martes, 16 de octubre de 2018
SUGERENTE: CAPITULO 40
Cuando abrió la puerta del estudio, Paula se había envuelto en una sábana blanca. Miraba el boceto que Sheila Bowden tenía en las manos.
Giraron las cabezas cuando él entró.
—Ahí estás —comentó la artista—. He de volver abajo a atender a mis invitados. Puedes quedarte aquí el tiempo que necesites, Paula —dijo, mirando significativamente a Pedro.
Éste ni siquiera se dio cuenta cuando se marchó y cerró a su espalda.
—Hice algo malo —dijo Paula.
—Yo no puedo hacer lo que haces tú. Quitarme la ropa sin un preparativo previo va más allá de mí.
—Oh. Lo siento.
La voz que empleó era distante, como nunca antes Pedro había oído. Ni con él ni con nadie más.
Apretó los labios. Le partió el corazón.
Sin otra cosa que la tenue sábana y la piel que no se cansaba de acariciar, lo miró fijamente, sin moverse, esperando la reacción de él.
—Sé que lo sientes —susurró Pedro—. Nuestras vidas han cambiado tanto desde que teníamos dieciséis años… Me pregunto qué habría pasado si tu madre no hubiera interferido.
—Nunca lo sabremos, Pedro. Tenemos que tratar con el presente. Con estos sentimientos que tenemos por el otro y la realidad. Ojalá las cosas fueran de otra manera, pero queremos cosas diferentes y no estoy segura de que podamos solucionar eso.
—Tal vez. Tal vez no. Lo único que sé es que eres una mujer asombrosa. Haces que quiera ser un hombre diferente, que desee correr riesgos por lo que creo, sin importar las consecuencias. No sé si llevo eso dentro de mí.
—No todo el mundo puede cambiar, algunas personas simplemente no quieren. Les gusta donde están. Yo jamás te forzaría a cambiar lo que eres, Pedro.
Él asintió. Debería decirle en ese momento que la amaba, pero temía lo que significaba. Temía avanzar debido a lo desconocido. Siempre protegía lo que quería. Atesoraba su tranquilidad y soledad. Paula era la única persona que alguna vez había logrado que deseara romper esos viejos hábitos. El miedo creció en su interior. Le gustaba tener su red de seguridad y esa relación con Paula no la tenía. Le inspiraba demasiado miedo dar ese primer paso. Si pronunciara sus sentimientos en voz alta, conduciría a un cambio. Y el cambio tenía consecuencias.
—Lo que tenemos es muy especial para mí. La conexión que tuvimos de niños se ha convertido en algo más rico y hermoso. Siempre atesoraré este tiempo que hemos tenido juntos —dijo ella.
—Y yo.
La tomó por la nuca y la abrazó con fuerza.
Cerró los ojos y la oleada de sensaciones que experimentó lo obligó a apretar los dientes. El corazón le martilleó en el pecho y sintió un nudo en la garganta. Ella se movió y eso le provocó una oleada de calor, ya que sentir ese cuerpo apenas cubierto era demasiado después del descubrimiento de que la amaba desde hacía tanto tiempo.
Se obligó a permanecer inmóvil. Cada músculo de su cuerpo le exigía que se moviera, y sentía los nervios a flor de piel, pero intentó obviar los sentimientos que vibraban en su interior. Paula no tenía ni idea de lo que le hacía, pero él era demasiado consciente de lo que estaba pasando.
Necesitó un rato, pero al final recobró el control.
Suspiró y la abrazó aún con más fuerza y simplemente la mantuvo así. Era tan condenadamente hermosa para él…Y vulnerable. Lo había necesitado desesperadamente al aparecer en Cambridge y una vez más había estado ahí para ella.
Experimentó una sacudida al darse cuenta de que se había sentido muy feliz de ser él.
Incapaz de contener el impulso, abrió un poco las piernas, pegándola contra su dura protuberancia al tiempo que apoyaba la cara contra el cuello de Paula y apretaba los dientes.
