domingo, 23 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 11





—¡Una maleta! ¿Cómo demonios voy a guardar todo lo que necesito en una maleta?—con el teléfono apoyado entre el hombro y el cuello, Paula tomó una chaqueta de color chocolate—. ¿Me llevo la chaqueta marrón o el anorak militar?


—La chaqueta de cachemira —dijo Soledad—. Con la otra parece que formas parte de las juventudes hitlerianas. Bueno, cuéntame, ¿qué ha dicho papá?


—Está furioso. Lo cual es injusto porque él sabe tan bien como yo que no tenía alternativa.


Eran las diez y media y su dormitorio parecía haber sido asaltado por una banda de ladrones, con cajones abiertos de los que asomaban prendas de ropa interior, cárdigans y vestidos de todos los colores.


—Cariño, ¿desde cuándo se muestra racional papá en lo que concierne a su hija favorita? El pobre pensaba que había lidiado con ese problema de una vez por todas, es normal que esté enfadado.


—¿Qué? —Paula miró alrededor, distraída—, ¿Crees que tres jerséis serán suficientes?


—¿Jerséis? A ver, dime qué has metido en la maleta. 


Paula sacó un cinturón de cuero con una hebilla de pedrería y volvió a guardarlo en el cajón.


—Mira, ya sé lo que vas a decir: que debería llevarme vestidos de fiesta y trajes elegantes porque seguramente Pedro Alfonso organiza fiestas todas las noches, pero me da igual porque yo no pienso acudir a ninguna de ellas. No estoy interesada en él, estoy interesada en el trabajo.


—No es eso. Dime que no has guardado ropa de invierno —suspiró su hermana—. Cariño, en Argentina están en verano ahora mismo. ¡Hay más de treinta grados!


—Oh, no… no me había dado cuenta.


—No te preocupes. Saca lo que hayas guardado hasta ahora y mete sólo ropa de verano…


En ese momento, Paula oyó la puerta de un coche y unos pasos en la acera.


—¡Ay, Dios mío, es él! ¿Qué voy a hacer?


—Mostrarte tranquila y profesional —contestó Soledad—. Recordar a todas horas que no puedes confiar en ese hombre y sobre todo, que no vas a acostarte con él.



A TU MERCED: CAPITULO 10




Paula dejó escapar un gemido de angustia cuando se miró al espejo. Las frías luces del lavabo del estadio de Twickenham no eran precisamente favorecedoras, pero no había duda de que estaba lívida; el único color en su rostro el de la sombra azul en contraste con los ojos enrojecidos. No. no era una buena imagen.


Preferiría enfrentarse con un pelotón de ejecución antes que con los reporteros de todos los periódicos y revistas deportivas del país, pero no tenía elección. Su padre, junto con los demás miembros de la federación inglesa de rugby, estaba allí y esperaría que la presentación fuera perfecta.


Con manos temblorosas, se puso un poco de brillo en los labios y los apretó, recordando el beso de Pedro la noche anterior… No.


No podía pensar en eso cuando tenía que salir allí y mostrarse como una profesional, no una criatura salida de la cripta. No era el momento de seguir haciéndose preguntas, como había hecho durante toda la noche.


¿Por qué había sido tan tonta?


Dejar que la humillase y la rechazase una vez más era completamente absurdo, intolerable.


Debía de estar loca, pensó. Pero no fue capaz de evitarlo. Había sido igual que seis años antes, cuando la dejó sola en el invernadero de Harcourt Manor. Entonces se había quedado en un estado de suspensión mental. Había leído que el miedo y la angustia podían hacerle eso a una persona. Durante seis años había seguido adelante con su vida, como una persona normal para todo el mundo: una chica sana y con éxito, de modo que hasta los más cercanos a ella, incluso su hermana Soledad, no sabían que detrás de esa fachada de normalidad estaba helada, como si su reloj vital se hubiera detenido. Hasta la noche anterior.


Guardando el brillo de labios en el bolso, se llevó las manos a la cara cuando sus ojos se llenaron de lágrimas.


