sábado, 1 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 2




Avanzaron por el camino de tierra que subía hasta el lugar que habían elegido y, una vez allí, Pedro aparcó el coche en el mirador natural rodeado de pinos desde el que se veía la inmensidad del valle.


Dejaron la comida y la bebida entre los dos asientos y dieron buena cuenta de ambas cosas en silencio durante un rato, observando las nubes que cruzaban sobre la luna.


Cuando terminaron, Pedro recogió los papeles y los cartones, los volvió a meter en la bolsa y la dejó en el asiento de atrás para tirarla más tarde a la basura.


Paula cruzó las piernas y se giró hacia él.


—¿Qué tal en la universidad? —preguntó Pedro tras varios minutos en silencio.


—Muy bien —contestó Paula—. Hay algunas asignaturas muy duras, pero no me va mal.


—¿No te va mal? Seguro que eres la mejor de la clase y, cuando termines, serás una de las mejores abogadas del país, una abogada que hará temblar a los acusados.


—No creo porque mi idea no es ser fiscal sino abogada defensora.


—No, hombre, no. De abogada defensora no se gana dinero a no ser que defiendas a ricos y famosos y, normalmente, suelen ser culpables.


—No estudio Derecho para ganar dinero sino para ayudar a los demás.


Pedro sonrió y Paula tuvo la sensación de que la veía como a una niña todavía en lugar de como a una mujer que lo podría interesar.


—No soy una niña, Pedro —le dijo echando los hombros hacia atrás para sacar pecho.


Desde luego, no tenía un pecho tan impresionante como su compañera de habitación, que tenía una talla cien, pero tampoco estaba mal.


—Ya lo sé, te has convertido en una mujercita muy guapa, Ana Paula.


Paula podría haberse tomado aquel comentario también como un insulto si no hubiera sido por el tono de Pedro, que había pronunciado aquellas palabras en un susurro.


Paula se dio cuenta de que sus ojos revelaban una vulnerabilidad que nunca había visto antes en ellos.


Si era cierto que la veía como a una mujer, a lo mejor, estaba dispuesto a mantener una relación con ella.



PASADO DE AMOR: CAPITULO 1





—¡Sí! ¡Venga, vamos, vamos!


La gente se volvió loca cuando el equipo de las Panteras de Crystal Springs marcó otro tanto, el tanto que le dio la victoria en el mismo instante en el que terminaba el partido.


Los seguidores del equipo local dieron un respingo y comenzaron a gritar, y a abrazarse.
Paula Chaves no fue menos, ella también gritó y aplaudió y celebró la victoria del equipo de fútbol americano de su colegio, que había batido a su gran rival.


Sonriendo de oreja a oreja, se giró y se abrazó a la persona que tenía justo al lado, que resultó ser Pedro Alfonso.


Pedro era cinco años mayor que ella, tenía la misma edad que su hermano Nicolas, y desde que había cumplido trece años Paula se inventaba cualquier excusa para estar cerca de él, para atraer su atención y la mirada de aquellos ojos color café que hacía que le temblaran las piernas.


Paula se apretó contra su mejilla y sintió su incipiente barba. Aunque hacía mucho frío y llevaban abrigos, sombreros, bufandas y guantes, percibió el aroma de su colonia.


Madre mía, cómo le gustaba aquel olor.


A veces, sus amigas y ella hacían un descanso en los intrincados estudios de Derecho que cursaban en la Universidad de Cincinnati y se iban un rato al centro comercial.


Entonces, Paula se encontraba casi siempre en el departamento de colonias masculinas, oliendo todos los frascos hasta que encontraba una que se parecía a la de Pedro.


Sospechaba que se trataba de Aspen, pero no podía estar segura sin ver el bote y eso no era fácil porque lo debía de tener en el baño de su casa.


Claro que entre los planes inmediatos de Paula había dos prioridades: aprobar los exámenes y seducir a Pedro, así que, si todo salía bien, pronto se vería en su casa.


Había albergado aquella esperanza desde el último curso de colegio, pero ahora era una adulta y no había ningún motivo que evitara que se acostara con Pedro.


Además, se había estado preservando virgen para él, ¿no?


Pedro la dejó en el suelo y, muy sonriente por la victoria de su equipo, le apartó un mechón de pelo de la cara.


La misma gente que había aguantado durante dos horas animando a su equipo se retiraba ahora entusiasmada por la victoria del mismo.


