jueves, 1 de noviembre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 35




Paula se sentó en el sofá mientras contemplaba el lago, con el sol del crepúsculo reflejándose en las tranquilas aguas. Era un lugar mágico. Un lugar que respiraba belleza.


Parte de ella deseaba marcharse. Al mismo tiempo, en cambio, sentía verdadero pánico a abandonar aquel refugio, regresar a sus preocupaciones cotidianas…


—Hey —oyó la voz de Pedro a su espalda.


Se sentó a su lado. Paula adivinó inmediatamente que algo marchaba mal.


—¿Qué pasa?


—Tenemos que hablar.


—Ésa es una frase que da miedo.


Por la manera que tenía de evitar su mirada, que tenía clavada en el lago, estaba segura de que no iba a gustarle nada lo que iba a decirle.


—Anoche, cuando mencionaste tu blog…


—¿Sí? —inquirió ella con el estómago encogido.


—Tengo que confesarte algo.


Se esforzó por adivinar qué podría ser. ¿Tenía una esposa? ¿Una prometida? ¿Algún vicio inconfesable? O, peor aún… ¿había estado leyendo su blog?


—Cuando revisé tu ficha en la base de datos de la CÍA… descubrí tu identidad como bloguera anónima.


Paula se lo quedó mirando con la boca abierta. 


Eso era precisamente lo que más había temido.


Entonces se acordó del comentario del tal «Peter»… y lo comprendió todo.


—Has entrado en mi blog, ¿verdad?


—Sí, con el nombre «Peter». Supongo que fue un intento de advertirte de que lo sabía. O algo parecido.


Estaba empezando a sentir náuseas conforme asimilaba la verdad. Se lo quedó mirando como si no lo reconociera. Como si no fuera el mismo hombre por el que había sentido tantas cosas durante la semana pasada. El hombre en quien había empezado a confiar.


—¿Por qué no me lo dijiste?


—Al principio, porque te estaba investigando. Después, una vez que me convencí de que estabas limpia… no sé, ninguna ocasión me parecía la adecuada para decírtelo. Pero tampoco podía dejar de leer tu blog.


Se le encendió la cara cuando pensó en todo lo que debía de haber leído, cada maldita cosa que había escrito sobre él… Y cada maldita cosa que había escrito sobre los otros hombres con los que había estado.


Estaba horrorizada, pero… ¿por qué? Pedro era un hombre adulto con un historial sexual tan sórdido como el suyo, y ella una mujer adulta con opiniones igualmente arraigadas sobre el sexo.


No debería haberse sentido molesta por que hubiera leído su blog. Y sin embargo se sentía violada en su intimidad, como si aquel hombre se hubiera dado un paseo por el interior de su cerebro. Se había acercado demasiado a ella. Y la conocía demasiado bien.


Se dispuso a levantarse, pero él se lo impidió.


—¿No te sentiste… incómodo, leyendo todo eso?


—Sí, al principio. Y además me entraron celos de todos los hombres sobre los que habías escrito.


—¿Celos?


—Detestaba imaginarte con ellos, haciendo las mismas cosas que habías hecho conmigo —se encogió de hombros—. Soy un hombre, después de todo. Tengo mi orgullo.


La cabeza le daba vueltas. Sus pensamientos se habían convertido en una maraña de emociones y palabras que carecían de sentido y su irritación del principio se estaba transformando en furia. 


Porque se sentía humillada. Engañada, violada.


—¡Yo escribo ocultándome tras un seudónimo! ¡No escribo para la gente que me conoce!


—Pero colgabas esas cosas en un foro público, Paula. ¿Qué esperabas? Antes o después lo habría averiguado. No era tan difícil.


—Yo creía que eras sincero conmigo.


La expresión de Pedro se suavizó de pronto.


—Lo lamento muchísimo. Sé que debería habértelo dicho desde el principio.


—Pero no lo hiciste.


—Me inventé todo tipo de justificaciones… como por ejemplo que podría ser un mejor amante si me dedicaba a estudiar cómo eras. O que de esa manera podría llegar a conocerte más íntimamente cuando tú te negabas a abrirte a mí…


Paula le apartó la mano del brazo y se levantó. 


Ahora entendía por qué le había parecido tan perfecto. No porque lo fuera, sino porque había tramado un engaño. Todo el tiempo que habían pasado juntos había sido una farsa.


