martes, 18 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 29




Habían hecho el amor, y para Paula se había tratado de la experiencia más hermosa de toda su vida… hasta que Pedro se había arrepentido.


Amaba a Pedro con toda su alma, pero él no la amaba. Ni siquiera había esperado a hablar con ella cuando volvió del cuarto de baño.


Paula había tenido que aceptar su silencio y seguir adelante. No podía soportar la idea de que Pedro desapareciera de su vida, y estaba dispuesta a permanecer junto a él aunque sus sentimientos no fueran correspondidos.


Había ido de casa de Pedro directamente al trabajo, pero al cabo de un rato se había excusado y había ido a la montaña para reflexionar. Pero más tarde o más temprano, tendría que volver y verlo.


¿Por qué Pedro no era capaz de admitir que el pasado le seguía haciendo daño? ¿No sería ésa la única manera de que le hiciera un hueco en su vida?


«¡Eres tonta, Paula! Hacer el amor es una cosa, incluso que Pedro pareciera disfrutarlo… Y otra muy distinta, estar enamorado. Ha sido algo excepcional, que no va a repetirse».


Y eso era lo que tenía que asimilar mientras respiraba el frío aire de la montaña y sentía el viento golpearle las mejillas. Estaba fotografiando la flora que quería utilizar como fondo del diseño en el que estaban trabajando. 


Si se concentraba lo bastante, la excursión sería un éxito profesional y personal, y podría olvidar que había sido una excusa para alejarse de Pedro.


La luz cambió y Paula decidió dar por concluida la sesión. El aire había cesado y había una extraña quietud en el ambiente. Paula sintió humedad en las mejillas y en los labios. Alzó la mirada y vio que nevaba.


Copos grandes y abundantes cubrieron aceleradamente el camino. Paula guardó el equipo fotográfico y tomó la dirección de su coche. Había dejado el móvil en el coche, pero no creyó que hubiera motivo de preocupación. 


De entre la maleza, un papagayo alzó el vuelo y Paula pensó en Pedro.


Por un tiempo, había sido tan ingenua como para creer que él sentía algo por ella, y que quizá con el tiempo, llegaría a destruir sus defensas y confiar en ella plenamente. Pero era evidente que no le había hecho comprender que el mundo no iba a tratarle como lo había hecho su padre, y ella menos que nadie.


La nieve seguía cayendo profusamente y Paula se inquietó por primera vez. Tenía que llegar al coche antes de perder de vista el camino.



EL ANILLO: CAPITULO 28




Se quitaron la ropa el uno al otro y la dejaron caer al suelo hasta que se quedaron desnudos en la luz de la tarde que se filtraba por una ranura de las cortinas.


Pedro deslizó la mirada por el cuerpo de Paula y luego sus manos, y la echó sobre la cama donde la tocó por todas partes hasta que ella tomó el preservativo de encima de la mesilla y se lo colocó antes de conducirlo a su interior.


Pedro sintió una presión en el centro del pecho al tiempo que se arqueaba contra Paula y le sacudía una explosión de sensaciones.


La besó ciegamente, perdiendo el control y olvidando cualquier pensamiento que no fuera el de darle placer. Traspasó la línea hacia el puro instinto. Paula lo arrastró a él con su mirada de aceptación, y Pedro le hizo el amor con toda su alma.


Pero no era suficiente, o eso le dijo su mente mientras su cuerpo y sus emociones le decían lo contrario. Pedro rectificó. Sus emociones no formaban parte de la ecuación aunque sus manos adoraran el tacto de su piel y sus ojos buscaran en los de ella el consuelo de su alma.


Y entonces Paula dejó escapar un gemido y Pedro perdió todo control sobre sí mismo. Su cuerpo se sacudió y besó los labios y los párpados de Paula antes de pegar la nariz a su cuello y aspirar profundamente su aroma, a la vez que sus manos recorrían su espalda una y otra vez.


