miércoles, 20 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 6




Mientras entraba en la cocina, Pedro se pasó las manos por la cara y el pelo para espabilarse un poco. La luz del sol que se deslizaba por las entreabiertas persianas le hizo parpadear. 


Aunque solo eran las nueve de la mañana, y el sol de julio no había alcanzado todo su potencial, sí tenía ya la fuerza suficiente para cegarle.


Con los ojos medio cerrados, dejó sus notas sobre la encimera. Quería ponerse a trabajar en su próximo artículo de inmediato, pero antes necesitaba una dosis de cafeína, ese maravilloso estimulante que era lo único que conseguía despertarlo definitivamente.


Pedro echó una cucharada de café soluble en una taza con agua hirviendo, sacó la leche de la nevera y la olisqueó antes de servirse.


—Creo que lo tomaré solo.


Después de tres sorbos, el estimulante líquido consiguió activar lo suficiente su sistema nervioso para nacerle abrir los ojos y ponerse a pensar en su visita del día anterior a casa de su hermana. Por suerte, todo había acabado bien.


Con la promesa de comprarle el nuevo CD de los Breaker Boys consiguió que Simon, de once años, le perdonara por haber escrito sobre su última rabieta. A Kevin, por su parte, no le importaba en absoluto que su tío le retratara en la columna como el Nudista Loco del Sur, pero aún así, se quedó más contento cuando su tío le regaló las dos bolsas de golosinas prometidas.


Con Belen, sin embargo, le costó un poco más. Debía de haber imaginado que no le perdonaría fácilmente haber escrito sobre su primera menstruación, el gran tabú de las chicas de su edad. Tuvo que jurarle que le regalaría dos vestidos antes de conseguir arrancarle una sonrisa.


En el fondo, Pedro sospechaba que a los niños no les importaba salir en la columna, solo lo fingían para seguir manteniendo la posibilidad de chantajearle. A todos los niños les gustan los regalos, pensaba Pedro, contento de tener una excusa para mimarles un poco. Por otra parte, aquellos «chantajes» también eran una forma de ayudar a Ana, que siempre andaba justa de dinero.


Además, la cena en casa de su hermana había sido especialmente fructífera, pensó, mientras colocaba en la nevera las sobras que Ana había insistido en que se llevara. En cada visita se llevaba comida suficiente para una semana y material al menos para tres artículos.


Todavía estaba apoyado en la encimera, revisando las notas y comiendo pollo frío, cuando sonó el teléfono. Estaba tan concentrado que por un momento sintió la tentación de no contestar, pero cuando oyó el décimo timbrazo, decidió hacerlo. No volvería a olvidar conectar el contestador.


—Buenos días, ¿el señor Garcia? ¿Cómo está usted? —oyó que le saludaba una voz femenina.


—No tengo tiempo, gracias —dijo, y colgó.


Odiaba las ventas y las encuestas por teléfono. 


Aquella gente siempre se las arreglaba para pillarle en medio de una comida. Enchufó el contestador y volvió a la cocina.


No había hecho más que asir el tenedor, cuando el teléfono volvió a sonar. Pedro dio un respingo y la mitad del pollo y la salsa se le cayeron encima de los pantalones y las notas para su artículo.


Mientras se afanaba por arreglar el desaguisado, oyó la misma voz femenina de la anterior llamada.


—Señor Garcia, no pretendo venderle nada, pero tengo una oferta que hacerle que no podrá rechazar.


—Sí, seguro —murmuró Pedro. A pesar de aquel tonillo de marisabidilla, tenía que reconocer que esa voz tenía un toque sensual y misterioso. Por otra parte, le resultaba algo familiar…


—Soy P.E. Chaves, de Modern Man Magazine. Sé que está usted ahí, así que responda, por favor.


—¡Maldita sea! —masculló Pedro dejando el tenedor sobre las notas. En su carrera hacia el teléfono se tropezó con una silla y se dio un golpe que le hizo ver las estrellas.


«Una oferta que no podrá rechazar». Se preguntó a qué se referiría: ¿Le iban a dar más espacio en la revista? ¿Un libro quizá? Era bastante posible. De hecho, una de las razones que le habían hecho decidirse por aquella revista era que la compañía a la que pertenecía también editaba libros.


