.
¿Pero habría sido tan mala su madre? ¿No corría el peligro de ver solo una versión de la historia?
–Quizá ella no habría podido hacer nada contra el poder de tu padre si hubiera intentado luchar por la custodia –aventuró.
–Al menos podría haberlo intentado –repuso él con voz helada–. O haber venido de visita. Haber escrito una carta, llamado por teléfono…
–¿No estaba deprimida? –preguntó ella a la desesperada, buscando algo, lo que fuera, para intentar entender qué podía haber motivado a una mujer a abandonar así a un bebé y a un hijo de diez años. Un niño que se había convertido en un hombre poderoso con un corazón de piedra.
–No, Paula, no estaba deprimida. O si lo estaba, lo ocultó bien con una serie interminable de fiestas. Le escribí una vez –dijo él–. Justo antes del quinto cumpleaños de Pablo. Hasta le envié una foto suya, jugando con un castillo de arena que habíamos hecho juntos en la playa de Assimenos. Quizá pensé que esa imagen le haría volver. Quizá mantenía todavía la ilusión de que en el fondo lo quería.
–¿Y?
–Y nada, Me devolvieron la carta sin abrir. Y un par de semanas después nos enteramos de que se había pinchado una dosis de heroína mayor de lo habitual –su voz vaciló un instante y, cuando volvió a hablar, estaba llena de desprecio–. La encontraron en el suelo del cuarto de baño con una jeringa en el brazo.
Paula se frotó las manos para intentar borrar así el frío que le cubría de pronto la piel.
–¡Pobre mujer! –musitó.
Pedro, recuperada ya la compostura, la miró con ojos tan fríos como el mar de invierno.
–¿La defiendes? ¿Defiendes lo indefendible? ¿Crees que todo el mundo tiene algún rasgo que lo redime? ¿O es porque se trata de un miembro de tu sexo?
–Solo intentaba verlo desde otra perspectiva, eso es todo –Paula respiró hondo–. Siento lo que os pasó a Pablo y a ti.
–Ahórratelo. No te lo he contado porque quisiera tu comprensión.
–¿No? ¿Y por qué me lo has contado?
Pedro se acercó a ella y Paula contuvo el aliento porque estaba lo bastante cerca para tocarla y porque su cuerpo poderoso trasmitía rabia.
–Para que reconozcas lo que es importante para mí –dijo él con voz ronca–. Y comprendas por qué nunca dejaré ir a mi hijo.
Ella lo miró y el corazón le latió con fuerza. Eso lo entendía, ¿pero dónde la dejaba aquello?
¿Tenía que ser castigada por los pecados de su madre? ¿Sería siempre otra mujer a la que despreciar y mirar con recelo?
Apartó la vista de la distracción del hermoso rostro de él hasta las manos que apretaba con fuerza en su regazo. Miró el anillo de oro, colocado entre los diamantes del anillo de compromiso y pensó en lo que significaban esos anillos. Posesión, principalmente. Pero hasta el momento no había habido posesión física. Y sin embargo, a pesar de todo, lo deseaba. Quizá más que antes, porque lo que acababa de decirle le hacía parecer más humano. Había revelado la oscuridad de su alma y ella había llegado a entenderlo un poco mejor. ¿Eso no podría acercarlos un poco? ¿No podían intentarlo al menos?
domingo, 12 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 31
Entró en el cuarto de baño, terminó de desnudarse, se recogió el pelo encima de la cabeza y llenó la bañera, donde echó una cantidad generosa de aceite de baño antes de meterse. Era la primera vez en todo el día que se relajaba de verdad y permaneció allí un buen rato, estudiando la forma cambiante de su cuerpo mientras el agua se iba enfriando. Al final la sobresaltó la voz de Pedro desde el otro lado de la puerta.
–¿Paula?
Sus pezones se endurecieron al instante y tragó saliva.
–Estoy en la bañera.
–Lo suponía –hubo una pausa–. ¿Vas a salir pronto?
Ella tiró del tapón y el agua empezó a vaciarse.
–No pienso pasar la noche aquí –dijo.
Se secó y se hizo una coleta con el pelo mojado.
Luego se puso unos pantalones de chándal gris claro y un jersey de cachemira del mismo tono y se dirigió a la sala de estar, donde empezaban a brillar como estrellas las luces de los rascacielos, fuera de los grandes ventanales.
Pedro se había quitado la corbata y los zapatos y estaba tumbado en el sofá, hojeando unos papeles. Su camisa blanca, parcialmente desabrochada, dejaba ver parte de su pecho y, con las largas piernas estiradas ante sí, su poderoso cuerpo parecía relajado por una vez.
Alzó la vista al entrar ella.
–¿Mejor? –preguntó.
–Mucho mejor.
–Deja de quedarte en la puerta como si fueras una visita. Esta es tu casa ahora. Ven a sentarte. ¿Quieres algo? ¿Una taza de té?
–Eso estaría muy bien –contestó ella.
