jueves, 27 de septiembre de 2018
A TU MERCED: CAPITULO 23
¿Qué demonios acababa de pasar?
Paula caminaba a toda velocidad, sujetando el ordenador contra su pecho y, a la vez, intentando que no se abriera el escote de la bata. ¿Por qué había aceptado quedarse para diseñar el uniforme del equipo de polo?
Cuando se trataba de Pedro Alfonso parecía tener serios problemas para decir «no».
Por salud mental, y por su pobre corazón, debería hacer la maleta y reservar el primer vuelo a Londres. A Pedro le habían gustado sus diseños, de modo que en cuanto se reuniera con el consejo de administración y eligieran uno de ellos podría volver a casa. A su negocio, a su vida.
Paula tragó saliva, angustiada.
¿Qué negocio, qué vida?
Coronet era su vida y estaba hundiéndose. Raquel había llamado el día anterior para contarle que ya había imitaciones de los diseños de Coronet para la temporada de primavera en los escaparates de una tienda de la calle Oxford.
Aquel encargo no era sólo un salvavidas: además posponía su vuelta a Londres, donde tendría que lidiar con la difícil situación de su empresa. Y posponía el momento en el que tendría que despedirse de Pedro. Porque, a pesar de ser un hombre frío y cruel, a pesar de que a veces parecía odiarla, se sentía viva cuando estaba con él.
Y ésa, por supuesto, era la verdadera razón por la que había aceptado quedarse.
Pero tendría que acudir a un partido de polo, verse rodeada de caballos…
Paula sintió que su frente se cubría de sudor.
Le dolía el codo sólo de pensarlo. Y luego, cuando el partido hubiese terminado estaba la fiesta, que podía imaginar con horrible claridad.
El polo era un deporte exclusivo, carísimo, sólo para ricos. ¿En qué lío se había metido?
Pero sobre todo: ¿qué iba a ponerse?
A TU MERCED: CAPITULO 22
Pedro oyó el ruido de la puerta, pero siguió nadando, concentrándose en el ritmo de las brazadas. Cuando llegó al otro lado de la piscina dio la vuelta y la vio acercándose a él.
Las brazadas perdieron el ritmo.
La bata azul se pegaba a su delicada figura y, con el pelo rubio cayendo sobre su cara y la cara brillante, sin gota de maquillaje, había en ella una simplicidad, una ingenuidad, que se abrió paso hasta un sitio guardado dentro de su corazón.
¿Paula Chaves ingenua?
Sí, seguro, tan ingenua como Cruella de Vil.
Paula salió al porche para sentarse frente al ordenador, pero Pedro siguió nadando un rato, retrasando el momento en el que tendría que salir del agua y enfrentarse con ella. Decidido hasta entonces a demostrar que era una heredera sin talento ayudada por su influyente padre, ahora no sentía el menor deseo de enfrentarla con la evidencia que tanto había esperado encontrar.
Y no entendía por qué.
Saliendo del agua, se secó con una toalla a toda prisa y, después de comprobar que Paula estaba de espaldas, se quitó el bañador para ponerse los vaqueros. En circunstancias normales no se hubiera molestado en vestirse, pero aquéllas no eran circunstancias normales. Lo que había sentido mientras la besaba no era normal. No podía sentarse con ella sabiendo que bajo la bata azul no llevaba nada.
Tomando dos cervezas de la nevera del bar, salió al porche. Ya no hacía calor y una luna teñida de color albaricoque colgaba como una joya en el cielo rosado. Paula levantó la mirada cuando puso la cerveza frente a ella.
—Gracias. Y gracias por la bata… no sé de quién es, pero la he tomado prestada.
—De nada. ¿Quieres que empecemos?
—Sí, claro.
Paula intentó disimular el temblor de sus dedos mientras intentaba mover el irritante cursor.
—Empezaremos por el diseño que me parece más adecuado —le dijo. Pedro estaba tras ella y, aunque no podía verlo, sentía su torso, ancho y moreno, casi rozándola—. ¿Qué te parece?
—Muy bien. El siguiente.
Su mejor diseño y él lo trataba con total desdén…
—Este es más tradicional. Los colores de la bandera argentina…
—Ya lo veo. El siguiente.
Ella tragó saliva mientras el tercer diseño aparecía en la pantalla. ¿Por qué tenía que ser tan grosero?
—En la franja central de las camisetas hay espacio suficiente para el nombre del patrocinador.
—Sí, muy bien, el siguiente.
