viernes, 22 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 12




Belen estaba sentada con las piernas cruzadas encima de su cama, enfrente de sus hermanos.


—¡Jope! —exclamó Simon con fastidio—. Esa mujer lleva aquí horas.


—No está tan mal, por lo menos se viste con bastante mejor gusto que las mujeres de su edad —opinó Belen—. Además, no sé por qué te quejas tanto: el tío Pedro te ha prometido dos discos.


—Ya, pero no me di cuenta de lo larga que era una entrevista de seis horas, y le prometimos portarnos bien todo el tiempo, es un rollo.


—Eso, un rollo —apostilló Kevin.


—Incluso vosotros dos podéis fingir ser medio humanos durante seis horas, no seáis quejicas —se burló Belen.


—Ya sé porqué estás tan simpática, te gusta ese Flasher. ¡Flasher! ¡Flasher!


—Eres patético —replicó Belen tirándole una almohada a la cara—. Pues te advierto que ya no puedes echarte atrás.


—¡Eso! Yo quiero mi caramelo —intervino Kevin.


—Olvidaros de los regalos: el tío Pedro confía en nosotros, ¿no? Si le fallamos, perderá su empleo.


—Entonces dejaría de escribir esos artículos y nos libraríamos de que nos sacara en esa estúpida revista.


En su fuero interno, Belen estaba de acuerdo con su hermano en que su tío se había pasado al dar tantos detalles de sus vidas, pero intuía que el que perdiera su trabajo no iba a solucionar nada.


—Ya discutiremos eso después —dijo tajante—. Cuando se vaya su editora, convocaremos una reunión familiar. Ahora tenemos otras cosas más urgentes de las que preocuparnos.


—¿Cuáles? —quiso saber Kevin de inmediato.


—Vigilar al tío. Tenemos que asegurarnos de que no meta la pata.


—Pero si pasa más tiempo en esta casa que en la suya, ¿cómo va a meter la pata?


—De mil formas —afirmó Belen—. Para empezar, lleva horas hablando con esa mujer, cuanto más tiempo pase con ellas, más probabilidades hay que le pillen en un renuncio, ¿no os parece? —sus hermanos asintieron muy serios—. Tenemos que conseguir que acaben cuanto antes, así que habrá que pensar una maniobra de distracción.


—¿Qué es una maniobra de «estración»? —preguntó Kevin intrigado.


—Es parecido a lo que pasa en mi videojuego de la Bestia Guerrera —le explicó Simon—. El monstruo azul va dando saltos arriba y abajo, escupiendo fuego y persiguiendo al héroe, mientras los monstruos del fango van reptando por abajo, dispuestos a aniquilarlo.


—¡Ah, ya! Y entonces es cuando salen los monstruos naranjas del techo.


—No hay monstruos naranjas en ese juego.


—¡Sí que los hay! —insistió Kevin.


—¡Dejad ya de hablar de ese estúpido juego! —exclamó Belen—. Necesitamos pensar una buena maniobra de distracción ya mismo, y creo que se me ha ocurrido una.


—¿Cuál? —preguntaron los dos chiquillos a la vez.


—No hay nada mejor para atraer la atención de un adulto que un niño enfermo —dijo Belen, mirando fijamente a su hermano pequeño con una sonrisa maliciosa—. Kevin, me da la sensación de que estás empezando a sentirte mal.


—¿Yo? —el pequeño abrió los ojos como platos.


—Sí —insistió Simon, que había entendido enseguida el plan de su hermana—. Creo que tienes fiebre, deberías irte a la cama.


—No tengo sueño. Tengo hambre, es la hora de comer.


—No para ti, enano —replicó Simon implacable—. Me parece que te estás poniendo un poco verde.


—¡No señor! Las ranas son verdes.


—Y también los niños enfermos. Simon tiene razón: métete derechito en la cama que yo bajaré a avisar a Pedro, digo, a papi.


—Yo pondré mi cartel de cuarentena en la puerta —se ofreció Simon solícito.


—¿Y también la bandera pirata? —pidió Kevin esperanzado.


—Vale.


—¡Guay! —exclamó Kevin, que salió pitando para su cuarto sin añadir la menor protesta.