—No quiero seguir aquí —necesitaba alejarse lo antes posible de él. Inmediatamente.


Paula, por favor… Sé práctica, por lo menos. Lo primero es tu seguridad.


—Me voy del país. Quiero volver cuanto antes a Los Estados Unidos.


Tan pronto como hubo pronunciado las palabras, comprendió que era precisamente eso lo que había querido hacer. Finalmente ya no tenía ninguna razón para quedarse en Europa. Y todas las razones del mundo para volver a casa. 


A su hogar.


Su hogar. Ya no tenía un hogar físico, pero al menos sabía dónde estaba. El lugar donde la amaban incondicionalmente. Regresaría con su hermano, lo ayudaría con la boda y ya no volvería a separarse de él.


—Paula, por favor, no te vayas… —Pedro también se levantó.


No tenía intención alguna de seguir haciéndole caso. Le había mentido repetidamente.


No era ninguna estúpida. O al menos ya no volvería a serlo.


—Tomaré un taxi para la estación. No intentes impedírmelo.


—No puedo dejar que hagas esto.


—No tienes elección, Pedro. No eres mi niñera.


—¿Y qué pasará con Kostas?


—Volveré a los Estados Unidos. Ahora que lo está buscando la policía, no podrá seguirme hasta allí. Ya no tengo ninguna razón para quedarme —y se marchó dando un portazo.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 34




Pedro se sentó en la barra junto a Nicholas Kozowski. Con Nicholas siempre tenía la sensación de conocerlo de toda la vida. Y sin embargo se habían conocido poco después de que saliera de la academia, cuando todavía era un agente novato y fanfarrón que creía saberlo todo.


Lo único que había cambiado era que ahora sabía que sabía muy poco. La vida y sus constantes desafíos como agente secreto le habían enseñado a ser humilde, entre otras lecciones.


—Gracias por haber hecho este viaje para verme.


—No te hagas ilusiones —repuso Nicholas—. Tenía ganas de volver a Bellagio.


—¿Has terminado con tus asuntos en Roma?


El viejo asintió sin dar mayores detalles, discreto como siempre.


—Ahora me voy a Munich.


—Me alegro de verte, aunque sólo sea para tomar una copa —pidió una cerveza al mozo de barra.


—Pareces cansado.


Pedro pensó que la observación debería habérsela hecho a sí mismo. Sus sesenta y ocho años se reflejaban en sus ojos de mirada fatigada, en el moreno curtido de su piel y en la mata de pelo gris que le caía sobre la frente. Era un hombre de la vieja escuela, que había sobrevivido a situaciones que habrían vuelto locos a tipos menos bragados que él.


—Quizá —se encogió de hombros.


—Eres demasiado joven para tener ese aspecto. Espera diez años más y entonces tendrás una buena razón para estar quemado —estaba bromeando, pero Pedro sabía que tenía toda la razón.


—Yo no estoy quemado…


—Ah. ¿Entonces por qué dejaste colgada tu misión en Roma?


El primer impulso de Pedro fue protestar. El no había abandonado la misión. Había seguido todas las pistas, y ninguna le había llevado a ninguna parte. Y sin embargo…


¿Podría decirse eso a sí mismo y ser sincero cuando se había dejado distraer tanto por Paula?


—Creo que me encomendaron una misión inútil. No hay amenaza inminente alguna contra la embajada.


—¿Estás en condiciones de afirmarlo con absoluta certeza?


—Sí —respondió Pedro, aunque no se sentía tan seguro como había esperado.


—¿Te sigue gustando tu trabajo?


—Sí. Aunque supongo que la pasión de antaño ya no existe.


Nicholas asintió, muy serio. Pedro no podía imaginar una situación que el viejo no hubiera vivido, un sentimiento que no hubiera experimentado. Y por ello se sentía tentado de contarle su situación con Paula, de confesarle que se estaba enamorando de la mujer a la que supuestamente debería estar investigando y protegiendo. Pero pronunciar todo aquello en voz alta sería como reconocer su realidad.


Y todavía no estaba dispuesto a admitir que era algo real.


—Llevas cuatro años en esa misión. Quizá haya llegado el momento de que te encarguen otra.


—Ya había pensado en eso —repuso Pedro, con un nudo en el estómago—. Creo que tienes razón.


—Ya sabes que permanecer durante mucho tiempo en un mismo puesto tiene sus peligros: te anquilosas, empiezas a echar demasiadas raíces y luego ya no quieres cambiar.


Pedro asintió.


—Dímelo a mí.


—Me he enterado de la escena que montó tu ex en la embajada.


—Ya —esbozó una mueca—. Una de las peores cosas que pueden sucederte en la vida es que las mujeres con las que has estado se conviertan en tus peores enemigos.


—¿Es eso todo? ¿No hay ninguna otra mujer que te esté dando problemas?


—¿Has oído tú algo?


El rostro de Nicholas no dijo nada, pero Pedro lo conocía lo suficiente como para saber que definitivamente había oído algo más.


—La mujer de la base de datos de los terroristas, Paula Chaves… te has acostado con ella, ¿verdad?


—Sí —reconoció Pedro.


—He visto su foto. ¿Qué has averiguado sobre ella?


—Que su relación con el movimiento Diecisiete de Noviembre fue puramente accidental. Es lo que puedo decirte.


—¿Lo que puedes decirme tú o lo que llevas entre las piernas?


—Vete al diablo.


—Ya sabes que implicarse tanto siempre representa un peligro. Pierdes el tacto de la misión.


—No me he implicado tanto emocionalmente. Sólo físicamente.


—Ya, y por eso quieres cambiar de misión, ¿eh?


—No te pedí que vinieras para que me soltaras un sermón. Sólo quería un consejo de amigo. O una pequeña orientación profesional, si quieres.


—¿Qué? ¿Te recuerdo yo al maldito psicólogo de tu colegio?


Pedro no dijo nada. De repente se sentía como un triste y estúpido adolescente.


—¿Quieres una orientación profesional? Pues aquí tienes una: No investigues con lo que tienes entre las piernas. Acabará metiéndote en más problemas de los que te puedes imaginar.


—¿Qué es exactamente lo que no me puedo imaginar?


—Lo sabrás cuando lo sufras, y para entonces va será demasiado tarde.


—Gracias por una advertencia tan críptica —replicó Pedro, irónico.


—Sé lo que estás pasando precisamente porque yo lo he pasado también. De repente te vuelves loco por una chica y empiezas a mezclarlo todo en tu cabeza: ya no sabes dónde termina tu misión y dónde empieza tu vida amorosa.


—Bueno, quizá… —se encogió de hombros.


—Te daré una pista. Tu misión no ha terminado. Tienes que separar tu vida de tu trabajo si no quieres perder la cabeza y tener alguna oportunidad de llevar una vida medio normal.


—La palabra «normal» no existe en este trabajo, y tú lo sabes.


—En eso tienes razón.


Pedro siempre había huido del típico estilo de vida convencional y hogareño: casarse y tener hijos. Desde un principio había querido excitación, aventura. Desgraciadamente, al cabo de diez años. Lo que antes había sido excitación se había convertido en la norma, en lo convencional. Y la vida realmente llena de riesgos había pasado a ser precisamente la opuesta a la que llevaba.


Estaba empezando a verlo todo con cierta perspectiva.


—¿Alguna vez te has cansado de este estilo de vida y has aspirado a algo distinto? —le preguntó a Nicholas.


—Claro, como todo el mundo en nuestra profesión.


—¿Y qué es lo que te ha impedido cambiar?


Nicholas suspiró.


—Sabía que no servía para hacer otra cosa.


—¿Pero? Hay algo que no me estás diciendo.


—Ciertamente tuve mis momentos en que deseé poder sentar la cabeza y todo eso.


—Pero no lo hiciste.


—Claro que no.


—¿Y por qué lo deseaste?


—Una mujer, por supuesto. Pero no pienso hablar de eso ahora.


—Yo no quería que las cosas se complicaran con Paula, pero…


—A veces no puedes elegir. Hay personas que se meten en tu vida sólo para fastidiártela.


«Y hay personas que se meten en tus vidas para algo más», se dijo Pedro. Para aprender de ellas, para amarlas. Como Paula.


—Escucha, Pedro. Si lo que quieres es que te trasladen, sólo tienes que pronunciar una palabra.


Pedro dudó por unos segundos, pero finalmente asintió.


—Sí. Adelante. Envíame tan lejos de Italia como puedas. Necesito un cambio de escenario.


—Necesitarás elaborar un informe sobre Paula, va lo sabes.


—Está limpia. Te lo juro.


—No hace falta que me jures nada. Necesitas una prueba sólida. Y tendrás que dejar de acostarte con ella. Inmediatamente.


Pedro volvió a asentir y se esforzó por parecer escarmentado, avergonzado. Pero no lo sentía. 


Sabía que no renunciaría a acostarse con Paula.


—Hay una cosa más. Quiero pedirte un favor.


—Dispara.


—Paula tiene problemas. Un tipo va tras ella, probablemente su ex, el del grupo terrorista. Necesito recursos para atraparlo.


—¿Cómo piensas justificarlo?


—Si se trata realmente de su ex, tiene que haber estado implicado en el atentado del 17 de noviembre en Atenas, hace algunos años. Si consigo capturarlo, lo entregaré a las autoridades griegas.


—Bien. Así de paso nos harías un favor.  Dispondrás de toda la ayuda que necesites.


—Te debo una. Gracias.


—Ya pensaré en la mejor manera de que me devuelvas ese favor, así que lleva cuidado.



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 33




¿Qué tiene esto que ver con el amor?


Disculpad la frase hecha del título, pero… ¿habéis escuchado esta canción de Tina Turner? Quiero decir… ¿la habéis escuchado de verdad?

Es una letra profunda. El amor puede intensificar nuestra capacidad de experimentar placer, pero también ampliar nuestras posibilidades de sentir dolor… y a veces ese dolor es insoportable.
¿Merece la pena? Yo creo que no. Y Tina Turner tampoco.
Como tan bien ha sabido expresarlo ella, eso es algo más que sabido. Tina sabía de lo que hablaba. Pero entonces… ¿por qué nos empeñamos en seguir corriendo ese riesgo?
¿Tan malo es que prefiera vivir mi vida evitando sufrir?

Comentarios:
1. Juju dice: malo no es. Es cobarde, pero no malo.

2. NOLAgirl dice: seguimos hablando de riesgos porque le tenemos demasiado miedo al amor. Instinto de supervivencia y todo eso.

3. Asiana dice: ¿qué te pasa, Eurogirl? Percibo que nuestra intrépida heroína anda lidiando con algún enredo emocional que podría llegar a perjudicar su fabulosa vida sexual.



miércoles, 31 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 32




Paula se atragantó con su agua mineral a la altura del comentario número 9. Tosió y escupió antes de que estuviera en condiciones de borrar el comentario. Su verdadero nombre había aparecido por algunas horas en la red, para que todo el mundo pudiera verlo…


¿Y si se veía obligada a cerrar el blog? Aquel internauta anónimo podía hacer lo que quisiera. 


Hasta el momento Paula había intentado borrar sus comentarios, pero lo de mencionar su nombre había sido demasiado. Si conocía su identidad, podría colgar todo lo que quisiera sobre ella. Podía arruinarle la vida.


No sabía lo que aquel tipo sabía de ella. Pero estaba segura de que sabía demasiado. Y también estaba segura de que el tipo era Kostas.


Se obligó a respirar profundamente varias veces, lentamente, hasta que se tranquilizó un poco. Después borró también la siguiente entrada, dado que era una respuesta al comentario anónimo. Acto seguido escribió un correo a «Juju» para explicarle el motivo por el cual había borrado su comentario.


El internauta anónimo había dejado una dirección de correo, pero eso a Paula no le servía de nada. Era tan fácil abrir una cuenta, que su autor podía abrir una con cada comentario que enviara a su blog. Y si establecía alguna medida extraordinaria de seguridad, eso solamente serviría para molestar a sus leales lectores.


—¿Qué te pasa? Parece como si estuvieras a punto de romper el ordenador —dijo Pedro, apareciendo de repente.


—Se nos ha acabado la cerveza, y yo quiero una.


—Acabo de llegar de la tienda. Hay seis latas enfriándose ahora mismo en la nevera.


—Menos mal.


—¿Tan malo es lo que acabas de leer?


