jueves, 21 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 9




Ya que no podía establecer una distancia física mayor tendría que esforzarse por establecer los límites utilizando una formalidad algo forzada. 


Con rígida cortesía, se presentó primero a sí misma y luego al fotógrafo que la acompañaba. 


Sin embargo, cuando adelantó su mano para que Pedro se la estrechara, rogó mentalmente para que no reparara en el lamentable estado de sus uñas.


Y no lo hizo. Alargó su diestra, envolviendo la de ella en una explosiva mezcla de firmeza y suavidad. Por alguna razón que no pudo concretar, Paula dejó que se la estrechara mucho más tiempo del que dictaba la cortesía. Simplemente se quedó mirándole a los ojos, sin atreverse a respirar siquiera.


Flash. El fogonazo de la cámara tuvo la virtud de devolverla al presente y, por suerte para sus sensibles nervios, de poner fin a aquel saludo.


Sin embargo, continuó sin poder respirar hasta que Pedro inició el camino a la cocina. Paula entró la última en la amplia estancia, dominada por dos ventanales. El sol de la mañana arrancaba destellos de las pulidas cacerolas de cobre que colgaban del techo.


—Muy, muy rústico —alabó Flasher sin parar de sacar fotos a diestro y siniestro.


—¿Te importaría dejar de hacer eso? —le pidió Pedro agriamente—. Nunca hablamos de que viniera un fotógrafo —acusó a Paula


—Supuse que no hacía falta mencionarlo. Todas nuestras entrevistas llevan fotos. Añaden un toque de intimidad que nuestros lectores aprecian mucho.


—Precisamente uso un seudónimo para evitar semejante cosa. Solo deseo que tanto mis hijos como yo permanezcamos en el más absoluto anonimato —no quería que se publicaran fotos por todo el estado de él y de los niños. Solo de pensarlo le daban mareos.


Ella le lanzó una mirada furibunda. Estaba muy tensa, y aunque abrió la boca para decir algo, debió pensárselo mejor y no dijo nada.


—Está bien, intentaremos llegar a un acuerdo —claudicó al fin—. A los niños solo les haremos fotos de espaldas o de perfil, de forma que no se puedan identificar sus rostros. Y en todas las fotos que le hagamos a usted procuraremos que no se vea el fondo. ¿Le parece bien?


Pedro y Flasher asintieron con un gesto. Pedro pensó que ya encontraría alguna forma de destruir el carrete, pero que, mientras tanto, convenía ponerse a buenas con sus adversarios. Si protestaba mucho, solo conseguiría que Flasher le sacara aún más fotos.


—Es una pena que la casa no salga en el reportaje —se lamentó Paula—. Es preciosa. Ya me he enterado de que fue su difunta esposa la responsable de la decoración. Belen nos ha contado…


—Por lo que veo ya conoce a todos —la interrumpió Pedro—, bueno, a todos menos a Kevin. Me pregunto dónde se habrá metido.


—Estará escondido —apuntó Belen echando un vistazo a su alrededor.


—Sal, bonito, venga —le llamó Simon.


Paula miró a los hermanos perpleja.


—¿Kevin es el perro? —preguntó, mirando también hacia el suelo.


Oyó una especie de gemidos y sintió un aliento cálido contra su pantorrilla. Sorprendida, dio un salto hacia atrás: un niño como de unos cuatro años, con el pelo tan oscuro como el de su padre, estaba a cuatro patas delante de ella, olisqueándole los pies. Era el niño más mono que había visto en su vida, y estaba tal y como su madre lo trajo al mundo.


—¡Déjalo ya, Kevin! ¡Eres un pervertido!


—No soy un per… perver… pervirto. Soy un perrito —hizo una pausa y se quedó mirando a la joven con expresión seria que se trocó al fin en una radiante sonrisa—. Y ella es una hidra de fuego.


—¿Una qué? —preguntó Paula mientras el niño se agarraba a su pierna para ponerse de pie.


—Basta, Kevin —le amonestó Pedro levantándolo en brazos—. No se permiten perros en casa. Belen, sube con tu hermano y ponle algo encima.


—¿Qué tal si le busco un collar? —rezongó la niña llevándose al pequeño a rastras.


Durante toda aquella escena, Flash sacó por lo menos una docena de fotos de los niños por supuesto, todas de espaldas, tal y como había prometido.


—La verdad, no me imaginaba que criar niños fuera tan… tan… —empezó Paula


—¿Peligroso?


—No, divertido. Siempre pensé que se debía sólo a que su estilo resultaba especialmente cómico, pero ahora me doy cuenta de que así es la vida real.


—Sí, esto es como un zoológico. En cualquier serie de televisión matarían por estos diálogos.


—Lo que más me llama la atención es lo controlado que lo tiene todo. Es increíble —se admiró Paula mientras le seguía a la sala de estar.


Desde luego, a ella la tenía bien controlada, se dijo, reparando en la mano que él le había puesto en la espalda con toda la confianza del mundo. Sentía aquella pequeña porción de su cuerpo ardiendo al rojo vivo e irradiando chispas hacia otras partes más íntimas. ¿Qué diantres le estaba pasando? Aquella sensación era lo más parecido a un cortocircuito que había experimentado en su vida.


Cuanto antes acabara con aquella entrevista, antes podría volver a esconderse en Chicago.


Levantó la cabeza y sorprendió la mirada de Pedro fija en ella. Sus ojos eran tan oscuros como su pelo, de un intenso color café mezclado con una gota de leche. Tenía unas pequeñas arruguitas en los lados, no muchas ni muy profundas, las justas para demostrar que Pedro Garcia había vivido su porción de experiencias Paula estaba segura de que las jovencitas todavía se volvían para mirarlo.


Y aunque ella no fuera precisamente una adolescente, tenía que reconocer que también estaba a punto de sucumbir a su encanto. Tenía que concentrarse y pensar que estaba con él por motivos estrictamente profesionales, para asegurar su puesto en la revista. Sabía mejor que nadie las nefastas consecuencias que le podía acarrear mezclar el trabajo con otras cosas. Al ser mujer, sabía de sobra que tenía que esforzarse el doble para lograr sus objetivos. A aquellas alturas de su vida, sería un tremendo error dejar que un desliz comprometiera su futuro profesional.


Pero justo entonces Pedro volvió a dedicarle una de aquellas arrebatadoras sonrisas, provocando que una corriente de puro deseo le atravesara todo el cuerpo. «No te dejes llevar», le susurró una vocecita en su interior. Y por una vez, la llamada de su sentido común la mantuvo a salvo de la tentación.




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