miércoles, 20 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 4




Pedro se encaminó por el sendero flanqueado de petunias que conducía a la entrada de la casa de estilo colonial de su hermana. Era la casa perfecta, situada en un arbolado barrio residencial de la señorial ciudad sureña de Richmond, en Virginia. Perfecta también para una mujer divorciada con tres hijos, dos chicos y una chica. Sin embargo, resultaba demasiado doméstica para él, Pedro Alfonso, que empezaba a considerarse a sí mismo un impenitente solterón. Por esa razón había puesto la mansión a nombre de su hermana cuando una anciana tía se la dejó en su testamento.


Aquella casa, sin embargo, le sentaba como un guante a su alter ego, Pedro Garcia, padre soltero y escritor. Por suerte para los dos Pedros, aquellas visitas a casa de su hermana le proporcionaban material suficiente para elaborar los artículos de varios meses.


Dio un par de golpes con la aldaba de bronce que adornaba la puerta de roble pulido y, a través de los cristales entrevió la silueta de su hermana que se acercaba a abrirle. Cuando lo hizo, notó el delicioso aroma del asado.


—Hmmmm. Huele de maravilla —dijo, besando a Ana en la mejilla…


—Sí, no me extraña que te parezca apetitoso, teniendo en cuenta que te alimentas de pizza y palomitas.


—Pizza, palomitas y una cervecita de vez en cuando —le corrigió Pedro.


—Más que de vez en cuando, a juzgar por la tripa que se te está poniendo.


—¡Mentirosa!


No le pasaba nada a su tripa ni a ninguna otra parte de su cuerpo. Hacía ejercicio todos los días por pura necesidad: pasaba ocho o nueve horas al día delante del ordenador, y temía los problemas que eso pudiera acarrearle, especialmente teniendo en cuenta que ya había pasado de los treinta…


Tenía que reconocer, sin embargo, que cuidaba muy poco su alimentación, pero, por suerte, Ana se había propuesto corregir ese defecto.


—¡Tío Pedro! —su sobrino Kevin, de cuatro años, irrumpió en la habitación y corrió hacia él. Pedro lo levantó en brazos.


—¡Hola, monito! —dijo, besando al pequeño.


—No soy un monito, soy un león.


—¿Pero no eras un monito la otra vez que vine?


—Los monos tienen que comer verdura —replicó el pequeño haciendo una mueca de asco.


—¡Qué cara tienes! ¿Y qué comen los leones? —preguntó Pedro.


—Monos —contestó Kevin con un rugido.


—¿Dónde están tus hermanos? No me digas que también te los has comido…


—No, claro que no, pero ellos serían capaces de comerte a ti. Están muy enfadados porque volviste a sacarles en tu revista.


—No lo hice.


—Sí lo hiciste —replicaron Ana y Kevin a coro.


—De todas formas, ¿cómo es que leyeron Modern Man?


—En casa de su padre. Y no cambies de tema: volviste a sacarles en tu artículo.


—Solo utilicé un par de anécdotas, y cambié los detalles. ¡Ni siquiera puse sus nombres!


—Lo que necesitas es una esposa y una familia propias sobre las que escribir —dijo Ana.


—Eso es mucho peor que las verduras —se estremeció Pedro—. Me parece mucho mejor seguir con este arreglo.


—Cobarde: bienvenido al club de los gatos escaldados.


—Tú saliste escaldada —replicó Pedro—. A mí me hicieron pedacitos y dejaron que me devoraran los abogados.


Su experiencia matrimonial y el amargo trago del divorcio le habían enseñado todo lo que quería saber sobre las relaciones de pareja, y de ahí su empeño por evitar enredarse en otra.


Esa había sido la segunda gran lección de su vida. La primera la había obtenido en el mundo académico: tras pasarse años trabajando e investigando, había sido el jefe de su departamento el que se había llevado todos los laureles. Y había sido tan ingenuo como para pensar que tras una denuncia oficial iba a conseguir el reconocimiento que le debían.


Al final, se había encontrado sin nada: sin trabajo, sin cartas de recomendación y sin ahorros. Aprendió rápidamente que una saneada cuenta bancaria era el mejor sinónimo de seguridad en la vida.


Y por ese baremo medía el éxito que había alcanzado aquellos meses. Gracias a «Viviendo y Aprendiendo» sus ahorros crecían de día en día.


Y cuanto más dinero tuviera, más podría ayudar a Ana y a sus sobrinos. Ella no había tenido suerte con el divorcio: aunque su marido le pasaba regularmente y sin la menor queja la pensión que había determinado el juez, no era suficiente ya que tampoco su ex cuñado era precisamente un hombre rico.


Otra buena razón para evitar caer en la trampa matrimonio — divorcio.


La voz de su sobrino le hizo volver a la realidad.


—Simon y Belen se pusieron como locos.


—¿Y tú, señor León? ¿También estás enfadado conmigo?


—Ummm —Kevin meneó la cabeza, considerando aquella pregunta con la mayor seriedad.


—Me parece que necesito un poco de magia para arreglar este asunto: ¿qué tal si le regalo un CD a Simon, un vestido nuevo a Belen y te doy a ti una bolsa grande de gominolas? —propuso Pedro persuasivo.


—¡Nada de chantajes! —protestó Ana encaminándose a la cocina.


—Dos bolsas —susurró Kevin al oído de su tío.


—Trato hecho.



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