domingo, 23 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 9





Pedro sintió una primitiva satisfacción al ver un brillo de miedo en los ojos verdes.


—No digas tonterías —le espetó Paula, mirando el taco como si fuera una pistola cargada—. ¿Jugar ahora, contigo? No, qué tontería. Además, ¿por qué tengo que demostrarte nada? ¿Y qué tiene que ver el billar con las camisetas?


El apretó los labios. Estaba ofreciéndole una oportunidad de demostrar lo que valía. No iba a ganar, por supuesto, pero le habría dado cierto crédito, y quizá la camiseta, por intentarlo al menos.


Y darle crédito a Paula Chaves no era algo que le resultase precisamente fácil.


—¿Te da miedo perder? —le preguntó, sarcástico.


—No suelo jugar al billar, tengo otras cosas que hacer.


—Ya, claro. Supongo que no estás acostumbrada a perder y, desde luego, yo no pensaba ponértelo fácil sólo porque tu padre sea lord Chaves.


—No es la idea de perder lo que me molesta, es la idea de tener que seguir en tu compañía lo que me resulta infinitamente desagradable.


—Ah, no te preocupes por eso. No tardaré mucho en destrozarte.


—¿Destrozarme? —rió ella—. No lo creo.


—¿Entonces te quedas o te vas?


—No pienso ir a ningún sitio hasta que me devuelvas la camiseta —replicó Paula, moviéndose hacia el otro lado de la mesa.


Pedro sintió que algo apretaba su pecho, y sus pantalones, mientras observaba el sinuoso movimiento de su trasero.


—¿Estás dispuesta a jugar?


—¿A qué, al billar americano?


La luz de la lámpara caía sobre su cabello de color platino, dándole una apariencia de ángel rebelde. Lo miraba con insolencia, sin parpadear.


—Si eso es lo que quieres…


—Pensé que estarías acostumbrado a eso, es el que se juega en los bares.


Pedro tuvo que apretar los dientes. Para ella seguía siendo el chico de ningún sitio, el impostor en el privilegiado círculo social que formaban los jugadores del equipo inglés.


—Puedo jugar a cualquier cosa, lady Chaves. Pero quizá tú prefieres el billar inglés.


Paula se agarró al taco, apoyándolo en el suelo. ¿Billar inglés? ¿Cómo se jugaba a eso?


—No. el billar americano me parece bien —contestó, intentando mostrarse despreocupada, pero esperando que esas tardes jugando al billar en el bar de la universidad le sirvieran de algo.


Pero allí, de pie frente a la mesa de billar. Pedro Alfonso parecía un guerrero dispuesto a la batalla.


«Puedo jugar a cualquier cosa», le había dicho. 


Y Paula sabía, con una mezcla de miedo y excitación, que era verdad. Estaría tan cómodo jugando al billar en los barrios bajos de Buenos Aires como en un club de Mayfair. Exudaba una confianza natural que trascendía todas las fronteras y lo proclamaba como un ganador.


Lo cual era muy desafortunado, considerando que su reputación profesional dependía de conseguir que le devolviera esa camiseta.


—Tú primero —Paula tomó el taco con la mano izquierda.


—¿Eres zurda?


—Para algunas cosas.


Se colocó sobre la banda y esperó un segundo antes de golpear pero, con los nervios, envió las bolas por toda la mesa.


—¿Y seguro que ésta es una de esas cosas? —bromeó Pedro—. Tal vez lo harías mejor con la mano derecha.


—Gracias por el consejo, pero si necesito tu ayuda, te la pediré.


—Pensé que estaba claro que, aunque me la pidieras, no te la daría —replicó él, moviéndose alrededor de las bandas y colocando las bolas donde quería con una eficacia letal—. Aunque tal vez debería ser más justo —dijo entonces, tomando el taco con la otra mano—. Como tú juegas con la izquierda, yo lo haré también.


Paula abrió la boca para replicar, pero tenía la garganta seca. Sin poder evitarlo, fijó la mirada en la mano grande y morena de Pedro, en esos dedos largos…


Lo único que se oía en la habitación era el tic—tac del reloj de la chimenea. La mirada oscura era tan intensa que le pareció que podía ver a través de la seda del vestido.


Y ese pensamiento la excitó, a su pesar.