«Las chicas duras no lloran», solía decir su padre. Cuando Paula nació. Soledad, dos años mayor, ya había acaparado el mercado de «guapa y femenina», de modo que ella decidió ser «una chica dura». Y Horacio, naturalmente, la había aceptado como al hijo que no tuvo nunca. Las lágrimas eran para las niñas pequeñas, le decía, y Paula había aprendido muy pronto a contenerlas.


Lo de la noche anterior había sido un paso en falso que debía olvidar, nada más, pensó, saliendo del lavabo, Corno diseñadora, su ropa era, más que un homenaje a la moda, un reflejo de su propia personalidad. Su manera de vestir siempre quería decir algo y el traje de chaqueta oscuro que llevaba aquel día decía claramente «no te metas conmigo». Los tacones de diez centímetros añadían: «o te daré un puñetazo».


El ruido de la sala donde tendría lugar la conferencia de prensa parecía el de un bar durante un partido. Paula sintió un escalofrío. Por el momento sonaba más o menos inofensivo, pero temía que en unos minutos el murmullo de los periodistas se convirtiera en un grito pidiendo su cabeza.


—Ah, aquí estás. Estábamos esperando —dijo su padre al verla—. ¿Todo bien?


—Sí, todo bien —sonrió ella—. ¿Por qué lo preguntas?


—Porque pareces un poco pálida. Pero si estás lista, vamos a empezar.


Las cámaras se volvieron hacia ellos en cuanto entraron y los periodistas levantaron la mano para indicar que querían hacer preguntas.


Tras la mesa había una fotografía del equipo inglés durante el partido del día anterior y Paula se encontró sentada entre su padre y Alan Moss, el fisioterapeuta, que estaba allí para explicar que el tejido usado en la camiseta podía influir beneficiosamente al desarrollo físico de los jugadores.


Aunque también le iría muy bien si se desmayaba.


Su padre los presentó a todos, diciendo unas cuantas palabras sobre el papel de cada persona en el equipo. Cuando llegó a Paula, los reporteros parecieron lanzarse hacia delante, como los galgos en los cajones justo antes de empezar una carrera.


—Como sabrán, la señorita Chaves ganó el concurso de ideas para diseñar el uniforme del equipo oficial, junto con los trajes de chaqueta que llevarán en las ocasiones oficiales.


—¡Sorpresa, sorpresa! —gritó alguien—. ¿Cómo habrá ocurrido eso?


Paula, indignada, buscó con la mirada al provocador.


—Ocurrió gracias a mi título en diseño textil y mi experiencia diseñando para mi propia firma, Coronet. Había otros diseñadores experimentados en el concurso y el proceso de selección estuvo basado en las ideas que presentó cada uno.


—¿Y por qué se presentó usted? —insistió el periodista—. Es más conocida por diseñar elegantes vestidos de noche y eso no tiene mucho que ver con el uniforme de un equipo de rugby.


—No, desde luego que no. Y por eso precisamente me presenté al concurso —contestó ella, pensando que quizá el micrófono estaba recogiendo los furiosos latidos de su corazón—. Levanté mi empresa empezando de cero y estaba lista para el siguiente reto.


—¿Era el reto lo que la interesaba o el dinero? Tengo entendido que las empresas de producción masiva que copian sus diseños le cuestan mucho dinero a Coronet.


—Los diseños de Coronet siguen siendo muy demandados. Mi socia. Raquel Fielding, ya está preparando encargos para la próxima entrega de los Oscar y los premios Baila.


Todo eso era verdad. Raquel, su socia, recibía constantes llamadas de estilistas de Hollywood y Londres, pero todos esperaban que «prestasen» los vestidos para que sus famosas clientas los lucieran en la alfombra roja, de modo que no entraba dinero en la empresa.


Pero no había tiempo para pensar en eso ahora. 


Si no tenía cuidado, ese maldito periodista la dejaría en mal lugar.


—¿Está de acuerdo en que su experiencia como diseñadora ha influido a la hora de conseguir este encargo?


Afortunadamente, una pregunta normal.


Paula iba a contestar cuando alguien intervino, con tono burlón:
—Las rosas en la franja central de las camisetas son divinas, ¿no les parece?


Los periodistas soltaron una carcajada, poniendo a prueba la paciencia de Paula.