—Oye, Chaves —le dijo Pedro al hermano de Paula, que iba agarrado de la cintura de Karen Morelli, su novia de toda la vida—. ¿Nos tomamos una hamburguesa en Yancy’s?


—No, Karen y yo nos vamos a ir a casa. Karen quiere ir de compras mañana temprano y tenemos que descansar —contestó Nicolas poniendo los ojos en blanco para dar a entender a su amigo lo mucho que le apetecía aquel plan.


—Yo sí me tomaría una hamburguesa —se apresuró a comentar Paula ante la posibilidad de quedarse a solas con Pedro.


Pedro se lo pensó un minuto, pero acabó pareciéndole bien.


—Muy bien, luego la llevo a casa —le dijo a su hermano.


—Perfecto —contestó Nico adelantándose con Karen y dejando a Pedro y a Paula detrás.


Cuando llegaron al aparcamiento, cada pareja se dirigió a un coche.


—Qué frío hace —comentó Paula arrebujándose en su abrigo.


—Sí —contestó Pedro abriéndole la puerta del copiloto—. Ahora mismo ponemos la calefacción.


Paula se subió al coche y se puso el cinturón de seguridad. Una vez dentro los dos, Pedro puso la radio para aligerar el silencio y para amortiguar de alguna manera los pitidos de los coches de fuera.


—Yancy’s va a estar hasta arriba —comentó Paula.


Era cierto que, después de un partido, todo el mundo se reunía en aquel local, ya fuera para celebrar la victoria o para lamerse las heridas de la derrota.


—¿Pero no decías que tenías hambre? —contestó Pedro poniendo su coche en la fila que se había formado para salir del aparcamiento.


Paula se encogió de hombros y se echó hacia atrás en el asiento.


—¿Y si vamos a otro sitio? —propuso tragando saliva y tomando aire—. ¿Qué te parece si vamos a Makeout Point?


Aquello hizo reír a Pedro.


—No hablarás en serio.


—¿Por qué no? Ya sé para lo que la gente suele ir allí, pero la verdad es que es un sitio precioso y no creo que hoy haya nadie porque todo el mundo estará celebrándolo en Yancy’s.


—¿Qué diría tu hermano si se enterara de que me llevo a su hermana pequeña a Makeout Point?


Paula apretó los dientes porque odiaba que se refiriera a ella como a la hermana pequeña de Nico.


Le entraron ganas de decirle que le importaba muy poco lo que pensara su hermano porque ya era mayor y podía hacer con su vida lo que le diera la gana, pero sabía que Pedro respetaba profundamente a sus padres y a su hermano y que jamás haría nada que a ellos les pudiera parecer inaceptable.


Sobre todo, si tenía algo que ver con ella.


—Obviamente, no vamos a subir con objetivos ilícitos —le dijo sin embargo—. Se me había ocurrido que sería bonito ver ese lugar de naturaleza tan preciosa en una noche normal y no con coches moviéndose convulsamente.


Para su sorpresa, aquello hizo reír a Pedro.


—Sí, no es mala idea —contestó—. ¿Quieres que compremos unas hamburguesas y nos las subamos?


—Fenomenal.


Así fue como ellos también se acercaron a Yancy’s, pero adquirieron sus hamburguesas desde el coche. La mayoría de los demás consumidores entraron en el local, pero, aun así, les tocó hacer cola durante un rato.


Cuando, por fin, les entregaron sus hamburguesas, Pedro le pasó las bolsas con la comida y la bebida, pagó, subió la ventanilla y se alejaron por la carretera en dirección contraria a donde vivía la mayor parte de la población del pueblo.


El coche olía a patatas fritas y a hamburguesas y Paula no pudo resistirse a abrir una bolsa y comerse una patata a escondidas.


Pedro la miró y negó con la cabeza.


—No es justo —gruñó en tono de broma—. Yo también tengo hambre.


Paula sonrió, metió la mano de nuevo en la bolsa y sacó otra patata frita, que acercó a los labios de Pedro. Éste abrió la boca y engulló la patata entera, rozando con sus labios las yemas de los dedos de Paula.


Al sentir el contacto, el deseo se apoderó de ella y Paula se preguntó si Pedro sentiría una milésima parte de la excitación que ella sentía.


Si tenía suerte, aquella noche lo averiguaría.




