miércoles, 10 de abril de 2019
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 3
Indignada, Paula asomó la cabeza por la puerta de la tienda y le dijo a Esteban, su ayudante, adonde iba. Luego, se subió al coche de Pedro.
Hablaron poco durante el corto trayecto, pero Paula abrió los ojos como platos al ver el exterior de su casa. Había pasado por allí casi a diario en su camino al trabajo. No se levantaba nunca de buen humor y necesitaba aquella caminata de cincuenta minutos a lo largo de la playa para terminar de despertarse.
La casa estaba en medio de las dunas de arena, rodeada de altos muros. Una discreta placa al lado de la entrada rezaba: Alojamiento de lujo para directivos. Y ella siempre se había preguntado cómo sería por dentro.
Lo siguió hasta una enorme zona de estar y comedor. La casa estaba llena de diseños asiáticos y australianos y había preciosos arreglos florales naturales que aromatizaban el aire. Era todavía mejor de lo que había imaginado.
—¿Vamos?
Pedro se detuvo ante una puerta que daba a unas escaleras. Paula dudó un segundo. No se fiaba ni un pelo de Pedro Alfonso, aunque lo que más le hacía desconfiar de él era su actitud, la impresión de que conseguía siempre lo que se proponía con demasiada facilidad. Olía bien, era guapo y, evidentemente, vivía bien.
Lo vio abrir la primera puerta y una intensa luz iluminó lo que a ella le pareció el taller ideal. En un rincón había un caballete. Una mesa de trabajo ocupaba todo un lado. Al final de ella había dos taburetes y todo tipo de herramientas para trabajar. Lo mismo que ella tenía en su tienda, pero nuevo y de la gama más alta. Debía de haber costado una fortuna.
A Paula se le ocurrió que querría que trabajase allí con el diamante. Vio un ordenador portátil abierto, sin duda, con los mejores programas informáticos. Todo estaba muy bien iluminado.
Pasó la mano por la mesa de trabajo.
—¿Estaba seguro de que aceptaría?
—En el pasado cuestioné su motivación, no su inteligencia.
—¿Por qué? —inquirió, cruzándose de brazos.
—El diamante no puede salir de aquí.
—¿Y yo podré venir cuando me apetezca? ¿Cuando tenga un rato libre? —sacudió la cabeza—. Eso me llevaría meses.
Pedro se volvió hacia la puerta y alargó el brazo para indicarle que lo precediese.
Paula pasó por su lado, cruzó el descansillo y se detuvo en la siguiente puerta. Pedro la abrió y ella entró, titubeante.
Vio unas cortinas blancas ondeando al viento con la ventana abierta, y oyó el murmullo del mar. Había una cama enorme con una colcha de satén a rayas rojas y doradas, lámparas moradas en las mesitas de noche, a juego con los cojines del banco que se encontraba a los pies de la ventana. Paula empezó a sonreír; era una maravilla de dormitorio, incluso se oía el mar. Todavía sonreía cuando se volvió y vio a Pedro apoyado contra el marco de la puerta, cruzado de brazos, una postura que estaba empezando a resultarle inquietantemente familiar.
Entonces dejó de sonreír y comprendió cuáles eran sus intenciones. Quería que se quedase allí con él.
—No —dijo con firmeza, a pesar de que él todavía no le había preguntado nada.
—Estas son mis condiciones: se queda aquí y trabaja en el diamante hasta que haya terminado el trabajo.
Paula negó con la cabeza.
—No es negociable —le advirtió Pedro.
—No pienso quedarme aquí sola con usted —afirmó Paula.
—No sea pueril. ¿Qué cree que va a ocurrir?
Si su intención con aquel comentario era hacer que se sintiera torpe y estúpida, lo consiguió.
—¿Por qué motivo quiere…?
—Por seguridad y conveniencia mía. Es un diamante muy valioso y yo soy un hombre muy ocupado. No puedo perder ni un minuto más del necesario en este pueblo perdido.
Paula volvió a negar.
—No hay trato. Traiga el diamante a la tienda. Trabajaré allí entre cliente y cliente.