Y eso haría que su cuenta aumentara sustancialmente.


—¿Sí? ¿Diga? —casi gritó cuando por fin agarró el auricular. Sin embargo, ya habían colgado.


Maldiciendo su suerte, con la pierna dolorida y lo que parecía el principio de una terrible jaqueca, se dejó caer en un sillón.


Menos mal que sus lectores no podían verle en aquel momento, se consoló. Qué estúpido había sido: no solo no había reconocido a su editora sino que encima casi se mata con aquella silla. 


Iba a perder la ocasión de su vida y todo por su propia estupidez.


De repente se le ocurrió una idea: el número de la revista estaría en la memoria del teléfono. Ni corto ni perezoso pulsó la tecla adecuada y esperó expectante.


Ella respondió al primer timbrazo. No se andaba con tonterías: ya se había dado cuenta la primera vez que había hablado con ella, hacía unos meses. Desde entonces, solo se habían comunicado por correo electrónico, tal y como él le había pedido, a lo que ella no puso ninguna pega. Al oír su voz por tercera vez pensó que quizá aquella idea del email había sido una soberana estupidez.


—Señor Garcia —le saludó. Pedro era todo oídos: estaba seguro de que su nerviosismo se debía a la posibilidad del libro, y no tenía nada que ver con el toque sensual de aquella voz—, tengo estupendas noticias para usted —«Seguro que sí», se dijo Pedro. Nuestra revista ha decidido dedicarle un reportaje.


—¿Cómo dice?


—Vamos a preparar un número especial sobre usted, señor Garcia… ¿o debería llamarle señor James?


—Alfonso está bien. Y la respuesta es no, definitivamente, no.


—¿Perdón, cómo dice? —replicó Paula Por el tono de su voz, Pedro sospechaba que nada más lejos de su intención que pedir disculpas.


—Escuche: yo escribo artículos y no tengo la menor intención de convertirme en el tema de uno.


—Ya, entiendo que no le guste la fama, señor Garcia, pero me temo que, en este caso, tendrá que hacer una excepción.


Pedro escuchó atónito mientras ella le contaba los detalles de la reunión con su jefe.


—¿Quiere decir que ese tipo piensa que soy una mujer?


—No exactamente: en su opinión, es una mujer la que escribe la columna para usted. Necesita que se demuestre que está equivocado.


—Si me manda un billete de avión, puedo presentarme mañana mismo en su oficina y escribir el próximo artículo en el ordenador de su despacho. Supongo que eso podría convencerlo, ¿no?


—No creo que sea necesario. Yo misma iré a Richmond.


—¿Qué? ¿Usted aquí?


—Seré la encargada de escribir el reportaje. El tema será: Un día en la vida del autor más popular de Modern Man Magazine y sus hijos.


Los niños. Un sudor frío empezó a resbalarle por la frente, y el estómago se le contrajo en un nudo.


—¿Qué le parece el viernes? —preguntó Paula 


Solo quedaban tres días.


—No… no creo que sea posible. Te… tengo otros compromisos.


—Entonces habrá que buscar otra fecha, cuanto antes, mejor. ¿Le va bien el viernes siguiente?


Aquella mujer era implacable. Probablemente era igual de fría en persona, una tirana que no hacía mas que dar órdenes, esperando que el mundo girara a su alrededor. Iba a demostrarle que él era un hueso duro de roer.


—Como ya le he dicho, no tengo la menor intención de ser el protagonista de ningún reportaje.


Se hizo una larga pausa al otro extremo de la línea. Por fin Pedro oyó un fuerte suspiro, pero no de derrota, como ingenuamente había pensado.


—Se lo explicaré de otra forma —dijo—: mi jefe piensa que usted es un fraude, y si no le convencemos de lo contrario, la columna de este mes será la última de la serie «Viviendo y aprendiendo».


