sábado, 25 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 29





Era casi la hora de cenar cuando Paula vio llegar al coche de Pedro. Adoraba la casita y el campo, pero no resultaban tan atractivos sin alguien con quien compartirlos. Se dijo que no estaba pendiente de la llegada de Pedro, pero era indudable que se alegró al ver su coche. 


Además, sentía curiosidad sobre dónde había estado todo el día. No había comentado que iba a salir y cuando ella fue a verlo a media mañana para que se tomara un descanso, no había nadie en casa.


El resto del día había sido tranquilo y solitario, aunque Paula había conseguido ser productiva. Por fin había ordenado una cuna, un cambiador y una cómoda para el bebé, así como una sillita balancín. Lily había telefoneado justo antes de que hiciera el pedido.


—Eh, deja algo para que te lo compren tus invitadas a la fiesta prenatal —se había burlado su amiga. En el fondo Paula oyó a un niño gritar.


Paula se había reído, pero no dijo nada.


—Tu madre celebrará una fiesta para ti, ¿no? —había preguntado Lily entonces.


—No ha mencionado nada —había admitido Paula—. De hecho, sólo hemos hablado dos veces en las últimas seis semanas y las dos llamó para preguntar si Lucas y yo nos habíamos reconciliado.


—¡Se acabó! —concluyó Lily tras una serie de blasfemias farfulladas entre dientes—. Volaré hasta allí y te haré una fiesta.


—Me encantaría. En serio, Lil. Pero sé lo ocupada que estás con los niños. Además, no necesito una fiesta prenatal. Puedo permitirme comprar todo lo que necesita el bebé.


—No estoy tan ocupada como para no poder hacer tiempo para una de mis más antiguas y queridas amigas —había contraatacado Lily—. Ya sé que puedes comprar lo que necesitas, pero esas fiestas no se tratan de eso, Paula. Hay que celebrar que va a nacer un bebé.


—Lo sé —se le habían llenado los ojos de lágrimas—. ¿Pero a quién iba a invitar? Mis amigas de la ciudad tendrían que conducir dos horas para venir. Y no creo que pueda contar con que mi madre venga. Odiaría parecer patética.


—Déjame ocuparme a mí de la lista de invitadas. Sólo dame una fecha —Paula se la dio y después Lily cambió de tema—. Ahora háblame de este Pedro Alfonso.


—¿Por qué preguntas por él?


—A juzgar por el número de veces que su nombre ha surgido en nuestras conversaciones y correos electrónicos, da la impresión de que tienes sentimientos muy fuertes por él.


Había seguido un largo y tenso silencio.


—¿Sigues ahí? —había preguntado Lily.


Pedro y yo sólo somos amigos —puso los ojos en blanco después de decirlo. Ya fuera el uno o el otro, era un término que repetían con frecuencia.


—Por ahora —había aceptado Lily—. Pero creo que eventualmente llegaréis a ser más que eso.


El comentario de Lily seguía dando vueltas en la mente de Paula cuando oyó el coche de Pedro


La excitación que sintió al pensar en verlo parecía confirmar la sensación de su amiga. 


Aunque se ordenó quedarse en casa y seguir con sus cosas, ni siquiera la amenaza de que un fotógrafo contratado por Lucas estuviera esperándola, se puso el abrigo y la bufanda y fue al garaje a saludarlo.


Las hojas crujieron bajos sus pies cuando se acercó. Pedro tenía el ceño fruncido, perdido en sus pensamientos, pero cuando la vio su expresión se iluminó y saludó con la mano.


—Hola —dijo ella. Vio que llevaba traje de negocios—. No sabía que tenías una reunión hoy. ¿Fue en la ciudad?


—Eh, sí —se había aflojado la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa. Se quitó la corbata del todo e hizo una bola con ella, que se metió en el bolsillo. Después arrugó la frente otra vez.


—Por lo que veo, no fue bien —comentó ella.


—No. No como había esperado —resopló y se quedó callado.


—Lo siento —dijo ella un momento después, al ver que no decía nada.


—No es culpa tuya. Así que no te disculpes, ¡maldita sea!


La antigua Paula habría retrocedido al oír el grito. Pero ya no era tan sumisa como antes. 


Cruzó los brazos sobre el pecho y se acercó hasta estar a sólo unos pasos de él.


—Estaba siendo cortés.


Pedro cerró los ojos y suspiró.


—Sí, y yo insufriblemente grosero.


—No sé si yo llegaría a decir «insufriblemente» —contestó ella.


—¿Eso significa que me perdonas? —preguntó él, entreabriendo un ojo.


