sábado, 25 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 31
Las contracciones de Paula empezaron después de medianoche, en la cuarta semana del año nuevo y sólo dos días antes de que saliera de cuentas. Afortunadamente, la tensión alta había sido provocada por el estrés, y el resto del
embarazo no había tenido complicaciones.
Hasta que sintió el primer espasmo que pareció atravesar su abdomen y la llevó a encogerse como una bola bajo el edredón, se había sentido perfectamente preparada para dar a luz. De hecho, estaba ansiosa por ver cara a cara a la personita que había estado utilizando su vejiga como balón de entrenamiento durante los últimos meses.
Había elegido los nombres: Guillermo para niño y Emilia para niña. Había lavado y ordenado los regalos recibidos en la fiesta que su amiga Lily había organizado para ella. La habían celebrado en la casa grande, en el espacioso salón de Pedro.
A Paula la había emocionado que hubieran asistido varias de sus antiguas compañeras de trabajo, así como un par de vecinas del edificio en el que había vivido con Lucas. Su madre no había ido, aunque eso no había sido una sorpresa. Había una conferencia en Salt Lake City a la que no podía dejar de ir.
Pero la madre de Pedro sí. Él la había invitado y había ido seguramente tanto por curiosidad como por cortesía. La había acompañado Graciela, la hermana de Pedro. A Paula ambas le habían parecido interesantes y encantadoras, a pesar de que le habían hecho muchas preguntas que denotaban su preocupación porque Pedro tuviera relaciones con ella.
En cuanto esa relación, se había mantenido parada, dado su avanzado estado de gestación y la lentitud de su divorcio. Seguían comiendo juntos, charlaban y paseaban cuando el tiempo lo permitía. Pero él no había vuelto a besarla como aquella vez en su casa.
La fiesta había sido reducida pero muy especial.
Lily se había ocupado de eso, con ayuda de Pedro. La tarde siguiente, después de que la señora Alfonso y Graciela se hubieran marchado a casa y ellos dejaran a Lily en el aeropuerto, Pedro y Paula habían pasado una hora organizando los regalos que había recibido.
Pedro había exclamado con aprecio, igual que ella, al ver prendas diminutas, sonajeros y mantitas. Después había insistido en ayudarla a montar la cuna y el cambiador que había recibido un mes antes.
En ese momento, Paula se había sentido muy tranquila al pensar en su cercana maternidad.
Pero según pasaban las horas y las contracciones se intensificaban, empezó a tener sus dudas.
Dudas graves.
—¡Dios, no creo que pueda hacer esto! —gritó al sentir una nueva contracción. Su pánico aumentó con el dolor.
Intentó la técnica de respiración que había aprendido en las clases de preparación al parto.
Gabriel’s Crossing no tenía hospital, así que había estado yendo al de Danbury. Una enfermera había accedido a actuar como su preparadora. Ella había pensado en pedírselo a Pedro, dado que él había insistido en que la llevaría al hospital cuando llegase el momento, pero no lo hizo por modestia. Había visto el vídeo del parto. Era asombroso, un auténtico milagro, pero no era la imagen que quería quedase grabada en el cerebro del hombre con quien algún día esperaba tener una relación más intensa que la amistad.
Miró por la ventana. El viaje a Danbury no era largo, pero ver que había nevado la noche anterior no le calmó los nervios en absoluto.
Unos siete centímetros de nieve cubrían el camino que llevaba de la casita a la puerta trasera de Pedro. Levantó el teléfono y marcó su número. Pedro contestó al tercer timbrazo.
—¿Hola?
—Hola, soy Paula—tras decir eso se colocó la parte inferior del auricular en la frente, para poder jadear sin que Pedro creyese que era una llamada obscena.
—Hace una mañana fantástica, ¿eh? ¿Has mirado fuera?
—Sí —siguió jadeando.
—Parece una postal. El cielo azul hace un contraste precioso.