—De eso nada —replicó él.
Luego, se dio la vuelta y salió de la habitación, aunque quedó en ella un rastro de su voz y de su potente presencia masculina.
Paula esperó un par de segundos, preocupada.
Había visto compasión en su rostro antes de marcharse. No había registrado su rechazo. Y ella se imaginó empujándolo, golpeando su fuerte pecho para salir de allí.
Qué tontería. Pedro Alfonso era un hombre conocido a escala internacional en el mundo de la joyería. No iba a secuestrarla. Lo siguió.
—Mire, si lo que le preocupa es que le roben el diamante, no merece la pena. Hace años que no ha habido un robo por aquí.
—No me ha entendido, señorita Chaves —dijo él, girando se repente, con lo que a ella le faltó poco para chocar contra su impresionante pecho—. Es un diamante muy especial.
—Estará a salvo en mi tienda y, de todos modos, tengo un seguro.
La traspasó con la mirada y a ella le dio un vuelco el corazón. Retrocedió enseguida, consciente de que él no se había movido ni un centímetro del sitio.
—¿Ha oído hablar del Diamante Distinción, señorita Chaves?
—¿El Dist…? —se le aceleró el corazón. Se trataba de un diamante de cuarenta quilates y de un color amarillo intenso. Su origen estaba en las minas de Kimberley, en Sudáfrica. Hacía años que nadie oía hablar de él—. ¿Tiene el Diamante Distinción? —tragó saliva—. ¿Aquí?
—No, señorita Chaves —le dio la espalda y entró en la habitación que había al lado de la de ella—. Tengo a su hermana mayor.
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 2
Durante meses, la prensa había hablado de la historia y de las rencillas de la familia.
—¿Y? —dijo Pedro, que cada vez se sentía más nerviosa.
—Los pobres Ric y Kimberley debieron de quedarse destrozados cuando las cámaras de televisión les estropearon la boda —continuó él.
Menudo eufemismo. Paula había crecido en la mansión de Horacio Blackstone, con su madre y sus primos, Kimberley y Ramiro. Kim se había vuelto a casar recientemente con su ex marido, Ric Perrini. Los helicópteros de la prensa casi les habían estropeado su lujosa boda, que se había celebrado a bordo de un yate en el puerto de Sidney.
¿Qué sabía Pedro Alfonso de aquello?
—No me han presentado a Ramiro de manera oficial —comentó él—, pero sí conozco a Jesica y creo que estará preciosa de novia, ¿tú no?
Paula abrió la boca para decirle que estaba de acuerdo, pero volvió a cerrarla. Ramiro y Jesica habían anunciado su compromiso hacía poco tiempo, pero los detalles de la boda eran un secreto de familia.
—No sé de qué me está hablando —dijo.
Ramiro era un hombre muy reservado. Por eso le había pedido a Paula que lo ayudase con los preparativos de la ceremonia secreta. Port Douglas era una excelente elección: era poco probable que los reconociesen allí y había varios lugares y caterings excelentes entre los que elegir. Con la ayuda de Paula, la boda, que iba a celebrarse tres semanas más tarde, saldría perfecta.
—¿No? —preguntó Pedro—. Hay playas muy bonitas, ¿verdad? He oído que Oak Hill es muy agradable.
A Paula se le detuvo el corazón. ¿Cómo lo sabía?
Ya estaba casi todo cerrado, y a los invitados se les había pedido la máxima discreción.
—Esa información está anticuada, señor Alfonso —mintió—. Al final, la boda no será en Port Douglas. Eso era para despistar a todo el mundo.
—Pues mi fuente me ha contado que la boda tendrá lugar el veinte de abril en el complejo hotelero Berhopt Resort. He visto la página web y tiene una pinta estupenda, es el lugar ideal para una boda íntima y familiar.
—¿Cómo demonios lo sabe?
—El mundo de los diamantes es sorprendentemente pequeño.
Paula supo que estaba entre la espada y la pared.
—Eso es chantaje —murmuró.
Él se encogió de hombros; ya no parecía divertido.