El golpe de las bolas la sobresaltó y observó, como hipnotizada, que la amarilla rodaba suavemente sobre el tapete verde hacia la tronera de la derecha, al lado de su muslo. Y sintió un escalofrío cuando, de repente, se encontró pensando no en el movimiento de la bola, sino en los dedos de Pedro sobre su piel…


Avergonzada, levantó la cabeza. El estaba mirándola con una expresión indescifrable.


—Muy bien —le dijo, con exagerada cortesía—. Es tu turno.


Paula parpadeó al comprobar que había fallado el golpe. Era una buena noticia, pero había fallado porque jugaba con la mano izquierda, de modo que no pensaba celebrarlo.


—No necesito que me hagas ningún favor y tampoco necesito un tratamiento especial. De hecho, no necesito nada de esto. ¿No sería mejor para los dos si te portaras de manera decente por una vez y me devolvieras la camiseta? ¿O has decidido que tu misión es hacerme la vida imposible?


—¿Aceptas la derrota entonces?


Había una siniestra inmovilidad en él, en su tono, pero era evidente que estaba retándola.


Paula sonrió. La descarga de adrenalina dilataba sus vasos capilares, haciendo que su corazón latiera con fuerza. Estaba nerviosa pero, a la vez, perfectamente lúcida y curiosamente calmada mientras se volvía hacia él, apoyando una cadera en la mesa.


—Eso te gustaría, ¿verdad?


—Claro.


—Y, por eso, es lo último que pienso hacer.


Pedro no sonrió. Su hinchado labio superior acentuaba la belleza de su rostro, aunque le daba un aspecto aún más peligroso.


De pie bajo la luz de la lámpara, con su pelo y ojos oscuros, parecía un conquistador español.


—¿Estás segura? Supongo que sabrás que no tienes la más mínima posibilidad de ganarme.


Paula sostuvo su mirada. Era como ahogarse en sirope, delicioso pero aterrador. Ahogarse era ahogarse después de todo.


—Considerando que pareces un experto, y por eso me has retado, seguramente no. Pero ya lo veremos —murmuró, apoyándose en una de las bandas.


Sabía que estaba tras ella mientras se inclinaba para golpear la bola, mirando su espalda desnuda con esos ojos oscuros que parecían calentar su piel tanto como el sol.


Tenía que controlarse, se dijo. Y concentrarse.


No había prisa, pensó, flexionando ligeramente los hombros mientras colocaba el taco en posición. Golpeó la bola blanca y las demás fueron deslizándose sobre la mesa hasta que la naranja entró en la tronera correspondiente. 


Paula lo miró por encima del hombro antes de seguir adelante.


—Espero que lleves la cuenta.


—No te preocupes por eso —murmuró Pedro—. Pero aún te queda mucho para recuperar la camiseta, no te lo creas demasiado.


Observó con interés mientras se inclinaba para golpear de nuevo, sus ojos bajando automáticamente hasta el valle entre sus pechos. Haber sido una niña mimada durante toda la vida no la hacía consciente de sus propias limitaciones, pensó, obligándose a sí mismo a apartar la mirada. El verde del tapete intensificaba el de sus ojos hasta hacerlo parecer de un vivido esmeralda. Vio que los guiñaba, intentando medir el siguiente golpe con una arruga de concentración en la frente, la punta de la lengua apareciendo entre los labios…


Con un seco golpe de muñeca envió la bola a la tronera y, cuando entró, Pedro se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Todo su cuerpo estaba tenso.


Aunque algunas partes estaban más tensas que otras.


Maldita fuera. Mientras se incorporaba vio en el rostro de Paula el mismo gesto de satisfacción que había visto antes, cuando consiguió lo que quería de su padre.


Estaba jugando con él. Sabía lo sexy que resultaba apoyada en la mesa, con la espalda al aire y los ojos verdes a la altura de su entrepierna. Estaba manipulándolo tan despiadadamente como esa noche en Harcourt Manor seis años antes, pero de una manera mucho más sofisticada.


—No es que me lo crea demasiado, señor Alfonso, es que tengo confianza en mí misma.


Una oleada de deseo se apoderó de él, haciendo que se sintiera aturdido. Apoyándose en la pared, la observó moviéndose alrededor de la mesa, metiendo bola tras bola. En la silenciosa habitación todo parecía distorsionado, exagerado, de tal modo que podía oír cada uno de sus suspiros, el roce del vestido contra su piel…


—Muy bien, ésa no ha entrado. Te toca a ti.