—Tal vez sea un problema para hombres que no están seguros de su masculinidad —contestó, con una sonrisa—. Afortunadamente, eso no incluye a los miembros del equipo de rugby de Inglaterra. Pero sí, tiene razón, mi experiencia ha tenido mucho que ver con este encargo. Trabajando con Alan, el fisioterapeuta del equipo, y expertos norteamericanos, hemos encontrado uno de los tejidos más tecnológicamente avanzados del mundo —los periodistas empezaron a tomar notas a toda velocidad—. Es un tejido que mejora la oxigenación de la sangre, absorbiendo los iones negativos de la piel de los jugadores, y evita que haya una descarga de ácido láctico, mejorando el resultado.


—¿Y entonces por qué perdió Inglaterra ayer? —preguntó alguien desde el fondo de la sala.


«Porque Pedro Alfonso jugaba en el equipo contrario».


Afortunadamente, fue el entrenador quien contestó a esa pregunta, alegando lesiones, falta de entrenamiento…


Paula tomó un sorbo de agua para relajarse.


En el cuaderno que había delante de ella había estado garabateando inconscientemente y se dio cuenta de que había dibujado una figura femenina con un vestido de noche. Los críticos tenían razón, pensó, ella no tenía nada que hacer allí, entre esa pandilla de periodistas deportivos. Debería estar en su estudio, trabajando con su equipo, diseñando la colección de otoño.


Si el negocio seguía en pie para entonces, pensó, angustiada.


—¿Tuvo algún problema con la producción de las camisetas? —oyó que preguntaba alguien.


Fue como si una mano se cerrase sobre su garganta y, por un momento, se quedó sin respiración. Esa voz ronca, burlona, era fácilmente reconocible.


—No —contestó, mirando alrededor para localizarlo.


—¿Ninguno en absoluto?


Pedro dio un paso adelante, la gente que había a su alrededor apartándose para dejarlo avanzar. Y Paula vio, horrorizada, que llevaba la camiseta en la mano.


La camiseta con el número diez.


El canalla estaba intentando obligarla a admitir delante de los periodistas, que ya criticaban que hubiera sido su empresa la que ganó el concurso, que había metido la pata.


Corno si no la hubiera humillado suficiente.


—No —repitió, intentando mostrarse tranquila—. Tuvimos suerte porque la fábrica que las manufacturó es excelente y el proceso de producción salió adelante sin problemas. Cuando se trabaja con tejidos tan novedosos como éste suele haber problemas con los tintes, pero en este caso conseguimos anticiparnos y, como resultado, no hubo problema alguno.


Paula lo miró, desafiante, retándolo a decir lo contrario. Si lo hacía, dejaría claro que tenía información que no debía poseer y eso sería dar un paso en falso delante de los periodistas.


—Veo que tiene usted un equipo excelente. ¿Significa eso que su aportación al diseño de los uniformes ha sido meramente… de nombre?—preguntó Pedro.


—No, en absoluto —respondió Paula.


Oyó a su padre emitir un bufido de disgusto y lo vio inclinarse para decirle algo a uno de los mandatarios de la federación. Sabía que podría pedir que lo echasen de allí, pero no quería que se fuera antes de dejarle bien claro que ella no era una caprichosa heredera jugando a las muñecas.


—En ese caso, ¿debo pensar que está usted dispuesta a aceptar otros encargos de este tipo?


—¿Qué quiere decir?


Los periodistas escuchaban con la morbosa fascinación que hacía que la gente se detuviera a mirar un accidente en la carretera.


—Nos ha convencido de que ha ganado el concurso por sus propios méritos y seguro que no soy el único que la admira por ello—explicó Pedro, la frase seguida por el murmullo de asentimiento de los periodistas—. Yo soy el patrocinador oficial de Los Pumas, el equipo argentino de rugby, y me gustaría invitarla a diseñar los uniformes de la próxima temporada.


Un segundo antes los periodistas estaban dispuestos a lincharla, pero una palabra de su héroe y todos se tumbaban boca arriba como cachorros. Era repugnante.


—¿Perdón?