—Así son los negocios, señorita Chaves. ¿Puede permitirse rechazar semejante trabajo?
Odiaba que la intimidasen.
—Haga lo que quiera —Paula apartó el vaso, tomó el bolso y se levantó. Por eso había elegido vivir allí, lejos de los cotilleos de la ciudad—. Los Blackstone y yo estamos acostumbrados a ser el centro de atención de los medios.
Los líos de faldas de Horacio y su arriesgada manera de hacer negocios siempre les habían garantizado dicha atención.
—Pobres Ramiro y Jesica. El día más bonito de su vida, estropeado. ¿Cree que el resto de su familia, y en especial su madre, será tan displicente? Especulaciones de mal gusto, viejas heridas de la familia que volverán a abrirse, etcétera, etcétera…
—Deje a mi madre en paz —replicó Paula.
Aquello era lo peor. Las diferencias entre los Blackstone y los Chaves habían hecho que su madre se quedase sin su hermano hacía treinta años, lo que siempre la había entristecido mucho. Después de la muerte de Horacio, el mayor deseo de Sonya Chaves era volver a unir a la familia.
—Los comprendo, yo también soy una persona a la que le gusta tener su intimidad.
Paula levantó la barbilla, a pesar de saber que Pedro Alfonso tenía razón. ¿Acaso tenía derecho a exponer a sus seres queridos a más escándalo y vergüenza?
—Les ahorrarías un mal rato. Ramiro y Jesica pasarían el día de sus sueños. Y tú, Paula, ganarías mucho dinero.
Ella lo miró fijamente. Sólo su familia la llamaba Paula. Allí, en Port, todo el mundo la conocía como Paula Chaves, que también era el nombre de su joyería. La mayoría de sus vecinos no sabían la relación que tenía con una de las familias más ricas y conocidas de Australia. Y a aquellos que lo sabían, no les importaba.
—¿Sí o no? —insistió Pedro con impaciencia.
¿Podía arriesgarse a terminar con su anonimato? ¿Podía permitir que aquel hombre les arruinase el día a Ramiro y a Jesica, y que volviese a entristecer la mirada de su madre?
—Traiga su maldito diamante a la tienda —accedió por fin. Luego, se levantó y lo miró con el ceño fruncido.
Pedro Alfonso ladeó la cabeza. Después se puso en pie y señaló un coche aparcado al otro lado de la calle.
—Tengo ahí el coche. Venga a dar un paseo conmigo.
A Paula le saltó una alarma en su interior. No era porque temiese que un hombre con su reputación fuese a intentar algo peligroso con ella. Lo que le preocupaba era que se sentía atraída por él. ¿Y cómo iba a rechazar a un hombre tan importante en su profesión, y que le había ofrecido tanto dinero?
—No suelo llevar ese diamante en el bolsillo —añadió Pedro al verla dudar—. He alquilado una casa en Four Mile Beach.
Four Mile era otro barrio situado en la costa de Port Douglas. Ella vivía allí.
—Tengo que trabajar.
—Exacto. El tiempo es dinero, Paula.
Ella lo miró enfadada mientras sopesaba sus opciones.
—¿En qué parte de Four Mile?
Él le hizo un gesto, impaciente, para que cruzase la calle.
—Tal vez usted sea famoso, pero para mí, es un extraño. No iré a ninguna parte sin decírselo antes a mi ayudante.
—En el número 2 de Beach Road —contestó deteniéndose al lado de un BMW negro—. La esperaré.
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 1
—¿Paula Chaves? Tengo que hacerte una propuesta.
Paula parpadeó y salió de su ensoñación. El sol de Northern Queensland que había estado calentándole el rostro en la terraza de aquella cafetería se escondió detrás de la figura de un hombre.
—¿Puedo sentarme?
Paula volvió a parpadear y tardó un par de segundos en comprender que el sujeto de sus fantasías, el hombre al que había visto entrar en su tienda unos minutos antes, había cruzado la carretera y estaba justo delante de ella.
Tardó un poco más en darse cuenta de que ya lo había visto antes, y se sintió consternada. Era él… ¿cómo se llamaba? ¡Pedro Alfonso!
