miércoles, 26 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 20




El sol empezaba a ponerse en el horizonte mientras Paula iba hacia la piscina, con el ordenador portátil bajo el brazo.


Llegaba con media hora de antelación, pero era a propósito. Quería preparar la presentación en el ordenador y tener toda la información a mano antes de que Pedro llegase allí. No quería arriesgarse a cometer un error.


Pero se sentía incómoda con la ropa que llevaba. Había estado una hora haciendo combinaciones con todo lo que llevaba en la maleta y nada daba el resultado apetecido.


Si hubiera llevado su vestido rojo… ese vestido siempre la hacía sentir fuerte, segura de sí misma. O el de color verde lima que había diseñado ella misma para Coronet, con el cárdigan negro sobre los hombros.


Paula miró la túnica india, en tonos rosa y dorado, por la que había optado al final. 


Normalmente se la ponía sobre unos pantalones vaqueros, pero había decidido que ésa era una imagen demasiado informal para una reunión de trabajo, de modo que la llevaba como vestido.


Al menos estaba un poco morena, pensó. Una pena que pareciese vestida para la playa y no para una presentación profesional, pero eso era culpa de Pedro. Si no hubiera llegado a su casa con antelación, metiéndole prisa…
Paula se sobresaltó al ver a una joven de uniforme blanco saliendo de la casita que había frente a la piscina. Era una chica morena, guapísima.


—Buenas tardes —la saludó cuando pasaba a su lado.


No se sentiría tan fuera de lugar si aquel sitio no estuviera lleno de mujeres guapas, pensó, irónica. O tal vez estaba engañándose a sí misma al pensar que los colores y las telas servían de algo. Porque, en el fondo, sencillamente no era lo bastante sexy. Por eso Pedro se había alejado de ella seis años antes.


La casa de la piscina, como el resto de la finca, tenía un ambiente de colonialismo europeo. Un edificio alto y cuadrado con columnas blancas, a distancia parecía una antigua iglesia española, pero cuando se acercó vio que tenía elementos de gran modernidad; por ejemplo, una de las paredes de piedra había sido reemplazada por un enorme ventanal que se abría a un porche con suelos de barnizada madera y muebles de exterior.


Paula dejó el ordenador sobre una mesa y se sentó, suspirando.


Fría y profesional, pensó, mirando la pantalla. 


Después de comprobar que tenía todos los diseños y la información que iba con ellos, se volvió para mirar hacia la casa. No había ni rastro de Pedro.


El sol empezaba a ponerse y hacía fresco allí, de modo que se levantó, pasándose una mano por el brazo para entrar en calor. Luego asomó la cabeza en el interior y vio una piscina que ocupaba la mitad del espacio, el resto dedicado a zona de descanso con sillones de mimbre alrededor de un bar. También había un jacuzzi y una piscina más pequeña donde el agua caía de las fauces de un león. Y dos misteriosas puertas.


Paula entró, sin hacer ruido, para investigar un rato. Tras la primera puerta, con dos enormes jarrones de porcelana a cada lado, había un amplio vestidor. Pero cuando abrió la segunda puerta fue recibida por una especie de vaho con olor a pino. La habitación estaba iluminada por focos diminutos situados en el suelo y era como entrar en una nube de verano.


Era muy agradable, como una sauna. La fragancia a pino y lavanda calmaba sus nervios y la tensión de sus rígidos hombros. Paula cerró los ojos y respiró profundamente, alargando una mano hacia donde imaginó que habría alguna silla…


Pero su mano chocó con algo duro y caliente…


—Ay, Dios mío…


Su corazón empezó a palpitar, acelerado.


—No, por favor, no pares —oyó la voz de Pedro, que estaba rozando su pierna con un dedo—. Esto empezaba a ponerse interesante.


Debería moverse. Por supuesto que sí. Debería alejarse de esos dedos que trazaban lánguidos círculos en su muslo, de la amenaza que ahora la envolvía junto con el vapor de la sala, pero…


—No sabía que estuvieras aquí.


Empezaba a acostumbrarse a la penumbra y, cuando Pedro se incorporó, tuvo que contener un gemido al ver que sólo llevaba un bañador.


Era magnífico. Sentado en una especie de camilla, con la piel brillante como el cobre, los ojos de Paula viajaron automáticamente hasta el tatuaje de su pecho.


—Si has venido para reunirte conmigo, es muy pronto.


—He venido antes para preparar la presentación.


