jueves, 17 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 49





Paula aparcó el coche en el garaje, agarró su maletín y salió. Lo peor del invierno era llegar a casa cuando había anochecido. A ella le gustaba estar al aire libre, trabajando en el jardín o dando largos paseos por el barrio.


Las casas antiguas avivaban su curiosidad. 


Tenían mucha más personalidad que aquellas que parecían brotar cada noche en los barrios nuevos. Todas ellas tenían historia, y raíces. 


Mientras que sus únicas raíces estaban en un contenedor de basura y en Meyers Bickham.


Una vieja iglesia. Un sótano oscuro. Ratas grises. Parecía un escenario más propio de una película de terror que un lugar para niños abandonados.


Cuando todo aquello terminara, viajaría hasta allí, para ver si de esa forma podía poner fin a sus pesadillas. Seguramente vería ese lugar de forma diferente a cuando tenía siete años.


Pero de momento, tendría que seguir viviendo con sus miedos.


Comenzó a dirigirse hacia la puerta de atrás de su casa y de pronto se detuvo.


Había vuelto a caerse la tapa del cubo de basura. Afortunadamente, contaba con las luces exteriores que Pedro había insistido en instalar en aquella zona. Levantó la tapa y volvió a colocarla sobre el cubo de plástico. Y justo en aquel momento algo se movió entre los arbustos.


El corazón pareció subírsele a la garganta para desplazarse de nuevo hasta un pecho que parecía demasiado tenso para sostenerlo.


Pero sólo era el viento.


Una vez dentro, Paula se preparó una ensalada que comenzó a comer sentada a la mesa de la cocina. En la misma mesa en la que Pedro y ella habían desayunado esa misma mañana.


Se llevó el plato al pequeño estudio que tenía en la cocina y encendió el ordenador. No iba a perder toda la noche pensando en si Pedro iba a llamarla o no.


Se sentó con su plato de ensalada a medio comer y bajó el correo electrónico. Tenía veinticinco mensajes. Pero no iba a leerlos todos.


Casi sin pensar, tecleó Meyers Bickham e inició una búsqueda por Internet. Dudaba que pudiera encontrar algo, pero después de haberse enterado de que había vivido allí durante algún tiempo, le interesaba saber algo más sobre aquel lugar.


Revisó la lista de entradas y pronto encontró lo que estaba buscando: Hogar Infantil Meyers Bickham. Era un artículo escrito en mil novecientos noventa y cuatro. Lo marcó y comenzó a leer: A La Sombra Del Chapitel.


Era un título extraño para un artículo sobre un orfanato. Paula lo leyó rápidamente y volvió a leerlo otra vez, mientras los miedos familiares comenzaban a invadirla.


El orfanato estaba situado en una iglesia, en una colina de Georgia. Para una persona de fuera, era un lugar en el que los niños jugaban y corrían bajo el sol, pero para los niños que vivían en él, era un infierno regido por infinitas normas y durísimos castigos para aquél que se atrevía a quebrantarlas. Un lugar en el que eran pocas las risas, y muchas las noches de invierno largas y oscuras.


El artículo había sido escrito poco después de que el orfanato hubiera cerrado sus puertas. El autor decía que estaba basado en los recuerdos de los dos años que había pasado allí, pero todo escritor tendía a permitirse ciertas licencias. 


Seguramente el orfanato no era tan siniestro como lo describía.


Aun así, el amigo de Ron había dicho algo parecido. Y si de verdad era tan horrible, eso podía explicar las pesadillas que la habían perseguido durante veinte años. Una vieja iglesia. Escalones oscuros. Un bebé llorando…
Paula estaba cada vez más triste. Se arrepentía de haber leído aquel artículo. Se acercó a la cocina, tiró el resto de la ensalada a la basura y subió al segundo piso, donde Frederick Lee evocaba un pasado mucho más hospitalario.


Abrió el armario y sacó la caja en la que había encontrado el vestido de satén. El vestido lo había colgado en su armario, pero estaba segura de que había otros muchos tesoros esperando a ser descubiertos y ayudarla a cambiar de ánimo en una noche que debería ser de celebración.