Paula le rodeó el cuello y lo acarició al tiempo que emitía un ruidito de puro placer.


—Me encanta cómo me acaricias.


Y aunque Pedro debía haber analizado lo que acababa de ocurrir como una pérdida total de control a la que debía poner remedio, la forma en que Paula lo miró le impidió hacerlo. Y en lugar de actuar, volvió a hacerle el amor.


Sólo entonces sus reacciones comenzaron a molestarle. Sus dedos moviéndose por sí solos como si amasaran, los pulgares recorriendo insistentemente sus clavículas, respirando el olor de su cuello hasta empaparse de él.


—No debería… No esperaba… No quería que experimentaras…


Las idiosincrasias de su enfermedad. Todas las inseguridades que Carlos, con sus acciones y sus palabras habían creado en él. Quizá lo mejor era que Paula lo viera por sí misma y aceptara que nunca sería normal.


Así interpretó que Paula retirara la mano de su pecho, se incorporara y se envolviera en la sábana que había dejado arrugada al pie de la cama. Con expresión nublada, se puso en pie y empezó a recoger su ropa.


Pedro también se levantó y se puso los vaqueros, sintiéndose más vulnerable que mientras hacían el amor.


—Tengo que ir a trabajar —dijo ella, yendo hacia el cuarto de baño.


Pedro se vistió y se marchó de la casa porque no sabía ni qué decir ni qué pensar. Seguía siendo el mismo hombre que Carlos Alfonso había rechazado y seguía sin poder ofrecer nada a una mujer, y menos a Paula, que se merecía más que ninguna.


Ésa era la única verdad.




EL ANILLO: CAPITULO 27




Paula se quedó sola, con el sobre todavía en la mano porque Pedro no se lo había quedado.


¿Qué estaba haciendo? ¿Tomarse un café mientras Pedro se vestía? ¿Iba a servir de algo que se cubriera?


Fue a la cocina y dejó el sobre en un banco. 


Luego caminó hacia la puerta con piernas temblorosas, decidida a recuperar la estabilidad aunque para ello tuviera que marcharse antes de cometer alguna imprudencia que la delatara.


Salió al vestíbulo y se chocó contra Pedro, que había salido a la vez de su dormitorio.


Instintivamente, Paula levantó los brazos para protegerse y apoyó los antebrazos en su pecho, que Pedro llevaba cubierto con una camisa azul marino.


«Qué estupideces observas mientras dejas que tu mirada le diga lo que quieres ocultar».


—No sé cómo comportarme contigo. Se me da mejor actuar de amiga —dijo. Y las manos de Pedro se abrieron y cerraron como hacía automáticamente cuando se debatía entre tocarla o no tocarla, antes de que las cerrara alrededor de sus codos.


Podía haberla separado de sí en ese momento. 


Quizá eso pretendía. Paula podía haber aprovechado para recuperar el equilibrio.


Pero los ojos de Pedro se oscurecieron y respiró agitadamente.


—Quiero…


—Toma lo que quieras —las palabras escaparon de la boca de Paula porque también era lo que ella deseaba—. Toma lo que los dos queremos, Pedro.


Su corazón habló por ella sin medir las consecuencias.


—¡Dios mío!, Paula, no puedo volver a contenerme. No puedo.


Cuando sus dedos se clavaron en sus codos, Paula se inclinó para cobijarse en sus brazos y dejó escapar un suspiro de satisfacción cuando él la abrazó contra su pecho al tiempo que la besaba.


Paula llevaba días deseándolo, y el corazón le dolía ante la oportunidad de tenerlo. Ese dolor debía haberla advertido de lo que sufriría entregándose por amor cuando para él no se trataba más que deseo. Pero no sirvió de nada, porque no podía dar marcha atrás. Y rogó que Pedro tampoco pudiera.


Pedro la besó lenta y delicadamente al principio. 