Ella se quedó quieta en sus brazos, luego emitió un sonido bajo y desesperado y giró la cabeza, con la boca súbitamente ardiente y urgente contra la suya. La sensación lo dejó sin aliento.
Tembló y abrió más la boca, alimentándose de la desesperación que fluía entre ellos. Ella emitió otro sonido y lo agarró con fuerza, y el movimiento los unió como a dos mitades de un todo. Pero el sabor a lágrimas atravesó sus sentidos y apartó la boca de ella.
La miró y vio sus ojos luminosos y llenos de emoción. Pasó los dedos pulgares por debajo de esos ojos, luchando para respirar.
—Está bien —le susurró sobre el pelo.
Ella lo abrazó con más fuerza, como si tratara de penetrar en él. Había tanta desesperación en un sonido leve, tanto fuego; era como un cuchillo en su pecho. Luego se movió contra él, suplicándole en silencio, suplicándole con el cuerpo… y cualquier conexión que Pedro hubiera tenido con el raciocinio se hizo añicos.
La sensación de su calor contra él fue demasiado. La tomó por las caderas, pegándola bruscamente contra él. Necesitaba eso… su calor, su peso. La necesitaba a ella.
Paula emitió otro sonido bajo y luego se subió sobre su erección, la voz quebrándosele en un tenue sollozo de alivio.
—Por favor, Pedro —otra vez se movió contra él.
Pedro la apretó aún más en respuesta involuntaria. Cuerpo contra cuerpo, calor contra calor, y de repente ya no hubo posibilidad de marcha atrás.
Le cubrió la boca con un beso ardiente y profundo y ella se abrió a él con apetito urgente.
Pedro la sujetó por detrás de la rodilla y le subió la pierna alrededor de su cadera. Con un movimiento, su calor duro quedó contra Paula. Le aferró los glúteos y ella lo cabalgó. Pero tampoco eso fue suficiente. Estuvo a punto de volverse loco, convencido de que estallaría si no la penetraba.
Emitiendo sonidos incoherentes, Paula se liberó y Pedro experimentó una sacudida violenta cuando ella se puso a soltarle el botón y la cremallera de los vaqueros. En cuanto le tocó el pene duro y palpitante, gimió su nombre y la soltó, desesperado por librarse de la ropa.
Paula soltó, tiró y subió hasta dejarlo desnudo.
Luego cerró la mano sobre su pene y Pedro perdió el último atisbo de control que podía quedarle. Le apartó la mano y la hizo retroceder contra el sofá. Cerró los ojos y la embistió, incapaz de contenerse un segundo más. La sensación de tenerla a su alrededor, compacta y húmeda, lo dejó sin aire.
Paula lo rodeó con las piernas y lo instó a continuar. Pedro sólo podía sentir el calor que lo invadía. La embistió una y otra vez mientras la presión no dejaba de crecer en su interior. Emitió un sonido gutural y su liberación estalló en un torrente cegador que continuó y continuó, tan poderoso que sintió como si lo estuvieran volviendo del revés. Tuvo ganas de dejarse llevar, pero se obligó a proseguir con los movimientos, sabiendo que ella se hallaba al borde del orgasmo. Paula gritó y le aferró la espalda, luego se quedó rígida en sus brazos y, finalmente, se convulsionó alrededor de él, dejándolo seco con los espasmos que la sacudieron.
Con el corazón palpitándole con frenesí y la respiración tan laboriosa que se sentía mareado, débilmente apoyó la cabeza contra la de ella, con todo el cuerpo trémulo. Sentía como si lo hubieran partido en dos.
No supo cuánto tiempo yació allí, con ella temblando en sus brazos, sin una pizca de fuerza.
No fue hasta que Paula se movió y él le pegó la cara a la suya cuando se dio cuenta de que tenía la mejilla húmeda por las lágrimas. Giró la cabeza y la besó, con una abrumadora sensación de protección. Era imposible que la dejara ir. Aún no. Aguardó un momento hasta que el nudo de emoción se disolvió.