Lo vio dejar una tarjeta de visita en la mesa y tomar asiento frente a ella.
Se bajó las gafas de sol y leyó la tarjeta: Pedro Alfonso. Bróker. Era sencilla, con clase, en tono plateado. Era la primera vez que se encontraban, pero había visto su rostro en muchas publicaciones acerca del negocio de la joyería.
Él se volvió hacia la puerta de la cafetería e, inmediatamente, apareció una camarera. Pidió un café y Paula sintió una gran curiosidad. ¿Qué querría de ella aquel experto en piedras preciosas australianas? Le había dejado muy claro que no era lo suficientemente buena ni para limpiarle los zapatos.
—¿Ha visto algo que le haya gustado? —le preguntó, dando un sorbo a su batido.
Él la estudió con aquellos ojos de color chocolate ribeteados de espesas pestañas.
—En la tienda —aclaró Paula, sacando un pie del zapato debajo de la mesa; hacía mucho calor.
—Quería verla a usted. Su ayudante me dijo dónde podría encontrarla.
—Estuvo mirando por el escaparate. Lo vi.
Él apoyó un codo en la mesa y la escrutó con la mirada.
Paula pensó que se estaba cavando su propia tumba, en lo relativo a ella. Le mantuvo la mirada y recordó que, al verlo, había admirado su traje, que parecía de Armani, algo difícil de encontrar por allí. Y había pensado que se movía como un boxeador. Tal vez lo fuese. Era evidente que tenía la nariz rota, y una cicatriz a un lado de la boca.
Una vez terminada la inspección, Pedro apoyó la espalda en la silla.
—He oído hablar mucho de usted últimamente.
Gracias a Horacio Blackstone, el benefactor de Paula, que la había nombrado diseñadora de su colección anual, que había salido el pasado febrero.
—Debe de ser por el lanzamiento de la joyería Blackstone —comentó ella.
La joyería Blackstone era una de las divisiones de Blackstone Diamonds, la empresa de explotación y fabricación de joyas de Horacio.
—Lo siento, se me había olvidado que no lo invitaron.
Él sonrió, divertido, y en su mejilla apareció un hoyuelo.
—Yo nunca he dicho que su trabajo no me parezca interesante, señorita Chaves. Por eso estoy aquí. Como le he dicho, tengo que hacerle una propuesta.
Paula se sintió triunfante. Aquel hombre nunca había parecido interesarse por su trabajo, pero allí estaba. ¿Qué querría proponerle?
Se le ocurrieron varias cosas… pero todas tenían que ver con las fantasías que había tenido con él unos cuantos minutos antes, cuando todavía no se había dado cuenta de quién era.
Esperó que no se le notase la atracción que sentía por él y se aclaró la garganta.
—¿Una propuesta? El Día de los Inocentes ya ha pasado.
—Quiero que diseñe un engarce para un diamante muy grande, y muy especial.
Aquello era increíble. El gran Pedro Alfonso la quería a ella, Paula Chaves, para que diseñase un collar de diamantes.
Sólo había un pequeño problema: que se odiaban.
—No —contestó ella.
Él frunció el ceño.
Paula recordó sus palabras cuatro años antes, en el concurso anual de Jóvenes Diseñadores:
—Un diseñador de joyas debe ceñirse a lo que sabe hacer, y la señorita Chaves tal vez haya crecido entre diamantes, pero no entiende la esencia de esa piedra —había dicho.
Y aquélla no había sido la única humillación pública que le había hecho Pedro Alfonso, pero Paula había dado por hecho que se debía a la rencilla que había tenido con Horacio varios años antes.
—No sé si recuerda que los diamantes no son mi especialidad —le dijo con dulzura.
Él la miró con frialdad.
—La comisión sería muy generosa.
Paula pensó que eso sí que era interesante.
—¿Cómo de generosa?
Le vendría bien algo de dinero para terminar de devolverle el préstamo a Horacio, o a sus sucesores, dado que él había fallecido a principios de año. Tal vez con el dinero pudiese comprar vitrinas nuevas, o cambiar el cartel de la tienda.