Acarició sus brazos de arriba abajo, le rodeó la cintura y la pegó a su cuerpo mientras seguía reclamando su boca. Su cuerpo se estremeció y por un instante, se quedó paralizado, con la frente apoyada en la de ella, respirando profundamente.


Ése era uno de los síntomas de su enfermedad, y Paula le masajeó la espalda, susurrando cuánto le gustaban sus caricias, hasta que Pedro se relajó y volvió a besarla una y otra vez.


Paula sabía que lo había hecho anteriormente con otras mujeres, pero prefirió no pensarlo, de la misma manera que no quería recordar las veces que ella había besado a otros hombres, esperando encontrar una conexión que nunca se producía.


Con Pedro, sin embargo, estaba ahí desde el principio. Al menos ella la sentía, y no quería pensar en lo que él pudiera sentir.


—Sabes lo que quieres y lo que puedes conseguir —murmuró ella.


Y al mirarla a los ojos, Pedro pareció sentir dudas que se borraron cuando pestañeó, a la misma velocidad que habían surgido.


Sin saber cómo, llegaron al sofá y Pedro descubrió que Paula estaba en sus brazos, que el corazón le latía con fuerza y que al respirar, sus pulmones se llenaban del aroma de Paula. Ocultó la nariz en su cuello y aspiró con fuerza para perderse en su olor. Ella dejó escapar un suave gemido y se asió a él con fuerza.


Pedro se aferró también a ella y las razones que le obligaban a evitar que sucediera lo que estaba sucediendo, se disolvieron como si nunca hubieran existido. ¿Tenía que racionalizar lo que pasaba, comprenderlo y definirlo? ¿No podía disfrutarlo sin más?


—Lo necesito, Paula. Una vez, si me das permiso.


Si era sólo una vez. Si los dos lo tenían claro…


La forma en que miró a Paula, hizo saber a ésta que estaba confuso y se sentía inseguro. Y sobre todo, que lo necesitaba. De haber dicho sólo que lo quería aunque no lo necesitara, quizá Paula habría adoptado otra actitud.


—Pues tengámoslo, Pedro.


Ni siquiera fue una decisión, sino una respuesta instintiva de su corazón al corazón de Pedro


Aunque una parte de ella quisiera mucho más, ya estaba acostumbrada a recibir menos en la vida de lo que quería. Disfrutaría del instante, se entregaría a él, lo viviría intensamente. Y lo superaría.


Apartó de sí la parte de tristeza que sentía y se concentró en el hombre que tenía en sus brazos. 


Quizá, si era muy afortunada y aunque fuera sólo por unos instantes, también poseería sus sentimientos.


Pedro la llevó al dormitorio. La necesidad que sentía de estar con ella superaba cualquier duda o inquietud. La abrazó junto a la cama y dejó que sus ojos y sus caricias expresaran todo aquello que encerraba en su interior.




lunes, 17 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 26




Trabajaron juntos y se relacionaron educadamente por el bien de la compañía. 


Colaboraron en proyectos y aportaron lo mejor de sí mismos.


Llegó el invierno. Hacía frío y llovía. Y Paula actuaba como una perfecta profesional, intentando convencerse de que no era infeliz, de que no necesitaba ningún otro tipo de relación con Pedro.


Había llegado a la conclusión de que lo que se le daba mejor era ser buena amiga, animar y consolar a los suyos cuando tenían penas de amor. Y eso que su vida sentimental era un auténtico desastre.


En cuanto a la relación con su familia, también había tomado algunas decisiones. Siempre le resultaría dolorosa, pero aprendería a protegerse.


Llamó a la puerta del apartamento de Pedro y tomó aire. Él no la esperaba; Paula le llevaba un sobre que había olvidado en su coche cuando habían ido a visitar a una clienta el día anterior. 


El sobre contenía las fotografías de la propiedad y Pedro le había dicho que pensaba dedicar el día a trabajar en ese proyecto desde su casa.