Había conseguido conservar su trabajo, Tamara estaba recuperándose, y le había proporcionado a Pedro una información vital para arrestar al asesino de los parques de Prentice. Y había disfrutado de una maravillosa noche de amor. 


Ocurriera lo que ocurriera entre Pedro y ella, siempre conservaría aquel recuerdo.


En aquella ocasión, sacó una de las cajas de la parte de atrás del armario. La abrió y encontró en su interior un álbum de recortes. El tiempo había amarilleado sus páginas, pero estaban llenas de antiguos recortes de periódico. Y de una fotografía de boda. La novia estaba guapísima, vestida con un sencillo pero exquisito traje blanco salpicado de diminutas perlas.


Margie Billingham se casó con el reverendo Thomas Cleary el 18 de febrero de 1904. Y la boda se había celebrado en esa misma casa. 


Paula podía imaginarse a la novia bajando las escaleras bajo la atenta mirada de su familia y amigos, mientras se dirigía a casarse con el hombre de sus sueños.


—Engendraste una gran familia, Frederick Lee.


Se sentó en el sofá y hojeó el álbum, cuidando de no dañar las ajadas páginas. Bajo el álbum había un paquete de cartas, atadas con un cordel.


Sacó la primera. Era una carta de amor de Thomas. Cautivada por la dulzura de sus palabras y la intensidad de sus sentimientos, Paula las leyó todas.


Pero en la caja había algo más, envuelto en capas y capas de papel de seda. Paula apartó el papel y fue tirando y tirando hasta sacar el mismísimo vestido que aparecía en la fotografía. 


El tiempo lo había amarilleado, pero continuaba siendo maravilloso.


Se desnudó en un tiempo récord y se puso el vestido por encima de la cabeza. Le estaba un poco estrecho en las caderas y demasiado suelto en la cintura, pero se sentía como si hubiera retrocedido hacía el pasado.


Permaneció frente al espejo. Como siempre, el cristal ondulado distorsionaba su imagen, haciéndola parecer un fantasma de otros tiempos.


Dio media vuelta y bajó con el vestido puesto las escaleras. Aquella maravilla estaba pidiendo a gritos una copa de vino. Se sirvió una copa y regresó al estudio.


Volvió a conectarse a Internet y revisó el correo. 


Tenía tres mensajes más. El último era de alguien a quien no conocía, pero el asunto del mensaje le llamó la atención: Para mi dulce Daphne.


Aquellas palabras la aterrorizaron. Podrían ser de cualquiera que hubiera leído el periódico en el que hablaban de su cambio de nombre. 


Debería borrar el mensaje, pero no se atrevía. 


Porque también podía ser del asesino. De un asesino al que de una u otra forma, tendrían que detener.


De modo que leyó el mensaje.


«Hola, Daphne:
Estoy pensando en ti, aunque no me gustó que ayer pasaras la noche con Pedro Alfonso. Esperaba que fueras sólo para mí. Pero en realidad no me conoces todavía. Pronto lo harás. Y descubrirás lo mucho que tenemos en común. Mucho más de lo que tienes con Pedro. Él no ha sufrido tanto como nosotros. Pero lo hará. Confía en mí, lo hará.
Cuídate, Daphne. El destino nos unirá.»


¡Estaba loco! Aquel tipo era un auténtico depravado. ¿Qué demonios le hacía pensar que ella se podía parecer a él?


Paula quería gritar, arrojar algo contra la pared. 


Pero ni siquiera podía borrar aquel repugnante mensaje. Pedro querría leerlo.


Marcó inmediatamente el número de Pedro


Estaba comunicando. Se apartó del ordenador, intentando alejarse todo lo posible de aquel mensaje. Salió del estudio y se dirigió a la cocina, para volver a llenar la copa de vino. 


Pasó a toda velocidad por la puerta del sótano, como siempre. Pero aquella vez sintió algo más que una ráfaga de aire glacial. Se oía un llanto.


Se quedó muy quieta, completamente paralizada, mientras el corazón le latía violentamente. Estaba perdida. Había dejado que un asesino peligroso la volviera completamente loca.