Tosió sorprendida al ver la cifra que Pedro Alfonso había escrito en su tarjeta de visita.
—¿Quiere pagarme eso por diseñar una joya?
Él asintió.
Era una cantidad obscena. Con aquel dinero podría cambiarse a un local nuevo, más grande y moderno.
—Es mucho dinero, y lo sabe.
—¿Sí o no?
Ella negó con la cabeza, segura de que le estaba gastando una broma.
—Mi respuesta sigue siendo «no».
Pedro se echó hacia atrás, sin molestarse en ocultar su irritación.
—Su familia y usted han recibido una publicidad bastante mala en los últimos tiempos, ¿no? Horacio ha fallecido hace tres meses. Por no mencionar a su compañera de viaje.
Paula ya sabía todo aquello. El avión que llevaba a Horacio Blackstone a Auckland una noche de enero había caído al mar y no había habido supervivientes. Después se había sabido que Marise Chaves viajaba con él. Marise estaba casada con el mayor enemigo de Horacio, Mateo Chaves, propietario de otra empresa dedicada a la joyería. Mateo era, además, primo de Paula, aunque no lo conocía porque hacía tres décadas que las familias Horacio y Mateo estaban enfrentadas.
La lectura del testamento de Horacio, que había tenido lugar un mes antes, había sorprendido a toda la familia. En él, Marise era beneficiaría de una cifra muy importante, y Horacio había puesto un fondo de inversiones a nombre de su hijo, Benito, por lo que todo el mundo había dado por hecho que Marise y Horacio tenían una aventura, y lo que faltaba por saber era la identidad del verdadero padre de Benito.
UN ASUNTO ESCANDALOSO: SINOPSIS
Juntos brillarían como los diamantes.
¿Qué hacía falta para que Paula Chaves diseñase un collar para uno de los diamantes más caros del mundo? Pedro Alfonso, bróker especializado en joyas, era capaz de utilizar el chantaje para que Pedro aceptase el encargo. Ella era la única diseñadora que podía llevar a cabo aquel trabajo… y la única mujer que él quería en su cama.
Tras ponerle como condición que diseñase el collar en su propia casa, el millonario no tardó en seducirla. No obstante, debía tener cuidado, porque esa mujer sexy e inteligente podía descubrir todos sus secretos.
martes, 9 de abril de 2019
EN APUROS: CAPITULO FINAL
Tan pronto como salieron de la sala de reuniones, Paula se desasió, encarándose con él.
—¿Cómo te atreves a venir hasta aquí, interrumpir la reunión y hacerle creer a mi jefe que hay algo entre nosotros?
—¿Es que no lo hay?
—¡No! ¿O es que acaso crees que todo se ha solucionado con ese discursito que has soltado ahí dentro? Me mentiste, Pedro.
—Lo sé.
—¿Cómo? —le pilló por sorpresa que le diera la razón tan rápido.
—He dicho que sé que te mentí. Y también a los lectores. Pero, sobre todo, me mentí a mí mismo.
Ella se cruzó de brazos, mirándole de hito en hito.
—Menudo cambio.
—Sí, quiero ser una persona diferente, una que no mida el éxito en dólares y centavos. Me mentí a mí mismo al pensar que así eran las cosas.
—¿Y cómo has llegado a semejante conclusión?
—Fue al darme cuenta de que era más importante la ayuda que podía prestar a los padres solos que el dinero que pudiera ganar con los artículos. O en otras palabras, cuando me di cuenta de que me importaba menos la columna y el dinero que lo que tú pensaras de mí,
—Ya te dije lo que pensaba, que eras un cínico y un mentiroso.
—Eso fue ayer. He cambiado.
—Tienes razón: hoy te has portado como un idiota. ¿Cómo te has atrevido a presentarte aquí y…?
—¿Declararte mi amor?
—¿Cómo?
—Creo que ya me oíste…
—Cla… claro que sí, pe… pero…
—Sí, entiendo que te cueste asumirlo todo de golpe… a mí también me cuesta, no creas.