El vapor que los envolvía hacía que todo sonara sensual, extraño. Incluso su propia voz sonaba ronca e íntima.


El rió suavemente.


—Sí, claro, debería haberlo imaginado. Estoy deseando ver tu presentación, pero… —Paula pudo detectar una nota siniestra en su voz— te lo advierto, tengo muchas expectativas.


—Si estás intentando intimidarme, no lo vas a conseguir.


—¿No? Pues pareces nerviosa.


Pedro saltó de la camilla para acercarse a ella. La seda de la túnica se pegaba a su piel, pero cuando llegó a su lado sintió otra humedad mucho más secreta.


—¿Nerviosa? ¿Por qué iba a estarlo?


—Dímelo tú.


Estaba tan cerca ahora que podía ver el brillo de triunfo en sus ojos oscuros.


—Ah, se me había olvidado —siguió él—. No puedes, ¿verdad? No puedes porque la honestidad no es tu punto fuerte.


El insulto la hizo recuperar el sentido común y se dio la vuelta para salir de allí, pero con la rápida reacción que lo había convertido en uno de los mejores jugadores de rugby, Pedro la tomó del brazo.


El brazo derecho.


Paula se quedó muy quieta. Debería apartarse, pero él estaba sujetando su muñeca y el instinto le advirtió que no hiciera ningún movimiento brusco. La experiencia le había enseñado que un mal gesto podía romper los frágiles huesos de su codo otra vez.


—Tú no sabes nada de mí—le espetó.


—Eso es lo que tú crees, cariño.


Paula no estaba segura de cómo había pasado y sabía que Pedro no se había movido pero, de repente, sentía un terrible dolor subiendo por su brazo. Un dolor que la mareaba…


Abrió los labios para dejar escapar un gemido y él soltó su muñeca para tomarla por la cintura y buscar sus labios ansiosamente.


Y ella le devolvió el beso. No quería hacerlo, pero ya no podía controlarse. Tomó su cara entre las manos y sintió el roce de su barba. Su piel estaba húmeda y caliente…


Como ella.


El vapor de la habitación no era nada comparado con el fuego líquido que crecía en su interior. Pedro metió una mano bajo la túnica, deslizándola por sus costillas, bajo sus pechos…


Un gemido escapó de su garganta cuando apartó una de las copas del sujetador para acariciarla con su áspera mano.


Pedro metió una rodilla entre sus piernas y, automáticamente, ella las abrió, empujando hacia delante.


Se besaban con ardor, sus lenguas jugando, apartándose y buscándose de nuevo con un ritmo tan primitivo y tan antiguo como el tiempo. 


Y, sin embargo, un ritmo que Paula no había experimentado nunca.


Desde la primera vez.


La primera y última vez.


Pedro


A su alrededor todo estaba oscuro y, antes de que la oscuridad la envolviese del todo se apartó, sintiendo una oleada de aire frío. Pero sólo había conseguido dar un par de pasos adelante cuando se le doblaron las rodillas…


Pedro la sujetó antes de que cayera al suelo. Se moría de deseo y tenerla así, subyugada, no lo ayudaba en absoluto. Pero el deseo se mezclaba con otra emoción, menos sencilla.


La preocupación.


Paula Chaves era una delicada rosa inglesa y debería haber imaginado que no sería capaz de soportar ese calor. De modo que abrió el grifo de la ducha y dejó que el agua fría cayera sobre sus hombros.


—Suéltame…


—Espera un momento.


—Suéltame ahora mismo.


—No te muevas, Paula.


—No sé qué me ha pasado…


—Te has mareado por el calor —dijo él, cerrando el grifo.


Cuando se dio la vuelta, Pedro se quedó sorprendido por la furia que había en sus ojos. 


El empapado vestido estaba pegado a su cuerpo, de modo que el sujetador y las braguitas eran claramente visibles. Y reconoció el conjunto de sencillo algodón que había guardado en la maleta, intentando parecer pura y virginal.


—Suéltame de una vez.


Temblaba violentamente y sus labios, que habían sido jugosos y rojos un momento antes, habían adquirido un tono azulado.


Sin molestarse en contestar, Paula tomó una toalla y se envolvió en ella.


—Quítate el vestido.


—Sí, claro que voy a quitármelo. Pero si crees que voy a hacerlo delante de ti, estás muy equivocado.


Y, después de eso. Paula entró en el vestidor sin mirar atrás.



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