Pero volvió a oír el llanto. Era el llanto de un bebé. Suave, pero inconfundible. Era el llanto de sus pesadillas. Pero sus pesadillas no eran reales. Las pesadillas no podían hacerle daño, a menos que perdiera la cordura.


Y ella no iba a perderla. Rodeó el pomo de la puerta del sótano con la mano y la abrió. Intentó encender la luz, pero la bombilla parecía haberse fundido. Aun así, la luz del pasillo era suficiente para poder ver los estrechos escalones que conducían al sótano.


No vio a ningún bebé, pero algo se movió entre las sombras y volvió a gritar. La oleada de miedo que la sacudió fue más fuerte y profunda y la empujó violentamente hacia el pasado. A la oscuridad de aquel lugar sombrío en el que los niños lloraban.


«Estrechémonos las manos. Si permanecemos juntas, no nos harán daño. Y no os mováis».


Paula permanecía quieta. Pero el bebé continuaba llorando. Y fuera lo que fuera lo que se había movido entre las sombras, cada vez estaba más cerca de ella




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 48





Georgia parecía desbordada de hombres llamados Billy Smith. De todas las edades. Y colores. Y religiones. De todos los grupos sociales. Pero no había ningún Billy Smith que viviera en La Grange o en Grantville. Así que aquel hombre no sólo era un violador y un presunto asesino, sino que también era un mentiroso.


—¡Dios! Es frustrante —dijo Mateo, frotándose el cuello—. Cuando por fin conseguimos una pista decente, nos quedamos empantanados con una montaña de números de teléfono.


—Necesitamos algo más. Alguna muestra de ADN, una huella dactilar. O una fotografía de ese hombre.


—¿No dijiste que conocías a una especialista en retratos robot de San Francisco?


—Sí, y voy a ponerme en contacto con ella esta misma noche. Me gustaría que viniera para hablar con Tamara mañana mismo. Si hay alguien capaz de crear una imagen a partir de la descripción de Tamara, ésa es Josephine.


—Por lo menos esta noche no hay luna llena —dijo Mateo.


—No ha vuelto a haber luna llena desde la noche que mataron a Sally.


—Tienes razón, y con luna llena o sin ella, tengo el horrible presentimiento de que ese tipo quiere volver a actuar.


—A eso se le llama intuición.


—¿Tú también lo crees?


—Sí. A ese tipo le encanta todo el circo de los medios de comunicación y poco a poco está perdiendo audiencia.


Mateo dejó escapar un suspiro.


—Y por supuesto, es muy probable que haya mentido sobre su nombre. Podría ser cualquiera.


—Cualquiera con una navaja afilada y la costumbre de acercarla al cuello de las mujeres.


Pedro estaba pensando en voz alta, más que conversando.


Y sobretodo, estaba pensando en Paula y en la tendencia del asesino a hacerle saber que la estaba vigilando. Si los periódicos lo hubieran sabido, habrían hecho el agosto. Y hubieran puesto a ese tipo al borde del delirio.


—¿Piensas quedarte a trabajar hasta tarde? —le preguntó Mateo.


—Me quedaré un rato más. Supongo que tú tendrás una tórrida cita.


—Digamos que una cita prometedora, ¿y tú? ¿Sigues saliendo con tu periodista?


—Yo no tengo a ninguna periodista.


Pero a pesar de sus palabras, estaba imaginándose a Paula en ese mismo instante, alzando sus enormes ojos castaños hacia él.


Aquello no iba a funcionar. Debería apartarse de su lado. Él no era bueno para Paula.


Esperó a que Mateo se marchara para sacar la fotografía de Natalia del cajón.


—Te abandoné. Te prometí que encontraría al asesino y no lo he conseguido. Y era lo menos que podía hacer por ti…


La había querido mucho, pero se había ido. Y lo único que deseaba ya Pedro, era que también lo abandonara la culpa.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 47




Pasó la tarde en el despacho del alcalde, y regresó después al periódico, para escribir un artículo sobre su propuesta de aumentar el turismo, promocionando las peregrinaciones de la primavera. Las peregrinaciones eran uno de los acontecimientos favoritos de Paula, pero aquella tarde no era capaz de dejar de pensar en Barbara… Y en Pedro.


