viernes, 16 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 41





Él canceló la última reunión. Estaba deseando volver a casa, para verla.


Ella no estaba cuando él llegó, aunque eran más de las cinco. Encendió el fuego en la sala, paseó por la habitación, esperando. Cuando oyó el coche en el garaje, salió al vestíbulo a recibirla. 


Llevaba puesto el conjunto verde esmeralda «diseñado para disimular la abultada tripita». 


Pero no la ocultaba del todo, ni siquiera con la chaqueta. Con la cara pálida y el pelo revuelto, se movía con los andares inconfundibles de las mujeres embarazadas. Estaba adorable.


—Hola, amor —saludó, acercándose para tomarla entre sus brazos.


—¡Hola a ti! —Sonrió ella, pasando por su lado a toda prisa—. Deja que vaya a dejar todo esto y a lavarme las manos. Sé que Sandra tiene la cena preparada.


La esperó hasta que regresó, sin chaqueta y sin bolso, con el pelo menos despeinado.


—¿Qué tal fue el viaje? —preguntó con una gran sonrisa, totalmente artificial, al pasar apresurada por su lado.


—Bien —replicó él, preguntándose si lo había oído mientras la seguía.


Siempre que estaban solos comían en la salita para el desayuno. Siempre hablaban de naderías, y Sandra participaba en la conversación mientras les servía la comida.


Entonces, ¿qué era lo que parecía distinto? ¿Por qué Paula hablaba a toda velocidad, con una especie de animación forzada? Estaba haciendo que se sintiera muy incómodo. ¡Como un invitado no deseado en su propia casa!


Le pareció que ella iba a pasarse la salita de largo y no le dio esa oportunidad. Se paró ante ella y le abrió la puerta.


—Tenemos que hablar.


Por un momento le pareció que iba a negarse, pero al final ella asintió con desgana. Entró y se paró ante él, con la mesa de ajedrez entre ellos. 


Parecía muy pequeña, vulnerable y, ¿dolida, quizás?



LA TRAMPA: CAPITULO 40





De acuerdo. Pero la mañana del pinchazo, la lluvia la empapaba cuando se apoyó contra el coche, sintiéndose tan mal que apenas podía mantenerse en pie. Él había bajado a medio vestir, la había sujetado mientras vomitaba. ¡Eso no podía haberle parecido sexy!


Ese día había sido encantador. Había ido a Richmond. Le había comprado un coche, y no un coche cualquiera, sino el Cherokee que a ella le gustaba con locura. Había dicho que quería que pareciera una profesional, como si estuviera orgulloso de ella.


Además, eran compatibles. Habían compartido muchas tardes en la sala de estar, lo habían pasado bien reuniéndose con el grupo. Había creído que…


«Admítelo. Te enamoraste de él la primera semana, en el Pájaro Azul. Y anoche ¿recuerdas? Te pusiste un vestido color lavanda con aberturas a los lados. Y cuando se tragó el anzuelo, pensaste que era tuyo».


«Eso pensaste tú, Paula, no él».


Sacó la nota del bolsillo y volvió a leerla.


«Buenos días, amor» no significa «te quiero». 


«Eres especial para mí» tampoco. Igual que «somos compatibles» no quería decir que debían seguir casados.


Ella había entendido esas cosas. Él no las había dicho.


Ni siquiera tenía derecho a enfadarse por su relación con Meli o con cualquier otra mujer. «No te pido que cambies tu vida», le había dicho. «Lo único que pido es que te cases conmigo por unos meses».


Eso fue en junio y estaban en noviembre. 


Quizás fuera hora de devolverle la libertad.




LA TRAMPA: CAPITULO 39




A la mañana siguiente Paula durmió hasta muy tarde. Se resistió cuando un ruido, la lluvia golpeteando las ventanas o un tronco quemado que se movió en la chimenea, penetró en su inconsciente. Cerró los ojos con fuerza, negándose a dejar que se le escapara el sueño. 


Sus caricias suaves y cariñosas, sus susurros de amor. El éxtasis de la satisfacción. La felicidad.


La lluvia repiqueteó contra la ventana con más fuerza. Sonrió. ¡No era un sueño! Anoche sus brazos la habían rodeado, su amor por ella había sido real.


Se estiró con placer, acercándose hacia él. Abrió los ojos de repente. No estaba allí.


Se sentó, echándolo de menos, pero sin preocuparse. Se estaría duchando, o quizás estaba abajo preparando café. Los Hunt no estaban durante el fin de semana. Sería agradable pasar todo el domingo a solas con él. 