—¡Deja de acabar las frases por mí! No me cuesta asumirlo, lo que pasa es que estoy furibunda.
—Ya verás como se te pasa tarde o temprano. Lo superarás. No sé quién escribió que solo nos enfadamos con la gente que nos importa.
—No confío en los escritores… Son unos mentirosos.
—Nunca se miente en lo realmente importante. Admítelo: estás loca por mí.
—¡Te odio!
—También lo superarás —replicó Pedro alegremente, pero algo en la severa expresión de la joven le decidió a cambiar de estrategia—. Dime lo que tengo que hacer para que me perdones.
Paula no contestó, sobrecogida por el dolor que volvió a sentir en el pecho. Pedro había hecho todo lo que ella había deseado que hiciera: había admitido su responsabilidad, e, incluso, había renunciado a su columna. ¿Qué más podía pedirle? ¿Qué sufriera un poco más acaso?
Sí, deseaba castigarlo por haberle causado tanto dolor, pensó, apretando el puño. Le daban ganas de propinarle otro puñetazo, uno realmente fuerte… pero eso ya lo había hecho antes, justo antes de marcharse de Richmond.
Suspiró y levantó la cabeza para verlo mejor.
Pedro se había llevado el pulgar a la boca y se mordisqueaba la uña. Sintió que se le derretía el corazón: lo quería, lo quería precisamente por todas sus debilidades.
—Siento mucho que hayas perdido el trabajo —dijo Pedro.
—No te preocupes —dijo con voz tranquila, aunque mil mariposas revoloteaban en su estómago, subían hasta la garganta, se atropellaban en su boca—. Soy una editora excelente, la mejor. En cualquier revista se matarán por contratarme… aunque no estoy segura de querer seguir en el mismo camino. Creo que me gustaría crear mi propia publicación, esa sería la mejor manera de dar a conocer el mensaje en el que creo.
—Esa sí que sería una decisión importante. Necesitarás buenos colaboradores…
—Supongo.
—Cuenta conmigo: trabajaré sólo a cambio de la comida.
—Menos mal, porque sería lo único que podría pagarte.
—Y me esforzaré el doble con tal de que me perdones —continuó Pedro. Cuando esbozó aquella sonrisa suya tan cautivadora, Paula se dio cuenta de que no podría resistirse—. Por favor, Paula perdóname. Ana ya lo ha hecho. Los niños están destrozados… te echan terriblemente de menos.
Los niños. También se había olvidado de ellos con aquel trajín. El corazón le dio un vuelco: nunca se hubiera imaginado que acabaría estando tan enganchada a ellos en tan poco tiempo. Y se había ido de la casa sin despedirse de ellos siquiera. Tendría que escribirles, y explicarles…
—Los niños quieren que estemos juntos. ¿Quieres ser la culpable de que se rompan sus tiernos corazones? —preguntó Pedro persuasivo.
—Eres una rata —le acusó Paula simulando estar enfadada.
—Nada de eso, en cualquier caso una rana… una rana esperando un milagro…
—Lo que has hecho no tiene nombre.
—Puedo reformarme. Mira, yo, que estaba encantado con mi vida de soltero, lo único en lo que puedo pensar ahora es en estar contigo para siempre.
Se acercó un poco más. Paula no se movió un milímetro, pero no por desafiarle sino porque le temblaban las piernas. No se atrevía a hacer el menor movimiento, aunque lo que más deseaba en el mundo era arrojarse entre sus brazos.
Por suerte, Pedro la ayudó a decidirse. La asió por la cintura, obligándola a acercarse. Casi notaba los latidos de su corazón, al mismo ritmo que los suyos.
—Soy un hombre a punto de dar a su vida un giro de ciento ochenta grados. Más aún, soy lo que toda mujer desea.
—¿Y quién dice semejante cosa?
—Belen: es toda una experta en la materia. Soy sensible, vulnerable y tengo un montón de fallos que necesitan ser corregidos, así que, ¿qué me dices? ¿Crees que podrás besar a esta rana, Paula?
—Puedes llamarme Paula Esther —dijo, y se puso de puntillas para besarlo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)