lunes, 1 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 37




—Ha sido maravilloso.


Con un suspiro de felicidad, Paula se dejó caer sobre las almohadas. Pedro rió suavemente, apartando la bandeja de cruasanes y café para dejarla sobre la mesilla.


—¿Te refieres al desayuno o a lo de antes?


—Bueno, yo estaba pensando en el desayuno, pero ahora que lo mencionas… ha sido el aperitivo lo que me ha parecido absolutamente delicioso —cerrando los ojos. Paula pasó un pie desnudo por la pierna de Pedro—, Creo, señor Alfonso, que voy a tener que hacerle una prueba para saber si toma sustancias dopantes. Pero antes debo comprobar su rendimiento una vez más…


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para limitarse a besarla en un hombro antes de saltar de la cama.


—No, ahora no. Tengo cosas que hacer.


Verla desnuda entre las sábanas era demasiado para él. Y si no salía de allí de inmediato, pasarían el resto del día en la cama.


La idea era tentadora, desde luego. De hecho, irresistible, pero tenía que hacer unas llamadas. 


Por Paula.


—Duerme un rato —le dijo, mientras se ponía unos pantalones. Con el pelo rubio platino y los labios enrojecidos por sus besos, tenía un aspecto a la vez dulce y abandonado—. Tienes que descansar para poder seguir luego.


Los labios de Paula se curvaron en una sonrisa de pura invitación y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para salir de allí. Mientras recorría el pasillo, iba rezando para que todo saliera bien. 


Luego, esa noche, podrían celebrar la salvación de Coronet como era debido.


En la cama.




A TU MERCED: CAPITULO 36




Cuando Paula despertó, no sabía si era la luz violeta del amanecer que entraba por la ventana lo que hacía que todo pareciese tan absurdamente hermoso o la alegría que había en su corazón.


Pero cuando giró la cabeza para mirar el rostro dormido de Pedro supo que era lo último. Una celda le parecería un paraíso si despertaba a su lado.


El se movió entonces, apretando los labios contra su hombro en un tierno beso que la hizo sentir como si tuviera mariposas en el estómago.


—El vestido —murmuró—. Por eso no te pusiste el vestido que te regalé, ¿verdad?


—Sí, por eso.


—¿Dónde está ahora?


—En mi habitación.


Pedro se levantó de un salto y Paula, atónita, se quedó admirando aquel cuerpo fabuloso.


—Vuelvo enseguida —le dijo, envolviendo una toalla en su cintura.


Volvió un minuto después con la bolsa en la mano y Paula se sentó sobre la cama.


—¿Qué haces?


—Ven aquí —sonrió, sacando el vestido.


Paula se levantó. Estaba desnuda, pero no le importaba, no sentía vergüenza. Pedro, la sombra de la barba haciendo que pareciese un pirata, la colocó frente al espejo, delante de él. 


Y, por un segundo, se quedó sin palabras.


Su piel oscura en contraste con la suya, sus poderosos hombros haciendo que pareciese diminuta en comparación. Juntos eran perfectos, no sólo hermosos sino… como hechos el uno para el otro.


Y por primera vez en su vida desde el accidente, la mirada de Paula no fue automáticamente hacia las cicatrices.


—Levanta los brazos.


Ella hizo lo que le pedía, como en trance, y cuando levantó la mirada dejó escapar un gemido de sorpresa.


—¿No te das cuenta de lo guapa que eres?


—Es un vestido precioso —admitió ella.


—No, tú eres preciosa —Pedro tiró suavemente de su brazo para mirar las cicatrices del codo—. Todo en ti es maravilloso. ¿Es que no lo ves?


Paula miró las cicatrices. Quizá estaba diciendo la verdad, quizá no eran tan horribles. El las había tocado, las había besado.


—No lo sé —sonrió—. Tal vez.


Pedro se volvió bruscamente para tomar los pantalones de montar, tirados sobre el sofá.


—¿Dónde vas?


—Ya lo verás. Tú vienes conmigo.


Salieron al jardín, a un mundo aún sin despertar, y caminaron sobre la hierba cubierta de rocío, de la mano, sin decir nada. Al llegar a una cerca, donde los recortados setos dejaban paso al bosque. Pedro se detuvo.


—Espera aquí—le dijo, saltando la cerca.


Sólo llevaba los pantalones de montar y las botas y Paula se quedó mirando su musculosa espalda…


¿Dónde iría? Todo le parecía irreal, como sacado de un sueño.