—Hum —murmuró ella. En otras circunstancias habría estado de acuerdo con él. Pero en ese momento no quería carreteras resbaladizas que se interpusieran entre ella y la epidural que le habían prometido.
—Estoy pensando en ir hasta el huerto con la cámara y sacar unas fotos. ¿Te apetece un paseo después de desayunar? —preguntó él.
—En realidad no —jadeó contra el auricular.
—Paula, ¿va todo bien?
—No. Tengo contracciones.
—¿Ahora? —sonó incrédulo y casi tan asustado como ella se sentía, pero hizo acopio de coraje—. Aguanta, cielo, ahora mismo estoy allí.
Cumplió su palabra. Ella acababa de colgar cuando lo vio salir corriendo por la puerta trasera de su casa. No se había puesto zapatos ni abrigo.
—¿Cómo estás? —le preguntó, cuando recuperó el aliento.
—Bien. Asustada —admitió ella—. No creo que pueda hacer esto.
—Claro que puedes, cielo.
Era la segunda vez que la llamaba así. Ella nunca había sido el cielo de nadie, aparte de Aburrida Paula, nunca había tenido un mote. Le gustaba la palabra, sobre todo viniendo de Pedro.
—Las mujeres tienen bebés todo el tiempo —estaba diciendo—. No hay razón para que estés asustada. Ninguna. ¿Entendido?
—¿Entendido? —ella soltó el aire de golpe. Sus palabras no la reconfortaban, pero su presencia sí. Se sentía segura con él. Durante los últimos meses le había demostrado una cosa: podía contar con él.
—¿Tienes una bolsa preparada? —preguntó él.
—Está en el armario del dormitorio —ella señaló la escalera.
—Fantástico. ¿Por qué no llamas al médico mientras voy a buscarla? —preguntó él.
—Vale.
Paula dejó un mensaje en el contestador del médico y luego se puso el abrigo. Pedro llegó a tiempo de ayudarla a ponerse las botas.
—Supongo que no es el mejor momento para confesarlo, pero estoy loco por tus tobillos —dijo, arrodillado ante ella.
—Están hinchados —con las piernas extendidas, alcanzaba a verlos por encima del bulto de la tripa.
—Me encantan de todas formas —le besó el tobillo izquierdo y alcanzó la bota.
—Los pies también están hinchados —comentó ella, mientras él intentaba ponerle la bota. De repente, se le ocurrió algo. ¡Hacía más de una semana que no se afeitaba las piernas!
—¡No puedo ir al hospital! —aulló.
—Sí, puedes —Pedro la miró—. Puedes hacerlo —repitió, malinterpretando su exclamación.
—No. No lo entiendes. No puedo ir al hospital antes de afeitarme las piernas.
—Paula —empezó él con voz paciente.
Pero ella negaba con la cabeza. De repente, lo más importante del mundo era tener las pantorrillas suaves y lisas cuando tuviera que poner los pies en los estribos y empujar.
—No iré a ningún sitio sin afeitarme las piernas —anunció, desafiante.
—Vaaale —suspiró él.
—Sé que crees que estoy siendo ridícula, pero... —calló. Estaba siendo ridícula. Pero, incluso sabiéndolo, no iba a cambiar de opinión. Todo lo demás estaba fuera de su control en ese momento. Las piernas depiladas no.
—Pero hazlo rápido para que podamos salir cuanto antes —Pedro se enderezó y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse.
Rápido. Había sido una tarea monumental la última vez. Se mordió el labio y Pedro la miró.
—¿A qué estás esperando?
—Tienes que ayudarme.
Él abrió la boca y la miró como si se hubiera vuelto loca.
—¿Quieres que te afeite las piernas?
—Por favor. Yo tardaré una barbaridad —se tocó la tripa y aclaró lo obvio—. No soy tan ágil como solía. Me cuesta doblarme.