No podía ser. ¿Pedro Alfonso pidiéndole que diseñase el uniforme del equipo de Los Pumas? No, eso era completamente absurdo.


Horacio Chaves se aclaró la garganta.


—Me temo que no va a ser posible. La señorita Chaves tiene mucho trabajo, pero estoy seguro de que, si hace la petición por escrito…


Los periodistas esperaban una respuesta mientras Paula miraba a Pedro, que la miraba a su vez como un pirata que hubiese forzado a una damisela a caminar por la tabla de su barco.


Si rechazaba la oferta, todo lo que acababa de decir sonaría falso, pensó. Y aunque ella no se rendía fácilmente, sabía cuándo le habían ganado la batalla.


—Lo haré encantada, señor Alfonso.


De modo que Paula Chaves tenía talento, de eso no había la menor duda. Fuera en el campo del diseño o exclusivamente en la mentira y la deshonestidad, estaba por ver.


Pedro se abrió paso entre los periodistas, muchos de los cuales se habían vuelto en su dirección para tomar nota del inesperado giro de la historia. Sin hacerles caso, se dirigió a la puerta por la que los miembros de la federación, con Paula entre ellos, habían desaparecido.


La vio enseguida, charlando con su padre al fondo de la habitación, frente a una mesa en la que había una cafetera y varias bandejas con pastas. Si se había puesto ese traje de chaqueta oscuro para dar una impresión de madurez, estaba equivocada, pensó. Porque parecía absurdamente joven, demasiado delgada y…


Ah, claro.


Vulnerable.


Qué estúpido por su parte no haberlo visto de inmediato. Ese era exactamente el efecto que quería conseguir.


Mientras se acercaba la vio poner una mano en el brazo de su padre, como intentando contenerlo, y deliberadamente evitó mirar a Horacio Chaves para concentrarse en su hija. 


Paula parecía muy pálida, como si estuviera a punto de desmayarse. ¿Podría ser que, por fin, hubiese logrado turbar a la inalterable lady Paula Chaves?


Estaba temblando y ver eso hizo que se le encogiera el estómago, aunque no sabía bien por qué.


—Espero que estés satisfecho.


—Por supuesto —contestó él—. Acabo de conseguir los servicios de una diseñadora de mucho talento que, aparentemente, recibe encargos a todas horas. Ahora lo único que necesito es una taza de café y mi día estará completo.


—Has conseguido los servicios de esa diseñadora gracias a un chantaje.


Pedro soltó una carcajada.


—Ves demasiadas películas, Paula. ¿O me he perdido la parte en la que alguien te ponía un cuchillo en el cuello?


—No hacía falta que me pusieras un cuchillo en el cuello —replicó ella, mirando alrededor para ver si alguien estaba observándolos—. Tú sabías perfectamente que, con los periodistas dispuestos a hacerme trizas sólo porque mi padre es el presidente de la federación, no podía negarme.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para que su postura y su voz pareciesen calmadas. El aroma de su perfume le recordaba la noche anterior y lo que había sentido besándola. Sus labios, hinchados por la mañana, latían al recordarlo…


—¿Negarte? ¿Y por qué ibas a hacer eso?


—Porque no quiero trabajar para alguien a quien no respeto.


El pasó a su lado y, con aparente tranquilidad, empezó a servirse un café.


—Ah, vaya, pues me temo que a partir de mañana todos los periódicos dirán que la diseñadora del equipo oficial de Inglaterra se marcha a Argentina para crear los nuevos uniformes de Los Pumas. A menos, claro, que quieras reconsiderarlo…


—¿Argentina? —repitió ella—. ¿Quién ha dicho nada de ir a Argentina?


Pedro la vio tan asustada que casi sintió pena por ella. Pero el recuerdo de lo que le había hecho seis años antes le quemaba tanto como el corte en el labio. Ahora era su turno de lamentarlo.


—¿De verdad pensabas que todo el equipo vendría aquí? Seguramente será así como funcionan las cosas en «el mundo de Paula», pero vas a tener que acostumbrarte a una manera diferente de hacer las cosas, querida.