¿Un fraude? ¿Cómo se atrevía su jefe a insinuar semejante cosa? Puede que fingiera ser un padre viudo, pero no había plagiado sus artículos. Todas y cada una de las columnas habían salido de su cabeza, desde la primera hasta la última palabra. No era ningún fraude…


En fin, tenía que reconocer que, en cierto sentido, puede que lo fuera. Y si P.E. Chaves llegaba a Richmond, estaría de acuerdo. Pero si no lo hacía… Adiós columna, adiós seguridad, y adiós ingresos.


¿Cómo ayudaría entonces a Ana y los niños? Se había imaginado que los artículos le proporcionarían ingresos regulares durante años, que llegarían por lo menos hasta pagar la boda de Belen.


Y sin embargo, en aquellos momentos estaba en juego incluso su propia seguridad.


Tenía que hacer algo… y tenía que hacerlo antes del viernes.



EN APUROS: CAPITULO 5




Paula estaba sentada delante de su mesa, buscando frenéticamente las tabletas antiacidez. 


Siempre guardaba una caja en la oficina, otra en casa, otra… Rebuscó en el bolso y por fin la encontró. Sacó dos y las masticó de inmediato.


¿Cómo había sido capaz «el Segador» de insinuar que Pedro no era más que un fraude? ¿Acaso pensaba de verdad que aquellos artículos los escribía un ama de casa mientras Garcia se limitaba a contestar el teléfono y prestar su nombre? Ridículo.


Paula sabía distinguir un material auténtico cuando lo tenía delante. Y Pedro Garcia era un auténtico viudo empeñado en educar a sus tres hijos. No hacía falta más que leer sus artículos para darse cuenta de eso. Paula podía notar su preocupación cuando afrontaba problemas serios, y su genuino alivio cuando los solucionaba. Era evidente su alegría y su amor por su familia.


Aquel hombre presentaba sus emociones desnudas, y seguramente fuera eso más que otra cosa lo que había molestado a su jefe.


¿Molestado? Le había aterrado: no podía soportarlo, como tampoco podían hacerlo los otros machos de la redacción. Sin embargo, esos artículos no habían producido el mismo efecto en los lectores, que estaban encantados, como demostraba el aumento de las ventas y las entusiastas cartas que se recibían cada día.


Pedro Garcia era la persona más auténtica con la que se había tropezado en años. Estaba dispuesta a arriesgarlo todo por lavar su reputación.


Paula tragó saliva y se metió en la boca otras dos tabletas. Sabía que había puesto toda la carne en el asador: su trabajo, su prestigio profesional, sus planes para el futuro…


—Demostraré que no es un fraude —había dicho en el despacho de su jefe—. Yo misma haré un reportaje en profundidad sobre el autor y sus hijos… en su propia casa. Eso entusiasmará a los lectores.


Su jefe aceptó sin vacilar. Paula notó incluso cómo empezaba a calcular mentalmente los beneficios. Su propuesta recibió todos los parabienes, e incluso se admitió que, por un tiempo, dejara a un lado sus otras responsabilidades para centrarse en el artículo. 


Sin embargo, si el reportaje demostraba que Pedro Alfonso no era mas que un fraude…


Entonces bien podía despedirse de su trabajo; su prestigio profesional quedaría a la altura del betún y jamás de los jamases conseguiría el anhelado puesto de editora jefe de la revista.


Sin embargo, no tenía porqué preocuparse. 


Todo lo que tenía que hacer era convencer a un hombre muy celoso de su intimidad, tanto que ocultaba su verdadero nombre y el de sus hijos detrás de un seudónimo, para que aceptara una entrevista muy lucrativa. Y tendría que hacerlo si no quería renunciar a unos sabrosos ingresos.


Planteado de aquella forma, ¿qué padre de familia se negaría a aceptar?


Paula echó un vistazo a su reloj: las nueve en punto. Un día más que se quedaba hasta las tantas en la oficina. Demasiado tarde para llamar a nadie que viviera en la Costa Este. 


Decidió que telefonearía a la mañana siguiente.