Apoyándose en la cerca, cerró los ojos y respiró profundamente el aire limpio de la mañana. 


Pensó entonces en Coronet, en Raquel y en los problemas que la esperaban en Londres, pero se sentía curiosamente en paz con todo ello.


Al oír un rumor de pezuñas golpeando el suelo abrió los ojos, asustada. Galopando hacia ella, Pedro parecía un heroico príncipe de cuento en busca de fortuna que ofrecerle a su amada. Y el miedo a los caballos fue atemperado por el inmediato deseo que sintió al verlo.


Se detuvo a unos metros de ella y bajó de un salto.


—No tengas miedo. No voy a dejar que te ocurra nada malo. Ven —le dijo, tomando su mano para ayudarla a saltar la cerca—. Quiero que la conozcas.


—No sé…


—No tengas miedo, Paula—repitió Pedro.


Había tanta seguridad en sus palabras, en su expresión, que se dejó llevar. Los salvajes latidos de su corazón no tenían nada que ver con el miedo al animal y sí con la espalda desnuda de Pedro. La hierba mojaba el bajo del vestido y su aroma, ya familiar, la envolvía cuando tomó su mano para ponerla sobre la nariz del caballo.


Paula dio un respingo cuando el animal resopló, pero su nariz era como de terciopelo y sus ojos eran muy dulces. Mientras acariciaba las doradas crines, Pedro dejó una estela de besos sobre su hombro, su cuello…


—¿Debo entender que ya no te dan miedo los caballos?


—Creo que lo que estás haciendo se llama terapia de aversión. Me distraes del miedo con una emoción más fuerte, ¿no?


—¿Y en este caso es…?


—El abrumador deseo de hacer el amor contigo en medio del campo.


—No, aquí no —sonrió Pedro—. Asustaríamos a los caballos —añadió, poniendo un pie en el estribo para subir a la silla—. Ven, dame la mano.


—No…


—No tengas miedo.


Parecía tan sólido, tan fuerte, tan seguro de sí mismo que Paula estaba levantando los brazos mientras hablaba, y Pedro la subió a la silla, delante de él.


—Yo te sujeto —murmuró, tomándola por la cintura con una mano mientras sujetaba las riendas con la otra.


—Esto es… asombroso. ¡Estoy montando a caballo!


—Si se te da tan bien como tus recién adquiridas habilidades, te apuntaré al equipo de San Silvana —rió él.


Y al oírlo reír, el deseo se abrió paso por su cuerpo como el viento en su pelo. La presión de la silla contra su desnuda piel era un recordatorio de la noche anterior y una promesa del placer que estaba por llegar. Podía sentir la presión de su erección en la espalda y los duros músculos de sus muslos flexionándose mientras urgía al caballo a ir más rápido.


Paula dejó escapar un grito de placer.


Era como volar.


El sol empezaba a asomar en el horizonte dejando sólo un velo de rocío sobre la hierba, de modo que era como cabalgar sobre las nubes. 


La seda del vestido besaba sus piernas y el viento acariciaba su cara. Ante ellos, San Silvana aparecía bajo los primeros rayos del sol como un palacio encantado.


Pedro tiró de las riendas y el animal se detuvo ante los escalones de la entrada, pero no desmontaron de inmediato. Sin decir nada, él metió una mano bajo el vestido y Paula, girándose un poco, le echó los brazos al cuello. 


El caballo se movía, inquieto, mientras su amante encontraba la humedad entre sus piernas.


El imperioso deseo que había en el rostro de Pedro la derritió por dentro.


—Tienes quince segundos antes de que explote por combustión espontánea —le dijo ella en voz baja mientras él la llevaba en brazos—. ¿Crees que llegaremos a tiempo a la habitación?




A TU MERCED: CAPITULO 35




Los latidos del corazón de Pedro sonaban en su oído y el sol argentino tatuado en su pecho era tan cálido como el verdadero sol bajo su mejilla. 


Paula nunca había conocido una paz igual.


En la plateada oscuridad, todo estaba en silencio de nuevo. Los truenos y los fuegos artificiales de unos minutos antes habían desaparecido y ahora estaba como flotando en una playa tropical, sacudida por las suaves olas de placer que seguían acariciando su cuerpo.


Pedro apartó el flequillo de su frente y, a la luz de la luna, pudo ver que tenía el ceño fruncido.


—¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?


Paula negó con la cabeza. No podía hablar porque temía decir algo tan ridículo como: «Te quiero».


El suspiró, alargando una mano para acariciarla suavemente. Pero cuando tocó su brazo derecho, de nuevo sintió que lo apartaba.


—¿Qué ocurre?


—Nada —susurró ella.


—Sí ocurre. Déjame verlo.


—No… —Paula intentó apartar el brazo, pero Pedro la sujetó por la muñeca. Incluso en la oscuridad era fácil ver las cicatrices—. No quiero que las mires.


—¿Por qué? Son sólo cicatrices, marcas de valor.


—Sí, bueno, supongo que ésa es una forma de verlo. Para mí, siempre serán marcas de debilidad. Y para mi padre también. Él no puede mirarlas… supongo que es por eso por lo que a mí me cuesta tanto.


—¿Qué pasó? ¿Por qué no puede mirarlas?


Las cortinas estaban abiertas y Paula podía ver el cielo iluminado por la luna. Se sentía como flotando en el espacio. El pasado parecía distante, como si estuviera mirándolo a través de un telescopio, como si le hubiera ocurrido a otra persona.


—Porque el accidente fue culpa suya, supongo.


—¿Qué accidente?


—El día que cumplí seis años mi padre me compró un poni.


—Ah, claro, un poni, era de esperar —dijo Pedro, imitando el tono superior de la clase alta inglesa.


—Ya, pero yo hubiese preferido una muñeca porque me daban pánico los caballos.


—¿Y por qué te lo compró entonces?


—Porque mi padre no lo sabía. El miedo era una debilidad para él, así que yo lo escondía a toda costa. Pero… en fin, cuando llegó el poni, en lugar de mostrarme agradecida me negué a montar en él.


Hablaba con tono de broma, pero Pedro se daba cuenta de que había mucho dolor detrás de esas palabras. Y el odio que sentía por Horacio Chaves se abrió de nuevo, como una vieja herida.


—¿Y qué pasó?


—Mi padre pensó que estaba siendo grosera y desobediente y se convirtió en una cuestión de disciplina que hiciera lo que me pedía. Al final, él mismo me subió a la silla y yo, muerta de miedo, empecé a patear y a gritar… supongo que asusté al pobre animal, que salió al galope. Se me enganchó un pie en el estribo, así que me arrastró hasta que pudieron pararlo.


Pedro podía sentir los rápidos latidos de su corazón.


—¿Te hiciste mucho daño?


—Sí, bastante. Afortunadamente, lo detuvieron enseguida.


—Pues tuviste suerte de romperte sólo un brazo.


—Bueno, me rompí más huesos, pero el codo fue lo peor. Tuvieron que operarme varias veces, por eso ha quedado así.


—¿Y tu padre? —preguntó él, acariciando su cara—, ¿Te pidió perdón?


—No —suspiró Paula—. Nunca volvió a mencionarlo. Devolvió el poni mientras yo estaba en el hospital y a partir de entonces, fue como si no hubiera pasado nada.


—Por el amor de Dios…


—No, en cierto modo fue lo mejor. Mi madre y mi hermana me envolvieron entre algodones desde entonces, pero él siguió portándose como siempre. No me trataba de una manera especial y eso era lo que yo quería, en serio. A partir del accidente yo tenía miedo de todo, pero él me hacía esconderlo.


—También te hacía esconder las cicatrices.


—Sí, eso también. Pero supongo que nunca pudo perdonárselo.


Pedro notó que se llevaba una mano al brazo derecho como la había visto hacer otras veces, pero ahora entendía por qué.


—No tienes que esconderlas. Paula. Las cicatrices son como una medalla al valor, demuestran lo fuerte que eres.


Ella puso un dedo sobre sus labios, rozando el corte que se había hecho durante el partido contra Inglaterra. 


—Tú también debes de tener cicatrices.


—Cientos de ellas —sonrió Pedro, sintiendo que su pulso se agitaba de nuevo, su cuerpo cansado despertando a la vida otra vez.


Paula se incorporó y la sábana cayó a un lado, dejando al descubierto sus fabulosos pechos. 


Etérea en la oscuridad, se arrodilló frente él, pasando una mano por su muslo.