PASADO DE AMOR: SINOPSIS




Él era el último hombre con el que deseaba pasar por el altar…



Paula Chaves no quería estar junto a Pedro Alfonso ni siquiera en la boda de su hermano. Le recordaba demasiado las fantasías que habían invadido su adolescencia y cuyo único protagonista era Pedro. Aquel enamoramiento había acabado en una sola noche de pasión y siete años de amargura. Ahora la ira de Paula chocaba con la atracción que sentía por Pedro y la hacía aún más consciente de que no debía volver a enamorarse de él.


Fue entonces cuando una tormenta los dejó atrapados a los dos juntos y Paula se llevó una buena sorpresa. Pedro deseaba seducirla… y llevaba siete años pensando cómo hacerlo.


domingo, 18 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO FINAL





Paula despertó de un profundo sueño cuando su marido la sacudió suavemente.


—Paula, cariño, ¿estás bien? ¿Y el bebé?


—Sí —musitó, todavía medio dormida—. Estoy bien. El bebé también. Los dos.


Él la agarró por los hombros y la miró duramente.


—Entonces, ¿qué diablos haces aquí? Escapándote así. ¿Por qué? Casi me vuelvo loco. Cuando subí a tu dormitorio y vi que no estabas, que no habías abierto la cama, me…


—¿Fuiste a mi habitación? —preguntó, sintiendo una llama de esperanza encenderse en su corazón.


—Desde luego que sí. Cuando esta noche te enfrentaste a Sergio…


—Lo siento. Ya sé que te sentó muy mal —lo interrumpió.


—¿Mal? Me encantó. Lleva metiéndose conmigo desde que íbamos al parvulario.


—Ya lo sé. Pero estaba bromeando y tú lo sabías. Actué como una tonta al intentar…


—¿Al intentar defenderme? Te lo repito, me encantó. Todo lo que dijiste me hizo pensar que quizás te gustaba un poco. Últimamente has estado tan distante que creí que tú no me…


—Oh, Pedro, no quería actuar así. Pero tenía miedo, estaba dolida. La noche antes de que fueras a Nueva York fue tan… —le echó los brazos al cuello, ocultando la cara contra su pecho—…tan maravillosa que pensé que todo iba bien entre nosotros.


—Yo también lo pensé, cielo. Yo también —dijo, apartándole el pelo de la cara, besando su frente—. Entonces, ¿qué ocurrió?


Se lo contó todo, con el rostro aún hundido en su pecho. Le explicó todas sus dudas, sus frustraciones.


—Te quiero muchísimo y pensé que tú no me querías a mí. Tenía que poner una barrera.


—Corazón mío, te amo desde que… bueno, puede que no sea desde la primera vez que te vi, vestida de novia; pero sin duda te amaba ya después de la semana que pasamos en el Pájaro Azul.


—Pues no lo demostraste. Sobre todo cuando aparecí de repente, embarazada.


—Ya lo sé. Lo cierto es que sospeché de ti. Pero menos mal que apareciste embarazada. En otro caso puede que nunca hubiera sabido cuánto me importas, cuánto te quiero —dijo, levantándole la barbilla y besándola tiernamente—. ¿Sabes otra cosa? Le estoy muy agradecido a un tipo llamado Benjamin Cruz. Si se hubiera casado contigo en vez de desaparecer… ¡Dios! ¿Dónde estará? Debería mandarle un cheque.


—¡Bobo! Creo que ya le has pagado lo suficiente —rió ella, pero en el fondo también se sentía agradecida hacia Benjamin.


—Oye, espera un momento —dijo Pedro, irguiéndose y mirándola con seriedad—. No me has explicado por qué viniste aquí, dándome un susto de muerte. Recorrí toda la casa, incluso desperté a Sandra, antes de darme cuenta de que tu coche no estaba allí. Casi había llegado a Elmwood cuando Meli me llamó al teléfono del coche. ¿Por qué te marchaste y viniste aquí?


—Porque aquí concebimos a nuestro hijo —sonrió ella.


—¿Y, qué?


—Empecé a tener contracciones. Una falsa alarma —añadió apresuradamente, al ver la preocupación en su rostro—. Pero pasé mucho miedo. Creía que tú no me querías y que el bebé se sentía rechazado porque… en fin, pensé que si venía aquí, él o ella, recordaría que fue concebido con amor y no me abandonaría.