SUGERENTE: CAPITULO 39
Era incómodo estar en esa sala, pero a medida que pasaba el tiempo y Sheila acomodaba a Paula en una posición de perfil, no pudo dejar de mirarla, el sonrojo reemplazado por un fuego lento en su interior.
Envidió su abandono natural y se dio un festín visual con esos pechos altos y firmes, de pezones de color frambuesa bajo la luz tenue.
La caja torácica esbelta fluía hasta las caderas estrechas y descendía por esas piernas largas y de dureza exquisita. Con los ojos le acarició el trasero hermoso.
Contuvo el aliento al comprender en ese momento súbito que la amaba, y con desesperación. Ella iba a regresar a Nueva York a reanudar su sueño… ¿y él cómo podía detenerla? No era más que un punto insignificante en el radar de Paula, un momento divertido en Cambridge mientras se recuperaba para otro asalto con la industria de la moda.
Cerró los ojos al experimentar un aguijonazo de dolor. Siempre había estado enamorado de ella y era lo bastante inteligente para no tratar de negarlo. Siendo adolescente la había amado desde lejos y una vez que había tenido el placer de amarla de cerca siendo un hombre, se sentía despojado al pensar que se iba a marchar.
No sabía cómo retenerla, encajarla en su vida o si alguna vez podría encajar en la de Paula.
Sabía que la iba a perder, que tenía que contener en su interior ese amor desesperado y mantenerlo oculto. Era el único modo en que sabía funcionar. Ella jamás debería saberlo, jamás debería sentir pena.
En ese instante Paula lo miró y sonrió. En el estado mental en el que se hallaba, no estaba preparado para el caudal de emociones que le disparó. Lo abrumó. Ella alargó la mano y dijo:
—Pedro, ven. Sheila quiere que posemos para ella. Juntos.
No. No estaba preparado para eso. Ni siquiera le había pedido su permiso. No iba a ponerse a posar por un capricho.
Tenía que pensarlo.
Necesitaba aire, sentía que se ahogaba en los sentimientos intensos que tenía por Paula.
Llevó la mano hacia atrás y tanteó en busca del pomo de la puerta. La abrió y salió al pasillo, donde respiró hondo.
Ella no entendía su necesidad de intimidad.
Debería haber comprendido que su deseo por Paula lo desorientaría y le haría perder el control.
Era la única mujer que podía lograr eso, conseguir que olvidara todo. Subió las escaleras y volvió a la galería y salió a la calle. El aire estival lo refrescó.
La esperaría ahí, con los pensamientos agitados.
No creía que su intelecto fuera a librarlo de ésa. Incluso en ese instante, quería estar inmerso en ella… y al siguiente huir como perseguido por mil demonios.
Pero no podía huir. Era demasiado tarde.
SUGERENTE: CAPITULO 38
Al llegar, aparcó en el solar de la galería y tomados de la mano atravesaron las puertas del Estudio 10. El edificio albergaba otros nueve estudios, empezando con el número uno y terminando con la elegante galería que ocupaba toda la planta baja.
En el interior había una luz suave y unas cuantas personas se mezclaban en una atmósfera de fiesta de cóctel. Muchas tenían copas de champán y de vino en las manos mientras caminaban entre los cuadros, las esculturas y los objetos de arte allí expuestos en pedestales o en las paredes.
Paula recogió dos copas de champán de un camarero que pasó junto a ellos y le pasó una a él.
Terminaron por separarse y enfrascarse en diversas conversaciones sobre arte con otras personas. Al final, Pedro se dirigió hacia la colección de Sheila Bowden en la pared más alejada.
Mientras Paula mantenía una ávida conversación con una morena alta, se puso a buscarlo con la vista y al final sus miradas se encontraron.
Entusiasmada, ella le indicó que se acercara.
Cuando llegó a su lado, se volvió hacia la mujer alta y lo presentó.
—Pedro, te presento a Sheila Bowden. Pedro es un gran entusiasta de tu obra. Tiene uno de tus desnudos encima de su cama.