—Vamos a ver cuántas puedo encontrar…



domingo, 30 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 34





Mientras volvían a casa, la luna se había escondido como una tímida novia bajo un velo de nubes y la noche argentina era suave y oscura. Pero Pedro se mostraba tan silencioso, tan distante, que Paula pensó que había cambiado de opinión.


—¿Es esto lo que quieres? —le preguntó cuando llegaron a la finca—. ¿Estás segura?


—Sí —murmuró ella—. Es lo que siempre he querido.


El pasillo de la entrada estaba en completo silencio y la luz de la luna le daba el aspecto de una vieja fotografía en blanco y negro. El tiempo se había detenido cuando Pedro alargó una mano para tocar su cara.


Paula contuvo el aliento en la íntima oscuridad. 


Estaba temblando de deseo, de miedo, de anticipación.


—Vamos a mi dormitorio.


Paula no dijo nada mientras la llevaba por la escalera. Arriba, la oscuridad era más intensa. 


Pedro, con su traje oscuro, parecía mezclarse con la oscuridad, pero sus dedos eran reales, cálidos.


Lo oyó suspirar mientras la llevaba a la cama; un suspiro que la tocó en lo más hondo. Y una cascada de fuegos artificiales explotó en su interior cuando la tomó por la cintura para buscar sus labios.


—Este vestido… ¿cómo se quita?


—Hay un botón… aquí…


—Yo lo haré —murmuró él, encontrando el botón y dejando que la seda se deslizase hasta el suelo.


Pedro contuvo un gemido de deseo al verla en ropa interior. Era tan perfecta que deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que no pudiera más. El esfuerzo que hacia para ir despacio, para no asustarla, era monumental.


Pero tenía que ir despacio.


En una vida de continuo esfuerzo físico, aquél iba a ser el más agotador de todos.


—Eres tan preciosa —suspiró, maldiciéndose a sí mismo por la lasciva nota que había en esas palabras. Conteniendo el deseo de poseerla de inmediato, empezó a besarla en el cuello, subiendo por su garganta hasta encontrar sus labios. Estaba mareado por el esfuerzo de contenerse mientras disfrutaba del sabor a vainilla de su piel, el chocolate de sus labios…


La deseaba tanto que no podía esperar más.


Tomándola en brazos, la dejó sobre el edredón y empezó a quitarse la chaqueta y los zapatos. No quería asustarla, de modo que pensó dejarse el resto de la ropa puesta durante unos minutos, pero fue Paula quien se incorporó para desabrochar los botones de su camisa.


—Quiero verte… quiero tocarte.


El deseo fue como un ciclón, sacudiendo sus nobles intenciones. Se quedó tan inmóvil como una estatua, conteniendo un grito de puro placer al sentir el roce de sus manos apartando la camisa.


Era tan pura, tan perfecta que casi no se atrevía a tocarla. Sus manos le parecían demasiado grandes, demasiado ásperas para una piel tan suave. Con cuidado, la tumbó de espaldas, acariciando delicadamente sus brazos. Notó que apartaba el brazo derecho, pero siguió acariciándola, arrodillándose sobre ella para pasar la lengua por sus caderas, su pelvis, haciendo círculos sobre su ombligo.


Por favor, por favor…


¿Lo había dicho en voz alta?, se preguntó Paula. No estaba segura. Ya no estaba segura de nada.


Pedro rozó sus braguitas con la lengua y ella contuvo un gemido. Pero cuando las apartó a un lado la sensación fue indescriptible. Levantando las caderas, Paula dejó escapar un grito de placer que resultó extraño incluso a sus propios oídos.


Pedro levantó la cabeza. Había llegado al límite de su resistencia. Tenerla, estar dentro de ella era ahora tan imperativo como respirar.


Nunca había deseado a nadie como deseaba a Paula.


Quitándose el resto de la ropa a toda prisa antes de sacar un preservativo del cajón, sintió como si llegara a la meta después de una larga y ardua carrera. Paula se había quitado las braguitas, de modo que sólo quedaba el sujetador entre ellos. Pedro soltó el broche con una mano, incapaz de contener el suspiro de ansia que escapó de sus labios al ver sus pechos desnudos.


—Dime lo que tengo que hacer, Pedro


Al final, no tuvo que enseñarle nada. Entrando en ella con una lentitud que dejó sus nervios destrozados, apenas la sintió ponerse tensa un segundo antes de que enredase las piernas en su cintura, arqueándose hacia él y luego, asombrosamente, gritando de puro y abandonado placer.


