miércoles, 10 de abril de 2019
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 1
—¿Paula Chaves? Tengo que hacerte una propuesta.
Paula parpadeó y salió de su ensoñación. El sol de Northern Queensland que había estado calentándole el rostro en la terraza de aquella cafetería se escondió detrás de la figura de un hombre.
—¿Puedo sentarme?
Paula volvió a parpadear y tardó un par de segundos en comprender que el sujeto de sus fantasías, el hombre al que había visto entrar en su tienda unos minutos antes, había cruzado la carretera y estaba justo delante de ella.
Tardó un poco más en darse cuenta de que ya lo había visto antes, y se sintió consternada. Era él… ¿cómo se llamaba? ¡Pedro Alfonso!
Lo vio dejar una tarjeta de visita en la mesa y tomar asiento frente a ella.
Se bajó las gafas de sol y leyó la tarjeta: Pedro Alfonso. Bróker. Era sencilla, con clase, en tono plateado. Era la primera vez que se encontraban, pero había visto su rostro en muchas publicaciones acerca del negocio de la joyería.
Él se volvió hacia la puerta de la cafetería e, inmediatamente, apareció una camarera. Pidió un café y Paula sintió una gran curiosidad. ¿Qué querría de ella aquel experto en piedras preciosas australianas? Le había dejado muy claro que no era lo suficientemente buena ni para limpiarle los zapatos.
—¿Ha visto algo que le haya gustado? —le preguntó, dando un sorbo a su batido.
Él la estudió con aquellos ojos de color chocolate ribeteados de espesas pestañas.
—En la tienda —aclaró Paula, sacando un pie del zapato debajo de la mesa; hacía mucho calor.
—Quería verla a usted. Su ayudante me dijo dónde podría encontrarla.
—Estuvo mirando por el escaparate. Lo vi.
Él apoyó un codo en la mesa y la escrutó con la mirada.
Paula pensó que se estaba cavando su propia tumba, en lo relativo a ella. Le mantuvo la mirada y recordó que, al verlo, había admirado su traje, que parecía de Armani, algo difícil de encontrar por allí. Y había pensado que se movía como un boxeador. Tal vez lo fuese. Era evidente que tenía la nariz rota, y una cicatriz a un lado de la boca.
Una vez terminada la inspección, Pedro apoyó la espalda en la silla.
—He oído hablar mucho de usted últimamente.
Gracias a Horacio Blackstone, el benefactor de Paula, que la había nombrado diseñadora de su colección anual, que había salido el pasado febrero.
—Debe de ser por el lanzamiento de la joyería Blackstone —comentó ella.
La joyería Blackstone era una de las divisiones de Blackstone Diamonds, la empresa de explotación y fabricación de joyas de Horacio.
—Lo siento, se me había olvidado que no lo invitaron.
Él sonrió, divertido, y en su mejilla apareció un hoyuelo.
—Yo nunca he dicho que su trabajo no me parezca interesante, señorita Chaves. Por eso estoy aquí. Como le he dicho, tengo que hacerle una propuesta.
Paula se sintió triunfante. Aquel hombre nunca había parecido interesarse por su trabajo, pero allí estaba. ¿Qué querría proponerle?
Se le ocurrieron varias cosas… pero todas tenían que ver con las fantasías que había tenido con él unos cuantos minutos antes, cuando todavía no se había dado cuenta de quién era.
Esperó que no se le notase la atracción que sentía por él y se aclaró la garganta.
—¿Una propuesta? El Día de los Inocentes ya ha pasado.
—Quiero que diseñe un engarce para un diamante muy grande, y muy especial.
Aquello era increíble. El gran Pedro Alfonso la quería a ella, Paula Chaves, para que diseñase un collar de diamantes.
Sólo había un pequeño problema: que se odiaban.
—No —contestó ella.
Él frunció el ceño.
Paula recordó sus palabras cuatro años antes, en el concurso anual de Jóvenes Diseñadores:
—Un diseñador de joyas debe ceñirse a lo que sabe hacer, y la señorita Chaves tal vez haya crecido entre diamantes, pero no entiende la esencia de esa piedra —había dicho.
Y aquélla no había sido la única humillación pública que le había hecho Pedro Alfonso, pero Paula había dado por hecho que se debía a la rencilla que había tenido con Horacio varios años antes.
—No sé si recuerda que los diamantes no son mi especialidad —le dijo con dulzura.
Él la miró con frialdad.
—La comisión sería muy generosa.
Paula pensó que eso sí que era interesante.
—¿Cómo de generosa?
Le vendría bien algo de dinero para terminar de devolverle el préstamo a Horacio, o a sus sucesores, dado que él había fallecido a principios de año. Tal vez con el dinero pudiese comprar vitrinas nuevas, o cambiar el cartel de la tienda.
Tosió sorprendida al ver la cifra que Pedro Alfonso había escrito en su tarjeta de visita.
—¿Quiere pagarme eso por diseñar una joya?
Él asintió.
Era una cantidad obscena. Con aquel dinero podría cambiarse a un local nuevo, más grande y moderno.
—Es mucho dinero, y lo sabe.
—¿Sí o no?
Ella negó con la cabeza, segura de que le estaba gastando una broma.
—Mi respuesta sigue siendo «no».
Pedro se echó hacia atrás, sin molestarse en ocultar su irritación.
—Su familia y usted han recibido una publicidad bastante mala en los últimos tiempos, ¿no? Horacio ha fallecido hace tres meses. Por no mencionar a su compañera de viaje.
Paula ya sabía todo aquello. El avión que llevaba a Horacio Blackstone a Auckland una noche de enero había caído al mar y no había habido supervivientes. Después se había sabido que Marise Chaves viajaba con él. Marise estaba casada con el mayor enemigo de Horacio, Mateo Chaves, propietario de otra empresa dedicada a la joyería. Mateo era, además, primo de Paula, aunque no lo conocía porque hacía tres décadas que las familias Horacio y Mateo estaban enfrentadas.
La lectura del testamento de Horacio, que había tenido lugar un mes antes, había sorprendido a toda la familia. En él, Marise era beneficiaría de una cifra muy importante, y Horacio había puesto un fondo de inversiones a nombre de su hijo, Benito, por lo que todo el mundo había dado por hecho que Marise y Horacio tenían una aventura, y lo que faltaba por saber era la identidad del verdadero padre de Benito.
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