Al ver que sus ojos verdes pasaban del esmeralda a un tono más oscuro, más opaco, esperó que empezase la tormenta. La noche anterior, cuando intentó abofetearlo, había descubierto que lady Chaves tenía temperamento y se preguntaba qué haría ahora… ¿gritar? ¿Tirarle algo? ¿Pedirle ayuda a su papá?


Ella irguió los hombros, su hostilidad disimulada por un gesto de indiferencia.


—¿Por qué me haces esto?


—¿A ti? No, Paula, lo hago por ti. Voy a darte una oportunidad para que demuestres lo que vales…


—Eso ya lo he hecho.


—Sí, pero deberías revalidar tu reputación. Y deberías estarme agradecida. Pensé que te gustaban los retos.


—Ah, ya lo entiendo. Crees que el trabajo lo hace otra persona y yo me llevo los laureles, ¿no? Y estás deseando verme fracasar. Pues muy bien. Pedro, no voy a fracasar—dijo Paula entonces—. Lo he hecho todo yo misma y puedo volver a hacerlo… mejor y más rápidamente esta vez. Si piensas llevarme al otro lado del mundo para ver cómo hago el ridículo, estás perdiendo el tiempo.


—Ah, muy batalladora, impresionante —dijo él, sarcástico—. Pero te lo advierto, esto no es un juego. No es como lo de anoche y no podrás flirtear o seducirme, éste es un encargo serio.


—Y tú eres el jefe —replicó Paula, con el mismo sarcasmo—. Yo lo tengo muy claro y espero que tú también. Porque si me pones una mano encima, te demandaré por acoso sexual.


Antes de que Pedro pudiera responder, un miembro del equipo técnico apareció al lado de Paula con expresión ansiosa.


—¿Señorita Chaves? El fotógrafo está dispuesto a empezar la sesión con los jugadores pero, lamentablemente falta… una camiseta.


Ella tragó saliva.


—Gracias, la llevaré enseguida.


Pedro sonrió mientras el hombre se alejaba.


—Un coche irá a buscarte mañana, alrededor de las once —le dijo, con exagerada cortesía.


—¿Mañana? Pero… —Paula se detuvo abruptamente, intentando contener la furiosa protesta que asomaba a sus labios. Pero por fin, sin decir nada, se dio la vuelta.


Pedro la vio alejarse, la espalda recta, la cabeza erguida. Se aferraba a su orgullo como podía, pensó, sarcástico. Parecía convencida de poder llevar a cabo el encargo ¿pero cómo llevaría el aspecto personal de ese viaje? ¿La mimada diva sería capaz de soportarlo?


—¿Paula?—la llamó cuando estaba a punto de salir.


—¿Sí, señor Alfonso?


—Por favor, llámame Pedro. Viajaremos en mi jet privado mañana. Es un avión pequeño, de modo que, por favor, lleva sólo una maleta. Sé que la mayoría de las mujeres guardan un montón de cosas innecesarias…


—¿Quiere decir que la ropa es innecesaria? Cuidado, señor Alfonso, éste es un acuerdo profesional.


Y después de decir eso salió de la sala. 


Pedro se quedó mirándola, el café enfriándose en la taza, su mente dando vueltas a turbadores imágenes de Paula Chaves desnuda en el asiento del avión… y con la sospecha de que ella acababa de ganarle un punto.


Pero aceptaría su consejo: iría con cuidado.


Tenía la impresión de que aquel encargo, una idea repentina, podría acabar siendo más problemático de lo que había imaginado.




A TU MERCED: CAPITULO 9





Pedro sintió una primitiva satisfacción al ver un brillo de miedo en los ojos verdes.


—No digas tonterías —le espetó Paula, mirando el taco como si fuera una pistola cargada—. ¿Jugar ahora, contigo? No, qué tontería. Además, ¿por qué tengo que demostrarte nada? ¿Y qué tiene que ver el billar con las camisetas?


El apretó los labios. Estaba ofreciéndole una oportunidad de demostrar lo que valía. No iba a ganar, por supuesto, pero le habría dado cierto crédito, y quizá la camiseta, por intentarlo al menos.


Y darle crédito a Paula Chaves no era algo que le resultase precisamente fácil.