Pedro se dejó ir también, su deseo explotando con la fuerza de un trueno en el cielo nocturno, sacudiéndolo de arriba abajo, dejándolo vacío.



A TU MERCED: CAPITULO 33




Pedro se abrió paso entre las parejas que bailaban en la carpa convertida en discoteca.


Tenía que encontrar a Paula.


Llevaba toda la noche intentando no alejarse mucho de ella, lo suficiente para comprobar que estaba bien, pero cada vez que se acercaba, ella parecía alejarse. No le faltaban hombres alrededor, pensó. Pero aunque unos días antes eso lo hubiera llenado de desdén, ahora lo hacía sentir protector. Si alguno de ellos le ponía una mano encima…


—¡Eduardo! —Pedro vio al número cuatro del equipo de San Silvana acercándose a él, su brazo sobre el hombro de una morena con vestido plateado—. ¿Has visto a Paula?


—¿Rubia, vestido azul? Sí, claro.


—¿Dónde?


—Está hablando con Francisco ahí, detrás de esa carpa. Pero no sé si querrán ser molestados… ¡Pedro! ¡Pedro, espera!


Pero era demasiado tarde. Pedro Alfonso se alejaba a grandes zancadas con expresión asesina.


—Para mí la solución es muy sencilla —Francisco suspiró teatralmente—. No veo por qué ibas a decir que no.


Sonriendo, Paula apartó la mano que había puesto en su muslo.


—No saldría bien —le dijo—. Sé que Pedro me encontraría mucho más atractiva si tuviera experiencia, pero la ironía es que yo no quiero experimentar nada con alguien que no sea él.


Francisco pasó un dedo por su cara.


Pedro siempre ha sido un enigma. Llevamos cinco años jugando al polo y sigue habiendo muchas cosas que desconozco de él, pero nunca había pensado que fuera un idiota. Y si no quiere a una chica tan preciosa como tú porque no tiene experiencia en la cama, es que es un idiota.


Paula cerró los ojos un momento y respiró profundamente el fragante aire de la noche. Los dos vodkas con chocolate empezaban a hacerle efecto y aunque media hora antes se había sentido animada, ahora se sentía profundamente triste.


Francisco era tan amable, tan comprensivo, que una parte de ella quería hacer lo que sugería. 


Había muchas cosas peores que ser iniciada en el arte del sexo por alguien tan dulce y experto como él. Alguien sin complicaciones que no esperaría nada que no pudiese darle.


Y, sin embargo, era absurdo. La idea de acostarse con alguien que no fuera Pedro le resultaba insoportable. Por eso precisamente se encontraba en aquella situación.


Paula le pasó un brazo por los hombros para darle un beso en la mejilla.


—Gracias por escucharme. Hablar contigo…


No pudo terminar la frase porque, de repente, alguien tiró de la pechera de la camisa de Francisco, levantándolo bruscamente del banco. 


Paula dejó escapar un grito al ver a Pedro, su rostro una máscara de furia.


—¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿La has tocado?


Su voz era como el gruñido de un animal salvaje, pero ella, sin dejarse amedrentar, se levantó para colocarse entre los dos hombres.


—No tienes ningún derecho a meterte en mi vida —le espetó—. Ya te he dicho que sé cuidar de mí misma. Además, no podrías haber dejado más claro que no soy nada para ti, así que…


—¿Te ha tocado?


Después de apartar las manos de Pedro, mirándolo con gesto de advertencia. Francisco se estiró la camisa.


—Creo que esta primitiva exhibición de masculinidad te dice todo lo que querías saber, Paula —suspiró, inclinándose para darle un beso en la mejilla antes de perderse entre las sombras.


Pedro cerró los ojos un segundo.


—¿Te ha tocado? —repitió.


—No, me ha dejado hablar y me ha escuchado como un amigo. Ha sido muy amable conmigo. Se ha ofrecido a… a enseñarme. No me ha presionado, sólo quería echarme una mano…


—Vámonos de aquí—dijo él entonces.


—¿Por qué? ¿Dónde vamos? Ya te he dicho que no soy una niña y no estoy borracha. Soy perfectamente capaz…


Pedro la tomó del brazo, tirando de ella hacia la puerta del club.


—Me da igual la edad que tengas, lo único que me importa es sacarte de aquí y llevarte a mi cama. Si alguien tiene que enseñarte algo, soy yo —la interrumpió él—. Y lo antes posible.