Así que necesitaría el material. Y Paula no tenía problema en entregárselo. Se lo daría, le desearía un buen día de trabajo y se marcharía. 


No era culpa suya que no contestara al teléfono. 


Al menos había podido entrar gracias a que Alex salía cuando ella llegaba. En ese momento oyó que entraba un mensaje en el teléfono.


Quizá Pedro no estaba en su casa, pero había dicho que estaría y era habitual en él dejar el móvil desconectado y el inalámbrico sin batería. 


Su recepcionista siempre le insistía que lo dejara en el cargador.


Paula creyó oír una puerta abrirse en el interior del apartamento y volvió su atención hacia el móvil. Era de su madre: He hablado con tu antiguo jefe y dice que puedes volver. 
Piénsatelo, cariño. ¿No has jugado bastante? Sabes que no llegarás a ninguna parte.


«Excepto a enamorarme de Pedro».


¿De dónde había salido ese pensamiento? 


Podía haber sido cualquier otro: «Me llevará a donde quiero dentro de mi carrera». O: «Es lo que me gusta hacer». Incluso podía haber sido: «Lo siento, mamá, pero soy así y estoy harta de que no me aceptes tal y como soy».


Todos esos pensamientos habrían sido válidos, y ninguno era tan terrible como el que la llenó de temor: Estaba enamorada de Pedro.


Admitirlo fue como recibir una bofetada. Por eso no podía olvidar ni un segundo las escenas que había vivido con él.


—Hola, Paula. Creía que Alex se había dejado algo y volvía por ello.


Las palabras de Pedro le llegaron como de lejos y Paula alzó la mirada del teléfono con una nueva y devastadora noción que la ahogaba como si una mano invisible la sujetara por la garganta.


Pedro llevaba el torso desnudo y el primer botón de los vaqueros desabrochado. Una película de humedad en el pecho indicaba que acababa de ducharse.


Alzó la mirada hacia su rostro, pero el calor que encontró en sus ojos no la ayudó a enfriar sus pensamientos. Los verdes ojos de Pedro ardían como llamas que la alcanzaban, quemándola por dentro y dejándola inerte ante el amor y la necesidad que despertaba en ella.


—Alex se ha ido —se limitó a decir.


—¿Querías decirme algo? —preguntó Pedro, señalando el teléfono.


Estudió su rostro, observó su cabello recogido en una coleta de caballo, la camiseta clara, los pantalones marrones, y volvió a su cara, a sus labios.


—No es un mensaje para ti. Mi madre dice que puedo volver a mi antiguo puesto de trabajo —evitó añadir que su respuesta había sido que quería sentir los brazos de Pedro alrededor de su cintura, y sus labios contra los de ella; entregarse a él en cuerpo y alma.


—No vas a aceptarlo —dijo él en tono de enfado—. Tú trabajo junto a mí es excelente, es el trabajo que necesitas y no hacer de oficinista para ser como el resto de tu familia. No quiero que… —aunque dejó la frase en suspenso, su mirada lo dijo todo. No sólo no quería que su madre dejara de hacerla sufrir. Tampoco podía soportar la idea de dejar de verla.


Paula se dijo que porque trabajaban bien juntos, no porque la amara ni nada por el estilo. Aun así, dijo:
—No te preocupes. He firmado un contrato para doce meses y espero poder forjarme una carrera a tu lado.


«No quiero dejar de verte, Pedro. Ni ahora ni en el futuro. No podría soportarlo».


La conciencia de que lo amaba era demasiado reciente como para pensar en perder la relación con él. ¿Cómo había llegado a aquel punto? ¿Cómo podía haberse enamorado locamente sin intentar evitarlo?


Y por otro lado, ¿qué podía haber hecho para evitarlo? Incluso antes de conocerlo, sus diseños la habían emocionado. Y cuando lo vio por primera vez cara a cara, una parte de ella supo lo que iba a suceder. Eso explicaba que, a pesar de su perplejidad, hubiera aceptado el hecho de que lo amaba sin ni siquiera plantearse otra posibilidad, como si respondiera a una ley de la naturaleza.