—¿Te da miedo perder? —le preguntó, sarcástico.


—No suelo jugar al billar, tengo otras cosas que hacer.


—Ya, claro. Supongo que no estás acostumbrada a perder y, desde luego, yo no pensaba ponértelo fácil sólo porque tu padre sea lord Chaves.


—No es la idea de perder lo que me molesta, es la idea de tener que seguir en tu compañía lo que me resulta infinitamente desagradable.


—Ah, no te preocupes por eso. No tardaré mucho en destrozarte.


—¿Destrozarme? —rió ella—. No lo creo.


—¿Entonces te quedas o te vas?


—No pienso ir a ningún sitio hasta que me devuelvas la camiseta —replicó Paula, moviéndose hacia el otro lado de la mesa.


Pedro sintió que algo apretaba su pecho, y sus pantalones, mientras observaba el sinuoso movimiento de su trasero.


—¿Estás dispuesta a jugar?


—¿A qué, al billar americano?


La luz de la lámpara caía sobre su cabello de color platino, dándole una apariencia de ángel rebelde. Lo miraba con insolencia, sin parpadear.


—Si eso es lo que quieres…


—Pensé que estarías acostumbrado a eso, es el que se juega en los bares.


Pedro tuvo que apretar los dientes. Para ella seguía siendo el chico de ningún sitio, el impostor en el privilegiado círculo social que formaban los jugadores del equipo inglés.


—Puedo jugar a cualquier cosa, lady Chaves. Pero quizá tú prefieres el billar inglés.


Paula se agarró al taco, apoyándolo en el suelo. ¿Billar inglés? ¿Cómo se jugaba a eso?


—No. el billar americano me parece bien —contestó, intentando mostrarse despreocupada, pero esperando que esas tardes jugando al billar en el bar de la universidad le sirvieran de algo.


Pero allí, de pie frente a la mesa de billar. Pedro Alfonso parecía un guerrero dispuesto a la batalla.


«Puedo jugar a cualquier cosa», le había dicho. 


Y Paula sabía, con una mezcla de miedo y excitación, que era verdad. Estaría tan cómodo jugando al billar en los barrios bajos de Buenos Aires como en un club de Mayfair. Exudaba una confianza natural que trascendía todas las fronteras y lo proclamaba como un ganador.


Lo cual era muy desafortunado, considerando que su reputación profesional dependía de conseguir que le devolviera esa camiseta.


—Tú primero —Paula tomó el taco con la mano izquierda.


—¿Eres zurda?


—Para algunas cosas.


Se colocó sobre la banda y esperó un segundo antes de golpear pero, con los nervios, envió las bolas por toda la mesa.


—¿Y seguro que ésta es una de esas cosas? —bromeó Pedro—. Tal vez lo harías mejor con la mano derecha.


—Gracias por el consejo, pero si necesito tu ayuda, te la pediré.


—Pensé que estaba claro que, aunque me la pidieras, no te la daría —replicó él, moviéndose alrededor de las bandas y colocando las bolas donde quería con una eficacia letal—. Aunque tal vez debería ser más justo —dijo entonces, tomando el taco con la otra mano—. Como tú juegas con la izquierda, yo lo haré también.


Paula abrió la boca para replicar, pero tenía la garganta seca. Sin poder evitarlo, fijó la mirada en la mano grande y morena de Pedro, en esos dedos largos…


Lo único que se oía en la habitación era el tic—tac del reloj de la chimenea. La mirada oscura era tan intensa que le pareció que podía ver a través de la seda del vestido.


Y ese pensamiento la excitó, a su pesar.


El golpe de las bolas la sobresaltó y observó, como hipnotizada, que la amarilla rodaba suavemente sobre el tapete verde hacia la tronera de la derecha, al lado de su muslo. Y sintió un escalofrío cuando, de repente, se encontró pensando no en el movimiento de la bola, sino en los dedos de Pedro sobre su piel…


Avergonzada, levantó la cabeza. El estaba mirándola con una expresión indescifrable.


—Muy bien —le dijo, con exagerada cortesía—. Es tu turno.