—Cielo mío —susurró él, acunándola suavemente entre sus brazos.


—Funcionó —siguió Paula—. El bebé se dio cuenta. Los dolores pararon en cuanto llegué aquí.


—Es un bebé muy inteligente —sonrió Pedro—. Entendió lo que aún no habíamos entendido nosotros. Pero ahora lo sabemos, ¿verdad? Donde quiera que estemos, en el Pájaro Azul o en cualquier otro sitio, nuestro bebé siempre estará rodeado de amor. De nuestro amor.




LA TRAMPA: CAPITULO 48




«Qué estúpidos somos los humanos», pensó Melisa Sands retirándose a su camarote. «No sabemos apreciar lo que nos hace bien, ni despreciar lo que nos hace mal».


Ella se había agarrado a Dario hasta el final. Incluso después de que él renunciara a ella por unos míseros cincuenta mil dólares. Lo había amado con locura. Era guapo, viril, atrevido; un profesor de esquí que la había enseñado a volar sobre las pistas nevadas y que le había jurado amor eterno.


Había creído en él, lo hubiera acompañado al infierno sin pensar ni un momento en el maldito dinero. Aún recordaba la triste habitación del motel donde había esperado y esperado que él llegara. Hasta que apareció Pedro.


Pedro le había costado mucho esfuerzo convencerla de que no odiara a su padre. Dario era quien había huido como una comadreja al enterarse de que su padre la desheredaría si se casaban.


Horrible. Había tardado mucho tiempo en superarlo. Quizás no lo había superado todavía. 


No se fiaba de ningún hombre, no se atrevía a volver a enamorarse.


¡No debía pensar en eso! Debería pensar en Pedro.


¿Sabía Pedro lo que tenía? Esa mujer lo amaba de verdad. Había visto la sorpresa y la alegría de su cara cuando se enteró de que eran primos, no amantes. Pero, incluso antes de saberlo, su primera pregunta había sido: «¿Lo quieres?». Le importaba su felicidad ante todo. 


¡Era difícil encontrar un amor más puro que ése!


Aún así, algo iba mal. Paula no debería estar allí, sola, en una noche como ésa. Además, recordó sus palabras: «No dormimos en la misma habitación, por el bebé»


¡Menuda excusa! Algo iba terriblemente mal.


Quizás Pedro no la quería. Quizás no se había enterado de lo que se estaba perdiendo.


En cualquier caso, no había jurado que no lo iba a llamar. Descolgó el teléfono



LA TRAMPA: CAPITULO 47




El resto de la tarde fue como una nube borrosa para Paula. Siguió allí, riendo y bromeando con los demás, ignorando los espasmos que sentía. Negándose a creer lo que sucedía. Era demasiado pronto. No iba a perder el bebé. ¡De eso nada!


¿Cómo lo sabía? Por el tiempo, los niños venían cuando las contracciones eran muy seguidas. 


Estas sucedían cada media hora, quizás algo más. Pero no iban a seguir así durante dos meses. ¡Sólo faltaban dos meses! «Por favor aguanta», suplicaba al niño en silencio. 


«Aguanta, por favor».


Ya se iban. De pie junto a Pedro, se despidió de ellos con alivio. Podría subir a tumbarse y los dolores desaparecerían.


—¿Tienes un momento, Pedro? —oyó que decía Alvaro—. Necesito tu consejo sobre ese proyecto de ley que quiero presentar.


—Claro —dijo Pedro—. ¿Por qué no os quedáis Ada y tú a dormir? Así podremos hablarlo por la mañana.


—No puede ser. La reunión del comité es mañana a primera hora. Tenemos que volver a Dover esta noche.


—Maldita sea, Alvaro —masculló Pedro—. Siempre lo dejas todo para el último momento —pero accedió, como Paula esperaba—. De acuerdo, vamos a la sala de estar.


«Nunca se niega a escuchar», pensó Paula siguiéndolos. Pedro se volvió hacia ella.


—Estás muy cansada, Paula. Sube a descansar. A Ada no le importará.


—Claro que no —dijo Ada—. Sé que necesitas descansar. Sube, yo me quedaré con los hombres y así me aseguraré de que Alvaro no entretiene demasiado tiempo a Pedro. Ha sido una fiesta fenomenal —añadió, besando a Paula en la mejilla.