EN APUROS: CAPITULO 4




Pedro se encaminó por el sendero flanqueado de petunias que conducía a la entrada de la casa de estilo colonial de su hermana. Era la casa perfecta, situada en un arbolado barrio residencial de la señorial ciudad sureña de Richmond, en Virginia. Perfecta también para una mujer divorciada con tres hijos, dos chicos y una chica. Sin embargo, resultaba demasiado doméstica para él, Pedro Alfonso, que empezaba a considerarse a sí mismo un impenitente solterón. Por esa razón había puesto la mansión a nombre de su hermana cuando una anciana tía se la dejó en su testamento.


Aquella casa, sin embargo, le sentaba como un guante a su alter ego, Pedro Garcia, padre soltero y escritor. Por suerte para los dos Pedros, aquellas visitas a casa de su hermana le proporcionaban material suficiente para elaborar los artículos de varios meses.


Dio un par de golpes con la aldaba de bronce que adornaba la puerta de roble pulido y, a través de los cristales entrevió la silueta de su hermana que se acercaba a abrirle. Cuando lo hizo, notó el delicioso aroma del asado.


—Hmmmm. Huele de maravilla —dijo, besando a Ana en la mejilla…


—Sí, no me extraña que te parezca apetitoso, teniendo en cuenta que te alimentas de pizza y palomitas.


—Pizza, palomitas y una cervecita de vez en cuando —le corrigió Pedro.


—Más que de vez en cuando, a juzgar por la tripa que se te está poniendo.


—¡Mentirosa!


No le pasaba nada a su tripa ni a ninguna otra parte de su cuerpo. Hacía ejercicio todos los días por pura necesidad: pasaba ocho o nueve horas al día delante del ordenador, y temía los problemas que eso pudiera acarrearle, especialmente teniendo en cuenta que ya había pasado de los treinta…


Tenía que reconocer, sin embargo, que cuidaba muy poco su alimentación, pero, por suerte, Ana se había propuesto corregir ese defecto.


—¡Tío Pedro! —su sobrino Kevin, de cuatro años, irrumpió en la habitación y corrió hacia él. Pedro lo levantó en brazos.


—¡Hola, monito! —dijo, besando al pequeño.


—No soy un monito, soy un león.


—¿Pero no eras un monito la otra vez que vine?


—Los monos tienen que comer verdura —replicó el pequeño haciendo una mueca de asco.


—¡Qué cara tienes! ¿Y qué comen los leones? —preguntó Pedro.


—Monos —contestó Kevin con un rugido.


—¿Dónde están tus hermanos? No me digas que también te los has comido…


—No, claro que no, pero ellos serían capaces de comerte a ti. Están muy enfadados porque volviste a sacarles en tu revista.


—No lo hice.


—Sí lo hiciste —replicaron Ana y Kevin a coro.


—De todas formas, ¿cómo es que leyeron Modern Man?


—En casa de su padre. Y no cambies de tema: volviste a sacarles en tu artículo.


—Solo utilicé un par de anécdotas, y cambié los detalles. ¡Ni siquiera puse sus nombres!


—Lo que necesitas es una esposa y una familia propias sobre las que escribir —dijo Ana.


—Eso es mucho peor que las verduras —se estremeció Pedro—. Me parece mucho mejor seguir con este arreglo.


—Cobarde: bienvenido al club de los gatos escaldados.


—Tú saliste escaldada —replicó Pedro—. A mí me hicieron pedacitos y dejaron que me devoraran los abogados.


Su experiencia matrimonial y el amargo trago del divorcio le habían enseñado todo lo que quería saber sobre las relaciones de pareja, y de ahí su empeño por evitar enredarse en otra.


Esa había sido la segunda gran lección de su vida. La primera la había obtenido en el mundo académico: tras pasarse años trabajando e investigando, había sido el jefe de su departamento el que se había llevado todos los laureles. Y había sido tan ingenuo como para pensar que tras una denuncia oficial iba a conseguir el reconocimiento que le debían.


Al final, se había encontrado sin nada: sin trabajo, sin cartas de recomendación y sin ahorros. Aprendió rápidamente que una saneada cuenta bancaria era el mejor sinónimo de seguridad en la vida.


Y por ese baremo medía el éxito que había alcanzado aquellos meses. Gracias a «Viviendo y Aprendiendo» sus ahorros crecían de día en día.