—Entiendo —asintió él—. ¿También tendré que afeitarte los tobillos?
—Bueno, son parte de las piernas —ella sonrió.
—Me pides demasiado.
—Podrás soportarlo —le aseguró ella. Soltó una risita—. La cuchilla y la espuma están en la ducha.
Pedro fue por ellas. Cuando se dio la vuelta, Paula estaba sentada sobre la tapa cerrada del inodoro, intentando subirse las perneras del pantalón.
—Deja que lo haga yo —ofreció él, arrodillándose.
Después de poner una toalla bajo sus pies, echó espuma en una pierna y puso manos a la obra. Acabó con la primera pierna con unas pocas pasadas largas y firmes.
—Se te da bastante bien —dijo ella.
—Bueno, he tenido mucha práctica.
Ella alzó las cejas.
—En mi cara —aclaró él. Ambos se rieron.
Mojó una toallita y limpió los restos de espuma de la pierna. Empezó con la otra. Pensó que en otro momento y en circunstancias muy distintas, realizar esa tarea ten íntima podría haber sido una experiencia muy erótica, sobre todo llegando a las delicadas curvas de sus tobillos.
Lo guardó en su mente como referencia futura.
Quería volver a hacerlo algún día.
Cuando terminó, le secó las piernas, le puso unos calcetines y le bajó las perneras del pantalón. .
—¿Necesitas un corte de pelo antes de salir? ¿Una permanente quizás? —preguntó con ironía.
—Ja, ja. Muy gracioso —dijo ella con una mueca.
A Pedro lo alegró ver que su expresión denotaba algo menos de miedo y pánico. El doctor telefoneó en ese momento con una preguntas: «¿Cuánto tiempo llevaba teniendo contracciones? ¿Con qué frecuencia?»
—Dice que va en serio —le comentó a Pedro después de colgar.
—Bien. ¿Qué te parece si te pongo las botas y el abrigo y vamos para allá?
Paula asintió, y al ver que empezaba a respirar por la boca supo que llegaba otra contracción.
Cuanto antes estuvieran en carretera, mejor.
Agarró la maletita y abrió la puerta. Pero ella dejó de andar.
Se quedó aferrada al umbral, jadeando como si acabara de correr una maratón.
—¿Qué pasa? ¿Es el bebé? —se le pasó por la cabeza la imagen de tener que traer al bebé al mundo y se puso pálido. Le mareaba pensarlo, pero lo haría. Haría lo que fuera para ayudar a Paula y a su bebé.
—No... es... el bebé —resopló ella—. Tú.
—¿Yo?
Ella miró sus pies.
—Deberías... ponerte... unos zapatos.
—Zapatos —Pedro se miró los pies. Sólo llevaba unos calcetines azul marino, empapados por su paseo sobre la nieve. Sonrió avergonzado—. Sí. Sería buena idea.
—Y... un abrigo.
—Sí —se rió—. Supongo que no estaba pensando a derechas.
La contracción de Paula había acabado y él notó en su rostro que volvía a sentir aprensión.
—¿Tú también estás nervioso? —le preguntó.
Estaba nervioso, asustado y media docena de cosas más. Pero esbozó una sonrisa, negó con la cabeza y le ofreció la mano.
—No. Emocionado. Hoy voy a conocer a mi segunda chica favorita
MILAGRO : CAPITULO 30
Pedro sacó el correo del buzón que había junto a la carretera. Además de diversas tarjetas navideñas, le llamó la atención un sobre marrón grande. Era para Paula y el remitente era Agencia Publicitaria Shaw, San Diego, California. Él frunció el ceño.
—Ha llegado esto para ti —le dijo a Paula cuando llegó a su casa.
—Lily —dijo ella sonriente, al ver la etiqueta.
—¿Lily se dedica a la publicidad?
—No. Pero su marido es amigo de uno de los directores de esta agencia. Supongo que les ha hablado de mí.