Con el ceño arrugado, Pedro se acercó a la mesa de nuevo. Casi se había olvidado del juego y le sorprendió ver que quedaban pocas bolas sobre el tapete. Paula jugaba mejor de lo que había pensado…


En ese momento estaba poniendo tiza en el taco, sujetándolo con las dos manos como si fuera un instrumento pornográfico. Luego acercó la punta del taco a sus labios para soplar el exceso de tiza…


Era una tortura deliberada.


—Debo felicitarte, eres una buena jugadora.


Hablaba con calma letal, pero el salvaje golpe del taco mostraba a las claras lo que sentía. Las bolas que quedaban sobre la mesa chocaron violentamente, volando de un lado a otro.


Pedro dio un paso atrás y se apoyó en la pared mientras ella se inclinaba de nuevo sobre la mesa.


—No era un comentario sobre tu habilidad.


—¿Ah, no? ¿Qué era entonces?


Mientras se preparaba para golpear la bola, Pedro miró sus piernas. Había creído que iba sin medias, pero ahora se daba cuenta de que llevaba unas de seda casi transparentes… con blonda en el muslo.


Todo su cuerpo se puso en tensión, como si un rival se hubiera lanzado sobre él en el campo.


—Me refería más bien a tus técnicas de seducción, pero estás engañándote a ti misma. Si crees que después de la última vez yo estaría interesado en ti…


—¡Serás grosero!


Pedro sujetó su mano cuando iba a abofetearlo. Paula respiraba aguadamente, sus pechos subiendo y bajando.


—No te preocupes, no pensaría nada de eso después de lo que pasó la última vez —le aseguró cuando pudo encontrar su voz—. Dejaste bien clara tu falta de interés… pero no te preocupes, seguro que tantos abrazos con los compañeros cuando marcas un gol parece simple camaradería.


—Ten cuidado, Paula.


—¿Cuidado por qué? Eres tú quien no deja de insultarme…


El dio un paso adelante para apoderarse de su boca, de modo que el resto de la frase se perdió en el incendiario beso.


Era como caer por un precipicio y descubrir que podía volar. El suelo se abrió bajo sus pies y la gravedad dejó de existir. No había más que oscuridad, fuego y el sonido de la sangre en sus oídos. Los dedos de Pedro se clavaron en sus hombros, apretándola contra él, contra su erección.


Su rígida y evidente erección.


No se dio cuenta de que soltaba el taco de billar, pero debió de haberlo hecho porque, de repente, sus manos estaban sobre los hombros masculinos y Pedro se apoderaba de sus labios, violento, desesperado, marcándola para siempre.


La mesa de billar se clavaba en su trasero y, por instinto, se levantó un poco para sentarse en ella, recibiéndolo entre las piernas. Mientras tiraba de la pechera de su camisa se dio cuenta de que los dos estaban jadeando. Todo su cuerpo vibraba de deseo, abriéndose para él como una flor exótica rezumando néctar.


La realidad era irrelevante, el pasado no tenía sentido y el futuro era algo incomprensible. Lo único que importaba era aquello, la gloriosa encarnación de todos sus sueños adolescentes.


Estaba en los brazos de Pedro Alfonso, su boca aplastando la suya, sus manos deslizándose hacia abajo, los pulgares acariciando sus pechos.


Cuando se apartó un momento vio que la ferocidad del beso había abierto el corte de su labio superior, que sangraba un poco.


Pero a él no parecía importarle porque movió los pulgares hacia arriba, rozando sus duros pezones. Paula echó la cabeza hacia atrás, enredando las piernas en su cintura y apretándolo contra ella para sentir el roce de la dura erección.


Sintiendo que caía en el abismo, miró su magullado rostro…


Su magullado y absolutamente frío rostro.


Antes de que pudiera decir nada, él la había soltado, apartándose de la mesa.


—Creo que hemos demostrado que tus tácticas no dan resultado, querida —le dijo—. No es que no esté interesado en las mujeres, es que las niñas mimadas que usan el sexo como herramienta no me interesan.


Por un segundo. Paula pensó que iba a desmayarse. O a vomitar.


Cerró los ojos un momento y concentró toda su energía en el siguiente paso: decirle lo que pensaba de los hombres que trataban a las mujeres como si fueran ratas de laboratorio con las que experimentar.


Pero cuando abrió los ojos. Pedro se había ido.



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