Paula subió a su dormitorio aliviada. Pero se había dado cuenta de cómo la había despachado Pedro. Había recalcado el hecho de que lo había avergonzado, al meterse con Sergio. Sergio, ¡que llevaba tomándole el pelo de esa misma manera durante toda la vida! Ella, una extraña, no lo había entendido. No encajaba en su círculo.


Se quitó los zapatos de un puntapié, enfadada. 


«No todo fue culpa mía. ¡Yo quería este niño tan poco como tú!» Un fuerte espasmo la volvió a la realidad ¿Qué estaba diciendo?


—No lo decía en serio —exclamó en voz alta. Sus manos volaron a acunar al niño que llevaba en el vientre—. Sí que te quiero. Por favor, aguanta. No quiero perderte. Eres lo único que tengo, lo único que tendré de ahora en adelante —paseó por la habitación, preguntándose qué había ido mal. Había seguido las instrucciones del doctor religiosamente, se había hecho la prueba. En la ecografía no pudieron ver el sexo del bebé, por su postura, pero le habían asegurado que estaba sano. Entonces, ¿qué ocurría?


—No lo decía en serio —susurró—. Te quiero. Te concebimos con amor, esa noche, la más maravillosa de mi vida. ¿Recuerdas? Fue en el Pájaro Azul —Paula se quedó parada. El Pájaro Azul. Si fuera allí, donde lo habían concebido, ¿lo recordaría el niño? ¿Volvería todo a ir bien?


Se puso los zapatos, agarró el abrigo y salió silenciosamente de la casa.


Para cuando llegó a la autopista, en su Cherokee, empezaba a nevar. Daba igual. Las carreteras estaban bien. Y sabía que el Pájaro Azul estaría allí esperándola. Pedro no salía a navegar en invierno, pero iba allí de vez en cuando a relajarse. Sims siempre lo tenía a punto. Le pediría la llave. Pero cuando llamó a Sims, no hubo respuesta. ¿Estaría en el barco? 


No lo sabía, pero sentía una necesidad urgente de ir allí. Para recordarle al bebé que lo habían concebido con amor.


«Por favor, que esté allí», se repetía mientras cruzaba el aparcamiento. «Gracias», murmuró para sí, cuando subió a bordo y vio luz en la cabina. Presionó el timbre y esperó. Bastante tiempo. Quizás Sims no estaba allí y se había dejado la luz encendida. Estaba loca por haber ido allí. Oyó unos pasos ligeros.


Pedro, ¿eres tú? —preguntó una voz cautelosa. Una voz de mujer. A pesar del frío, sintió el calor de la ira que hervía dentro de ella.


—No soy Pedro. Soy su mujer. Paula Alfonso —dijo. Tenía derecho, ¿no? ¡Era su mujer! La puerta se abrió inmediatamente.


—Oh, entra, por favor.


Paula entró, y se miraron fijamente. Tenía unos ojos preciosos, color verde mar, la nariz pequeña y respingona, y los labios perfectamente dibujados. Una nube de pelo rojizo caía en cascada sobre sus hombros, y tenía un aspecto etéreo y delicado, incluso envuelta en el albornoz azul que Paula había usado una vez.


Paula se sintió incómoda, como si fuera un gran globo inflado, solo que más pesado.


Ninguna de las dos habló pero Paula leyó la pregunta claramente en los ojos verdes: «¿Qué diablos haces aquí a esta hora de la noche? ¿Espiar a Pedro


—No estoy… —se interrumpió de inmediato, dándose cuenta de que iba a contestar una pregunta que no le habían hecho—. Es que… lo siento —farfulló. Había hecho mal en ir allí. No tenía ningún derecho a estar donde no pertenecía. Le había prometido no entrometerse en su vida—. Eres Meli —dijo, sin fijarse apenas en su suave gesto de asentimiento. Esta era Meli, que había formado parte de la vida de Pedro mucho antes que ella. ¿La mujer que sería su esposa si ella no lo hubiera atrapado?


—Lo siento —repitió—. Me marcharé —no tenía nada que hacer allí, donde Meli lo esperaba.


—¡No seas ridícula! No puedes salir con este tiempo, y en tu estado, además. ¿Cómo demonios se te ha ocurrido? —Calló, y el asombro dio paso a la compasión—. Mira, no sé lo que ha pasado, pero ahí fuera está nevando. ¿O es que no te habías dado cuenta? —el brillo de sus ojos verdes alivió la tensión y Paula obedeció su orden: «Entra a la cocina y deja que te prepare una bebida caliente. Debes estar congelada.»


