lunes, 17 de diciembre de 2018
EL ANILLO: CAPITULO 25
Paula lo aceptó sin vacilaciones, absorbiendo y respondiendo a su beso, deleitándose en las sensaciones que él le transmitía al deslizar sus manos por sus brazos y su espalda, hasta su trasero.
Se trató de un beso lleno de ternura y cariño, y Paula lo atesoró como una valiosa joya.
Sin embargo, poco a poco fue cambiando de naturaleza. Los delicados besos se hicieron más exigentes, y sus lenguas se reclamaron en un baile de deseo y ansiedad. El fuerte cuerpo de Pedro presionado contra ella exaltó sus sentidos y su corazón le susurró que tuviera cuidado.
¿Debía tener cuidado porque corría el peligro de entregar su alma?
—Te quiero más cerca, más cerca —susurró Pedro antes de volver a besarla.
Y Paula se sintió a salvo y en peligro, anhelante y desesperada a un tiempo.
También ella necesitaba más proximidad, tanto física como emocional, y esa certeza se acentuaba en cada jadeante suspiro que escapaba de su boca. Había querido estar cerca de él desde el principio, quizá hasta había sabido que Pedro llegaría a ser tan importante como lo era para ella.
Se rumoreaba que era excéntrico y, sin embargo, ella sólo lo encontraba brillante, excepcional, encantador, dulce y fuerte.
—Paula, si seguimos así no voy a poder detenerme… —Pedro hundió el rostro en su cabello y ella notó que se le crispaban los hombros mientras con toda seguridad, batallaba consigo mismo y con sus odiadas respuestas físicas reflejas—. Creía que había elegido un sitio seguro. ¡Por Dios, estamos en un aparcamiento!
Pedro tenía razón y sin embargo, Paula había perdido toda noción de tiempo o lugar. Tenía que dominarse. En cualquier momento se separaría de él. Además, tenían que hablar. ¿No era eso lo que quería?
Pedro le acarició la espalda y cuando le masajeó la nuca, todo pensamiento racional se diluyó con el suspiro que ella exhaló. Sus labios se relajaron y tomó el rostro de Pedro entre sus manos al mismo tiempo que él reprimía una exclamación y la besaba de nuevo.
Cuando Pedro introdujo la lengua en la cueva de su boca, ella lo imitó. Pedro la estrechó con fuerza y gozó una vez más de la maravillosa sensación que le producía la perfección con la que sus cuerpos encajaban. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Paula con las piernas enlazadas a su cintura.
Pedro no supo cómo llegaron a la puerta de su apartamento, pero siguió besándola mientras ella buscaba a tientas en su bolso las llaves.
Unos segundos más tarde estaban dentro.
Una lámpara encendida sobre una mesa era la única iluminación que Pedro registró antes de volver a abrazar a Paula y besarla.
«Frena, frena».
Pero era un coche cuesta abajo sin frenos, que adquiría velocidad con el impulso.
¿Cómo era posible que necesitara aquello tan desesperadamente? Pedro encontró la respuesta en los recovecos de la boca de Paula, en la presión de sus labios contra los suyos, en el roce de sus dedos sobre sus brazos, sobre su pecho.
Su corbata se deslizó de los dedos de Paula al suelo. Se echaron sobre el sofá sin separarse, sin dejar de besarse. Pedro le acarició los senos a través de la blusa, asimilando su firmeza, su tamaño… Vio un brillo de bienvenida en los ojos de Paula y se preguntó qué veía en él. Y desde ese instante dejó de pensar para sólo sentir y experimentar con todo su ser, incluidas las partes que tanto se esforzaba en reprimir.
Facetas contaminadas por el dolor que Carlos le había causado y que había enterrado tan profundamente que ni siquiera él mismo las reconocía.
Ese pensamiento se abrió camino hasta alcanzar la superficie, apoderarse de su mente y encender las alarmas que habían sonado con anterioridad sin que se decidiera a prestarles atención. Sus hombros se tensaron bruscamente al darse cuenta de hasta qué punto estaba abriéndose a Paula. Y eso no podía permitirlo.
La tensión se extendió a su pecho y todos los músculos de su cuerpo, incluido el cuello. Una tensión que escapaba a su control. Se separó de Paula y su cabeza sufrió varias sacudidas mientras se ponía en pie con movimientos torpes.
Había querido hacer el amor a Paula. La verdad residía en lo que había pasado hasta ese momento, en la mirada perdida, desconcertada y dolida con la que Paula lo observaba con sus preciosos ojos azules a la vez que se ponía en pie tras él.
Pedro sentía un deseo irresistible de volver a tomarla en sus brazos y estrecharla contra su corazón, porque sólo ella podía librarle de aquella tensión que lo ahogaba. Pero no podía convertirla en su salvadora. Él debía ocuparse de sí mismo y de proteger la parte de sí que Carlos Alfonso se había esforzado en destrozar.
—Lo siento, Paula —su voz sonó áspera—. He perdido el control. Te dije que no volvería a pasar. Por tu bien…
—Sí, ya me lo dijiste. Tontamente, he querido creer… —Paula calló y tomó aire—. Debería haber aprendido la lección la primera vez.
Tomó la corbata del suelo, fue hacia la puerta con paso vacilante y la abrió.
—No sé… —no sabía qué decir. Se mordió el labio inferior y se abrazó a sí misma como si con ello se defendiera del exterior.
Tampoco Pedro sabía nada, ni cómo enfrentarse a lo que estaba pasando. Se detuvo junto a Paula y la miró. Ella le dio la corbata.
—Paula…
—No pasa nada. Tienes que irte. Los dos necesitamos que te vayas. Esto… —Paula vaciló—. Creías que me deseabas, pero la verdad es que… Y yo… Sería demasiado. No estoy preparada.
¿Para estar con él? ¿Para aceptar los límites que tan rígidamente él había marcado y que iban mucho más allá que su autismo?
¿Cómo podía esperar Pedro que afrontara todo aquello si él mismo no era capaz de hacerlo?
Arrugó la corbata en la mano y liberó su tensión arrugándola una y otra vez. Luego, miró a Paula por última vez antes de marcharse.
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