Belen se dijo que, con suerte, toda aquella animación contribuiría a ponerle nervioso y acalorado, de todas formas, decidió poner el termómetro un buen rato debajo del chorro de agua caliente, por si las moscas.



EN APUROS: CAPITULO 11




Definitivamente, aquel hombre era demasiado atractivo para ella, pensó Paula angustiada. Sin dejar de mirarlo, se hundió un poco más en el sofá en el que estaban sentados. Gracias a Dios, era inmenso, pero, aún así le hubiera gustado poner mucho más espacio entre los dos. ¿Qué era lo que tenía aquel hombre de especial?, se preguntó intrigada. En su vida había estado expuesta a sonrisas tan dulces como la suya, y a miradas igualmente arrebatadoras, y eso nunca había tenido el menor efecto sobre ella.


—Entonces, ¿quiere saber algo más? —preguntó Pedro pillándola completamente desprevenida.


—¡Sí! No debemos olvidar el objeto de nuestra visita —apuntó Flasher. Por suerte, no eligió aquel momento para sacarle una foto con aquella pinta de pasmarote.


—Eso es —¡la entrevista: había hecho aquel viaje solo para demostrar que Pedro Garcia era el entregado padre que decía ser. Por desgracia, a aquellas alturas, además, lo único de lo que no le cabía duda era que era el hombre más guapo y con la sonrisa más devastadora que había visto en su vida.


Flasher se acercó a ella y le susurró al oído.


—La entrevista.


Paula se quedó mirando la grabadora que reposaba sobre la mesita de roble. Durante más de hora y media, el aparato había registrado cada detalle de su conversación con Pedro, pero en ese momento se limitaba a grabar tan solo aquel incómodo silencio.


Paula apretó el botón de stop. Dio marcha atrás para escuchar las últimas preguntas y después rebobinó cuidadosamente la cinta hasta el principio, una táctica que solía usar cuando necesitaba tiempo para poner sus ideas en orden.


Sin embargo, en aquella ocasión le sirvió tan solo para arañar unos cuantos segundos, en absoluto para aplacar el tumulto que iba creciendo en su interior. «Piensa como una profesional», se recordó a sí misma. Había un tiempo y un lugar para todo, y, desde luego, no era lo más conveniente derretirse de pasión en medio de la entrevista en la que se estaba jugando todo su futuro profesional.


Reflexionó un momento, lo justo para tranquilizarse y ponerse de nuevo en situación.


—Ha mencionado que fue profesor. ¿Cómo se le ocurrió empezar a escribir? —dijo. Se dio cuenta de que Pedro apretaba la mandíbula; fue un gesto casi imperceptible, lo justo para acentuar el hoyuelo, pero no pudo por menos que preguntarse si significaba algo.


—Necesitaba un cambio —replicó evasivamente—. ¿Por qué decidió usted trabajar en una revista?


—Por seguir los pasos de mi padre, supongo —reconoció ella de mala gana.


—¡Ah! ¿Y por eso firma como P.E.?


—No, son mis iniciales.


Por la forma en que Pedro la miraba, Paula casi estuvo segura de que adivinaba lo que le estaba pasando por la cabeza, el recuerdo de los años de lucha, de esfuerzo por intentar complacer a un padre que no consentía en ser complacido, años ocupados exclusivamente en demostrarle que podía ser tan buena, o incluso mejor, que un hijo varón.


Sacudió la cabeza: en aquel momento su obligación era enfrentarse al presente, materializado en aquel apuesto joven sentado frente a ella. Más le valdría acabar aquella dichosa entrevista cuanto antes.


—Hemos adelantado mucho —resumió—. De hecho, creo que no nos queda ningún tema importante por tocar.


—Excepto el de su vida sexual —apuntó Flasher malévolamente.


—Sí, bueno —admitió Paula incómoda. Temía entrar en aquel asunto, pero la curiosidad fue más fuerte que la prudencia—. Cuéntenos algo de tu vida sexual —preguntó, obligándose a creer que lo hacía en beneficio de los lectores.


—Sí lo que pretende es sonsacarme, olvídelo —repuso Pedro—. No creo que a los lectores les interese este tema lo más mínimo.


—Al contrario: creo que lo que más les intriga es la forma en la que Pedro Garcia combina sus obligaciones familiares y laborales con la necesidad de mantener una vida social. Creo que se sentirán decepcionados si no desarrollamos este punto.