Y cuanto más dinero tuviera, más podría ayudar a Ana y a sus sobrinos. Ella no había tenido suerte con el divorcio: aunque su marido le pasaba regularmente y sin la menor queja la pensión que había determinado el juez, no era suficiente ya que tampoco su ex cuñado era precisamente un hombre rico.


Otra buena razón para evitar caer en la trampa matrimonio — divorcio.


La voz de su sobrino le hizo volver a la realidad.


—Simon y Belen se pusieron como locos.


—¿Y tú, señor León? ¿También estás enfadado conmigo?


—Ummm —Kevin meneó la cabeza, considerando aquella pregunta con la mayor seriedad.


—Me parece que necesito un poco de magia para arreglar este asunto: ¿qué tal si le regalo un CD a Simon, un vestido nuevo a Belen y te doy a ti una bolsa grande de gominolas? —propuso Pedro persuasivo.


—¡Nada de chantajes! —protestó Ana encaminándose a la cocina.


—Dos bolsas —susurró Kevin al oído de su tío.


—Trato hecho.



martes, 19 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 3





Tres minutos después estaba delante de la puerta del despacho de su jefe. Llamó discretamente con los nudillos antes de entrar, con una sonrisa llena de confianza y las manos encogidas para disimular el lamentable estado de sus uñas.


Para su sorpresa, se topó con cinco compañeros sentados en la mesa de reuniones. «El Segador» no estaba con ellos.


—Vaya, vaya: ya está la pandilla reunida —comentó uno de sus colegas.


Tras dudar un instante, Paula. se irguió y se dirigió hacia ellos.


—No es que no me alegre de veros, chicos, pero pensé que esta sería…


—Una reunión privada —acabó Jones por ella—. Únete al club de los desinformados.


—¿Dónde está Owens? —preguntó, mirando a los hombres que estaban alrededor de la mesa.


—Le han despedido esta mañana. Al «Segador» no le han gustado sus dos últimos artículos.


—¿Los de cómo ligar? Querrás decir entonces sus pasados cincuenta artículos —replicó Smith con una carcajada.


Podía haberle ocurrido a cualquiera de ellos, pero Paula no detectó ni un átomo de simpatía en la voz de sus camaradas. Hombres. 


Permanecían juntos como… una manada de tiburones. Para ellos un compañero herido se convertía de inmediato en una presa fácil ¿Qué ocurriría si llegaban a darse cuenta de su debilidad? Cerró los puños para evitar la tentación de empezar a comerse las uñas.


—¿Así, sin más? ¿Sin avisarle? —preguntó.


—No tienes por qué preocuparte, Chaves. He oído que le gustan las mujeres.


—Bueno, chicos, siento desilusionaros, pero prefiero que me juzguen por mi trabajo, no por mis curvas.


—¡Y menudas curvas!


—¡Sois unos animales! —exclamó Paula cuando cesaron los silbidos—. Estáis por lo menos dos escalones por debajo en la escala de la evolución.


—A juzgar por lo bien que está funcionando tu nueva columna, no creo que tengas problemas para conservar tu puesto. ¿Quién hubiera pensado que iban a tener tanto éxito esos consejitos para padres inexpertos?


En ese momento se abrió la puerta y, rodeado de sus más directos colaboradores, el jefe entró en el despacho.


—Buenos días. Acabo de revisar el planning para los próximos números —anunció sin más preámbulos mientras tomaba asiento. No miraba a nadie al hablar, y a pesar del bien cortado traje y del impecable bronceado, su expresión hacía pensar en un cocodrilo enfadado. Sin embargo, eran sus ojos los que tenían a Paula aterrada: eran tan fríos y crueles como los de un tiburón.


—Hay varias cosas que me preocupan —continuó «el Segador»—. Empecemos con esa columna de «Viviendo y Aprendiendo» y el tal Pedro Garcia, ese supuesto especialista en pedagogía infantil —Paula sintió un peso en el estómago. ¿Era solo producto de su imaginación el que la voz de su jefe sonara más gélida de lo habitual?—. Tengo el presentimiento de que ese hombre es un fraude. No hace falta que te explique el daño que semejante montaje podría hacerle a la revista… y a tu carrera —dijo mirándola directamente por primera vez.