Paula sonrió. Era imposible no hacerlo. Él la había apoyado un montón de veces. Le gustaba la sensación de poder devolverle el favor.


—¿Quieres hablar de lo que sea que te ha puesto de tan mal humor?


Él la escrutó atentamente antes de asentir.


—Sí. Quiero hablar de ello. De hecho, necesitamos hablar de ello. Te concierne a ti, Paula.


—¿A mí? ¿Cómo? —sintió un escalofrío en la espalda—. No te entiendo.


—Lo sé —señaló la casa con la cabeza—. Vamos dentro. Hace frío y seguramente no deberías estar de pie.


—Me encuentro bien —pero lo siguió por el camino hasta la puerta trasera.


Una vez en la espaciosa cocina se sintió como en casa. Suponía que era porque Pedro le había dado total libertad para decorarla. El había elegido muebles de roble, pero ella mencionó que quedarían mejor de arce y él hizo que se los llevaran y montaran otros. Los sencillos muebles hacían un bonito contraste con las encimeras de granito oscuro.


Ella pensó que los contrastes eran buenos. 


Pedro y ella eran distintos pero se complementaban uno a otro igual que el mobiliario de la cocina.


Pedro le quitó el abrigo y la bufanda e hizo un gesto para que se sentara.


—¿Puedo hacerte una taza de té o algo? —preguntó.


—Nada, gracias —Paula movió la cabeza.


—No me había dado cuenta de que era tan tarde —dijo él, mirando el reloj—. Quizá debería empezar a preparar la cena.


—Hoy me toca cocinar a mí —le recordó ella.


—Hoy no. No deberías estar de pie.


—Es la segunda vez que dices eso. No soy una inválida, Pedro.


—Lo sé, pero no quiero correr riesgos contigo ni con el bebé.


La preocupación de él la emocionó y reconfortó.


—De acuerdo, te dejaré cocinar, pero la cena puede esperar hasta después de la conversación.


—Bien —se metió las manos en los bolsillos e hizo una mueca. No habló.


Pedro, estás empezando a ponerme nerviosa.


—No es mi intención.


—Lo sé. Ven a sentarte —le dijo—. Tal vez sea mejor que simplemente sueltes lo que tengas que decir.


Él asintió y se sentó frente a ella.


—Hoy he ido a ver a Lucas.


Aunque Paula lo había animado a hablar, sus palabras la sorprendieron tanto que estuvo segura de que había oído mal.


—¿Qué?


—Mi reunión en la ciudad, fue con Lucas.


—¿Mi marido te pidió que te reunieras con él?


—Eh, no —Pedro se aclaró la garganta—. Yo lo llamé ayer. Le dije que quería hablar con él.


—Lo llamaste —repitió ella, alzando la voz un poco—. ¿Llamaste a Lucas y concertaste una reunión con él sin decírmelo?


Él asintió.


—Fuiste a verlo sin preguntarme si yo quería o apreciaría tu interferencia —dijo ella con voz aguda.


—Sí. Lo hice —la miró con expresión contrita.


—¿Por qué? —exigió ella—. ¿Por qué hiciste eso?


—Porque está jugando contigo —Pedro se levantó y fue hacia la encimera. Se mesó el cabello antes de volverse hacia ella—. Te afectó mucho que te presentara esas fotos. Y volviste de la cita con el médico diciendo que tenías la tensión arterial alta. ¿Qué se suponía que iba a hacer, Paula? ¿Quedarme sentado y dejar que siguiera destrozándote? No me pidas que haga eso. Porque no puedo.


—Podrías haberme preguntado qué quería yo, o al menos haber mencionado la reunión —apuntó ella, aunque sus palabras la habían calmado.


—No quería inquietarte.


—¡Oh, por favor!


—Pero tu tensión...


—¿Acaso crees que esto no va a hacer que suba?


Al ver que él se ponía casi tan blanco como su camisa, deseó no haber dicho eso. Pero aún sentía el burbujeo de la ira. Paula decidió que era una sensación emocionante, igual que el toma y daca de sus conversaciones con Pedro. Rara vez había experimentado algo igual, ni con sus padres ni con su marido, así que siguió.


—Actuaste a mis espaldas, Pedro.


—Por tu bien.


—¡No! —agitó una mano en el aire y fue hacia él—. No me trates como a una niña. Estoy cansada de que la gente me diga qué pensar, cómo comportarme y cómo reaccionar. Estoy harta de que tomen decisiones por mí. Soy muy capaz de pensar por mí misma —habló con una convicción que por fin sentía de verdad. Paula se sentía liberada, exultante de poder.


—Eso lo sé.


—Bien. Pues entonces empieza a comportarte como si lo supieras, Pedro. Es mi problema —se golpeó el pecho con el dedo, dando énfasis a sus palabras.