Sin embargo, el reconocimiento no la libraba de la inseguridad ni del temor, así que intentó recuperar el dominio de sí misma y recordar la razón que la había llevado hasta allí para así protegerse y evitar que Pedro descubriera sus verdaderos sentimientos hacia él.


Guardó el teléfono en el bolso y le tendió el sobre que sujetaba con fuerza en la mano.


—He venido a traerte esto. Lo dejaste en mi coche y supongo que lo necesitas. Te he llamado por teléfono, pero se ve que estabas duchándote.


Se pasó la mano que tenía libre por el muslo, en un gesto nervioso que no había repetido desde el día que Pedro la contrató.


—Gracias —dijo él, asiendo el sobre—. Quiero disculparme por haberte besado. Siento haberte puesto en una situación incómoda.


—No me siento incómoda —los besos la habían dejado desarmada, pero no podía decir que se arrepintiera.


—Me alegro —Pedro pareció aliviado.


Tiró del sobre sin que ella lo soltara y de forma natural, Paula cruzó el umbral de la puerta y Pedro la cerró tras ella.


Paula no pudo evitar quedarse mirando el torso de Pedro, musculoso y cubierto por una suave capa de vello oscuro.


«Deja de mirar. Te meterás en un lío».


Pedro reaccionó como si sólo entonces fuera consciente de su desnudez.


—Prepárate un café —señaló hacia la cocina—. Enseguida…, enseguida vuelvo —balbuceó. Y desapareció tras la puerta del que debía ser su dormitorio.



EL ANILLO: CAPITULO 25




Paula lo aceptó sin vacilaciones, absorbiendo y respondiendo a su beso, deleitándose en las sensaciones que él le transmitía al deslizar sus manos por sus brazos y su espalda, hasta su trasero.


Se trató de un beso lleno de ternura y cariño, y Paula lo atesoró como una valiosa joya.


Sin embargo, poco a poco fue cambiando de naturaleza. Los delicados besos se hicieron más exigentes, y sus lenguas se reclamaron en un baile de deseo y ansiedad. El fuerte cuerpo de Pedro presionado contra ella exaltó sus sentidos y su corazón le susurró que tuviera cuidado.


¿Debía tener cuidado porque corría el peligro de entregar su alma?


—Te quiero más cerca, más cerca —susurró Pedro antes de volver a besarla.


Y Paula se sintió a salvo y en peligro, anhelante y desesperada a un tiempo.


También ella necesitaba más proximidad, tanto física como emocional, y esa certeza se acentuaba en cada jadeante suspiro que escapaba de su boca. Había querido estar cerca de él desde el principio, quizá hasta había sabido que Pedro llegaría a ser tan importante como lo era para ella.


Se rumoreaba que era excéntrico y, sin embargo, ella sólo lo encontraba brillante, excepcional, encantador, dulce y fuerte.


—Paula, si seguimos así no voy a poder detenerme… —Pedro hundió el rostro en su cabello y ella notó que se le crispaban los hombros mientras con toda seguridad, batallaba consigo mismo y con sus odiadas respuestas físicas reflejas—. Creía que había elegido un sitio seguro. ¡Por Dios, estamos en un aparcamiento!


Pedro tenía razón y sin embargo, Paula había perdido toda noción de tiempo o lugar. Tenía que dominarse. En cualquier momento se separaría de él. Además, tenían que hablar. ¿No era eso lo que quería?


Pedro le acarició la espalda y cuando le masajeó la nuca, todo pensamiento racional se diluyó con el suspiro que ella exhaló. Sus labios se relajaron y tomó el rostro de Pedro entre sus manos al mismo tiempo que él reprimía una exclamación y la besaba de nuevo.