Paula vio estallar el brillante globo que encarnaba a su Sueño Número Uno.


Parpadeó rápidamente, resuelta a no dejarse vencer. Un montón de agujas habían acabado con su otro sueño, y no estaba dispuesta a que ocurriera lo mismo otra vez. No iba a rendirse. 


No, sin luchar.


Se adelantó un poco, colocando las dos manos encima de la mesa, olvidando por completo la imagen de profesionalidad y el lamentable estado de sus uñas.


—¿Qué quieres decir con eso de que tienes la impresión de que es un fraude?




EN APUROS: CAPITULO 2




Paula Chaves se alisó la minifalda negra, se estiró la chaqueta del traje y se encaminó a la puerta para salir de su despacho, pero se detuvo en seco incluso antes de abrirla.


—¿Y ahora qué te pasa? —le preguntó Flasher con su bien modulada voz de tenor.


Paula. se dio la vuelta para mirar a su joven amigo y colega, que estaba sentado en el borde de la mesa con las piernas cruzadas.


—¿Qué tal estoy? —le preguntó agobiada—. Por favor, dime la verdad…


—Muy bien —respondió.


—Eso no me basta. Eres fotógrafo, el ojo crítico se te supone, ¿no? Anda, no te cortes, por favor, sé sincero y dime qué tal estoy.


Flasher ladeó la cabeza observándola con atención.


—Pues… como fotógrafo y crítico, he decirte que… estás igual de bien que antes.


Paula exhaló un gemido: el nuevo director acababa de convocarla para una reunión, necesitaba estar mucho mejor que bien. Tenía que proyectar una imagen de fría profesionalidad, de absoluta seguridad en sí misma, todo en su aspecto debía denotar que la revista no podría salir adelante sin ella, y que, además, sabía ir a la última sin resultar estridente. Así que un simple «bien» no le bastaba.


—Es el pelo, ¿verdad? —preguntó apartando de la cara algunos mechones sueltos.


—Tu pelo está perfecto, como siempre.


—¿El maquillaje entonces?


—Estás impecable.


—¿Estás seguro? —se precipitó a su escritorio y sacó un espejito del cajón superior.


—De acuerdo —se rindió al fin Flasher—, si insistes en encontrar algún fallo, no me queda más remedio que admitir que sí, que tienes uno…


—¿Qué, qué es?


Flasher extendió sus manos moviendo los dedos delante de ella.


—Las uñas, cariño.


Paula examinó las suyas, salvajemente mordisqueadas.


—¿Y qué sugieres?


—No estaría mal que dejaras de mordértelas.


—Creo que lo único que no he probado es la hipnosis.


—Dime una cosa, ¿hay alguien aparte de mí que conozca esa faceta tuya de niña pequeña? —preguntó Flasher.


—Se llama Paula Esther y ya me he cuidado yo muy mucho de mantenerla bajo siete cerrojos. No en vano soy la única mujer que ha llegado a ser editora de Modern Man Magazine (Revista del hombre moderno) y ha sobrevivido. Todos en esta revista me conocen como P.E. Chaves, «la Dama de Hierro»… Tú eres el único al que puedo confesar que estoy como un flan.


Flasher hizo un gesto desdeñoso.


—No sé por qué te preocupas tanto. No creo que tenga intención de despedirte.


Ojalá pudiera tener ella la seguridad de su amigo. El nuevo jefe había llegado a la oficina de Chicago hacía solo dos semanas, pero como solía ocurrir con las malas noticias, su reputación le había precedido: su afán por recortar presupuestos y hacer reajustes de personal sin que se le moviera un músculo le habían valido el apodo de «El Segador». 


Durante su primera semana en el puesto había despedido al editor jefe sin contemplaciones, aunque todavía no había anunciado quién le sustituiría.


Por otra parte, Flasher no dejaba de tener parte de razón. Gracias a ella, Modern Man tenía la mejor columna de todas las revistas de su categoría: Viviendo y aprendiendo. Experiencias de un padre soltero en la educación infantil ofrecía a los lectores algo más que los habituales artículos sobre sexo y moda.


