domingo, 30 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 34





Mientras volvían a casa, la luna se había escondido como una tímida novia bajo un velo de nubes y la noche argentina era suave y oscura. Pero Pedro se mostraba tan silencioso, tan distante, que Paula pensó que había cambiado de opinión.


—¿Es esto lo que quieres? —le preguntó cuando llegaron a la finca—. ¿Estás segura?


—Sí —murmuró ella—. Es lo que siempre he querido.


El pasillo de la entrada estaba en completo silencio y la luz de la luna le daba el aspecto de una vieja fotografía en blanco y negro. El tiempo se había detenido cuando Pedro alargó una mano para tocar su cara.


Paula contuvo el aliento en la íntima oscuridad. 


Estaba temblando de deseo, de miedo, de anticipación.


—Vamos a mi dormitorio.


Paula no dijo nada mientras la llevaba por la escalera. Arriba, la oscuridad era más intensa. 


Pedro, con su traje oscuro, parecía mezclarse con la oscuridad, pero sus dedos eran reales, cálidos.


Lo oyó suspirar mientras la llevaba a la cama; un suspiro que la tocó en lo más hondo. Y una cascada de fuegos artificiales explotó en su interior cuando la tomó por la cintura para buscar sus labios.


—Este vestido… ¿cómo se quita?


—Hay un botón… aquí…


—Yo lo haré —murmuró él, encontrando el botón y dejando que la seda se deslizase hasta el suelo.


Pedro contuvo un gemido de deseo al verla en ropa interior. Era tan perfecta que deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que no pudiera más. El esfuerzo que hacia para ir despacio, para no asustarla, era monumental.


Pero tenía que ir despacio.


En una vida de continuo esfuerzo físico, aquél iba a ser el más agotador de todos.


—Eres tan preciosa —suspiró, maldiciéndose a sí mismo por la lasciva nota que había en esas palabras. Conteniendo el deseo de poseerla de inmediato, empezó a besarla en el cuello, subiendo por su garganta hasta encontrar sus labios. Estaba mareado por el esfuerzo de contenerse mientras disfrutaba del sabor a vainilla de su piel, el chocolate de sus labios…


La deseaba tanto que no podía esperar más.


Tomándola en brazos, la dejó sobre el edredón y empezó a quitarse la chaqueta y los zapatos. No quería asustarla, de modo que pensó dejarse el resto de la ropa puesta durante unos minutos, pero fue Paula quien se incorporó para desabrochar los botones de su camisa.


—Quiero verte… quiero tocarte.


El deseo fue como un ciclón, sacudiendo sus nobles intenciones. Se quedó tan inmóvil como una estatua, conteniendo un grito de puro placer al sentir el roce de sus manos apartando la camisa.


Era tan pura, tan perfecta que casi no se atrevía a tocarla. Sus manos le parecían demasiado grandes, demasiado ásperas para una piel tan suave. Con cuidado, la tumbó de espaldas, acariciando delicadamente sus brazos. Notó que apartaba el brazo derecho, pero siguió acariciándola, arrodillándose sobre ella para pasar la lengua por sus caderas, su pelvis, haciendo círculos sobre su ombligo.


Por favor, por favor…


¿Lo había dicho en voz alta?, se preguntó Paula. No estaba segura. Ya no estaba segura de nada.


Pedro rozó sus braguitas con la lengua y ella contuvo un gemido. Pero cuando las apartó a un lado la sensación fue indescriptible. Levantando las caderas, Paula dejó escapar un grito de placer que resultó extraño incluso a sus propios oídos.


Pedro levantó la cabeza. Había llegado al límite de su resistencia. Tenerla, estar dentro de ella era ahora tan imperativo como respirar.


Nunca había deseado a nadie como deseaba a Paula.


Quitándose el resto de la ropa a toda prisa antes de sacar un preservativo del cajón, sintió como si llegara a la meta después de una larga y ardua carrera. Paula se había quitado las braguitas, de modo que sólo quedaba el sujetador entre ellos. Pedro soltó el broche con una mano, incapaz de contener el suspiro de ansia que escapó de sus labios al ver sus pechos desnudos.


—Dime lo que tengo que hacer, Pedro


Al final, no tuvo que enseñarle nada. Entrando en ella con una lentitud que dejó sus nervios destrozados, apenas la sintió ponerse tensa un segundo antes de que enredase las piernas en su cintura, arqueándose hacia él y luego, asombrosamente, gritando de puro y abandonado placer.


Pedro se dejó ir también, su deseo explotando con la fuerza de un trueno en el cielo nocturno, sacudiéndolo de arriba abajo, dejándolo vacío.



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