—¿Estás pensando en solicitar un puesto?
Pedro esperó a que dijera que no. Quería que lo negara. California estaba al otro lado del país. A pesar de la conveniencia del transporte moderno, equivalía a estar al otro lado de la galaxia. Pero su respuesta no lo tranquilizó.
—Voy a necesitar un trabajo después de que nazca el bebé. Mis ahorros no durarán para siempre.
—Pero creí que querías iniciar tu propia empresa.
—Así es. Puede que lo haga algún día —se pasó la mano por el abultado vientre—. Pero eso es un sueño de futuro, Pedro. Los sueños no pagan las facturas.
—¿Quién lo dice? No tiene por qué ser un sueño. Mi hermano y yo empezamos sin nada, excepto grandes planes y egos equiparables. Para eso hacen préstamos los bancos, para convertir los sueños en realidad.
—Crees en mí.
Él no oyó asombro ni gratitud en su voz, dos cosas que había dejado claro que no deseaba.
Era algo más profundo. Algo que estaba uniéndolos. Ataduras, que no quería intentar analizar en ese momento.
—Sí, creo en ti. Eres lista, creativa, organizada —le habría sido fácil añadir otra docena de adjetivos. Era una mujer asombrosa—. Podrías hacerlo.
—Algún día —asintió ella.
—¿Por qué no ahora?
—Incluso suponiendo que me concedieran un préstamo, con el bebé recién nacido no tendré ni el tiempo ni la energía para que el proyecto sea un éxito. Algún día —repitió, sonando más resuelta.
—Te lo recordaré, no lo dudes.
MILAGRO : CAPITULO 29
Era casi la hora de cenar cuando Paula vio llegar al coche de Pedro. Adoraba la casita y el campo, pero no resultaban tan atractivos sin alguien con quien compartirlos. Se dijo que no estaba pendiente de la llegada de Pedro, pero era indudable que se alegró al ver su coche.
Además, sentía curiosidad sobre dónde había estado todo el día. No había comentado que iba a salir y cuando ella fue a verlo a media mañana para que se tomara un descanso, no había nadie en casa.
El resto del día había sido tranquilo y solitario, aunque Paula había conseguido ser productiva. Por fin había ordenado una cuna, un cambiador y una cómoda para el bebé, así como una sillita balancín. Lily había telefoneado justo antes de que hiciera el pedido.
—Eh, deja algo para que te lo compren tus invitadas a la fiesta prenatal —se había burlado su amiga. En el fondo Paula oyó a un niño gritar.
Paula se había reído, pero no dijo nada.
—Tu madre celebrará una fiesta para ti, ¿no? —había preguntado Lily entonces.
—No ha mencionado nada —había admitido Paula—. De hecho, sólo hemos hablado dos veces en las últimas seis semanas y las dos llamó para preguntar si Lucas y yo nos habíamos reconciliado.
—¡Se acabó! —concluyó Lily tras una serie de blasfemias farfulladas entre dientes—. Volaré hasta allí y te haré una fiesta.
—Me encantaría. En serio, Lil. Pero sé lo ocupada que estás con los niños. Además, no necesito una fiesta prenatal. Puedo permitirme comprar todo lo que necesita el bebé.
—No estoy tan ocupada como para no poder hacer tiempo para una de mis más antiguas y queridas amigas —había contraatacado Lily—. Ya sé que puedes comprar lo que necesitas, pero esas fiestas no se tratan de eso, Paula. Hay que celebrar que va a nacer un bebé.
—Lo sé —se le habían llenado los ojos de lágrimas—. ¿Pero a quién iba a invitar? Mis amigas de la ciudad tendrían que conducir dos horas para venir. Y no creo que pueda contar con que mi madre venga. Odiaría parecer patética.
—Déjame ocuparme a mí de la lista de invitadas. Sólo dame una fecha —Paula se la dio y después Lily cambió de tema—. Ahora háblame de este Pedro Alfonso.