Estaba congelada. Y se sentía como una tonta, sentada en el banco, acurrucada en el abrigo, viendo a Melina llenar un vaso de leche y meterlo en el microondas con la familiaridad de alguien que pertenecía a ese lugar. «Debo de estar loca», pensó Paula. «Venir hasta aquí sólo por pensar que el bebé…» Respiró profundamente, dándose cuenta de repente. Los dolores habían cesado. ¿O había estado demasiado preocupada para notarlos?


Notó una patada en el vientre, como para tranquilizarla. Sin contracción. Había hecho bien yendo allí. Todo había vuelto a la normalidad.


—Santo cielo, tienes los zapatos empapados.


Paula, todavía pensando en el pequeño milagro, vio a Meli arrodillarse para quitarle los zapatos color lavanda. El brillante pelo rojo le caía por la cara, envolviéndola como un halo, y comenzó a darle masaje en los pies con manos suaves y calientes. Como si fuera un ángel.


Pero no hablaba como un ángel.


—Esto que has hecho es una maldita estupidez. Venir hasta aquí pisando la nieve con estos zapatos. ¡A esta hora de la noche! ¿Os habéis peleado? ¿Sabe Pedro dónde diablos estás? Claro que no, ¡o no estarías aquí! —el timbre del microondas la interrumpió—. ¿Quieres cacao? —preguntó.


Paula asintió, sintiéndose muy rara. ¿Cómo era posible que estuviera tan cómoda, mientras el amor de Pedro la atendía? Podía comprender que Pedro la quisiera. Era preciosa. Buena: «Actúa como si fuéramos buenas amigas y le pareciese normal que aparezca aquí y la saque de la cama en mitad de la noche. Ni siquiera ha preguntado la razón. Simplemente, me ha ayudado».


—Esto te hará entrar en calor —dijo Meli, entregándole la bebida.


—Gracias —Paula rodeó la taza con sus manos heladas y bebió. El líquido, dulce y caliente, consiguió tranquilizar sus nervios, dejándola pensar. No había tenido un sólo dolor desde que había llegado. Todo iba a salir bien. Ella tendría a su bebé y Pedro tendría a Meli. A la bella y amable Meli. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero consiguió contenerlas. Meli lo haría feliz.


—Tú y Pedro… —titubeó. ¿Cómo se le preguntaba a la amante del marido si lo quería de verdad? Pero tenía que asegurarse. La única manera era hacerlo a las claras. Se lanzó en picado—. ¿Tú lo quieres?


—Más que a nadie en el mundo —replicó Meli, sorprendida por la pregunta.


Eso le dolió como un dardo en el corazón. ¿Por qué? Ella deseaba que Meli lo amara. Quería que él fuera feliz.


—Sí, Pedro es muy especial para mí —continuó Meli, como si estuviera en otro planeta. Tenía los codos apoyados sobre la mesa, la barbilla entre las manos y los ojos perdidos, mirando al infinito—. Si no hubiera venido… la verdad es que me salvó la vida.


—¿Sí? —Dijo Paula, intrigada por el dolor que vio en su ojos verdes—. ¿Qué ocurrió? —preguntó curiosa.


Meli se volvió hacia ella como si recordara de repente que estaba allí.


—¡Maldita sea! ¿Por qué habré mencionado eso? Ocurrió hace unos seis años, cuando era una inocente y estúpida jovencita de dieciocho. Me había escapado de casa y tenía demasiado orgullo como para volver —tomó la taza de Paula, la aclaró en el fregadero y la metió en el lavaplatos, sin dejar de hablar—. Cuando Pedro vino a recogerme, yo estaba fatal.


«También a mí me rescató», pensó Paula.


—¿Te trajo aquí?


—¿Aquí?


—Al Pájaro Azul.


—¡Claro que no! Me llevó a casa y me hizo razonar —dijo Meli, apoyada contra el fregadero—. Es raro que lo preguntes. Pedro siempre ha tenido un barco y siempre habíamos navegado mucho. Pero yo lo estaba pasando fatal, intentando olvidarme de Di…, olvidarme de lo que había ocurrido. Si Pedro no me hubiera obligado a salir a navegar, creo que no habría recuperado la fuerza y el coraje necesarios para volver a enfrentarme a la vida.