Paula movió el cursor, pero no abrió el archivo.
¿Pedro Alfonso no había aprendido que cuando uno quería algo tenía que pedirlo amablemente?
—¿Tienes idea de quién podría ser el patrocinador del equipo? Estaría bien saber qué empresa es porque quizá quiera unos colores determinados o un tipo de letra especial.
—El consejo de administración sigue negociando con los patrocinadores, de modo que aún no lo sabemos —respondió él, sin disimular su impaciencia—. ¿Puedo ver el resto de los diseños?
—Sólo hay uno más.
Estaba casi encima de ella y podía oler el cloro de la piscina en su piel, pero además de eso notaba su propio aroma, tan masculino, mientras movía el cursor para abrir el archivo.
Aquél era el que había diseñado con Pedro en mente.
—Las camisetas son más ajustadas que las anteriores —le dijo, después de aclararse la garganta—. En ésta, en lugar del tradicional puma en el torso, he puesto el sol de la bandera de Argentina.
—En la bandera el sol aparece en el centro. Tú lo has puesto a un lado.
—Sí.
—¿Por qué?
—Por ti, lo he hecho pensando en ti —contestó Paula, levantando una mano para rozar el tatuaje de su pecho.
El roce, tan suave y breve como la caricia de una mariposa, lo hizo sentir una extraña emoción y tuvo que concentrarse para que Paula no lo viera en su cara.
De modo que era su propio trabajo. Ningún equipo de diseño podría haber creado algo tan personal. Por un momento no supo qué decir y se quedó mirando mientras cerraba cada archivo, pasando suavemente los dedos por el cursor de una manera que lo hacía sentir escalofríos. La luz de la pantalla iluminaba su rostro y se dio cuenta de que el escote de la bata se había abierto ligeramente, revelando el nacimiento de sus pechos.
Y sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago.
—Supongo que has comprobado que soy yo quien hace los diseños —dijo Paula entonces—. Pero lamento que no te gusten. No te preocupes, yo misma reservaré un billete de avión para Londres mañana a primera hora.
—No.
—¿Cómo?
—Que sí me gustan —dijo Pedro—. Pero mi plan era ampliar el encargo y, una vez que los uniformes para el equipo de rugby estén terminados, me gustaría que te quedases.
—No te entiendo.
—Quiero que te encargues de diseñar un uniforme para el equipo de polo de San Silvana.
Paula sacudió la cabeza, absolutamente sorprendida. Argentina tenía los mejores equipos de polo del mundo. Nadie podía rivalizar con ellos… de modo que el uniforme sería visto en todo el mundo.
—No puedo. Yo no sé nada sobre ese deporte…
—Pues quédate y averígualo —dijo él—. Puedes empezar mañana mismo. Hay un partido entre San Silvana y La Maya, nuestros grandes rivales. Ve a verlo.
Un puñado de estrellas habían aparecido en el cielo e incluso ellas parecían estar esperando su respuesta. Paula se había vuelto para mirarlo, sujetando el ordenador contra su pecho como un escudo.
—Muy bien, de acuerdo.
La tensión que Madalena había intentado relajar una hora antes desapareció inmediatamente y Pedro tuvo que contenerse para no levantar el puño en gesto de triunfo.
—Estupendo.
Rápidamente, como si no quisiera cambiar de opinión, Paula se dirigió hacia la casa. El la vio alejarse, frustrado como nunca cuando el viento levantó el albornoz, dejando al descubierto sus piernas.
—¿Paula?
—¿Sí?
—Mañana, después del partido, hay una fiesta en el club. Podría ser interesante que acudieras.
—Muy bien, gracias.
—¿Irás entonces?
—Si eso puede ser interesante para mi trabajo, ¿por qué no?
A TU MERCED: CAPITULO 21
¿Fría y profesional? Oh, por favor. Menuda broma. Dejando escapar un suspiro, Paula se miró al espejo. El pálido rostro y el pelo aplastado eran horribles, pero mucho peor era el recuerdo de la criatura lasciva que se había apretado contra Pedro unos minutos antes.
Estaba avergonzada, pero no podía negar el placer que había sentido. El placer prohibido y delicioso de besarlo, de sentir el duro cuerpo masculino contra el suyo.
Y el absurdo de creer por un momento que era una situación normal: un hombre y una mujer que se atraían el uno al otro.
Cerrando los ojos, apoyó la cabeza en la pared un momento antes de abrir el grifo del lavabo para mojarse la cara. Pedro estaba jugando con ella. La había llevado a San Silvana decidido a demostrar que no era más que una niña miniada sin una onza de talento, pero quizá empezaba a temer estar equivocado.