—Entonces me temo que así va a ser. No hay mucho que hablar.


—No irás a decirme que no tienes ninguna vida social —le espetó incrédula.


Él le dedicó otra de aquellas maravillosas sonrisas de adolescente.


—Me cuesta creerlo —insistió Paula—. Supongo que tendrás citas, aunque sea muy de vez en cuando. La proporción de mujeres disponibles por cada hombre soltero os pone en una posición claramente ventajosa. Una mujer, aunque se pase la vida buscando, es probable que solo dé con tipos raros o pervertidos, en cambio, un hombre…


—¿Le apetece un vaso de agua fría? —le interrumpió Pedro.


—¿Cómo dice? —Paula parpadeó sorprendida.


—Me da la sensación de que este tema te afecta mucho. Te estabas acalorando, así que lo mejor será que tomes algo —dijo Pedro solícito.


—No, gracias. Lo que pasa es que…


—¿Está soltera, verdad?


—Oh… oh… —intervino Flasher.


Paula abrió la boca para replicar, pero la cerró casi de inmediato. Tenía que evitar ponerse a la defensiva, a fin de cuentas, era una profesional con experiencia, se recordó, así que esbozó una amable sonrisa a modo de respuesta.


—¿Y tienes citas? —continuó Pedro volviendo a la carga.


—Pues… claro…


—¿Cada cuánto tiempo? ¿Todas las tardes? ¿Dos o tres veces por semana? ¿O cada mes, como el síndrome premenstrual?


—¡Señor Garcia! ¡No le consiento…!


—¿No habrá quedado esta noche? A cenar, por ejemplo, y dar después un paseo por el malecón.


—No, claro que no —Paula estaba a punto de ponerse a gritar.


—Me lo suponía. Y, ¿le gustaría que saliéramos juntos?


—¿Usted y yo? ¿Me está pidiendo que quedemos?


Él volvió a son reírle de aquella forma tan enloquecedora. Paula empezó a sospechar que buena parte de aquel encanto era fingido y que en cualquier momento empezaría a soltar las mismas bravatas que todos los hombres que ella conocía.


—Es muy amable, pero…


—¡Vaya! Ya salió el «pero» famoso. A muy pocas mujeres les apetece salir con un viudo con tres hijos.


—¡No es por eso!


—En realidad, la razón no importa mucho, siempre hay un pero.


—Es que, dadas las circunstancias —se justificó Paula—, creo que deberíamos mantener nuestra, llamémosla «relación» en los límites de lo estrictamente profesional. Perdone que me embale, pero es que me ha pillado completamente por sorpresa al pedirme que saliéramos juntos.


—No se lo estaba pidiendo.


—¿Qué?


—Solo quería apoyar mis argumentos: a las mujeres se les permite montones de excusas, ¿no? Pues yo también he tomado una decisión: créame, ya estuve casado una vez y con eso me basta. No estoy buscando a nadie, se lo aseguro.


Paula estaba sentada muy rígida en el borde del sofá. Notaba el rubor extendiéndose como lava candente desde la nuca.


—A decir verdad —continuó Pedro—, estoy completamente de acuerdo con las feministas. Hoy en día no es necesario estar emparejado para ser feliz. Yo tengo mi trabajo, mi casa y los niños. No necesito a nadie para sentirme satisfecho con mi vida.


Parecía como si hubiera copiado la declaración, hasta la última coma, de lo que ella pensaba al respecto.


—No sabes cómo te entiendo —declaró de corazón.


Pedro se arrellanó en el sillón y se la quedó mirando directamente a los ojos. Fue un instante que pareció durar minutos, horas enteras. Paula sintió que todo su sistema hormonal entraba en ebullición.


Flash. El fogonazo de la cámara le hizo parpadear, y volver a la tierra.


—¡Vaya! Se ha terminado el carrete —dijo su amigo.


—Creo que deberíamos hacer una pausa —propuso Paula


—No me importaría tomar un café bien fuerte —pidió Flasher.


—Me parece de perlas —convino Pedro poniéndose en pie de inmediato con aquella actitud tan complaciente, tan encantadora.


Paula le siguió hasta la cocina. Caminaba tan derecha como una marioneta, con los hombros rígidos, dispuesta a defender hasta el fin a la profesional que había dentro de ella.