Era consciente de que hablaban como dos extraños que se hubieran encontrado de pronto encerrados juntos. ¿Pero acaso no era eso lo que eran? ¿Qué sabía en realidad de Pedro Alfonso aparte de lo superficial? Esperaba que tocara un timbre y apareciera su ama de llaves, pero, para su sorpresa, él se puso en pie.
–Voy a prepararlo –dijo.
–¿Tú?
–Soy perfectamente capaz de hervir agua –repuso él con sequedad.
–¿Pero tu ama de llaves no está aquí?
–Esta noche no. Pensé que sería preferible que estuviéramos solos la primera noche de nuestra luna de miel. Sin interrupciones.
Cuando él salió, Paula se sentó en un sofá. Se sentía aliviada. Al menos podría relajarse sin el escrutinio silencioso de los empleados domésticos, que podían preguntarse por qué una de ellos se había convertido en su nueva señora.
Alzó la vista cuando volvió Pedro, con té de menta para ella y un vaso de whisky para él. Se sentó enfrente de ella y, mientras sorbía el whisky, Paula pensó en todos los aspectos contradictorios de su carácter que lo convertían en un enigma. Y de pronto deseó saber más.
Sospechaba que, en circunstancias normales, él esquivaría cualquier pregunta de ella con impaciencia. Pero aquellas no eran circunstancias normales y no sería posible convivir con un hombre al que no conocía. Un hombre cuyo hijo llevaba en el vientre.
–¿Recuerdas que preguntaste si quería a mi madre en la boda? –dijo.
Él entrecerró los ojos.
–Sí. Y tú me dijiste que no estaba lo bastante bien para asistir.
–Sí. Es cierto. No lo está –ella respiró hondo–. Pero nunca has mencionado a tu madre y acabo de darme cuenta de que no sé nada de ella.
Él apretó los dedos en torno al vaso.
–¿Y por qué vas a saberlo? –preguntó con frialdad–. Mi madre está muerta. Eso es todo lo que necesitas saber.
Unos meses atrás, Paula podría haber aceptado eso. Conocía su lugar en la sociedad y no veía razones para salir del camino humilde por el que la había llevado la vida. Había hecho lo que había podido en sus circunstancias y había intentado mejorarlas, con distintos niveles de éxito. Pero las cosas eran distintas ahora. Ella era distinta. Llevaba al hijo de Pedro debajo del corazón.
–Perdóname si me resulta intolerable que esquives mi pregunta con una respuesta así –dijo.
–Y tú perdóname si te digo que es la única respuesta que vas a conseguir –replicó él.
–Pero estamos casados. Es curioso –ella respiró hondo–. Tú hablas abiertamente de sexo, pero rehúyes la intimidad.
–Puede que sea porque yo no entro en intimidades.
–¿Pero no crees que deberías intentarlo? No podemos seguir hablando de tazas de té y del tiempo.
–¿Por qué sientes curiosidad, Paula? ¿Quieres tener algo para controlarme? –dejó el whisky en una mesa cercana–. ¿Alguna información jugosa que te proporcione un dinero por si alguna vez quieres ir a la prensa?
–¿Crees que yo caería tan bajo?
–Ya lo hiciste cuando querías irte de Lasia, ¿recuerdas? ¿O vas a culpar a tus hormonas de tu falta de memoria?
Paula tardó un momento en recordar lo que había dicho cuando se sentía humillada al darse cuenta de que él se había acostado con ella por las razones equivocadas.
–Eso fue porque dijiste que no me permitirías salir de tu isla –replicó–. Esto es ahora y voy a tener un hijo tuyo.
–¿Y eso cambia las cosas?
–Por supuesto. Lo cambia todo.
–¿En qué sentido?
Paula se lamió los labios. Se sentía como si estuviera en un juicio.
–¿Y si nuestro hijo…? –empezó a decir.
Y vio que la expresión de él cambiaba de un modo dramático. Era la misma expresión de orgullo fiero que lo había invadido al asistir a la primera ecografía del bebé. Una expresión sorprendente en un hombre que afirmaba no tener emociones.
–¿Y si nuestro hijo empieza a hacer preguntas sobre su familia, como hacen los niños? –continuó ella. ¿No será perturbador que no pueda contestar a ninguna pregunta sobre su abuela solo porque su padre es un estirado que no quiere entrar en intimidades, porque insiste en ocultarse y no contarle esas cosas ni a su esposa?
–¿Tú no has dicho que nuestros votos no eran reales?
Ella lo miró a los ojos.
–Fingirlo para hacer que ocurra, ¿recuerdas?
Hubo una pausa. Él tomó su vaso y bebió un trago largo de whisky antes de volver a dejarlo.
–¿Qué quieres saber? –gruñó.
Había un millón de cosas que ella quería preguntar. Sentía curiosidad por saber qué lo volvía tan arrogante y controlador. Por qué parecía tan distante. Pero optó por una pregunta que quizá le diera alguna idea sobre su carácter.
–¿Qué fue de ella, Pedro? ¿Qué le pasó a tu madre?
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