Y eso no podía ser, claro. Pedro Alfonso moriría antes de reconocer que había cometido un error.
Prefería seducirla. Aunque había dejado claro que no la encontraba atractiva, prefería besarla sólo para minar su profesionalidad y hacer que fracasara en la presentación.
Y casi lo había logrado.
Después de secarse con la toalla miró alrededor, buscando algo que pudiera ponerse… y encontró una preciosa bata azul de seda que colgaba de una percha. Al ponérsela se quedó sorprendida. Era mucho más que una bata, era una prenda delicada y elegante que hacía que sus ojos pareciesen casi de color aguamarina.
Aunque eso no ayudaba mucho porque el pelo corto caía empapado sobre su cara y su rostro, en protesta después del baño de agua fría, brillaba como un desastre nuclear.
Genial, pensó, atándose el cinturón antes de abrir la puerta. Era una diseñadora de moda a punto de hacer una presentación y estaba hecha un desastre. Un día, pensó, recordaría aquello y se echaría a reír.
Pero no creía que eso pudiera pasar en mucho tiempo.
miércoles, 26 de septiembre de 2018
A TU MERCED: CAPITULO 20
El sol empezaba a ponerse en el horizonte mientras Paula iba hacia la piscina, con el ordenador portátil bajo el brazo.
Llegaba con media hora de antelación, pero era a propósito. Quería preparar la presentación en el ordenador y tener toda la información a mano antes de que Pedro llegase allí. No quería arriesgarse a cometer un error.
Pero se sentía incómoda con la ropa que llevaba. Había estado una hora haciendo combinaciones con todo lo que llevaba en la maleta y nada daba el resultado apetecido.
Si hubiera llevado su vestido rojo… ese vestido siempre la hacía sentir fuerte, segura de sí misma. O el de color verde lima que había diseñado ella misma para Coronet, con el cárdigan negro sobre los hombros.
Paula miró la túnica india, en tonos rosa y dorado, por la que había optado al final.
Normalmente se la ponía sobre unos pantalones vaqueros, pero había decidido que ésa era una imagen demasiado informal para una reunión de trabajo, de modo que la llevaba como vestido.
Al menos estaba un poco morena, pensó. Una pena que pareciese vestida para la playa y no para una presentación profesional, pero eso era culpa de Pedro. Si no hubiera llegado a su casa con antelación, metiéndole prisa…
Paula se sobresaltó al ver a una joven de uniforme blanco saliendo de la casita que había frente a la piscina. Era una chica morena, guapísima.
—Buenas tardes —la saludó cuando pasaba a su lado.
No se sentiría tan fuera de lugar si aquel sitio no estuviera lleno de mujeres guapas, pensó, irónica. O tal vez estaba engañándose a sí misma al pensar que los colores y las telas servían de algo. Porque, en el fondo, sencillamente no era lo bastante sexy. Por eso Pedro se había alejado de ella seis años antes.
La casa de la piscina, como el resto de la finca, tenía un ambiente de colonialismo europeo. Un edificio alto y cuadrado con columnas blancas, a distancia parecía una antigua iglesia española, pero cuando se acercó vio que tenía elementos de gran modernidad; por ejemplo, una de las paredes de piedra había sido reemplazada por un enorme ventanal que se abría a un porche con suelos de barnizada madera y muebles de exterior.
Paula dejó el ordenador sobre una mesa y se sentó, suspirando.
Fría y profesional, pensó, mirando la pantalla.
Después de comprobar que tenía todos los diseños y la información que iba con ellos, se volvió para mirar hacia la casa. No había ni rastro de Pedro.
El sol empezaba a ponerse y hacía fresco allí, de modo que se levantó, pasándose una mano por el brazo para entrar en calor. Luego asomó la cabeza en el interior y vio una piscina que ocupaba la mitad del espacio, el resto dedicado a zona de descanso con sillones de mimbre alrededor de un bar. También había un jacuzzi y una piscina más pequeña donde el agua caía de las fauces de un león. Y dos misteriosas puertas.
Paula entró, sin hacer ruido, para investigar un rato. Tras la primera puerta, con dos enormes jarrones de porcelana a cada lado, había un amplio vestidor. Pero cuando abrió la segunda puerta fue recibida por una especie de vaho con olor a pino. La habitación estaba iluminada por focos diminutos situados en el suelo y era como entrar en una nube de verano.