—Después del café, creo que lo mejor sería que dejáramos la entrevista. Me gustaría observarte en el día a día, ver cómo te las arreglas con tus diferentes obligaciones.


Poco a poco volvía recuperar el control. Más tranquila, se apoyó en la encimera.


—Quiero que los lectores vean cómo es la vida de Pedro Garcia, que conozcan al hombre que hay detrás de los artículos, que sepan, en definitiva, cómo es el auténtico Pedro Alfonso.


—Así que piensa desvelar mi alias —la interrumpió Pedro.


Maldición: aquella sonrisa otra vez. Paula tragó saliva.


—No quiero desvelar nada —dijo, pero su voz sonó temblorosa, porque no sabía cómo iba a ser capaz de mantener su promesa.




EN APUROS: CAPITULO 10




Maldición. Pedro sacudió la cabeza contrariado. 


Le daban ganas de estrangular a aquel fotógrafo con sus propias manos. Y, sin embargo, tenía que reconocer que el hombre hacía su trabajo de la forma más discreta posible. Como estaban en la luminosa sala de estar, no le hacía falta usar el flash: mucho tendría que esforzarse entonces si quería seguir echándole la culpa de su desquiciado estado de nervios.


En el fondo, sabía que la única culpable de su turbación era P.E. Chaves. Como si aquella voz de encantadora de serpientes no fuera ya tormento suficiente, ahí estaba, en carne y hueso, sentada en su sofá. Bueno, no era exactamente su sofá, sino el de Ana, pero ese no era el quid de la cuestión. El quid de la cuestión era Paula o, más exactamente, sus curvas. Aquella mujer era una pura curva.


Como ya se había quitado la chaqueta, podía apreciar con todo detalle lo que había estado escondiendo. Y sospechaba que debajo del ajustado top de punto se atesoraban todavía mayores delicias.


A pesar de la evidente mejora, Pedro todavía habría deseado que llevara menos ropa. El escote era demasiado discreto, y las mangas japonesas ocultaban cualquier detalle de los hombros. Por lo menos, el tejido delineaba de forma maestra la curva de sus senos.


Observó el dulce movimiento de su pecho al respirar, e imaginó que reclinaba su cabeza justo en ese delicioso lugar. Sí, aquella mujer era todo curvas, perfectas curvas, poco a poco, casi sin darse cuenta y por supuesto sin querer, Pedro se iba arrastrando por los turbios senderos del deseo.


Por suerte, antes de dejarse llevar por aquella línea de pensamiento, recordó súbitamente lo que había motivado su presencia en aquella casa, y aquella idea tuvo la virtud de despejar su mente y alejar cualquier pensamiento lujurioso. 


Se sentó muy derecho, repentinamente pálido, concentrando toda su energía en evitar que su arrebato pasajero resultara demasiado evidente.


—¿Te encuentras bien?


Él asintió con un gesto, temeroso de que su voz le traicionara.


—Pues a mí me parece que estás muy tenso —intervino Flasher—, como si te apretara la ropa por algún sitio o algo parecido.


Efectivamente, aquel tipo era un genio.


—Es por el otoño, siempre me da una especie de alergia —se inventó.


—Si tú lo dices —admitió Flasher escéptico antes de ponerse a sacar algunas fotos más. 


Pedro rezó para que en los negativos no se viera por dónde le apretaba la ropa exactamente.


Se repitió una y mil veces que debía portarse como un profesional, que aquella mujer estaba definitivamente fuera de su alcance, por mucho que hubiera despertado sus más bajas pasiones con una rapidez y una rotundidad que no había experimentado en toda su vida.


Había reaccionado a su presencia como si nunca antes hubiera tocado a ninguna mujer. 


Aunque había pasado mucho tiempo desde su última relación, tampoco era para tanto. En cuanto terminara todo aquel lío de la entrevista, se propuso que lo primero que haría sería salir a ligar. Llamaría a un par de colegas y se daría un garbeo por los antros que solía frecuentar. Hasta entonces no podía permitirse la menor debilidad.


Y mucho menos con P.E. Chaves.


Y entonces la miró a los ojos. Efectivamente, eran azules, con unas pintitas algo más oscuras. 