—¿Por qué preguntas por él?
—A juzgar por el número de veces que su nombre ha surgido en nuestras conversaciones y correos electrónicos, da la impresión de que tienes sentimientos muy fuertes por él.
Había seguido un largo y tenso silencio.
—¿Sigues ahí? —había preguntado Lily.
—Pedro y yo sólo somos amigos —puso los ojos en blanco después de decirlo. Ya fuera el uno o el otro, era un término que repetían con frecuencia.
—Por ahora —había aceptado Lily—. Pero creo que eventualmente llegaréis a ser más que eso.
El comentario de Lily seguía dando vueltas en la mente de Paula cuando oyó el coche de Pedro.
La excitación que sintió al pensar en verlo parecía confirmar la sensación de su amiga.
Aunque se ordenó quedarse en casa y seguir con sus cosas, ni siquiera la amenaza de que un fotógrafo contratado por Lucas estuviera esperándola, se puso el abrigo y la bufanda y fue al garaje a saludarlo.
Las hojas crujieron bajos sus pies cuando se acercó. Pedro tenía el ceño fruncido, perdido en sus pensamientos, pero cuando la vio su expresión se iluminó y saludó con la mano.
—Hola —dijo ella. Vio que llevaba traje de negocios—. No sabía que tenías una reunión hoy. ¿Fue en la ciudad?
—Eh, sí —se había aflojado la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa. Se quitó la corbata del todo e hizo una bola con ella, que se metió en el bolsillo. Después arrugó la frente otra vez.
—Por lo que veo, no fue bien —comentó ella.
—No. No como había esperado —resopló y se quedó callado.
—Lo siento —dijo ella un momento después, al ver que no decía nada.
—No es culpa tuya. Así que no te disculpes, ¡maldita sea!
La antigua Paula habría retrocedido al oír el grito. Pero ya no era tan sumisa como antes.
Cruzó los brazos sobre el pecho y se acercó hasta estar a sólo unos pasos de él.
—Estaba siendo cortés.
Pedro cerró los ojos y suspiró.
—Sí, y yo insufriblemente grosero.
—No sé si yo llegaría a decir «insufriblemente» —contestó ella.
—¿Eso significa que me perdonas? —preguntó él, entreabriendo un ojo.
Paula sonrió. Era imposible no hacerlo. Él la había apoyado un montón de veces. Le gustaba la sensación de poder devolverle el favor.
—¿Quieres hablar de lo que sea que te ha puesto de tan mal humor?
Él la escrutó atentamente antes de asentir.
—Sí. Quiero hablar de ello. De hecho, necesitamos hablar de ello. Te concierne a ti, Paula.
—¿A mí? ¿Cómo? —sintió un escalofrío en la espalda—. No te entiendo.
—Lo sé —señaló la casa con la cabeza—. Vamos dentro. Hace frío y seguramente no deberías estar de pie.
—Me encuentro bien —pero lo siguió por el camino hasta la puerta trasera.
Una vez en la espaciosa cocina se sintió como en casa. Suponía que era porque Pedro le había dado total libertad para decorarla. El había elegido muebles de roble, pero ella mencionó que quedarían mejor de arce y él hizo que se los llevaran y montaran otros. Los sencillos muebles hacían un bonito contraste con las encimeras de granito oscuro.
Ella pensó que los contrastes eran buenos.
Pedro y ella eran distintos pero se complementaban uno a otro igual que el mobiliario de la cocina.
Pedro le quitó el abrigo y la bufanda e hizo un gesto para que se sentara.
—¿Puedo hacerte una taza de té o algo? —preguntó.
—Nada, gracias —Paula movió la cabeza.
—No me había dado cuenta de que era tan tarde —dijo él, mirando el reloj—. Quizá debería empezar a preparar la cena.
—Hoy me toca cocinar a mí —le recordó ella.