—¿Sí? Veo que eres un buen conocedor del arte, entonces —comentó con un leve acento inglés.
—Me gusta mucho tu trabajo.
—Pedro, Sheila nos ha invitado a mirar su estudio. Tiene el número siete.
—¿No es un abuso?
—Claro que no. Vamos.
Fueron hacia una puerta lateral del amplio espacio de la galería, que Sheila abrió con una llave que sacó del bolsillo. Conducía a una escalera y a su estudio.
Abrió esa puerta y encendió una luz, apartándose para dejarlos pasar. Era una habitación grande con numerosos óleos apoyados contra una pared. El denso olor a pintura impregnaba el aire junto con la fragancia persistente de café.
Las paredes, las vigas vistas y el techo estaban pintados de un tono azul suave. Cerca de la pared del fondo había un sofá tapizado con una tela de color azul mediterráneo, un rincón acogedor para relajarse.
Sheila fue hasta una mesa larga para recoger un cuaderno y un carboncillo. Paula fue al sofá.
—Paula, ¿te importaría quitarte el vestido y posar para mí ahora?
Antes de que Pedro pudiera parpadear, se bajó las tiras del vestido negro por los hombros y sobre los generosos pechos hasta que el material suave quedó como un charco oscuro a sus pies. Se inclinó, lo recogió, lo alisó y lo depositó sobre el sofá. Se agachó para desprenderse de las sandalias, pero Sheila dijo:
—No, déjatelas puestas, y también las medias. Por ahora, en todo caso.
Pedro se movió, retrocediendo hasta topar con la pared. Miró a Sheila, quien estudiaba la forma de Paula con ojo de artista.
—Veo por qué te hiciste modelo, Paula. Tienes un cuerpo con una proporción perfecta —comentó, acercando el taburete al sofá.
Paula miró a Pedro.
—¿No te parece maravilloso? Dijo que quería dibujarme.
lunes, 15 de octubre de 2018
SUGERENTE: CAPITULO 37
Las palabras de su madre escocieron y se le humedecieron los ojos. No había imaginado que tenía esas palabras dentro. ¿Había tratado de vivir una vida que había querido su madre y no la suya propia? Se sentó, con el corazón martilleándole en el pecho, en parte por la adrenalina provocada por la idea de que tal vez ésa no habría sido la vida que ella hubiera escogido para sí misma. Quizá la habían empujado e instado y ordenado que se inscribiera en los concursos de belleza y ser modelo había parecido el siguiente paso lógico, pero ¿era lo que ella quería?
De pronto comprendió que en realidad no sabía lo que quería. En su interior se abrió un vacío oscuro que le aceleró el corazón. Asustaba demasiado mirar en ese vacío y tratar de crear algo que lo llenara. Por supuesto, se hallaba en el camino correcto. Llevaba haciendo eso desde los seis años. Debería ser la elección correcta.
Si lo dejaba en ese momento, habría fracasado.
Se debía a sí misma una segunda oportunidad de éxito. Quizá entonces sería capaz de pensar qué otra cosa podría funcionar para ella.
Cerró los ojos para contener las lágrimas y sintió un nudo en la garganta.
Respiró hondo, calmándose. Giró la cabeza y supo que no podría acabar ese trabajo en un día, ni siquiera con la ayuda de Naomi. Salió al pasillo, recogió el bolso y sacó el número de Betty Sue, con quien había compartido espera y pasarela en muchos concursos de belleza.
Se había casado con un profesor de Harvard y había vuelto a instalarse en Cambridge. Y en más de una ocasión le había dicho que la llamara cuando quisiera y que podría contar con la presencia de todo el grupo de RBU, Reinas de Belleza Unidas.
Y eso pensaba hacer.
Tuvo el pensamiento fugaz de que en el pasado jamás habría solicitado ayuda, pero su amistad con Naomi le había enseñado que pedirla no era lo mismo que fracasar. Las amistades eran algo rico y fuerte, llenas de cariño y amabilidad.
Decidió que era algo a lo que podría acostumbrarse con facilidad.