Al darse cuenta de ese detalle, aumentó el rumor marino en sus oídos que amenazaba con ensordecerle. Le iba a costar mucho resistir la tentación. Sin embargo, quizá pudiera utilizar aquella evidente atracción mutua en su favor. 


Tendría que tener mucho cuidado, pues el menor paso en falso podría costarle el despido pero, si se andaba con tiento, podría sacar beneficios de un inocente flirteo.


Un mujer seducida tiende a ver las cosas distorsionadas, y por experiencia sabía cuánto desean las mujeres caer en ese estado, tanto, que la mayoría no dudaban en besar a auténticos sapos en la esperanza de dar un día con el príncipe azul.


Sí, esa sí que era una buena idea. Fácilmente podría convertirse en el sapo que estaba esperando P.E. Chaves. Se comportaría como el afectuoso y entregado padre que ella creía que era, sensible, amable, lleno de humor, aunque tenía que tener cuidado para no ser demasiado perfecto, sino más bien parecido al protagonista de sus artículos: un poco patoso y bienintencionado, capaz de aprender de los propios errores. En definitiva, un tipo encantador.


—Si te parece, podemos dejar ese tema para más adelante —dijo Paula.


—Perdón, no te estaba prestando atención —se disculpó Pedro de inmediato—. ¿A qué tema te refieres?


—A tu difunta esposa, cómo era y todo eso —dijo Paula con toda la delicadeza de la que fue capaz. Estaba tan conmovida que parecía a punto de asirle de la mano o algo parecido.


¡Aja, estaba a punto de conseguirlo! Su plan acababa de ponerse en marcha: por su cara se adivinaba que estaba a punto de caer en el bote.


—Se parecía mucho a Belen —empezó con expresión doliente. Se detuvo y le dirigió una valiente sonrisa. Sin embargo, cuando la miró empezó a temer ser el primero en caer preso de su embrujo.




jueves, 21 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 9




Ya que no podía establecer una distancia física mayor tendría que esforzarse por establecer los límites utilizando una formalidad algo forzada. 


Con rígida cortesía, se presentó primero a sí misma y luego al fotógrafo que la acompañaba. 


Sin embargo, cuando adelantó su mano para que Pedro se la estrechara, rogó mentalmente para que no reparara en el lamentable estado de sus uñas.


Y no lo hizo. Alargó su diestra, envolviendo la de ella en una explosiva mezcla de firmeza y suavidad. Por alguna razón que no pudo concretar, Paula dejó que se la estrechara mucho más tiempo del que dictaba la cortesía. Simplemente se quedó mirándole a los ojos, sin atreverse a respirar siquiera.


Flash. El fogonazo de la cámara tuvo la virtud de devolverla al presente y, por suerte para sus sensibles nervios, de poner fin a aquel saludo.


Sin embargo, continuó sin poder respirar hasta que Pedro inició el camino a la cocina. Paula entró la última en la amplia estancia, dominada por dos ventanales. El sol de la mañana arrancaba destellos de las pulidas cacerolas de cobre que colgaban del techo.


—Muy, muy rústico —alabó Flasher sin parar de sacar fotos a diestro y siniestro.


—¿Te importaría dejar de hacer eso? —le pidió Pedro agriamente—. Nunca hablamos de que viniera un fotógrafo —acusó a Paula


—Supuse que no hacía falta mencionarlo. Todas nuestras entrevistas llevan fotos. Añaden un toque de intimidad que nuestros lectores aprecian mucho.


—Precisamente uso un seudónimo para evitar semejante cosa. Solo deseo que tanto mis hijos como yo permanezcamos en el más absoluto anonimato —no quería que se publicaran fotos por todo el estado de él y de los niños. Solo de pensarlo le daban mareos.


Ella le lanzó una mirada furibunda. Estaba muy tensa, y aunque abrió la boca para decir algo, debió pensárselo mejor y no dijo nada.


—Está bien, intentaremos llegar a un acuerdo —claudicó al fin—. A los niños solo les haremos fotos de espaldas o de perfil, de forma que no se puedan identificar sus rostros. Y en todas las fotos que le hagamos a usted procuraremos que no se vea el fondo. ¿Le parece bien?