Era muy agradable, como una sauna. La fragancia a pino y lavanda calmaba sus nervios y la tensión de sus rígidos hombros. Paula cerró los ojos y respiró profundamente, alargando una mano hacia donde imaginó que habría alguna silla…
Pero su mano chocó con algo duro y caliente…
—Ay, Dios mío…
Su corazón empezó a palpitar, acelerado.
—No, por favor, no pares —oyó la voz de Pedro, que estaba rozando su pierna con un dedo—. Esto empezaba a ponerse interesante.
Debería moverse. Por supuesto que sí. Debería alejarse de esos dedos que trazaban lánguidos círculos en su muslo, de la amenaza que ahora la envolvía junto con el vapor de la sala, pero…
—No sabía que estuvieras aquí.
Empezaba a acostumbrarse a la penumbra y, cuando Pedro se incorporó, tuvo que contener un gemido al ver que sólo llevaba un bañador.
Era magnífico. Sentado en una especie de camilla, con la piel brillante como el cobre, los ojos de Paula viajaron automáticamente hasta el tatuaje de su pecho.
—Si has venido para reunirte conmigo, es muy pronto.
—He venido antes para preparar la presentación.
El vapor que los envolvía hacía que todo sonara sensual, extraño. Incluso su propia voz sonaba ronca e íntima.
El rió suavemente.
—Sí, claro, debería haberlo imaginado. Estoy deseando ver tu presentación, pero… —Paula pudo detectar una nota siniestra en su voz— te lo advierto, tengo muchas expectativas.
—Si estás intentando intimidarme, no lo vas a conseguir.
—¿No? Pues pareces nerviosa.
Pedro saltó de la camilla para acercarse a ella. La seda de la túnica se pegaba a su piel, pero cuando llegó a su lado sintió otra humedad mucho más secreta.
—¿Nerviosa? ¿Por qué iba a estarlo?
—Dímelo tú.
Estaba tan cerca ahora que podía ver el brillo de triunfo en sus ojos oscuros.
—Ah, se me había olvidado —siguió él—. No puedes, ¿verdad? No puedes porque la honestidad no es tu punto fuerte.
El insulto la hizo recuperar el sentido común y se dio la vuelta para salir de allí, pero con la rápida reacción que lo había convertido en uno de los mejores jugadores de rugby, Pedro la tomó del brazo.
El brazo derecho.
Paula se quedó muy quieta. Debería apartarse, pero él estaba sujetando su muñeca y el instinto le advirtió que no hiciera ningún movimiento brusco. La experiencia le había enseñado que un mal gesto podía romper los frágiles huesos de su codo otra vez.
—Tú no sabes nada de mí—le espetó.
—Eso es lo que tú crees, cariño.
Paula no estaba segura de cómo había pasado y sabía que Pedro no se había movido pero, de repente, sentía un terrible dolor subiendo por su brazo. Un dolor que la mareaba…
Abrió los labios para dejar escapar un gemido y él soltó su muñeca para tomarla por la cintura y buscar sus labios ansiosamente.
Y ella le devolvió el beso. No quería hacerlo, pero ya no podía controlarse. Tomó su cara entre las manos y sintió el roce de su barba. Su piel estaba húmeda y caliente…
Como ella.
El vapor de la habitación no era nada comparado con el fuego líquido que crecía en su interior. Pedro metió una mano bajo la túnica, deslizándola por sus costillas, bajo sus pechos…
Un gemido escapó de su garganta cuando apartó una de las copas del sujetador para acariciarla con su áspera mano.
Pedro metió una rodilla entre sus piernas y, automáticamente, ella las abrió, empujando hacia delante.
Se besaban con ardor, sus lenguas jugando, apartándose y buscándose de nuevo con un ritmo tan primitivo y tan antiguo como el tiempo.
Y, sin embargo, un ritmo que Paula no había experimentado nunca.
Desde la primera vez.
La primera y última vez.
—Pedro…
A su alrededor todo estaba oscuro y, antes de que la oscuridad la envolviese del todo se apartó, sintiendo una oleada de aire frío. Pero sólo había conseguido dar un par de pasos adelante cuando se le doblaron las rodillas…
Pedro la sujetó antes de que cayera al suelo. Se moría de deseo y tenerla así, subyugada, no lo ayudaba en absoluto. Pero el deseo se mezclaba con otra emoción, menos sencilla.
La preocupación.