Sonrió mientras marcaba. Las RBU irían a su rescate.
Y se presentaron en masa, cinco mujeres y un hombre muy hermoso. La ayudaron con el trabajo mientras Naomi preparaba café y supervisaba.
El hombre, una drag queen llamada Dany, realizaba tres actuaciones los sábados en un club de Boston. Las entretuvo con imitaciones de Barbara Streisand y Liza Minnelli. Paula tuvo que llevarse las manos al estómago para tratar de respirar entre las carcajadas.
Después de aproximadamente una hora de trabajo, Dany dijo:
—Paula, cariño, ¿de dónde has sacado esa blusa? Sencillamente, es divina.
El resto del grupo de las RBU asintió. Todas exclamaron que quería saber dónde podía comprar una.
Aturdida, Paula respondió:
—No la podéis comprar en ninguna tienda. La hice yo misma con la tela que estamos grapando y enviando ahora mismo.
—Entonces, ¿qué patrón usaste? A mí se me da de miedo coser —indicó Dany.
—Ninguno. La diseñé yo misma.
—Bueno, cariño, te has equivocado de negocio —afirmó Dany—. No deberías lucir la ropa. Deberías estar diseñándola.
Paula movió la cabeza y sonrió.
—No, Yo no. Sólo es algo que he probado. No tiene tanta importancia.
—Oh, cariño. Te aseguro que no pararías de ganar dinero si hicieras más blusas como ésa. De hecho, ¿podrías hacerme una?
—Podría, si de verdad la quieres. Es lo mínimo que puedo hacer por la ayuda que me habéis prestado hoy. La tela es tan cómoda y agradable…
—Eso sería maravilloso, cariño.
*****
Literalmente, le quitaba el aire.
Había esperado que estuviera bien. Paula siempre estaba bien, pero el vestido negro centelleante y ceñido que llevaba era despampanante, combinado con el maquillaje aplicado con arte que resaltaba sus ojos azules pero sin ocultar el resto de sus facciones.
Llevaba recogidas las trenzas rubias de una moda sensual que exhibía su cuello y sus hombros hasta la base de la espalda. Luego estaban esos zapatos sexys con apenas unas tiras que lograban que sus piernas enfundadas en medias parecieran imposiblemente largas.
Y cuando sus miradas se encontraron en el recibidor tenuemente iluminado, Pedro sintió que su corazón descendía en caída libre.
Le tomó la mano y esas uñas impecablemente pintadas de rojo lo excitaron.
—Estás arrebatadora.
La boca hermosa, pintada con una leve y brillante tonalidad de miel, se curvó en una sonrisa.
—Gracias… por el cumplido y la invitación. Había olvidado lo divertido que es arreglarse.
—De nada… por el cumplido y por la invitación.
Pedro le ofreció el brazo y, con una risita, lo aceptó.
—Eres todo un caballero.
Su tía asomó la cabeza desde la cocina.
—Que te diviertas, querida.
—Gracias —dijo en el momento en que Naomi se materializó al lado de ella con una manzana en la mano.
—Vaya, estás fabulosa. Esas sandalias son fantásticas con el vestido.
Su tía le guiñó un ojo y Pedro la condujo a través de la puerta.
Paula se detuvo en la puerta y sonrió.
—Has traído el cupé. En alguna parte ahí dentro, llevas un salvaje. Reconócelo.
—Reconozco que el coche se conduce de ensueño y que es adictivo. El dinero sirve para algo.
—Es agradable saber que las cosas materiales te afectan, Pedro. Te vuelve más…
—Humano.
—No, como los demás. Superficial.
—Tú no eres superficial, Paula.
Lo miró de reojo mientras le abría la puerta.
—Bromeaba.
—Oh.
Después de ayudarla a sentarse, se situó ante el volante. El entusiasmo que le provocaba el poderoso motor bajo su control jamás dejaba de estimularlo.
—¿Cómo ha ido el proyecto de las muestras?
—Lo conseguí con ayuda.