Pedro y Flasher asintieron con un gesto. Pedro pensó que ya encontraría alguna forma de destruir el carrete, pero que, mientras tanto, convenía ponerse a buenas con sus adversarios. Si protestaba mucho, solo conseguiría que Flasher le sacara aún más fotos.


—Es una pena que la casa no salga en el reportaje —se lamentó Paula—. Es preciosa. Ya me he enterado de que fue su difunta esposa la responsable de la decoración. Belen nos ha contado…


—Por lo que veo ya conoce a todos —la interrumpió Pedro—, bueno, a todos menos a Kevin. Me pregunto dónde se habrá metido.


—Estará escondido —apuntó Belen echando un vistazo a su alrededor.


—Sal, bonito, venga —le llamó Simon.


Paula miró a los hermanos perpleja.


—¿Kevin es el perro? —preguntó, mirando también hacia el suelo.


Oyó una especie de gemidos y sintió un aliento cálido contra su pantorrilla. Sorprendida, dio un salto hacia atrás: un niño como de unos cuatro años, con el pelo tan oscuro como el de su padre, estaba a cuatro patas delante de ella, olisqueándole los pies. Era el niño más mono que había visto en su vida, y estaba tal y como su madre lo trajo al mundo.


—¡Déjalo ya, Kevin! ¡Eres un pervertido!


—No soy un per… perver… pervirto. Soy un perrito —hizo una pausa y se quedó mirando a la joven con expresión seria que se trocó al fin en una radiante sonrisa—. Y ella es una hidra de fuego.


—¿Una qué? —preguntó Paula mientras el niño se agarraba a su pierna para ponerse de pie.


—Basta, Kevin —le amonestó Pedro levantándolo en brazos—. No se permiten perros en casa. Belen, sube con tu hermano y ponle algo encima.


—¿Qué tal si le busco un collar? —rezongó la niña llevándose al pequeño a rastras.


Durante toda aquella escena, Flash sacó por lo menos una docena de fotos de los niños por supuesto, todas de espaldas, tal y como había prometido.


—La verdad, no me imaginaba que criar niños fuera tan… tan… —empezó Paula


—¿Peligroso?


—No, divertido. Siempre pensé que se debía sólo a que su estilo resultaba especialmente cómico, pero ahora me doy cuenta de que así es la vida real.


—Sí, esto es como un zoológico. En cualquier serie de televisión matarían por estos diálogos.


—Lo que más me llama la atención es lo controlado que lo tiene todo. Es increíble —se admiró Paula mientras le seguía a la sala de estar.


Desde luego, a ella la tenía bien controlada, se dijo, reparando en la mano que él le había puesto en la espalda con toda la confianza del mundo. Sentía aquella pequeña porción de su cuerpo ardiendo al rojo vivo e irradiando chispas hacia otras partes más íntimas. ¿Qué diantres le estaba pasando? Aquella sensación era lo más parecido a un cortocircuito que había experimentado en su vida.


Cuanto antes acabara con aquella entrevista, antes podría volver a esconderse en Chicago.


Levantó la cabeza y sorprendió la mirada de Pedro fija en ella. Sus ojos eran tan oscuros como su pelo, de un intenso color café mezclado con una gota de leche. Tenía unas pequeñas arruguitas en los lados, no muchas ni muy profundas, las justas para demostrar que Pedro Garcia había vivido su porción de experiencias Paula estaba segura de que las jovencitas todavía se volvían para mirarlo.


Y aunque ella no fuera precisamente una adolescente, tenía que reconocer que también estaba a punto de sucumbir a su encanto. Tenía que concentrarse y pensar que estaba con él por motivos estrictamente profesionales, para asegurar su puesto en la revista. Sabía mejor que nadie las nefastas consecuencias que le podía acarrear mezclar el trabajo con otras cosas. Al ser mujer, sabía de sobra que tenía que esforzarse el doble para lograr sus objetivos. A aquellas alturas de su vida, sería un tremendo error dejar que un desliz comprometiera su futuro profesional.


Pero justo entonces Pedro volvió a dedicarle una de aquellas arrebatadoras sonrisas, provocando que una corriente de puro deseo le atravesara todo el cuerpo. «No te dejes llevar», le susurró una vocecita en su interior. Y por una vez, la llamada de su sentido común la mantuvo a salvo de la tentación.