Paula parpadeó al comprobar que había fallado el golpe. Era una buena noticia, pero había fallado porque jugaba con la mano izquierda, de modo que no pensaba celebrarlo.


—No necesito que me hagas ningún favor y tampoco necesito un tratamiento especial. De hecho, no necesito nada de esto. ¿No sería mejor para los dos si te portaras de manera decente por una vez y me devolvieras la camiseta? ¿O has decidido que tu misión es hacerme la vida imposible?


—¿Aceptas la derrota entonces?


Había una siniestra inmovilidad en él, en su tono, pero era evidente que estaba retándola.


Paula sonrió. La descarga de adrenalina dilataba sus vasos capilares, haciendo que su corazón latiera con fuerza. Estaba nerviosa pero, a la vez, perfectamente lúcida y curiosamente calmada mientras se volvía hacia él, apoyando una cadera en la mesa.


—Eso te gustaría, ¿verdad?


—Claro.


—Y, por eso, es lo último que pienso hacer.


Pedro no sonrió. Su hinchado labio superior acentuaba la belleza de su rostro, aunque le daba un aspecto aún más peligroso.


De pie bajo la luz de la lámpara, con su pelo y ojos oscuros, parecía un conquistador español.


—¿Estás segura? Supongo que sabrás que no tienes la más mínima posibilidad de ganarme.


Paula sostuvo su mirada. Era como ahogarse en sirope, delicioso pero aterrador. Ahogarse era ahogarse después de todo.


—Considerando que pareces un experto, y por eso me has retado, seguramente no. Pero ya lo veremos —murmuró, apoyándose en una de las bandas.


Sabía que estaba tras ella mientras se inclinaba para golpear la bola, mirando su espalda desnuda con esos ojos oscuros que parecían calentar su piel tanto como el sol.


Tenía que controlarse, se dijo. Y concentrarse.


No había prisa, pensó, flexionando ligeramente los hombros mientras colocaba el taco en posición. Golpeó la bola blanca y las demás fueron deslizándose sobre la mesa hasta que la naranja entró en la tronera correspondiente. 


Paula lo miró por encima del hombro antes de seguir adelante.


—Espero que lleves la cuenta.


—No te preocupes por eso —murmuró Pedro—. Pero aún te queda mucho para recuperar la camiseta, no te lo creas demasiado.


Observó con interés mientras se inclinaba para golpear de nuevo, sus ojos bajando automáticamente hasta el valle entre sus pechos. Haber sido una niña mimada durante toda la vida no la hacía consciente de sus propias limitaciones, pensó, obligándose a sí mismo a apartar la mirada. El verde del tapete intensificaba el de sus ojos hasta hacerlo parecer de un vivido esmeralda. Vio que los guiñaba, intentando medir el siguiente golpe con una arruga de concentración en la frente, la punta de la lengua apareciendo entre los labios…


Con un seco golpe de muñeca envió la bola a la tronera y, cuando entró, Pedro se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Todo su cuerpo estaba tenso.


Aunque algunas partes estaban más tensas que otras.


Maldita fuera. Mientras se incorporaba vio en el rostro de Paula el mismo gesto de satisfacción que había visto antes, cuando consiguió lo que quería de su padre.


Estaba jugando con él. Sabía lo sexy que resultaba apoyada en la mesa, con la espalda al aire y los ojos verdes a la altura de su entrepierna. Estaba manipulándolo tan despiadadamente como esa noche en Harcourt Manor seis años antes, pero de una manera mucho más sofisticada.


—No es que me lo crea demasiado, señor Alfonso, es que tengo confianza en mí misma.


Una oleada de deseo se apoderó de él, haciendo que se sintiera aturdido. Apoyándose en la pared, la observó moviéndose alrededor de la mesa, metiendo bola tras bola. En la silenciosa habitación todo parecía distorsionado, exagerado, de tal modo que podía oír cada uno de sus suspiros, el roce del vestido contra su piel…


—Muy bien, ésa no ha entrado. Te toca a ti.