Deseosa de verlo, se levantó para ponerse la bata.


Había una nota en el espejo del armario, donde no podía evitar verla:
Buenos días, amor. Eres preciosa, totalmente adorable, muy especial para mí. Odio tener que dejarte, sobre todo esta mañana. Pero me reclama el trabajo, en Nueva York. Tú, sexy brujita tentadora, conseguiste hechizarme para que no me marchara anoche. Me alegro mucho de haberme quedado. Fue increíble. Somos totalmente compatibles, ¿no crees? Tenemos que hablar. Pásalo bien hasta que vuelva, seguramente el martes. P.


Apretó la nota contra su cuerpo. «Buenos días, amor». Ella era su amor. La consideraba especial. Se aprendió las palabras de memoria, rememoró el placer de la noche, y disfrutó de una satisfacción que era nueva para ella. No era simplemente satisfacción. Estaba loca de alegría. Su mundo inestable se había enderezado de repente. El la amaba. Lo había reconocido en sus susurros, en la ternura con que la había hecho el amor. Y ella lo quería, más de lo que nunca había pensado que podía llegar a amar.


Recogió el vestido de color lavanda, que estaba tirado en el suelo, y se lo acercó a la mejilla.


—Tú fuiste el culpable, ¡tan sexy! Gracias, gracias, mil gracias—. Murmuró, colgándolo en el armario.


Casi bailando, bajó las escaleras y fue a la cocina. Llenó la cafetera con agua fría y sacó el café en grano del armario. Se paró, sobrecogida por una idea. Esa cocina era suya, estaba en su casa. Vivía allí con un marido que la quería. Él había crecido en esa casa y el hijo de ambos también crecería allí. Acarició la encimera, sintiéndose posesiva de repente. Se ocuparía de esa casa. Cuidaría a su hijo. Y a Pedro. Serían felices.


Sonó el teléfono y se sobresaltó. Levantó el auricular de la pared.


—¿Le enseñaste los trajes a Pedro? —era Lisa.


—Sí.


—¿Le gustaron? Oh, ya sé que sí. Te quedaban perfectos. Sobre todo el de color lavanda. ¿Qué dijo?


«Que me quería, que yo era especial.»


—Dijo que le gustaba, que le gustaban todos —tartamudeó. No se acordaba de nada de lo que había dicho.


—Yo no me atrevía a enseñarle el mío a Sergio. Temía que creyera que estaba embarazada y luego se desilusionara al descubrir que no era cierto. Paula, ojalá… voy a tocar el vestido todos los días y pedir un deseo.


—Yo también lo pediré para ti, Lisa.


Charlaron un rato más sobre cosas varias y, cuando colgaron el teléfono, Paula sintió otra oleada de satisfacción. Ya formaba parte del grupo por completo, una mujer felizmente casada, igual que Lisa y Doris. Sintió una patada en el vientre, la consideró una confirmación de lo que acababa de pensar, y se echó a reír.


—De acuerdo, yo también me muero de hambre —dijo, abriendo la nevera para sacar huevos y beicon.


Le hubiera gustado pasar el domingo con Pedro, pero fue casi igual de agradable pensar en él. 


«Café y beicon, mis olores favoritos por la mañana», le había dicho el primer día que pasaron en el Pájaro Azul y él preparó el desayuno.


No paró de llover, y el día era frío y desagradable. Pero Paula no se sentía aburrida ni sola cuando se sentó a desayunar, con el periódico dominical abierto sobre la mesa.


Sonó el teléfono.


Sería Doris, pensó Paula acercándose. Quizás fuera Pedro, pensó emocionada.


No eran ni Doris ni Pedro. Era una voz femenina, profunda y musical, que nunca había oído antes. Preguntó por Pedro.


—¿Está allí todavía?


—¿Aquí? —preguntó, confundida—. No, no está.


—¿Ha salido hacia Nueva York?


—Salió está mañana. Probablemente llegará…


—¡Esta mañana! ¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.


—¿Quién es? ¿Quiere que le deje un mensaje? —preguntó intrigada.


—Soy Meli. ¿Quién eres tú? No importa, no hay mensaje. Lo veré cuando llegue. Gracias.


Paula aferró el teléfono hasta que se cortó la llamada.