—No quieres que me involucre.


—No he dicho eso —su tono se suavizó—. Yo quiero estar involucrada. ¿Entiendes?


—Sí —la atrajo hacia él y la abrazó.


—¿De qué hablasteis Lucas y tú? —preguntó ella, mientras ponía la mesa y él hacía la cena.


Pedro había elegido algo sencillo: sopa de tomate y sándwiches de queso tostados. Se concentró en las preparaciones mientras le relataba la conversación. No dijo que había agarrado a Lucas por las solapas.


—Por cierto, él cree que soy un chapuzas sin trabajo y que tú eres mi mina de oro —la miró y enarcó una ceja con ironía, esperando aligerar la tensión.


—Es increíble lo esnob y estrecho de miras que puede llegar a ser —resopló con delicadeza—. Ya era bastante malo que alegue que estamos teniendo una aventura.


—He estado pensando en eso, sabes —Pedro le dio la vuelta a los sándwiches y bajó el fuego—. Quiere utilizarlo como arma para negociar el divorcio. ¿Por qué no permitir que lo haga?


—Me temo que no te sigo —lo miró confusa.


—Según la ley de Nueva York, tendríais que vivir un año separados antes que poder divorciaros —le recordó él.


—Sigue.


—Pero si la petición se basa en la infidelidad, el tiempo de espera es más corto.


—¿Estás diciéndome que debería dejar que alegue eso?


—Creo que deberías considerarlo. No voy a cometer el error de decirte lo que debes hacer —corrigió él, asombrado una vez más por la tigresa que acechaba bajo ese exterior de gatita.


—Seguramente no debería admitirlo, pero he disfrutado discutiendo contigo —dijo ella.


—¿Sí?


—Sí —desvió la vista.


—Ha sido una situación excitante —confesó él, sin pensarlo. Sus palabras quedaron flotando en el aire, maduras y tentadoras como la fruta prohibida. Él carraspeó al sentir que el calor le teñía las mejillas.


—Yo iba a decir liberadora —dijo Paula.


—Ah —musitó él. Se sentía como un auténtico idiota.


—Pero también me gusta tu descripción —dijo ella con voz queda.


Él clavó los ojos en la espátula que tenía en la mano, incapaz de mirarla.


—No sé si debería decir ese tipo de cosas sobre una mujer embarazada —admitió.


—Antes que nada, soy mujer, Pedro. Y no siempre estaré embarazada.


La espátula cayó al suelo, él no la recogió.


—Y tampoco estaré casada mucho tiempo más —siguió Paula.


Él alzó la vista y vio que ella sonreía.


—Sobre todo si sigo tu consejo. Lucas alega que he sido infiel para no tener que pagarme pensión. Pero yo no quiero su apoyo, en cualquier caso.


—Eso le dije yo. Parece pensar que te has acostumbrado a cierto estilo de vida y que no serás capaz de bajar de nivel.


—Oh, claro que puedo —ella movió la cabeza.


—También le dije eso.


—Me conoces mucho mejor que él —reflexionó Paula. Y era porque le prestaba atención—. Puede que acabe recibiendo menos de lo que me correspondería —siguió—, pero al menos no será un proceso largo y truculento.


—Eso es verdad —dijo él.


—Pero también me aconsejaste que tuviera cuidado de no renunciar a todo sólo por conseguir un divorcio rápido.


—Sí. Lo dije. Pero eso fue antes de... —Pedro miró a Paula, incapaz de terminar la frase en voz alta.


¿Antes de qué?


¿Antes de darse cuenta de lo imbécil que era su marido? ¿Antes de comprender cuánto afectaría el proceso a Paula y el estrés que impondría en ella y en su bebé?


Tal vez había sido antes de comprender que estaba medio enamorado de ella y quería que estuviera libre lo antes posible, para poder iniciar una relación.


Al dar un paso hacia ella, dio una patada a la espátula. Mientras se deslizaba por el suelo, Pedro volvió a oír las palabras de su hermano: «Debes estar malditamente seguro».


Pedro, ¿qué ocurre?


El olor a pan quemado lo libró de contestar.


—Parece que tendré que hacer otra tanda de sándwiches —dijo, apartando la parrilla del fuego y dispersando el humo agitando la mano.


—Seguramente deberías bajar el fuego —sugirió ella con una sencilla sonrisa que a él lo derritió por dentro.


—Bajar el fuego —repitió, asintiendo con vigor. 


Hasta que estuviera seguro de hacia dónde iba su relación y dónde quería que fuera, eso sería lo mejor para todas las partes involucradas.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario