jueves, 1 de noviembre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 34




Pedro se sentó en la barra junto a Nicholas Kozowski. Con Nicholas siempre tenía la sensación de conocerlo de toda la vida. Y sin embargo se habían conocido poco después de que saliera de la academia, cuando todavía era un agente novato y fanfarrón que creía saberlo todo.


Lo único que había cambiado era que ahora sabía que sabía muy poco. La vida y sus constantes desafíos como agente secreto le habían enseñado a ser humilde, entre otras lecciones.


—Gracias por haber hecho este viaje para verme.


—No te hagas ilusiones —repuso Nicholas—. Tenía ganas de volver a Bellagio.


—¿Has terminado con tus asuntos en Roma?


El viejo asintió sin dar mayores detalles, discreto como siempre.


—Ahora me voy a Munich.


—Me alegro de verte, aunque sólo sea para tomar una copa —pidió una cerveza al mozo de barra.


—Pareces cansado.


Pedro pensó que la observación debería habérsela hecho a sí mismo. Sus sesenta y ocho años se reflejaban en sus ojos de mirada fatigada, en el moreno curtido de su piel y en la mata de pelo gris que le caía sobre la frente. Era un hombre de la vieja escuela, que había sobrevivido a situaciones que habrían vuelto locos a tipos menos bragados que él.


—Quizá —se encogió de hombros.


—Eres demasiado joven para tener ese aspecto. Espera diez años más y entonces tendrás una buena razón para estar quemado —estaba bromeando, pero Pedro sabía que tenía toda la razón.


—Yo no estoy quemado…


—Ah. ¿Entonces por qué dejaste colgada tu misión en Roma?


El primer impulso de Pedro fue protestar. El no había abandonado la misión. Había seguido todas las pistas, y ninguna le había llevado a ninguna parte. Y sin embargo…


¿Podría decirse eso a sí mismo y ser sincero cuando se había dejado distraer tanto por Paula?


—Creo que me encomendaron una misión inútil. No hay amenaza inminente alguna contra la embajada.


—¿Estás en condiciones de afirmarlo con absoluta certeza?


—Sí —respondió Pedro, aunque no se sentía tan seguro como había esperado.


—¿Te sigue gustando tu trabajo?


—Sí. Aunque supongo que la pasión de antaño ya no existe.


Nicholas asintió, muy serio. Pedro no podía imaginar una situación que el viejo no hubiera vivido, un sentimiento que no hubiera experimentado. Y por ello se sentía tentado de contarle su situación con Paula, de confesarle que se estaba enamorando de la mujer a la que supuestamente debería estar investigando y protegiendo. Pero pronunciar todo aquello en voz alta sería como reconocer su realidad.


Y todavía no estaba dispuesto a admitir que era algo real.


—Llevas cuatro años en esa misión. Quizá haya llegado el momento de que te encarguen otra.


—Ya había pensado en eso —repuso Pedro, con un nudo en el estómago—. Creo que tienes razón.


—Ya sabes que permanecer durante mucho tiempo en un mismo puesto tiene sus peligros: te anquilosas, empiezas a echar demasiadas raíces y luego ya no quieres cambiar.


Pedro asintió.


—Dímelo a mí.


—Me he enterado de la escena que montó tu ex en la embajada.


—Ya —esbozó una mueca—. Una de las peores cosas que pueden sucederte en la vida es que las mujeres con las que has estado se conviertan en tus peores enemigos.


—¿Es eso todo? ¿No hay ninguna otra mujer que te esté dando problemas?


—¿Has oído tú algo?


El rostro de Nicholas no dijo nada, pero Pedro lo conocía lo suficiente como para saber que definitivamente había oído algo más.


—La mujer de la base de datos de los terroristas, Paula Chaves… te has acostado con ella, ¿verdad?


—Sí —reconoció Pedro.


—He visto su foto. ¿Qué has averiguado sobre ella?


—Que su relación con el movimiento Diecisiete de Noviembre fue puramente accidental. Es lo que puedo decirte.


—¿Lo que puedes decirme tú o lo que llevas entre las piernas?


—Vete al diablo.


—Ya sabes que implicarse tanto siempre representa un peligro. Pierdes el tacto de la misión.


—No me he implicado tanto emocionalmente. Sólo físicamente.


—Ya, y por eso quieres cambiar de misión, ¿eh?


—No te pedí que vinieras para que me soltaras un sermón. Sólo quería un consejo de amigo. O una pequeña orientación profesional, si quieres.


—¿Qué? ¿Te recuerdo yo al maldito psicólogo de tu colegio?


Pedro no dijo nada. De repente se sentía como un triste y estúpido adolescente.


—¿Quieres una orientación profesional? Pues aquí tienes una: No investigues con lo que tienes entre las piernas. Acabará metiéndote en más problemas de los que te puedes imaginar.


—¿Qué es exactamente lo que no me puedo imaginar?


—Lo sabrás cuando lo sufras, y para entonces va será demasiado tarde.


—Gracias por una advertencia tan críptica —replicó Pedro, irónico.


—Sé lo que estás pasando precisamente porque yo lo he pasado también. De repente te vuelves loco por una chica y empiezas a mezclarlo todo en tu cabeza: ya no sabes dónde termina tu misión y dónde empieza tu vida amorosa.


—Bueno, quizá… —se encogió de hombros.


—Te daré una pista. Tu misión no ha terminado. Tienes que separar tu vida de tu trabajo si no quieres perder la cabeza y tener alguna oportunidad de llevar una vida medio normal.


—La palabra «normal» no existe en este trabajo, y tú lo sabes.


—En eso tienes razón.


Pedro siempre había huido del típico estilo de vida convencional y hogareño: casarse y tener hijos. Desde un principio había querido excitación, aventura. Desgraciadamente, al cabo de diez años. Lo que antes había sido excitación se había convertido en la norma, en lo convencional. Y la vida realmente llena de riesgos había pasado a ser precisamente la opuesta a la que llevaba.


Estaba empezando a verlo todo con cierta perspectiva.


—¿Alguna vez te has cansado de este estilo de vida y has aspirado a algo distinto? —le preguntó a Nicholas.


—Claro, como todo el mundo en nuestra profesión.


—¿Y qué es lo que te ha impedido cambiar?


Nicholas suspiró.


—Sabía que no servía para hacer otra cosa.


—¿Pero? Hay algo que no me estás diciendo.


—Ciertamente tuve mis momentos en que deseé poder sentar la cabeza y todo eso.


—Pero no lo hiciste.


—Claro que no.


—¿Y por qué lo deseaste?


—Una mujer, por supuesto. Pero no pienso hablar de eso ahora.


—Yo no quería que las cosas se complicaran con Paula, pero…


—A veces no puedes elegir. Hay personas que se meten en tu vida sólo para fastidiártela.


«Y hay personas que se meten en tus vidas para algo más», se dijo Pedro. Para aprender de ellas, para amarlas. Como Paula.


—Escucha, Pedro. Si lo que quieres es que te trasladen, sólo tienes que pronunciar una palabra.


Pedro dudó por unos segundos, pero finalmente asintió.


—Sí. Adelante. Envíame tan lejos de Italia como puedas. Necesito un cambio de escenario.


—Necesitarás elaborar un informe sobre Paula, va lo sabes.


—Está limpia. Te lo juro.


—No hace falta que me jures nada. Necesitas una prueba sólida. Y tendrás que dejar de acostarte con ella. Inmediatamente.


Pedro volvió a asentir y se esforzó por parecer escarmentado, avergonzado. Pero no lo sentía. 


Sabía que no renunciaría a acostarse con Paula.


—Hay una cosa más. Quiero pedirte un favor.


—Dispara.


—Paula tiene problemas. Un tipo va tras ella, probablemente su ex, el del grupo terrorista. Necesito recursos para atraparlo.


—¿Cómo piensas justificarlo?


—Si se trata realmente de su ex, tiene que haber estado implicado en el atentado del 17 de noviembre en Atenas, hace algunos años. Si consigo capturarlo, lo entregaré a las autoridades griegas.


—Bien. Así de paso nos harías un favor.  Dispondrás de toda la ayuda que necesites.


—Te debo una. Gracias.


—Ya pensaré en la mejor manera de que me devuelvas ese favor, así que lleva cuidado.



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