Meli. Como si hubiera ocurrido ayer, recordó los pantalones cortos de Armani y el top que había sacado de un cajón en el Pájaro Azul. Recordó los pantalones y vestidos que había en el armario. Las sandalias y las zapatillas de deporte, de un número mayor que el suyo.


El albornoz que había utilizado aquella noche fatal.


Sintió un pitido en los oídos, pero provenía del teléfono. «Si desea hacer una llamada…». 


Colgó. Lo miró fijamente, paralizada por la impresión.


«No hay mensaje. Lo veré cuando llegue.»


Estaba claro. Por eso iba, para verla a ella.


¡Derecho desde su cama! Fue como si la hubieran golpeado. Se agarró a una silla, intentando recuperar el equilibrio, mientras la invadía una furia intensa. Había mentido. La había traicionado. Lo odiaba. Odió la voz melosa de la mujer que había llamado por teléfono.


Meli. Por fin había aparecido. ¿Había desaparecido alguna vez?


«¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.»
Pero anoche había estado con ella. «¡Tú, mi sexy brujita tentadora!»


¡O sea, que era eso! Sexo y nada más. Una aventura de una noche. Bueno, de dos.


«¿No habré sido más que eso?» La invadió la vergüenza cuando recordó las palabras de Lisa: «Me da la impresión de que primero una y luego otra».


Pero siempre Meli. Si está con ella, seguro que la ha estado viendo todo este tiempo. Todos esos viajes a Nueva York, o a dónde haya ido.


Sentía presión en los oídos, como si la estuvieran martilleando en la cabeza, y le hervía la sangre de pura furia. La había engañado. ¡La había utilizado! Le había hecho creer que era amor cuando no era ¡nada!


El dolor le retorció el corazón, subiendo por su garganta como si fuera bilis. Deseaba escupirlo fuera. Quería aplastar algo.


Con sólo un movimiento del brazo podía tirarlo todo al suelo, los huevos que se endurecían en el plato, el café, ya templado, de la taza. La porcelana, los cubiertos de plata.


No eran suyos, no tenía derecho a hacerlo.


Con movimientos deliberados y cuidadosos, vació los restos del desayuno en el cubo de la basura, aclaró y apiló los cacharros y dobló el periódico. Dejó la cocina tan limpia como la había encontrado.


Ya en su dormitorio, miró la cama revuelta, las cenizas de la chimenea. Hacía frío.


Pero no el suficiente. Su dolor, cólera y odio la abrasaban por dentro. Se acercó a la ventana y apoyó la febril frente contra el cristal.


El ruido de la lluvia golpeando contra el cristal y del viento silbando entre los árboles le resultó reconfortante. Vio las gotas de lluvia caer, formando pequeños riachuelos en el suelo del patio.


Lluvia. Era extraño que pudiera consolarla y reconfortarla. Anoche el ruido de la lluvia contra los cristales había formado parte de la cálida protección que sintió entre los brazos de Pedro. 


Igual que cuando repiqueteaba sobre el techo del Pájaro Azul, esa primera noche que había experimentado las delicias del amor. Había gritado de felicidad, inmersa en la culminación de su placer erótico.


Movió la cabeza de lado a lado, frotándola contra el frío cristal. No era amor, tonta. Sólo sexo.



jueves, 15 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 38





Paula era pequeña por naturaleza y los vestidos sueltos y los jerséis grandes la ayudaban a disimular. Pero, a mediados de noviembre ya no podía ocultar esa curva que, aunque despacio, seguía aumentando.


—Ni siquiera lo mencionaste —gritó Doris y, examinándola con ojos críticos, añadió—. Y debes estar de tres, quizás cuatro meses.


—Más o menos —dijo Paula, preguntándose por qué contestaba con evasivas. En el peor de los casos, si se pusieran a echar la cuenta, pensarían que se había quedado embarazada en la noche de bodas.


—¿Por qué tanto secreto? —Exclamó Lisa—. Si fuera yo, lo habría gritado desde el tejado… oíd, oíd todos. ¿Por qué no nos lo dijiste?


—Supongo que me daba un poco de vergüenza haberme quedado embarazada tan pronto —admitió Paula. Al menos eso era verdad.


—Bueno, ya lo sabemos. Tenemos que ir a comprar ropa de premamá —dijo Lisa—. Te ayudaré. A lo mejor yo también me compro algo. Igual es contagioso.


—¡No es así como se consigue! —rió Doris.


—Cállate, listilla. Sé cómo se hace. ¡Sergio dice que eso es lo mejor del asunto! Lo que pasa es que tú eres como una coneja.