—Hoy no. No deberías estar de pie.
—Es la segunda vez que dices eso. No soy una inválida, Pedro.
—Lo sé, pero no quiero correr riesgos contigo ni con el bebé.
La preocupación de él la emocionó y reconfortó.
—De acuerdo, te dejaré cocinar, pero la cena puede esperar hasta después de la conversación.
—Bien —se metió las manos en los bolsillos e hizo una mueca. No habló.
—Pedro, estás empezando a ponerme nerviosa.
—No es mi intención.
—Lo sé. Ven a sentarte —le dijo—. Tal vez sea mejor que simplemente sueltes lo que tengas que decir.
Él asintió y se sentó frente a ella.
—Hoy he ido a ver a Lucas.
Aunque Paula lo había animado a hablar, sus palabras la sorprendieron tanto que estuvo segura de que había oído mal.
—¿Qué?
—Mi reunión en la ciudad, fue con Lucas.
—¿Mi marido te pidió que te reunieras con él?
—Eh, no —Pedro se aclaró la garganta—. Yo lo llamé ayer. Le dije que quería hablar con él.
—Lo llamaste —repitió ella, alzando la voz un poco—. ¿Llamaste a Lucas y concertaste una reunión con él sin decírmelo?
Él asintió.
—Fuiste a verlo sin preguntarme si yo quería o apreciaría tu interferencia —dijo ella con voz aguda.
—Sí. Lo hice —la miró con expresión contrita.
—¿Por qué? —exigió ella—. ¿Por qué hiciste eso?
—Porque está jugando contigo —Pedro se levantó y fue hacia la encimera. Se mesó el cabello antes de volverse hacia ella—. Te afectó mucho que te presentara esas fotos. Y volviste de la cita con el médico diciendo que tenías la tensión arterial alta. ¿Qué se suponía que iba a hacer, Paula? ¿Quedarme sentado y dejar que siguiera destrozándote? No me pidas que haga eso. Porque no puedo.
—Podrías haberme preguntado qué quería yo, o al menos haber mencionado la reunión —apuntó ella, aunque sus palabras la habían calmado.
—No quería inquietarte.
—¡Oh, por favor!
—Pero tu tensión...
—¿Acaso crees que esto no va a hacer que suba?
Al ver que él se ponía casi tan blanco como su camisa, deseó no haber dicho eso. Pero aún sentía el burbujeo de la ira. Paula decidió que era una sensación emocionante, igual que el toma y daca de sus conversaciones con Pedro. Rara vez había experimentado algo igual, ni con sus padres ni con su marido, así que siguió.
—Actuaste a mis espaldas, Pedro.
—Por tu bien.
—¡No! —agitó una mano en el aire y fue hacia él—. No me trates como a una niña. Estoy cansada de que la gente me diga qué pensar, cómo comportarme y cómo reaccionar. Estoy harta de que tomen decisiones por mí. Soy muy capaz de pensar por mí misma —habló con una convicción que por fin sentía de verdad. Paula se sentía liberada, exultante de poder.
—Eso lo sé.
—Bien. Pues entonces empieza a comportarte como si lo supieras, Pedro. Es mi problema —se golpeó el pecho con el dedo, dando énfasis a sus palabras.
—No quieres que me involucre.
—No he dicho eso —su tono se suavizó—. Yo quiero estar involucrada. ¿Entiendes?
—Sí —la atrajo hacia él y la abrazó.
—¿De qué hablasteis Lucas y tú? —preguntó ella, mientras ponía la mesa y él hacía la cena.
Pedro había elegido algo sencillo: sopa de tomate y sándwiches de queso tostados. Se concentró en las preparaciones mientras le relataba la conversación. No dijo que había agarrado a Lucas por las solapas.
—Por cierto, él cree que soy un chapuzas sin trabajo y que tú eres mi mina de oro —la miró y enarcó una ceja con ironía, esperando aligerar la tensión.