El amor. Era extraño que Barbara confiara tanto en algo que Paula encontraba tan sobrecogedor e indefinible. Sabía que había algo muy especial entre Pedro y ella. Desde que lo había conocido, no había sido capaz de dejar de pensar en él. 


Incluso cuando estaba enfadada con él, la química que había entre ellos era tan fuerte, que no era capaz de pensar correctamente.


Pero después de haber hecho el amor, no sabía en qué estado estaba su relación. Pedro no había dicho una sola palabra sobre sus sentimientos hacia ella. Y no había comentado que quisiera verla otra vez. Si por ella fuera, volvería a verlo esa misma noche, y al día siguiente, y al otro… Quería volver a sentir sus labios sobre los suyos. Quería estar entre sus brazos. Quería sentirlo dentro de ella.


Terminó el artículo y apagó el ordenador. Lo demás podría esperar hasta el día siguiente.


Comenzó a llamar a Pedro, pero cambió de opinión. No quería parecer desesperada por verlo.


Si la echaba de menos, si quería verla aquella noche, la llamaría. Y si no…




miércoles, 16 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 46




Paula entró en el restaurante del club de campo de Prentice diez minutos después de las doce. 


Había un grupo de unas doce mujeres reunidas en tres mesas, la mayor parte de ellas mayores. Paula conocía a algunas de ellas por los artículos que había escrito cuando se ocupaba de la sección de sociedad. Una vida que apenas podía recordar, aunque sólo habían pasado tres semanas desde entonces.


El resto de los clientes estaba formado por mujeres vestidas para jugar al tenis, hombres equipados con los pantalones y el polo de golf y varios ejecutivos.


No era la clase de ambiente estirado que uno se encontraba en los clubs exclusivos de las grandes ciudades, pero no podía encontrarse nada más elegante en la Georgia rural. Barbara encajaba como un guante en aquel ambiente, pero Paula no se sentía cómoda en absoluto, aunque su amiga nunca lo notara.


—¿Más champán? ¿Es que hoy también hay algo que celebrar?


—Posiblemente. ¿Qué tal te ha ido con Juan?


—Bueno, después de considerar cuidadosamente este asunto —dijo, imitando el tono de Juan—, y después de haber hablado con el jefe de policía y de haber recibido en el último momento una llamada de Pedro Alfonso


Barbara imitó el retumbar de los tambores golpeando la cuchara contra la servilleta. 


Paula soltó una carcajada.


—Juan se ha mostrado de acuerdo en que ese artículo lo ha exagerado todo de forma desmesurada, y como estoy haciendo un buen trabajo, no tiene ningún motivo para despedirme.


—¿Un buen trabajo? Estás haciendo un trabajo excelente. Esta mañana he tenido a todos mis amigos llamando al periódico para suscribirse, diciendo que querían leer los reportajes de Paula Chaves.


—Eso explica todas las llamadas que ha recibido el periódico. ¿Pero eso significa que ninguno de tus amigos leía antes el Prentice Times?


—La verdad es que no mucho. Pertenecemos a la generación de Internet. Los periódicos son demasiado lentos. Pero hemos conseguido que conserves tu puesto. Por eso he pedido el champán —Barbara le hizo un gesto al camarero, que se acercó para llenarles las copas. Brindaron—. Por tu trabajo.


—Y porque voy a poder seguir pagando mis cuentas.


—Y ahora tengo que darte una buena noticia… —dijo Barbara.


—Habéis retrasado la boda.


—¡Muérdete esa lengua! Esto es un secreto, así que no se te ocurra decirle a nadie una sola palabra. Por lo menos hasta que todo haya pasado.


—No diré nada. ¿Qué vas a hacer?


—Joaquin y yo nos vamos a fugar.


—¿Cuándo?


—No puedo decírtelo, pero será pronto.


—¡Pero si ayer mismo estabas planeando una gran boda…! Me dijiste que yo iba a ser la dama de honor.


—Lo sé, pero no podemos esperar.