—Te entiendo. Un velero te ayuda a volver a sentir el viento —corroboró Paula. Al menos eso le había pasado a ella, pensó.


—Sí. Puedo pilotar un barco tan bien como Pedro, pero me muevo demasiado como para tener uno propio. El barco de Pedro es como mi descanso del guerrero siempre que vuelvo a casa. Llegué esta tarde y vine directamente aquí. Siempre intento convencerme de que lo hago porque está cerca del aeropuerto —sonrió Meli, juguetona—. En realidad, es porque en el Pájaro Azul me siento más a gusto que en mi propia casa. Incluso aunque no salga a navegar.


—Comprendo —dijo Paula. Parecía que entre Meli y Pedro había mucha historia—. Tú y Pedro os conocéis desde hace mucho tiempo, ¿no?


—De toda la vida. En la numerosa familia Alfonso somos un montón de primos, pero Pedro y yo siempre nos hemos llevado mejor que nadie. Quizás sea porque nuestras madres se llevaban muy bien, mejor que muchas hermanas. Es cuatro años mayor que yo, pero siempre lo he considerado como un hermano.


—¿No sois…? —Paula intentó concentrarse. Felicidad, incredulidad y confusión se entremezclaron—. ¿Sois primos carnales?


—Claro. ¡No me digas que nunca te ha hablado de mí!


—¡No! —exclamó Paula, oscilando entre la alegría y el enfado: «Sólo dejó que me pusiera tu ropa. Dejó que me volviera loca de celos».


—¡Ese cerdo! A mí tampoco me contó nada de ti. Te mencionó hace un par de meses.


«Porque nuestro matrimonio es un simulacro», pensó Paula. «Quizás estaba esperando a que rompiéramos».


—¿Qué te dijo? —preguntó Paula, aguantando la respiración. ¿Le había dicho a su prima que ella lo había atrapado?


—Bien poco. Sólo que os habías casado y que estabas embarazada.


Paula recordó el día de su boda. Pedro había dicho: «Yo también tengo amigos y familia. Y no pienso dar la impresión de que me han cazado». ¿Por qué la alegraba tanto que no se lo hubiera dicho a Meli?


—Claro, que tengo que reconocer que sólo lo vi un momento —admitió Meli—. Los dos estábamos en Nueva York en viaje de negocios y, cuando nos encontramos, yo estaba a punto de volar a Japón.


—¿A Japón? —murmuró Paula. Estaba pensando en Nueva York y en la llamada que había recibido: «Soy Meli. Lo veré cuando llegue».


—Ya —dijo Paula, pensando aún en la llamada que la había dejado destrozada. Desde ese momento, ella se había encerrado en sí misma. Pedro no había sido el culpable. Él había querido abrazarla. Aún recordaba la expresión de su cara cuando le gritó: «¡No me toques!». ¿Habría forma de arreglarlo? ¿De hacerle entender cuánto lo amaba?


—¿No deberíamos llamar a Pedro? —Preguntó Meli—. Debe estar loco de preocupación preguntándose dónde estás.


—¡No! —gritó Paula, recordando cómo la había mirado esa noche. Ella lo había hecho todo mal. Al menos podía evitar que se enterara de que había ido al Pájaro Azul—. Él no lo sabe.


—¿No lo sabe? ¿O no se preocuparía?


—Las dos cosas. ¡Ninguna! —se contradijo. No sabía cómo convencer a Meli sin contarle toda la verdad—. No dormimos en la misma habitación, por el bebé —explicó apresuradamente—. No me gustaría que se enterara de que he salido. Si vuelvo ahora…


—¡Por encima de mi cadáver! Pedro me mataría si se entera de que te he dejado salir de aquí. Las dos estamos cansadas. Vámonos a la cama.


Comprendió que Meli tenía razón. Podía quedarse atrapada en la nieve. Quizás no sería posible volver a su dormitorio tan silenciosamente como había salido. Además, estaba agotada.


Aún así, no pudo dormirse. Estaba en el camarote y en la cama de Pedro, todo lo que la rodeaba le pertenecía.


—Sigue siendo el Pájaro Azul —le explicó al bebé—. Ésta es la cama de tu papá. Todo va a ir bien —según lo decía, tenía sus dudas. ¿Cómo iba a explicarle a Pedro que lo amaba? ¿Acaso le importaba? ¿Estaba enamorado de ella?