—Es increíble lo esnob y estrecho de miras que puede llegar a ser —resopló con delicadeza—. Ya era bastante malo que alegue que estamos teniendo una aventura.
—He estado pensando en eso, sabes —Pedro le dio la vuelta a los sándwiches y bajó el fuego—. Quiere utilizarlo como arma para negociar el divorcio. ¿Por qué no permitir que lo haga?
—Me temo que no te sigo —lo miró confusa.
—Según la ley de Nueva York, tendríais que vivir un año separados antes que poder divorciaros —le recordó él.
—Sigue.
—Pero si la petición se basa en la infidelidad, el tiempo de espera es más corto.
—¿Estás diciéndome que debería dejar que alegue eso?
—Creo que deberías considerarlo. No voy a cometer el error de decirte lo que debes hacer —corrigió él, asombrado una vez más por la tigresa que acechaba bajo ese exterior de gatita.
—Seguramente no debería admitirlo, pero he disfrutado discutiendo contigo —dijo ella.
—¿Sí?
—Sí —desvió la vista.
—Ha sido una situación excitante —confesó él, sin pensarlo. Sus palabras quedaron flotando en el aire, maduras y tentadoras como la fruta prohibida. Él carraspeó al sentir que el calor le teñía las mejillas.
—Yo iba a decir liberadora —dijo Paula.
—Ah —musitó él. Se sentía como un auténtico idiota.
—Pero también me gusta tu descripción —dijo ella con voz queda.
Él clavó los ojos en la espátula que tenía en la mano, incapaz de mirarla.
—No sé si debería decir ese tipo de cosas sobre una mujer embarazada —admitió.
—Antes que nada, soy mujer, Pedro. Y no siempre estaré embarazada.
La espátula cayó al suelo, él no la recogió.
—Y tampoco estaré casada mucho tiempo más —siguió Paula.
Él alzó la vista y vio que ella sonreía.
—Sobre todo si sigo tu consejo. Lucas alega que he sido infiel para no tener que pagarme pensión. Pero yo no quiero su apoyo, en cualquier caso.
—Eso le dije yo. Parece pensar que te has acostumbrado a cierto estilo de vida y que no serás capaz de bajar de nivel.
—Oh, claro que puedo —ella movió la cabeza.
—También le dije eso.
—Me conoces mucho mejor que él —reflexionó Paula. Y era porque le prestaba atención—. Puede que acabe recibiendo menos de lo que me correspondería —siguió—, pero al menos no será un proceso largo y truculento.
—Eso es verdad —dijo él.
—Pero también me aconsejaste que tuviera cuidado de no renunciar a todo sólo por conseguir un divorcio rápido.
—Sí. Lo dije. Pero eso fue antes de... —Pedro miró a Paula, incapaz de terminar la frase en voz alta.
¿Antes de qué?
¿Antes de darse cuenta de lo imbécil que era su marido? ¿Antes de comprender cuánto afectaría el proceso a Paula y el estrés que impondría en ella y en su bebé?
Tal vez había sido antes de comprender que estaba medio enamorado de ella y quería que estuviera libre lo antes posible, para poder iniciar una relación.
Al dar un paso hacia ella, dio una patada a la espátula. Mientras se deslizaba por el suelo, Pedro volvió a oír las palabras de su hermano: «Debes estar malditamente seguro».
—Pedro, ¿qué ocurre?
El olor a pan quemado lo libró de contestar.
—Parece que tendré que hacer otra tanda de sándwiches —dijo, apartando la parrilla del fuego y dispersando el humo agitando la mano.
—Seguramente deberías bajar el fuego —sugirió ella con una sencilla sonrisa que a él lo derritió por dentro.
—Bajar el fuego —repitió, asintiendo con vigor.
Hasta que estuviera seguro de hacia dónde iba su relación y dónde quería que fuera, eso sería lo mejor para todas las partes involucradas.
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