lunes, 1 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 36




Cuando Paula despertó, no sabía si era la luz violeta del amanecer que entraba por la ventana lo que hacía que todo pareciese tan absurdamente hermoso o la alegría que había en su corazón.


Pero cuando giró la cabeza para mirar el rostro dormido de Pedro supo que era lo último. Una celda le parecería un paraíso si despertaba a su lado.


El se movió entonces, apretando los labios contra su hombro en un tierno beso que la hizo sentir como si tuviera mariposas en el estómago.


—El vestido —murmuró—. Por eso no te pusiste el vestido que te regalé, ¿verdad?


—Sí, por eso.


—¿Dónde está ahora?


—En mi habitación.


Pedro se levantó de un salto y Paula, atónita, se quedó admirando aquel cuerpo fabuloso.


—Vuelvo enseguida —le dijo, envolviendo una toalla en su cintura.


Volvió un minuto después con la bolsa en la mano y Paula se sentó sobre la cama.


—¿Qué haces?


—Ven aquí —sonrió, sacando el vestido.


Paula se levantó. Estaba desnuda, pero no le importaba, no sentía vergüenza. Pedro, la sombra de la barba haciendo que pareciese un pirata, la colocó frente al espejo, delante de él. 


Y, por un segundo, se quedó sin palabras.


Su piel oscura en contraste con la suya, sus poderosos hombros haciendo que pareciese diminuta en comparación. Juntos eran perfectos, no sólo hermosos sino… como hechos el uno para el otro.


Y por primera vez en su vida desde el accidente, la mirada de Paula no fue automáticamente hacia las cicatrices.


—Levanta los brazos.


Ella hizo lo que le pedía, como en trance, y cuando levantó la mirada dejó escapar un gemido de sorpresa.


—¿No te das cuenta de lo guapa que eres?


—Es un vestido precioso —admitió ella.


—No, tú eres preciosa —Pedro tiró suavemente de su brazo para mirar las cicatrices del codo—. Todo en ti es maravilloso. ¿Es que no lo ves?


Paula miró las cicatrices. Quizá estaba diciendo la verdad, quizá no eran tan horribles. El las había tocado, las había besado.


—No lo sé —sonrió—. Tal vez.


Pedro se volvió bruscamente para tomar los pantalones de montar, tirados sobre el sofá.


—¿Dónde vas?


—Ya lo verás. Tú vienes conmigo.


Salieron al jardín, a un mundo aún sin despertar, y caminaron sobre la hierba cubierta de rocío, de la mano, sin decir nada. Al llegar a una cerca, donde los recortados setos dejaban paso al bosque. Pedro se detuvo.


—Espera aquí—le dijo, saltando la cerca.


Sólo llevaba los pantalones de montar y las botas y Paula se quedó mirando su musculosa espalda…


¿Dónde iría? Todo le parecía irreal, como sacado de un sueño.


Apoyándose en la cerca, cerró los ojos y respiró profundamente el aire limpio de la mañana. 


Pensó entonces en Coronet, en Raquel y en los problemas que la esperaban en Londres, pero se sentía curiosamente en paz con todo ello.


Al oír un rumor de pezuñas golpeando el suelo abrió los ojos, asustada. Galopando hacia ella, Pedro parecía un heroico príncipe de cuento en busca de fortuna que ofrecerle a su amada. Y el miedo a los caballos fue atemperado por el inmediato deseo que sintió al verlo.


Se detuvo a unos metros de ella y bajó de un salto.


—No tengas miedo. No voy a dejar que te ocurra nada malo. Ven —le dijo, tomando su mano para ayudarla a saltar la cerca—. Quiero que la conozcas.


—No sé…


—No tengas miedo, Paula—repitió Pedro.


Había tanta seguridad en sus palabras, en su expresión, que se dejó llevar. Los salvajes latidos de su corazón no tenían nada que ver con el miedo al animal y sí con la espalda desnuda de Pedro. La hierba mojaba el bajo del vestido y su aroma, ya familiar, la envolvía cuando tomó su mano para ponerla sobre la nariz del caballo.


Paula dio un respingo cuando el animal resopló, pero su nariz era como de terciopelo y sus ojos eran muy dulces. Mientras acariciaba las doradas crines, Pedro dejó una estela de besos sobre su hombro, su cuello…


—¿Debo entender que ya no te dan miedo los caballos?


—Creo que lo que estás haciendo se llama terapia de aversión. Me distraes del miedo con una emoción más fuerte, ¿no?


—¿Y en este caso es…?


—El abrumador deseo de hacer el amor contigo en medio del campo.


—No, aquí no —sonrió Pedro—. Asustaríamos a los caballos —añadió, poniendo un pie en el estribo para subir a la silla—. Ven, dame la mano.


—No…


—No tengas miedo.


Parecía tan sólido, tan fuerte, tan seguro de sí mismo que Paula estaba levantando los brazos mientras hablaba, y Pedro la subió a la silla, delante de él.


—Yo te sujeto —murmuró, tomándola por la cintura con una mano mientras sujetaba las riendas con la otra.


—Esto es… asombroso. ¡Estoy montando a caballo!


—Si se te da tan bien como tus recién adquiridas habilidades, te apuntaré al equipo de San Silvana —rió él.


Y al oírlo reír, el deseo se abrió paso por su cuerpo como el viento en su pelo. La presión de la silla contra su desnuda piel era un recordatorio de la noche anterior y una promesa del placer que estaba por llegar. Podía sentir la presión de su erección en la espalda y los duros músculos de sus muslos flexionándose mientras urgía al caballo a ir más rápido.


Paula dejó escapar un grito de placer.


Era como volar.


El sol empezaba a asomar en el horizonte dejando sólo un velo de rocío sobre la hierba, de modo que era como cabalgar sobre las nubes. 


La seda del vestido besaba sus piernas y el viento acariciaba su cara. Ante ellos, San Silvana aparecía bajo los primeros rayos del sol como un palacio encantado.


Pedro tiró de las riendas y el animal se detuvo ante los escalones de la entrada, pero no desmontaron de inmediato. Sin decir nada, él metió una mano bajo el vestido y Paula, girándose un poco, le echó los brazos al cuello. 


El caballo se movía, inquieto, mientras su amante encontraba la humedad entre sus piernas.


El imperioso deseo que había en el rostro de Pedro la derritió por dentro.


—Tienes quince segundos antes de que explote por combustión espontánea —le dijo ella en voz baja mientras él la llevaba en brazos—. ¿Crees que llegaremos a tiempo a la habitación?




No hay comentarios.:

Publicar un comentario