martes, 9 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO FINAL




Tan pronto como salieron de la sala de reuniones, Paula se desasió, encarándose con él.


—¿Cómo te atreves a venir hasta aquí, interrumpir la reunión y hacerle creer a mi jefe que hay algo entre nosotros?


—¿Es que no lo hay?


—¡No! ¿O es que acaso crees que todo se ha solucionado con ese discursito que has soltado ahí dentro? Me mentiste, Pedro.


—Lo sé.


—¿Cómo? —le pilló por sorpresa que le diera la razón tan rápido.


—He dicho que sé que te mentí. Y también a los lectores. Pero, sobre todo, me mentí a mí mismo.


Ella se cruzó de brazos, mirándole de hito en hito.


—Menudo cambio.


—Sí, quiero ser una persona diferente, una que no mida el éxito en dólares y centavos. Me mentí a mí mismo al pensar que así eran las cosas.


—¿Y cómo has llegado a semejante conclusión?


—Fue al darme cuenta de que era más importante la ayuda que podía prestar a los padres solos que el dinero que pudiera ganar con los artículos. O en otras palabras, cuando me di cuenta de que me importaba menos la columna y el dinero que lo que tú pensaras de mí,


—Ya te dije lo que pensaba, que eras un cínico y un mentiroso.


—Eso fue ayer. He cambiado.


—Tienes razón: hoy te has portado como un idiota. ¿Cómo te has atrevido a presentarte aquí y…?


—¿Declararte mi amor?


—¿Cómo?


—Creo que ya me oíste…


—Cla… claro que sí, pe… pero…


—Sí, entiendo que te cueste asumirlo todo de golpe… a mí también me cuesta, no creas.


—¡Deja de acabar las frases por mí! No me cuesta asumirlo, lo que pasa es que estoy furibunda.


—Ya verás como se te pasa tarde o temprano. Lo superarás. No sé quién escribió que solo nos enfadamos con la gente que nos importa.


—No confío en los escritores… Son unos mentirosos.


—Nunca se miente en lo realmente importante. Admítelo: estás loca por mí.


—¡Te odio!


—También lo superarás —replicó Pedro alegremente, pero algo en la severa expresión de la joven le decidió a cambiar de estrategia—. Dime lo que tengo que hacer para que me perdones.


Paula no contestó, sobrecogida por el dolor que volvió a sentir en el pecho. Pedro había hecho todo lo que ella había deseado que hiciera: había admitido su responsabilidad, e, incluso, había renunciado a su columna. ¿Qué más podía pedirle? ¿Qué sufriera un poco más acaso?


Sí, deseaba castigarlo por haberle causado tanto dolor, pensó, apretando el puño. Le daban ganas de propinarle otro puñetazo, uno realmente fuerte… pero eso ya lo había hecho antes, justo antes de marcharse de Richmond.


Suspiró y levantó la cabeza para verlo mejor. 


Pedro se había llevado el pulgar a la boca y se mordisqueaba la uña. Sintió que se le derretía el corazón: lo quería, lo quería precisamente por todas sus debilidades.


—Siento mucho que hayas perdido el trabajo —dijo Pedro.


—No te preocupes —dijo con voz tranquila, aunque mil mariposas revoloteaban en su estómago, subían hasta la garganta, se atropellaban en su boca—. Soy una editora excelente, la mejor. En cualquier revista se matarán por contratarme… aunque no estoy segura de querer seguir en el mismo camino. Creo que me gustaría crear mi propia publicación, esa sería la mejor manera de dar a conocer el mensaje en el que creo.


—Esa sí que sería una decisión importante. Necesitarás buenos colaboradores…


—Supongo.


—Cuenta conmigo: trabajaré sólo a cambio de la comida.


—Menos mal, porque sería lo único que podría pagarte.


—Y me esforzaré el doble con tal de que me perdones —continuó Pedro. Cuando esbozó aquella sonrisa suya tan cautivadora, Paula se dio cuenta de que no podría resistirse—. Por favor, Paula perdóname. Ana ya lo ha hecho. Los niños están destrozados… te echan terriblemente de menos.


Los niños. También se había olvidado de ellos con aquel trajín. El corazón le dio un vuelco: nunca se hubiera imaginado que acabaría estando tan enganchada a ellos en tan poco tiempo. Y se había ido de la casa sin despedirse de ellos siquiera. Tendría que escribirles, y explicarles…


—Los niños quieren que estemos juntos. ¿Quieres ser la culpable de que se rompan sus tiernos corazones? —preguntó Pedro persuasivo.


—Eres una rata —le acusó Paula simulando estar enfadada.


—Nada de eso, en cualquier caso una rana… una rana esperando un milagro…


—Lo que has hecho no tiene nombre.


—Puedo reformarme. Mira, yo, que estaba encantado con mi vida de soltero, lo único en lo que puedo pensar ahora es en estar contigo para siempre.


Se acercó un poco más. Paula no se movió un milímetro, pero no por desafiarle sino porque le temblaban las piernas. No se atrevía a hacer el menor movimiento, aunque lo que más deseaba en el mundo era arrojarse entre sus brazos.


Por suerte, Pedro la ayudó a decidirse. La asió por la cintura, obligándola a acercarse. Casi notaba los latidos de su corazón, al mismo ritmo que los suyos.


—Soy un hombre a punto de dar a su vida un giro de ciento ochenta grados. Más aún, soy lo que toda mujer desea.


—¿Y quién dice semejante cosa?


—Belen: es toda una experta en la materia. Soy sensible, vulnerable y tengo un montón de fallos que necesitan ser corregidos, así que, ¿qué me dices? ¿Crees que podrás besar a esta rana, Paula?


—Puedes llamarme Paula Esther —dijo, y se puso de puntillas para besarlo.






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