Paula suspiró. ¿Se atrevería a contarle la verdad? ¿Toda la verdad? El estómago se le encogía ante la idea, pero necesitaba sacarse aquella angustia del pecho, de alguna manera…


Le daban ganas de vomitar sólo de imaginarse a Pedro leyendo todo lo que había escrito sobre él. Pero… ¿qué otro remedio le quedaba? Pedro era un agente de la CIA que la estaba ayudando a esconderse de un terrorista, y si ella no le facilitaba toda la información de que disponía… ¿cómo podría ayudarla?


—Tengo un… er… un blog —le dijo—. Para hablar con mis amigos en la red y esas cosas. Resulta que Kostas ha estado colgando comentarios… amenazantes.


Pedro la miró con expresión inescrutable.


—¿Acabas de recibir un comentario suyo?


—Sí.


—No lo habrás borrado, ¿verdad?


Paula esbozó una mueca.


—Me temo que sí. Estaba asustada.


—¡Maldita sea! Si no lo hubieras hecho, habríamos podido rastrear su paradero.


—Lo siento. No se me ocurrió…


—La próxima vez avísame, ¿de acuerdo? Ya me encargaré yo.


—Probablemente debería dejar en suspenso el blog durante un tiempo, ¿no te parece? —le preguntó, aunque detestaba la idea.


—No, al contrario. Es nuestro enlace con ese tipo. Volverá a escribirte, y ésa es una manera de que podamos intentar localizarlo.


—¿Pero y si escribe también mi apellido, la próxima vez que…?


—Puedo hacer que instalen un sistema de seguimiento en el sitio web, para que cada vez que alguien cuelgue un comentario te lo notifiquen con una llamada al móvil. Así podrás borrar comentarios inapropiados al instante de recibirlos.


Paula esbozó una mueca. Unos segundos en la red bastaban para que cualquiera pudiera leerlo en cualquier lugar del mundo. Tenía una media de cinco mil visitas diarias. Cinco mil potenciales invasores de su intimidad, si llegaban a conocer su verdadero nombre.


—No lo sé. Las cosas que escribo allí son privadas y, la verdad… tampoco estoy muy segura de querer que tú las leas…


—¿Por qué no? —frunció el ceño.


Se encogió de hombros, fingiendo un gesto de indiferencia.


—Son cosas de chicas. Generalmente no me gusta que mis amantes las lean.


Pedro arqueó una ceja y se acercó para echar un vistazo a lo que había en la pantalla del ordenador. Que no era otra cosa que su reflexión sobre el trabajo oral y sus consecuencias para la paz mundial.


Paula se apresuró a cerrar la ventana.


—No quiero que leas las cosas buenas que escribo sobre ti… Se te pueden subir a la cabeza —le dijo a manera de excusa.


—Créeme, cariño. A estas alturas, ya nada puede sorprenderme…


Paula se echó a reír, pero la risa le salió un tanto forzada. Nunca se acostumbraría a la idea de que alguno de sus amantes pudiera acceder a su blog: que lo hubiera hecho Kostas ya era suficientemente malo. De alguna manera, eso conseguía inhibirla aún más.


—Está bien, no temas. No leeré tu blog, ¿de acuerdo?


—Gracias —le dijo—. De todas formas, supongo que, si no encontramos pronto a Kostas, tendré que dejártelo leer de todas formas.


Pedro la tomó de la mano y la hizo levantarse. 


Sin previo aviso, se apoderó de su boca en un largo y apasionado beso.


—¿Sabes una cosa? Me excita saber que hablas con tus amistades sobre mí.


—¿De veras? —sonrió levemente.


—De veras.


Paula podía sentir la presión de su miembro.


—Vaya, eso es fantástico…


Pedro deslizó las manos debajo de su camiseta y le desabrochó el sujetador. Un instante después le estaba acariciando los senos, pellizcándole suavemente los pezones.


—Eso me anima a continuar impresionándote para que les cuentes más cosas buenas sobre mí.


—Mmmm… —gimió ella—. Creo que lo has captado bien.


—Desde luego.


Le sacó la camiseta y se sentó en la silla del escritorio. Luego la acercó hacia sí, entre sus muslos, y se llevó su seno izquierdo a la boca.


Paula lo deseaba con locura. Suspiraba por su contacto, por sus caricias. Era casi como si se estuviera enamorando.