Paula Chaves era una delicada rosa inglesa y debería haber imaginado que no sería capaz de soportar ese calor. De modo que abrió el grifo de la ducha y dejó que el agua fría cayera sobre sus hombros.
—Suéltame…
—Espera un momento.
—Suéltame ahora mismo.
—No te muevas, Paula.
—No sé qué me ha pasado…
—Te has mareado por el calor —dijo él, cerrando el grifo.
Cuando se dio la vuelta, Pedro se quedó sorprendido por la furia que había en sus ojos.
El empapado vestido estaba pegado a su cuerpo, de modo que el sujetador y las braguitas eran claramente visibles. Y reconoció el conjunto de sencillo algodón que había guardado en la maleta, intentando parecer pura y virginal.
—Suéltame de una vez.
Temblaba violentamente y sus labios, que habían sido jugosos y rojos un momento antes, habían adquirido un tono azulado.
Sin molestarse en contestar, Paula tomó una toalla y se envolvió en ella.
—Quítate el vestido.
—Sí, claro que voy a quitármelo. Pero si crees que voy a hacerlo delante de ti, estás muy equivocado.
Y, después de eso. Paula entró en el vestidor sin mirar atrás.
A TU MERCED: CAPITULO 19
Unas manos expertas se movían firme, lentamente, por la dolorida espalda de Pedro, relajando sus músculos, alejando la tensión.
O ésa era la idea.
Tumbado boca abajo en la camilla se movió, inquieto, girando la cabeza para ver el bonito trasero de Madalena mientras masajeaba su espalda.
Necesitaba aquello, se dijo. El partido de Los Bárbaros contra Inglaterra lo había alejado del equipo de polo y había pasado los tres últimos días sobre la silla, trabajando obsesivamente en su técnica y conociendo a los nuevos caballos antes del próximo partido.
—Está usted muy tenso, señor Alfonso—dijo Madalena.
Haciendo un esfuerzo, Pedro intentó pensar en sus nuevos caballos. La energía de la yegua parecía indicar que le daría todo lo que le pidiera, mas rápido, mejor, con más bravura de la que esperaba. Con su color dorado y sus crines rubias, era absolutamente preciosa.
¿A quién le recordaba?
—Tiene que relajarse, señor Alfonso.
«Concéntrate, piensa sólo en el juego».
El partido del día siguiente era importante. San Silvana y La Maya eran viejos rivales y entre los ocho jugadores estaban algunos de los mejores de Argentina. Por eso llevaba tres días entrenando sin parar. Por eso debía relajarse.
Tenían que recuperar el título que el equipo de La Maya les había quitado el año anterior, y si no dejaba de pensar…
—Ya está bien, Madalena —dijo entonces, sentándose abruptamente.
La masajista se detuvo, sorprendida.
—Pero si acabamos de empezar. Tiene la espalda muy tensa y…
—No, es mejor que lo dejemos.
El masaje de Madalena no conseguía relajarlo esa noche. No podía soportar el roce de sus manos porque su mente se negaba a concentrarse en las tácticas del partido del día siguiente y, en lugar de eso, insistía en volver al mismo territorio peligroso.
Paula Chaves.
Era increíble. Había pensado que al menos, se molestaría en fingir que estaba trabajando, pero Giselle le había informado que, aparte de un par de horas el primer día, ni siquiera había vuelto a cruzar una palabra con lady Chaves.
Y esa tarde, al verla en el jardín, había quedado bien claro por qué. Paula no podía hacer que sus contactos de Londres le enviasen diseños que haría pasar por suyos con Giselle sentada a unos metros de ella. Era lógico que hubiese parecido tan asustada cuando lo vio llegar.
Pedro suspiró, dejando caer la cabeza. Llegaría en unos minutos para mostrarle lo que, supuestamente, había estado haciendo. Quizá entonces podría decirle que era un fraude.
Y después de eso, lidiaría con el otro asunto que había quedado pendiente entre ellos, como una bomba en peligro de explotar en cualquier momento.
Durante seis años había estado furioso consigo mismo por dejar que el deseo nublara su buen juicio aquella noche. Pero lo que lo molestaba ahora no era lo que había hecho, sino lo que no había hecho. Si hubiera llevado preservativos, como solía hacer siempre… si no la hubiera dejado en el invernadero, si la hubiera hecho suya en el banco de piedra, no estaría tan torturado por lo que se había perdido.
Entonces lo habían castigado por un pecado que no había cometido, pensó. Y como ya había pagado el precio, ¿no era justo que ahora probase la fruta prohibida?
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