SUGERENTE: CAPITULO 36
—Eh, ¿qué es todo esto? —preguntó Naomi al entrar en el salón vestida todavía con el pijama.
—Mi idea brillante. Vamos a enviar muestras a todos los diseñadores y compradores de telas —llevaba levantada desde las cinco de la mañana, tan entusiasmada con su plan de acción, que apenas había podido dormir. También se había sentido culpable porque el día anterior Naomi había terminado sola el plan de negocio.
Había estado recordando lo optimista que había sido cuando la coronaron Miss Nacional, toda la atención que había recibido y el bien que había hecho durante el tiempo que había llevado la corona. Había tenido planes y había cumplido casi todos. Se había convertido en una modelo de éxito.
En ese momento deseaba haber prestado más atención, a ahorrar para los momentos como ése, en vez de llevar el lujoso estilo de vida de Nueva York. Si lo hubiera hecho, habría tenido algo a lo que poder recurrir al perder el contrato con Kathleen. Detestó no haber sido previsora.
—Es una idea estupenda, pero deberías haberme pedido ayuda —indicó Naomi.
—Tú acabaste sola el plan de negocios. Así que decidí dejarte dormir, pero si quieres ayudar, adelante.
—Deja que me dé una ducha y me cambie y enseguida bajo.
Alzó el dedo pulgar. Naomi era una joya y estaba contenta de tenerla a su lado. Pero al mirar alrededor y ver todo el trabajo que había logrado aquella mañana, comprendió que se había metido por completo en el negocio de Pedro. Ya era una cuestión de orgullo que hiciera el mejor trabajo posible. Se había vuelto algo importante para ella que el negocio fuera un éxito.
En ese momento llamaron a la puerta de entrada y fue a abrir. Allí estaba Pedro.
—Hola, pasa.
—Gracias. Me preguntaba si esta noche estarías interesada en asistir a una galería que expone la obra de Sheila Bowden. Quizá podríamos comer algo.
Paula sintió una gran calidez.
—¿Me estás pidiendo una cita, doctor Alfonso?
Él bajó la vista y movió los pies.
—Supongo que sí. De verdad creo que te gustará la galería.
Se acercó a él y Pedro sonrió, mirando alrededor.
—¿Tu tía no está?
—Está trabajando, pero Naomi se encuentra arriba —no pudo resistir pasarle las manos por ese pelo bonito y en punta. La textura en los dedos le provocó un hormigueo de calor.
Al llegar a la piel ardiente del cuello, él jadeó.
Incapaz de aguantarse, Paula alzó la cara para darle un beso en la boca.
Pedro se apoyó en ella tan rendido como Paula, yendo al encuentro de su boca. De pronto se retiró al oír que el agua se cerraba arriba.
—Es una pena que no estés sola, pero ya lo compensaremos más tarde.
Con esa promesa ronca en su voz, el cosquilleo se convirtió en un calor intenso pata Paula que le dificultó respirar.
—Ven, tengo algo que mostrarte.
De la mano, lo llevó al salón.
—Que me aspen —recogió una de las fichas blancas de Paula, con muestras de la tela grapadas en la parte delantera. La ficha especificaba el contenido, la fibra, el cuidado que requería, el coste por metro, el número de artículo y los colores en que estaba disponible—. Realmente avanzas con la idea.
—Obtendrás un buen beneficio por tu inversión, Pedro. Te lo prometo.
—Realmente vas a regresar a Nueva York.
El sonido áspero de su voz revelaba más que las simples palabras. Aguardó extrañamente tenso una respuesta.
—Sí.
—¿Y si no puedes encontrar un trabajo?
Al ver la intensidad en los ojos de Pedro, el corazón le dio un vuelco. Recogió las etiquetas que había imprimido en el ordenador de su tía y sacó una. La pegó con firmeza debajo de las muestras y lo miró con un nudo en el pecho.
—Lo conseguiré. Es cuestión de tiempo.
—¿Has pensado en hacer otra cosa?