—Oh, Barbara, sé que te has encaprichado con Joaquin, pero todo está yendo demasiado rápido. ¿Cómo puedes estar segura de que es amor lo que sientes, o que Joaquin esta siendo sincero contigo?


—Cuando te enamores, lo comprenderás. Alégrate por mí, Paula.


Paula quería alegrarse. Lo deseaba sinceramente, pero no era capaz de deshacerse del terrible presentimiento que parecía enconarse en la boca de su estómago. Quizá fuera por los asesinatos, y por Tamara, y por todas esas cosas terribles a las que tenía que enfrentarse día tras día, pero la asustaba que Barbara se hubiera enamorado tan intensamente de un hombre al que apenas conocía.


Pero había dicho todo lo que podía. Cuando terminó el almuerzo, salió rápidamente de allí. 


No podía seguir fingiendo entusiasmo y la verdad era que tenía mucho trabajo que hacer.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 45




A Paula le habría gustado volver a casa y arreglarse un poco antes de reunirse con Juan, pero no podía llegar tarde. De hecho, incluso sobrepasó el límite de velocidad en más de una ocasión para poder llegar a la oficina tres minutos antes de la cita. A tiempo de oír el veredicto final.


Le habría encantado poder decirle a Juan que aquel artículo podía convertirse en un instrumento para capturar al asesino, pero en ese caso él insistiría en publicar en portada toda la verdad sobre Tamara, y Paula no pensaba hacer nada parecido hasta que el asesino estuviera entre rejas y Tamara completamente a salvo.


Era una periodista con escrúpulos. La prueba viviente de que existían.


Entró rápidamente en el despacho de Juan.


—Si estás buscando a Juan, no está aquí —le dijo Ron.


—¿Adónde ha ido?


—No lo ha dicho. Pero lo he visto irse en el coche hace una hora más o menos.


—Gracias.


Un indulto. Pero la irritaba, sobretodo después de lo mucho que había tenido que correr para llegar puntualmente a la cita. Además, le extrañaba. No era propio de Juan el faltar a una reunión.


Volvió a su mesa, pero no estaba de humor para trabajar. Sobretodo sin estar segura de si conservaba o no el trabajo.


Sacó su libreta y estuvo repasando las notas sobre el aspecto de Billy. Pelo rubio, piel bronceada… Nada suficientemente concreto como para conseguir una buena imagen.


Estuvo garabateando sobre un pedazo de papel y después tomó una hoja en blanco e intentó hacer un retrato.


—¿Qué estás dibujando, Paula? ¿Al hombre de tus sueños?


Paula alzó la mirada. Ron estaba frente a ella, con un taco de periódicos en una mano y una taza de humeante café en la otra.


—Definitivamente, no es el hombre de mis sueños —respondió.


—He leído un artículo sobre ti en una revista de chismorreos. Deberías denunciarlos por calumnias.


—Lo he pensado, pero no serviría de nada. Y además, tendría que pagar a un abogado, algo que no puedo permitirme.


—Me han dicho que Juan estaba que echaba humo.


—Ni siquiera sé si voy a poder conservar este trabajo.


Probablemente no debería estar contando eso en el periódico, pero si Ron sabía que Juan se había enfadado, estaba segura de que todo el mundo lo sabía.


—No te despedirá. Este tipo de polémicas ayudan a vender periódicos. El teléfono ha estado sonando durante toda la mañana. Todo el mundo quiere leer tus artículos sobre los asesinatos.


—Espero que tengas razón.


—Me sorprendió enterarme de que habías vivido en Meyers Bickham.


—¿Habías oído hablar de ese lugar?


—Cuando era niño, tenía un amigo que era de allí. Él decía que si eres capaz de vivir en Meyers Bickham, puedes vivir en cualquier parte.


—Viví allí menos de un año. Ni siquiera recuerdo cómo era. Supongo que ahora mismo ni siquiera existirá.


—No, continúa allí. Aunque supongo que terminarán derribándolo antes o después. Ahora mismo sólo es una vieja iglesia. Parece increíble que en otro tiempo fuera un hogar para niños abandonados.


Una iglesia. Escaleras oscuras. Las imágenes de sus pesadillas se abrieron paso en su mente, provocándole, como hacían siempre, un escalofrío de terror.