Cuando Pedro introdujo la lengua en la cueva de su boca, ella lo imitó. Pedro la estrechó con fuerza y gozó una vez más de la maravillosa sensación que le producía la perfección con la que sus cuerpos encajaban. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Paula con las piernas enlazadas a su cintura.


Pedro no supo cómo llegaron a la puerta de su apartamento, pero siguió besándola mientras ella buscaba a tientas en su bolso las llaves. 


Unos segundos más tarde estaban dentro.


Una lámpara encendida sobre una mesa era la única iluminación que Pedro registró antes de volver a abrazar a Paula y besarla.


«Frena, frena».


Pero era un coche cuesta abajo sin frenos, que adquiría velocidad con el impulso.


¿Cómo era posible que necesitara aquello tan desesperadamente? Pedro encontró la respuesta en los recovecos de la boca de Paula, en la presión de sus labios contra los suyos, en el roce de sus dedos sobre sus brazos, sobre su pecho.


Su corbata se deslizó de los dedos de Paula al suelo. Se echaron sobre el sofá sin separarse, sin dejar de besarse. Pedro le acarició los senos a través de la blusa, asimilando su firmeza, su tamaño… Vio un brillo de bienvenida en los ojos de Paula y se preguntó qué veía en él. Y desde ese instante dejó de pensar para sólo sentir y experimentar con todo su ser, incluidas las partes que tanto se esforzaba en reprimir.


Facetas contaminadas por el dolor que Carlos le había causado y que había enterrado tan profundamente que ni siquiera él mismo las reconocía.


Ese pensamiento se abrió camino hasta alcanzar la superficie, apoderarse de su mente y encender las alarmas que habían sonado con anterioridad sin que se decidiera a prestarles atención. Sus hombros se tensaron bruscamente al darse cuenta de hasta qué punto estaba abriéndose a Paula. Y eso no podía permitirlo.


La tensión se extendió a su pecho y todos los músculos de su cuerpo, incluido el cuello. Una tensión que escapaba a su control. Se separó de Paula y su cabeza sufrió varias sacudidas mientras se ponía en pie con movimientos torpes.


Había querido hacer el amor a Paula. La verdad residía en lo que había pasado hasta ese momento, en la mirada perdida, desconcertada y dolida con la que Paula lo observaba con sus preciosos ojos azules a la vez que se ponía en pie tras él.


Pedro sentía un deseo irresistible de volver a tomarla en sus brazos y estrecharla contra su corazón, porque sólo ella podía librarle de aquella tensión que lo ahogaba. Pero no podía convertirla en su salvadora. Él debía ocuparse de sí mismo y de proteger la parte de sí que Carlos Alfonso se había esforzado en destrozar.


—Lo siento, Paula —su voz sonó áspera—. He perdido el control. Te dije que no volvería a pasar. Por tu bien…


—Sí, ya me lo dijiste. Tontamente, he querido creer… —Paula calló y tomó aire—. Debería haber aprendido la lección la primera vez.


Tomó la corbata del suelo, fue hacia la puerta con paso vacilante y la abrió.


—No sé… —no sabía qué decir. Se mordió el labio inferior y se abrazó a sí misma como si con ello se defendiera del exterior.


Tampoco Pedro sabía nada, ni cómo enfrentarse a lo que estaba pasando. Se detuvo junto a Paula y la miró. Ella le dio la corbata.


—Paula…


—No pasa nada. Tienes que irte. Los dos necesitamos que te vayas. Esto… —Paula vaciló—. Creías que me deseabas, pero la verdad es que… Y yo… Sería demasiado. No estoy preparada.


¿Para estar con él? ¿Para aceptar los límites que tan rígidamente él había marcado y que iban mucho más allá que su autismo?


¿Cómo podía esperar Pedro que afrontara todo aquello si él mismo no era capaz de hacerlo?


Arrugó la corbata en la mano y liberó su tensión arrugándola una y otra vez. Luego, miró a Paula por última vez antes de marcharse.