—Oye, tres niños no me convierten en una coneja. Además, voy con vosotras. Soy experta en ropa de premamá.


Doris, la experta, analizó lo mejor de cada vestido, y Lisa sí se compró uno para ella. «Para que me dé suerte», les dijo.


Lo pasaron tan bien de compras que Paula se preguntó por qué había tardado tanto en compartir su secreto. Estaban interesadas en su embarazo, y encantadas con él. Fueron a tomar una cena ligera, después de las compras, y sólo hablaron de embarazos y de cómo ocuparse del bebé cuando naciera.


Llegó a casa y estaba sacando los paquetes del Jeep cuando Pedro aparcó su Porsche al lado suyo. Salió del coche rápidamente para ayudarla a descargar.


—Parece que has estado de compras.


—Era absolutamente necesario. Ya no me valía mi ropa.


—Ya —sonrió Pedro. Intentó cargar con todos los paquetes y se le cayó uno—. Por lo que veo, no te va a faltar qué ponerte.


—Lisa y Doris. En realidad no necesitaba todo esto, pero me han convencido. Espera, lo llevaré yo —dijo, agachándose con cierta dificultad para recoger la caja que se la había caído—. Dijeron que me aburriría ponerme lo mismo una y otra vez. Me han hecho comprar ropa para cualquier ocasión, desde ropa de trabajo hasta vestidos de cóctel.


—Parece un buen plan. ¿Me vas a hacer un pase? —preguntó, volviéndose hacia ella.


—Oh —exclamó, parándose para no chocar con él, y se le cayó otra caja—. ¿Te gustaría verlos? —preguntó. Lo cierto es que le apetecía enseñarle lo que había comprado.


—Desde luego. ¿Por qué no? Deja eso. Yo lo recogeré. Ve al cuarto de estar. Encenderé el fuego y me harás un pase de modelos.


—No. Súbelos a mi habitación. No hace falta que acarreemos paquetes de un lado a otro.


—De acuerdo —accedió él—. Encenderé el fuego en tu dormitorio.


Quizás debería haberse decidido por el cuarto de estar, pensó mientras subía las escaleras. El dormitorio era más íntimo. En realidad no, se convenció, mientras le pedía que dejara los paquetes en el vestidor. En la sala de estar no habría tenido un sitio donde cambiarse.


Entró en el vestidor y colgó los pantalones y vestidos. Doris y Lisa habían sido muy concienzudas, pensó. Incluso habían seleccionado zapatos de tacón bajo que fueran cómodos para ella, pero que conjuntaran bien con la ropa. Cosas preciosas. Ella no se había imaginado que la ropa premamá pudiera ser tan bonita. Estaba deseosa de enseñársela a Pedro.


Tocó el vestido de seda color lavanda, su favorito. ¿Se lo ponía el primero? No; era mejor guardarlo para el final, y comenzar por la ropa de trabajo.


—Especialmente diseñados para la futura mamá que trabaja—anuncio alegremente saliendo del vestidor—, estos pantalones verde esmeralda de lana —calló, incapaz de decir una palabra más. 


La luz de las lámparas y del fuego no era más que un suave resplandor, como un baluarte que los aislaba de la oscuridad del invierno, y hacía que la habitación pareciera cálida, agradable y acogedora. ¿Cómo no se le había ocurrido nunca encender el fuego? Quizás porque no pasaba suficiente tiempo allí o estaba demasiado cansada. Tal vez porque Pedro no estaba con ella; en cambio, ahora lo veía echado en el sillón saboreando un martini, sonriendo. Mirándola con esos ojos. El corazón le dio un vuelco.


—Venga, venga. ¡Sigue con el discurso! Diseñados para la futura mamá que trabaja… —apuntó.


Paula hizo un esfuerzo para controlar sus pensamientos y concentrarse en sus palabras.


—Pantalones verde esmeralda de lana —repitió, girando como una modelo profesional—, y un suéter de cachemira a juego, con un inteligente diseño que consigue disimular la abultada tripita.


—Un diseño muy inteligente. Aprobado, señora —dijo Pedro, dejando la copa sobre la mesa para aplaudir.


Siempre conseguía que todo fuera fácil y cómodo, pensó ella, volviendo al vestidor.


Después de eso todo fue muy sencillo. Tan divertido como había sido ir de compras. Más divertido aún. Desfiló, exhibiendo cada conjunto como una modelo profesional. Él los admiró, la piropeó y todos le gustaron.