—Ni siquiera sabía que había una iglesia —comentó.


—Claro que había una iglesia. Con chapitel y todo. Pero de lo que más se acuerda mi amigo es de las ratas. Unas ratas enormes, grises. Todavía continúa teniéndoles un miedo mortal.


Paula se estremeció.


—Yo también. Me horrorizo al ver incluso a un ratón.


—Lo siento. No pretendía traerte malos recuerdos.


—No te preocupes.


Alzó la mirada al oír voces. Juan había vuelto.


—Supongo que será mejor que me ponga a trabajar —dijo Ron—. Juan quiere que revise las máquinas.


Antes de irse, volvió a mirar el dibujo de Paula


—Ese tipo me resulta familiar.


—¿De verdad? ¿Y dónde crees haberlo visto?


—No lo sé, pero me resulta familiar.


Paula sintió un miedo mortal. Eso significaba que el asesino podía haber estado allí y seguramente Ron lo había visto. Sólo era un tipo normal, un hombre guapo. Pero cruel. Que disfrutaba haciendo sufrir a las mujeres. Y matándolas.


Paula no podía seguir pensando en ello. Tenía que ver a Juan y averiguar si iba a poder pagar el siguiente mes de alquiler. 


Además, Pedro tenía un nombre. Y muy pronto, el asesino de los parques de Prentice estaría entre rejas.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 44




Tamara se enderezó en la cama.


—Siento no habértelo dicho la primera vez, Paula, pero tenía miedo.


Su voz se convirtió en un susurro, como si temiera que el hombre que estaba a punto de nombrar pudiera oírla. Paula comprendía perfectamente su temor.


—¿Cómo se llama, Tamara? —preguntó Pedro.


—Billy Smith.


Pedro dio un paso hacia la cama de Tamara.


—¿Sally estaba saliendo con Billy?


—No. Pero Billy quería salir con ella y se pasaba dos o tres días a la semana esperándola en la barra del bar.


—¿A ella le gustaba?


—Al principio no, pero él continuaba insistiendo. Comenzaron a hablar, y entonces…


Tamara se estremeció y comenzó a respirar con dificultad.


Paula corrió hacia la cama y posó la mano en el hombro de la joven.


—¿Necesitas una enfermera?


—No —Tamara respiró hondo—. Estoy bien.


Pedro le sirvió un vaso de agua y se lo tendió.


—Tómate todo el tiempo que necesites. No tenemos prisa.


Tamara asintió, pero vació el vaso rápidamente y comenzó a hablar otra vez.


—Una noche, vi a Sally y a Billy fuera del bar. Se estaban besando y Billy había deslizado la mano bajo su jersey.


—¿Sally parecía molesta?


—No, y cuando volvieron dentro del bar, estuvieron riéndose y susurrándose cosas al oído. Creo que esa noche se fue con él, pero no estoy segura.


—¿Esa fue la noche que la asesinaron?


—No. Fue el martes de esa misma semana.


—¿Sabes si tenía una cita con él la noche que la mataron?


—Esa tarde llegó a trabajar, pero recibió una llamada. Me dijo que se encontraba mal y se marchó antes de lo normal. Pero no parecía encontrarse mal. Creo que quedó con él y él la mató.


—¿Qué más sabes de Billy Smith?


—Es un hombre malo, detective. En serio. Y le gusta hacer sufrir a las mujeres.


—¿Cómo lo sabes?


—Porque solía pasarse por el Catfish y coqueteaba conmigo. Eso fue antes de que Sally comenzara a trabajar. Estuvo persiguiéndome de la misma forma que persiguió a Sally.


—¿Y llegaste a salir con él?


Tamara desvió la mirada y se cubrió la cara con las manos. Cuando las apartó, tenía los ojos llenos de lágrimas.


—Una noche me metí en el coche con él.


—¿Y qué ocurrió?


—Se suponía que íbamos a dar una vuelta, pero no nos alejamos prácticamente del restaurante. A los pocos metros, aparcó entre los árboles. Yo estaba nerviosa, pero al principio no me parecía que pudiera pasar nada. Estuvimos besándonos, acariciándonos…


—¿Y por qué dices que era un hombre malo?