Con el ceño arrugado, Pedro se acercó a la mesa de nuevo. Casi se había olvidado del juego y le sorprendió ver que quedaban pocas bolas sobre el tapete. Paula jugaba mejor de lo que había pensado…


En ese momento estaba poniendo tiza en el taco, sujetándolo con las dos manos como si fuera un instrumento pornográfico. Luego acercó la punta del taco a sus labios para soplar el exceso de tiza…


Era una tortura deliberada.


—Debo felicitarte, eres una buena jugadora.


Hablaba con calma letal, pero el salvaje golpe del taco mostraba a las claras lo que sentía. Las bolas que quedaban sobre la mesa chocaron violentamente, volando de un lado a otro.


Pedro dio un paso atrás y se apoyó en la pared mientras ella se inclinaba de nuevo sobre la mesa.


—No era un comentario sobre tu habilidad.


—¿Ah, no? ¿Qué era entonces?


Mientras se preparaba para golpear la bola, Pedro miró sus piernas. Había creído que iba sin medias, pero ahora se daba cuenta de que llevaba unas de seda casi transparentes… con blonda en el muslo.


Todo su cuerpo se puso en tensión, como si un rival se hubiera lanzado sobre él en el campo.


—Me refería más bien a tus técnicas de seducción, pero estás engañándote a ti misma. Si crees que después de la última vez yo estaría interesado en ti…


—¡Serás grosero!


Pedro sujetó su mano cuando iba a abofetearlo. Paula respiraba aguadamente, sus pechos subiendo y bajando.


—No te preocupes, no pensaría nada de eso después de lo que pasó la última vez —le aseguró cuando pudo encontrar su voz—. Dejaste bien clara tu falta de interés… pero no te preocupes, seguro que tantos abrazos con los compañeros cuando marcas un gol parece simple camaradería.


—Ten cuidado, Paula.


—¿Cuidado por qué? Eres tú quien no deja de insultarme…


El dio un paso adelante para apoderarse de su boca, de modo que el resto de la frase se perdió en el incendiario beso.


Era como caer por un precipicio y descubrir que podía volar. El suelo se abrió bajo sus pies y la gravedad dejó de existir. No había más que oscuridad, fuego y el sonido de la sangre en sus oídos. Los dedos de Pedro se clavaron en sus hombros, apretándola contra él, contra su erección.


Su rígida y evidente erección.


No se dio cuenta de que soltaba el taco de billar, pero debió de haberlo hecho porque, de repente, sus manos estaban sobre los hombros masculinos y Pedro se apoderaba de sus labios, violento, desesperado, marcándola para siempre.


La mesa de billar se clavaba en su trasero y, por instinto, se levantó un poco para sentarse en ella, recibiéndolo entre las piernas. Mientras tiraba de la pechera de su camisa se dio cuenta de que los dos estaban jadeando. Todo su cuerpo vibraba de deseo, abriéndose para él como una flor exótica rezumando néctar.


La realidad era irrelevante, el pasado no tenía sentido y el futuro era algo incomprensible. Lo único que importaba era aquello, la gloriosa encarnación de todos sus sueños adolescentes.


Estaba en los brazos de Pedro Alfonso, su boca aplastando la suya, sus manos deslizándose hacia abajo, los pulgares acariciando sus pechos.


Cuando se apartó un momento vio que la ferocidad del beso había abierto el corte de su labio superior, que sangraba un poco.


Pero a él no parecía importarle porque movió los pulgares hacia arriba, rozando sus duros pezones. Paula echó la cabeza hacia atrás, enredando las piernas en su cintura y apretándolo contra ella para sentir el roce de la dura erección.


Sintiendo que caía en el abismo, miró su magullado rostro…


Su magullado y absolutamente frío rostro.


Antes de que pudiera decir nada, él la había soltado, apartándose de la mesa.


—Creo que hemos demostrado que tus tácticas no dan resultado, querida —le dijo—. No es que no esté interesado en las mujeres, es que las niñas mimadas que usan el sexo como herramienta no me interesan.


Por un segundo. Paula pensó que iba a desmayarse. O a vomitar.


Cerró los ojos un momento y concentró toda su energía en el siguiente paso: decirle lo que pensaba de los hombres que trataban a las mujeres como si fueran ratas de laboratorio con las que experimentar.


Pero cuando abrió los ojos. Pedro se había ido.