Entonces, ¿por qué estaba tan nerviosa? 


Mordisqueó lo que le quedaba de la uña del pulgar sin dejar de mirar la puerta.


—¡Ay! —exclamó dolorida sacándose el dedo de la boca.


—Tienes razón: deberías probar con la hipnosis. Mírame a los ojos —bromeó Flasher haciendo una estupenda imitación de Boris Karloff.


Sonriendo, Paula se apartó, pero su amigo se levantó de la mesa y se acercó a ella, asiéndola por los hombros. La joven lo miró a los ojos por fin, incapaz de seguir evitándolo.


—¿Quién es la mejor editora que ha tenido esta revista? —preguntó Flasher muy serio.


—Yo, pero es un secreto, solo lo sabemos nosotros dos…


—¿Y quién consiguió aumentar la tirada en un cincuenta por ciento?


—¿En un cincuenta? Ya me hubiera gustado…


—¡No me interrumpas! A ver, ¿quién es el alma más buena que conozco, aunque esté escondida detrás de esa armadura de acero?


Flasher rebuscó en el cajón superior hasta encontrar la bolsita con los cosméticos. Con mano experta aplicó los polvos compactos, colorete y pintalabios.


—Escúchame bien —le animó—, eres lo mejor que le ha pasado en años a esta revista. Eres original, directa y sincera, y estás llena de ideas. El puesto de editora jefe es tuyo.


—Mío —murmuró Paula nada convencida.


—Muñeca, no seas tan modesta: no has luchado de la forma en que lo has hecho todos estos años con esos monstruos machistas de la redacción para nada. Te mereces ese ascenso, así que ve a por él.


Paula. sintió que se disipaba la tensión que la atenazaba y que sacaba de su interior nuevas reservas de seguridad en sí misma.


—Tienes razón: no voy a dejar que me amilane —dijo.


Eso sí que hubiera impresionado a su padre. «P.E. Chaves, editora jefe». ¿Por qué no? A fin de cuentas, aquel era su objetivo desde hacía tiempo. Ya se imaginaba, presidiendo reuniones con los redactores que ella misma habría convocado, tomando decisiones importantes, y de ese modo, poco a poco, consiguiendo sensibilizar a la población masculina sobre la forma de ver el mundo de las mujeres.


—Eres genial, Flasher —dijo agradecida—. Ojalá todos los hombres fuesen como tú.


—¿Cómo? ¿Fornidos, guapísimos y gays?


Ella le dio un cariñoso puñetazo en la barbilla.


—No: dulces, cariñosos y leales.


—No se puede tener todo.


Como si ella no lo supiera. Mejor sería que se conformara con conseguir una de las dos metas de su vida. A la otra, un sueño a decir verdad, a la de encontrar un hombre honrado y sincero con el que casarse había renunciado hacía tiempo.


Aunque había conseguido introducir algunos cambios en la revista, lo cierto y verdad es que la campaña para sensibilizar a la población masculina había llegado demasiado tarde para ayudarla en su búsqueda del «Hombre Perfecto».


El «Hombre Perfecto». Qué ironía.


Los dos únicos hombres que poseían las cualidades que ella consideraba imprescindibles en su media naranja ideal eran Flasher y su autor estrella, Pedro Garcia: uno estaba definitivamente fuera de su alcance, mientras que el otro… El único contacto que mantenían eran los artículos que Pedro le mandaba regularmente; solo habían hablado una vez por teléfono. Sin embargo, estaba segura de que nunca podría olvidar su profunda voz, teñida con el dulce acento del Sur. Cálida y seductora.


«Sácatelo de la cabeza, estúpida romántica», se amonestó a sí misma. Si ni siquiera se habían visto… no merecía la pena ni considerarlo como una posibilidad.


Había que concentrarse en la realidad, se recordó, en su carrera. Cerró los ojos y vio una especie de globo brillando delante de ella: el Sueño Número Uno. Y estaba a punto de hacerse realidad.


Cuando al fin salió por la puerta, no dudó ni un solo instante en que lo conseguiría.