Tamara se pasó la mano por el pelo.


—Llevaba una petaca de whisky. Yo tomé algunos tragos, pero él bebió mucho. Entonces comenzó a acariciarme por todas partes, de forma muy brusca. Yo le dije que me estaba haciendo daño, pero no se detuvo.


—¿Qué te hizo?


—Le supliqué que se detuviera, pero no me hizo caso. Sabía que dijera lo que dijera, no iba a detenerse. Me decía que era eso lo que yo quería. Que era lo que había pedido.


—¿Y te violó?


—Lo intentó, pero le di una patada en los genitales. Soltó un grito salvaje, me empujó fuera del coche y salió. Yo volví al restaurante en medio de la noche.


—¿Denunciaste lo ocurrido?


—No. Estaba demasiado avergonzada. Además, ¿quién iba a creer que había sido un intento de violación? Había bebido y estaba con un hombre en una carretera solitaria. Al día siguiente me dijo que si alguna vez le contaba a alguien lo ocurrido, me mataría. Y lo dijo de tal manera que lo creí. Todavía sigo creyendo que es capaz de hacerlo.


—¿Volviste a hablar con él después de la muerte de Sally?


—Vino al restaurante al día siguiente por la tarde. Yo estaba trabajando. Esperó a que no hubiera nadie más en el bar, y me dijo que si le contaba algo sobre él y sobre Sally a la policía, me mataría.


—Ese hombre no va a matarte —le aseguró Pedro—. ¿Sabes dónde vive?


—A mí me dijo que vivía en Grantville, pero a Sally le decía que vivía en La Grange, así que supongo que mentía.


—Y la descripción que me diste —le preguntó Paula—, ¿era correcta?


—Sí, en eso no mentí. No sé cómo pudo enterarse de que había hablado contigo, pero el caso es que se enteró.


—O sencillamente, decidió que a la larga terminarías hablando —dijo Pedro—. Es posible que planificara ese accidente para asustarte y que simplemente sea una coincidencia que ocurriera el mismo día que hablaste con Paula.


—¿Lo viste ese día, Tamara? —preguntó Paula—. ¿Estás segura de que fue él el que embistió contra tu coche?


—No le vi la cara. Estaba demasiado asustada intentando mantener el coche en la carretera. Pero fue algo intencionado, ¿y quién sino él podía intentar hacerme algo así?


Mientras Tamara repetía la descripción de Billy, Paula intentaba imaginárselo. Pelo rubio, piel bronceada, estatura mediana. Complexión normal. Ninguna marca especial. Bien vestido, y voz suave.


Pedro tomó algunas notas y preguntó:
—¿Qué tipo de coche conduce?


—Normalmente venía con un deportivo rojo, pero el día que me sacó de la carretera iba con una camioneta de color negro.


Pedro hizo algunas preguntas más, pero o bien Tamara les había contado ya todo lo que sabía, o estaba volviendo a dejarse llevar por el miedo.


—De momento lo dejaremos aquí —dijo Pedro—, y te dejaremos descansar, pero quiero que continúes pensando en lo que nos has contado. Si te acuerdas de algo más, llámame.


—Lo haré.


Paula tomó la mano de Tamara y se la estrechó con cariño.


—Eres una mujer muy valiente.


—Gracias.


—¿Qué ha ocurrido para que hayas cambiado de opinión? —le preguntó Paula.


—Fue ese artículo que publicaron sobre ti, en el que decían que eras huérfana y tu madre te había dejado en un contenedor de basura. Por el tono del artículo parecía deshonesto que te hubieras cambiado el nombre, pero yo no estoy de acuerdo. Y al leerlo, pensé que si tú estabas intentando ayudar a encontrar al asesino de Sally cuando habías tenido una vida tan dura, yo también debía poner algo de mi parte. Me refiero a que yo tengo unos padres que me quieren y que van a estar siempre a mi lado.


De modo que aquel artículo al final había conseguido algo que merecía la pena. Quizá incluso los llevara hasta el asesino.