Cuando por fin iba a ponerse el vestido de cóctel color lavanda, la entristeció pensar que llegaba al final. Le había gustado lucir su ropa para él. 


Le gustaba que la mirara. Se puso el suave vestido y se miró en el espejo. Casi no se le notaba el bulto de la tripa. Pero le había gustado la caída sinuosa del vestido y las aberturas que tenía a los lados, que le permitían lucir las piernas que, gracias a Dios, no habían perdido su forma. Incluso una mujer embarazada podía estar sexy de vez en cuando.


Cuando apareció ante él, Pedro no sonrió ni aplaudió. Dejó la copa, se levantó y, simplemente, la miró. Una mirada tan intensa como lo eran sus caricias. Una mirada que hizo que la cabeza empezara a darle vueltas y el cuerpo le empezara a arder.


Ella no podía moverse. Los ojos azul mar la tenían cautiva, mientras examinaban cada centímetro de su piel, penetrándola, haciéndola sentirse viva. Sin darse cuenta, se cubrió el estómago con la mano.


—Déjame a mí —dijo Pedro, acercándose y deslizando su mano bajo la de ella—. Los futuros padres también tenemos derecho —dijo, atrayéndola hacia sí y comenzando a masajear suavemente ese pequeño bulto que ya era parte de ella.


Le hubiera costado tanto detenerlo como dejar de respirar. Tampoco pudo impedir el calor que la recorrió de arriba a abajo. Sintió el deseo latiendo en todo su cuerpo, un deseo que tenía que satisfacer.


La ternura fue aún más fuerte que la pasión. Él la tocaba con gentileza, con cariño.


Estaban casados, ¿no?


Iba a ser la madre de su hijo.


Y le hubiera costado tanto anular el deseo erótico que inundó su cuerpo como conseguir que el planeta dejara de girar. Se abrazó a él mientras la llevaba a la cama.



LA TRAMPA: CAPITULO 37




Fue sólo un pequeño golpe en la boca del estómago, tan ligero que apenas se notaba. 


Pero Paula lo notó. La estremeció de arriba a abajo.


Algo dentro de ella estaba vivo y pateando.


¡Increíble!


Se puso las manos sobre el estómago, agarrando y protegiendo, instintivamente, a esa cosita que estaba tan viva. ¡Otra! Volvió a suceder. Un bebé, viviendo y creciendo.


¿Un niño? ¿Con ojos azul mar, que se entrecerrarían al sol?


—¿No podrías, Paula?


—¿Qué? —Paula miró a Doris, desconcertada. 


Se había olvidado de dónde estaba. Sentada en el salón del club con Lisa y Doris, mientras esperaban a que los hombres acabaran su partida de frontón para ir a comer.


—¿No podrías, Paula? —repitió Doris, como si intentara despertarla—. No me refiero a que lo hagas tú personalmente. Pedro utilizó su influencia como miembro de la junta de directiva de M&S y, de hecho, donaron dos televisores.


—Y te hubiera conseguido mucho más si hubieras pedido dinero —gruñó Lisa—. Mary tiene razón —dijo, refiriéndose a la mujer que la había criado—. Dice que toda esa gente rica pierde tiempo y energía organizando subastas y bailes de caridad. Si en vez de eso hicieran una donación…


—Oh, cállate Lisa. La fundación lleva celebrando esta subasta todos los otoños desde hace quince años. Resulta que estoy en el comité de captación de fondos, y estoy obligada a conseguir suficientes objetos para que la subasta cumpla su objetivo. Aparte del trabajo, es divertido y, exactamente igual que tú, lo pasamos muy bien.


—¡Tocada! —Aceptó Lisa—. Me has convencido. Sigue.


—Paula, me refiero a Construcciones Chaves. Será buena publicidad y además, por supuesto, sirve para deducir impuestos. ¿Entiendes?


—Sí. Bueno, de acuerdo, pensaré algo —dijo Paula, volviendo a la conversación. ¿Qué podía contribuir una empresa constructora? ¿Una caja de herramientas muy completa? Sonrió irónicamente. ¡Como si a los ricachones que irían a la subasta les sirviera para algo una caja de herramientas! A lo mejor la Mary de Lisa tenía razón.


—Bueno, señoras, ¿listas para comer? —Pedro tenía la voz ronca, siempre le pasaba justo después de ducharse. Tenía el pelo húmedo y pegado.