El amor. La simple idea la sacó de su gozoso estado de excitación para devolverla a la cruda realidad. La verdadera naturaleza de su relación era transitoria, provisional. Engañarse a sí misma era la última trampa en la que necesitaba caer a esas alturas.


Tenía que recuperar el control de sí misma y recordarse por qué estaban juntos. 


Estrictamente por el sexo.


Cerró los ojos de nuevo y se concentró en desterrar todos aquellos pensamientos negativos.


Pedro le bajó las braguitas hasta los tobillos. 


Luego deslizó los dedos en el interior de su húmedo sexo y empezó a acariciarla. No tardó en encontrar su punto G.


—No te detengas —murmuró ella, sin aliento.


No tenía pensado hacerlo. Siempre sabía cuándo seguir o cuándo retirarse, cuándo provocar o cuándo llegar hasta el final. Entendía los ritmos de su cuerpo mejor que ella misma.


Paula enterró las manos en su pelo y le apretó la cabeza contra su seno mientras él le mordisqueaba el pezón, mezclando el placer con un dolor insoportablemente leve.


Luego, él se arrodilló en el suelo, le quitó la falda y empezó a acariciarla con la lengua. Paula alzó una pierna para apoyar el pie en la silla y acomodarse mejor.


Pedro conocía su cuerpo demasiado bien. Tanto que daba miedo.


Empezó a mecer suavemente las caderas contra su boca mientras él deslizaba los dedos en su interior al tiempo que continuaba lamiéndola. Se estaba mojando hasta empaparse. Sus músculos internos se tensaban cada vez más, anunciando la inminencia del orgasmo.


Entonces Pedro, leyendo su cuerpo como un libro, la apartó ligeramente: la idea era reducir la intensidad de su excitación para prolongarla.


Lo consiguió. Sabía que cuando él desapareciera de su vida, como inevitablemente ocurriría, le costaría toda una vida encontrar un sustituto. Eso si lo encontraba.


Pedro se había hecho adicto a su sabor. Si hubiera podido pasarse un día entero entre las piernas de Paula, lo habría hecho. Pero ella era demasiado generosa como amante para permitírselo.


No había estado tan desencaminada con la última entrada de su blog. La esencia del sexo era la satisfacción mutua. Se necesitaba verdadero talento para aprender a conocer el cuerpo de la otra persona.


Continuó lamiéndola mientras paladeaba su sabor, los pliegues deliciosamente húmedos de su sexo. Le encantaba sentir su orgasmo en su boca, pero le gustaba casi tanto el lento proceso de excitación previa. Era una amante tan receptiva y bien dispuesta que tendía a acelerar ese proceso, de manera que a Pedro le costaba prolongarlo. Pero sabía qué teclas tocar y en qué momento, para hacer lo más duradera posible la experiencia.


En todo caso, si alcanzaba el orgasmo demasiado pronto, eso tampoco era ningún problema. Siempre podía tener otro. Y otro. Y otro más.


—Quiero que me penetres —le pidió con voz ronca.


—Todavía no —susurró.


—Ahora —exigió ella, aferrándolo de los hombros para obligarlo a incorporarse.


—Qué impaciente —sonrió él.


—Me estás matando.


Tenía la frente perlada de sudor. Pedro podía sentir también el sudor que le corría por la espalda, uno de los síntomas que anunciaba su orgasmo.


La obligó suavemente a arrodillarse en el suelo, frente a él. Luego la despojó de la camiseta y la hizo volverse para que se apoyara en la silla del escritorio. La vista de su espalda desnuda lo excitó aún más, y se la cubrió de besos mientras se desabotonaba el pantalón.


Encontró un preservativo en un bolsillo y rasgó el sobre con los dientes. Rápidamente se lo puso y la penetró.


La sentía como mantequilla derretida, tan suave… Su calor lo envolvía por completo, haciéndole desear sumergirse en ella, fundirse con su ser.


La deseaba tanto… No era sensato desear a una mujer más que la propia vida. Tampoco era seguro. Porque eso lo volvía vulnerable.


Procuró hacer a un lado aquellos indeseables pensamientos mientras empezaba a moverse, tenso su cuerpo de placer. Quería borrar toda preocupación que pudieran tener ambos, con cada embate. Quería perderse en ella para no regresar jamás a la realidad.