—¿Por qué insistes con eso, Pedro? Soy modelo y es lo que hago. ¿Crees que está por debajo de mí?
—No. No pretendía dar a entender eso —se puso en cuclillas para quedar a la misma altura que ella junto a las muestras—. Creo que deberías sopesar todas tus opciones. ¿Qué es lo que realmente quieres hacer?
«Volveré a ser modelo», se dijo a sí misma. No fracasaría. No podía fracasar. Y si así sucedía, tendría que reconocer que todo aquello por lo que había luchado en la vida había sido por nada. No significaba nada. No tenía nada que mostrar por tantos años de trabajo duro.
—No estoy preparada para aceptar la derrota, Pedro.
—Sabía que intentaba apartarte de todo lo que es mejor para ti.
Los dos se volvieron hacia la puerta. En el umbral estaba la madre de Paula.
—Es una conversación privada —expuso Pedro con frialdad, poniéndose de pie.
—Lo que involucra a mi hija me involucra a mí —replicó, mirando a Pedro como si fuera un enemigo peligroso.
Paula supuso que a ojos de su madre, así era.
Pedro no se mostró en absoluto intimidado y Paula recordó cómo de niño se había enfrentado a los bravucones sin temor. Su comportamiento protector tocó algo dentro de ella y no se movió de allí, haciéndola sentirse más que asustada.
El desagrado en los ojos de su madre era tangible, pero Pedro en ningún momento se arredró. Mientras se preparaban para la pelea, el pánico de Paula se vio reemplazado por una maraña confusa de emociones distintas.
Él cruzó los brazos.
—Por si no lo ha notado, Paula es una mujer adulta y está capacitada para tomar sus propias decisiones.
Paula suspiró. No podría haber dicho algo más cierto. Necesitaba tomar el control antes de que la situación fuera a más. Tocó el brazo de Pedro para captar su atención y relajarle los músculos visiblemente tensos.
—Está bien, Pedro —indicó—. Puedo tomar mis propias decisiones —miró a su madre—. Mamá, ¿a qué debemos el placer de tu visita?
—No estoy segura de que él…
—Me iré —indicó Pedro con la mandíbula tensa.
—Pero, Pedro…
—He dicho que me iré. Simplemente, hazme saber cuándo y dónde. Hablaremos luego, Paula. Debería ir a la universidad. El viernes tengo una reunión con mi personal del laboratorio.
Paula se frotó la nuca.
—Te llamaré para darte los detalles de lo de esta noche. Sigue en pie la cita, ¿no?
Él sonrió y asintió.
—Que tenga un buen día, señora Chaves.
Ella farfulló algo, pero Pedro no mordió el cebo.
—¿Qué ves en ese hombre? Jamás lo entenderé. Se muestra muy arrogante porque tiene un doctorado y tú no.
—No es así, madre.
—Creo que te mira por encima de su académico hombro, Paula. Deberías pensar cuidadosamente qué pasaría si te convenciera de que te quedaras aquí y abandonaras las pasarelas.
—¿Qué tienes en contra de Pedro, mamá?
—Es igual que tu padrastro.
—No se parece en nada a él.
—¿No? ¿Te ha invitado a alguna función de la facultad o al campus?
—No, pero eso no significa nada.
—¿No? He vivido con la desaprobación de un hombre que piensa que lo que hago es frívolo. No quiero que cometas el mismo error. Pedro vive en un mundo académico. No entiende el mundo en el que vives tú.
—Sé que venimos de mundos diferentes, pero te equivocas con respecto a él.
—Espero que no tengas que poner a prueba esa teoría, Paula.
—No te preocupes, mamá. Me cercioraré de que tu sacrificio signifique algo —las palabras salieron de su boca antes de que pudiera acallarlas, y en su interior fue creciendo la amargura.
Su madre exhibió un gesto ceñudo de desaprobación.
—Adelante, búrlate de mí, pero Cambridge es un callejón sin salida. Tu sitio está en Nueva York. Te veré en la fiesta en el jardín, una semana a partir del sábado, a las doce y media en punto.
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