Paula dio un respingo y la subasta se le fue por completo de la cabeza. Apenas era consciente de las bromas que se sucedían mientras el grupo se dirigía al comedor. Estaba imaginándose una niña diminuta, con el pelo de color paja, quemado por el sol.


—Tráenos una botella del mejor champán —dijo Pedro al camarero—. Hay que celebrarlo, señoras.


—¿El qué? —preguntó Doris.


—Nada importante —dijo Sergio—. Sólo su buena suerte habitual.


—¿Tú también has perdido? —le preguntó alguien a Alvaro.


—¿Yo? No, sólo he entrenado. No soy tan tonto como para enfrentarme con un profesional —replicó, y comenzaron las bromas habituales. 


Claro que Pedro ganaba siempre. Jugaba como un profesional porque se pasaba todo el día jugando.


Eso irritaba a Paula. Pedro era bueno en los deportes, simplemente ¡porque era bueno! 


Recordaba su cuidado y maestría cuando pilotaba el Pájaro Azul. Veía sus fuertes manos agarrando los remos aquella tarde, dominando el bote en medio del viento y de las fuertes olas.


Manos que esa noche la habían acariciado tiernamente. Volvió a notar la patada, y una mano voló hacia su estómago, sujetando, acariciando. Se sonrojó y apartó la mano apresuradamente. Miró a Pedro, al otro lado de la mesa, y lo vio probar el champán, sonreír y darle su aprobación al camarero. Sergio y Alvaro seguían con las bromas sobre el playboy rico y privilegiado. Sabía que le estaban tomando el pelo, pero esa mañana la irritó. ¿Por qué Pedro no se defendía, en vez de quedarse allí sentado, sonriendo?


A mitad de la comida el camarero le trajo una nota a Pedro.


La leyó y se excusó, diciéndoles que tenía que ir a llamar por teléfono.


—Volveré enseguida.


—Seguro que es por ese tema de la fusión —dijo Alvaro a Sergio, cuando Pedro se marchó.


—Seguro. Estoy de acuerdo, y apuesto lo que quieras a que lo parará —asintió Sergio.


—Sí. Eso creo.


—Sin problemas —dijo Sergio—. Igual que hizo el Master de administración de empresas en Harvard.


—Es curioso que siempre haya rechazado el trabajo empresarial —reflexionó Alvaro.


—Pero es excelente en inversiones de alto riesgo y como miembro de juntas directivas.


Para entonces, a Paula le alegró que Lisa se decidiera a preguntar.


—¿Qué pasa? ¿Nos podéis decir de una vez de qué habláis?


—Ya no es ningún secreto. Pedro acaba de desmantelar una fusión muy bien organizada. M&S iba a absorber a Comunicaciones Atkins, y los beneficios de los inversionistas iban a subir como la espuma —explicó Sergio.


—Eso es bueno, ¿no? —inquirió Doris.


—A tu hombre no se lo ha parecido —dijo Alvaro señalando a Paula con un dedo—. La plantilla se reduciría en dos mil personas. Todas quedarían en la calle.


—Eso sería terrible —dijo Paula—. Demasiadas empresas están haciendo justamente eso.


—Eso es lo que pensó Pedro—dijo Alvaro—. Se enfrentó al grupo que estaba a favor de la fusión y que había organizado el golpe. Arguyó que el precio de mercado tanto de Alfonso y Sellers como de Atkins bajaría, no al contrario. Dijo que ya no era rentable para los inversionistas apoyar tratos que implicaban reducir la plantilla. Nos comentaron que, al final de su discurso, preguntó «¿Qué pasará cuando esas dos mil familias, sus vecinos y sus amigos dejen de comprar nuestros productos y de utilizar nuestros servicios?». Nadie tuvo una buena respuesta que ofrecer, y las dos juntas directivas empezaron a poner objeciones. Han vuelto a empezar los planes desde cero. Le han pedido a Pedro que sea el moderador del grupo de trabajo.


—No es tarea fácil —dijo Sergio—. No le va a quedar mucho tiempo para jugar.


«Pero estará allí, luchando por los trabajadores», pensó Paula, con orgullo. Volvió a ponerse la mano sobre el estómago. Allí dentro había un ser vivo. Quería que ¿él o ella? se convirtiera con el tiempo en alguien tan inteligente y considerado como su padre.


Pedro volvió, con cara preocupada.


—Lo siento, amigos. Paula, tenemos que marcharnos. Tengo que ir a Nueva York. Ahora mismo.