martes, 17 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 9





De rodillas, Paula acabó de fregar el suelo del segundo cuarto de baño. Luego, de pie en el pasillo, empezó a frotarse el hombro, mientas contemplaba el suelo impoluto. Sin mancha. Con un fresco aroma. Perfecto. La lejía mezclada con el limpiador de suelos hacía milagros.


«Y a mí me deja destrozada», pensó, mirándose las manos enrojecidas y las uñas rotas. Los guantes de goma hacían que fuera más despacio y el tiempo era oro para ella. Solo había que lavar y frotar.


Así también ahorraba dinero porque no tenía que ir semanalmente al instituto de belleza. En aquel trabajo no había que ser sofisticada y elegante.


Sin embargo, a pesar de que había eliminado todos los tratamientos de belleza, no parecía haber rebajado en nada su presupuesto. Se pasaba el día limpiando casas como loca y cada vez estaba más endeudada. El trabajo era mucho más duro y el dinero más escaso.


En su primer día, había tardado una jornada entera en limpiar una casa. Sin embargo, el verdadero revés había sido cuando la dueña de la casa le había dicho que no volvería a necesitarla. Todavía estaba intentando recuperarse cuando Julieta se había presentado aquella noche con más encargos. 


Efectivamente, no había problema en el sector de la limpieza, a pesar de que le provocaba a uno dolores musculares.


—No sé si debería aceptarlos —dijo ella, con el rostro ardiendo de vergüenza—. La señora Smith me ha despedido.


—No puede despedirte —replicó Julieta.


—Bueno, llámalo cómo quieras. Me dejó muy claro que mis servicios ya no eran necesarios.


—¡Por ella! Pero eso no significa que no haya otras personas que no te necesiten. Mira, tengo aquí tres casas. Necesitan a alguien desesperadamente.


Paula no estaba escuchándola. Estaba reviviendo aquel horrible día.


—No creo que yo quisiera tampoco que alguien como yo regresara. No pude sacar las manchas que había en la bañera y las ventanas se quedaron sucias.


—Tienes que utilizar lejía para las manchas. Y… ¿Ventanas? No tienes por qué limpiar las ventanas.


—Ella me dijo que solo la de abajo y…


—¡Ella no tiene que decirte lo que tienes que hacer! Eso lo dices tú. Le dices lo que vas a hacer y lo que no.


—Pero si ella me ha contratado…


—No te ha contratado. Tú has solicitado el trabajo.


—Oh. ¿Y eso es diferente?


—Ya veo que no sabes nada de este negocio —dijo Julieta, sacudiendo la cabeza.


—Bueno… —respondió ella. Sabía que no era el momento de mencionar su título de económicas.


—Pero no te preocupes. Yo te voy a decir cómo hay que hacerlo. Tú siempre me diste ropa para mi hija y me pagaste el doble aquella vez que mi hijo se puso enfermo. Ahora tú estás pasando por un momento difícil y yo voy a ayudarte.


Paula se sintió muy emocionada por aquellas palabras.


—Tú has sido también muy buena conmigo. Aprecio de verdad que me hayas facilitado los clientes, pero tal vez esto no es para mí.


Si limpiar casas era un modo de ganarse la vida, evidentemente no estaba preparada para hacerlo. Recoger la ropa antes de que llegara Julieta no era mucha experiencia.


—¡Maldita sea! No tiene nada de difícil. Lo único que tienes que hacer es dejar bien claro lo que vas a hacer antes de empezar.


—¿Te refieres a que haga un contrato? Bueno, pero, además, hay que hacer el trabajo. De eso estoy segura.


—Claro que puedes hacerlo. Escúchame. Y escúchame bien. No, será mejor que lo escribas. Ve por papel y lápiz mientras yo sirvo un poco de café a cada una.


Paula hizo lo que se le pedía, pero casi no pudo escribir a la velocidad en la que Julieta le explicaba lo que tenía y lo que no tenía que hacer.


—No hagas nada por horas. Cobra por trabajo y comprueba primero el tamaño de la casa y cómo vive allí la gente antes de poner precio. Algunas personas viven como cerdos. Haz una lista de los utensilios y los productos que necesitas. No tienes que comprarlos tú misma. De ese modo no tienes que ir cargada y no tienes que llevar a la casa algo que luego no te vayas a llevar. Algunas personas ponen muchas pegas a lo que te llevas.


Mientras Julieta le hacía un listado con lo que necesitaba, Paula pensó que todo aquello parecía muy complicado.


—Siempre limpia un piso primero. De ese modo no te quedas agotada, subiendo y bajando escaleras un millón de veces. ¡Eh! No estarás cansada ya, ¿verdad? Solo estamos hablando.


—Lo sé… es que hoy ha sido un día bastante difícil —respondió Paula, pensando que no estaba acostumbrada al trabajo físico.


—Olvídate de hoy. Si lo haces bien, no tiene nada de difícil. Se me ocurre una cosa… Iré contigo un par de veces y te enseñaré lo que hay que hacer. Si limpias las casas de la misma zona en el mismo día de la semana, no te pasas el tiempo conduciendo y puedes hacer dos, tal vez incluso tres casas al día.


¡Y así lo estaba haciendo! Estaba limpiando dos casas al día, lo que la mantenía ocupada, pero no conseguía cubrir sus gastos. Tal vez si se mudara de su apartamento…


¡No! Aquello era solo temporal. Cuando tuviera un trabajo de verdad… Sin embargo, dos meses le parecían como diez años y lo peor era que no tenía indicios de tener un trabajo de verdad.


Paula estaba empezando a preocuparse.



CONVIVENCIA: CAPITULO 8




«Ahora sí que estoy en contacto», pensó Pedro cuando se sentó en un avión, seis días después, para volver a California. Le acompañaban una niña de seis años, que iba aferrada a un osito casi tan grande como ella, y un niño de cuatro, que se estaba tomando una barra de caramelo que le había dejado los dedos muy pegajosos.


Menudos trastos para un soltero acostumbrado a viajar solo.


—¡No! —Exclamó el niño, tirando del cinturón de seguridad—. ¡No quiero que me pongas esto!


—Es solo hasta que despeguemos —dijo Pedro, intentando desesperadamente atar el cinturón al niño, a la niña y al osito.


—Tienes que hacerlo, Octavio —le ordenó la niña—. Es lo mismo que lo que mamá nos ponía en el coche.


—¡Quiero a mi mamá!


—Mamá está en el cielo —dijo la niña, repitiéndole igual que antes que su madre no iba regresar.


Cada vez que decía aquellas palabras, Pedro sentía que se le rompía el corazón. Los enormes ojos azules de la niña se ponían tristes y solemnes. No era la niña alegre que había sido dos años atrás.


—Su verdadero nombre es Carolina, pero la llamamos Sol porque es nuestro… mi —había corregido Kathy, al recordar que Octavio había muerto—… mi pequeño rayo de sol.


Sol. Así había sido, una niña feliz y sonriente con ojos brillantes y rizos dorados. Entonces era demasiado pequeña para darse cuenta de que su padre había muerto.


Las cosas habían cambiado. Sabía perfectamente que su madre también había desaparecido de su vida. No había sonreído ni una sola vez. Sin embargo, Pedro no podía evitar sentir admiración por la pequeña, dándole ánimos a su hermano mientras se aferraba a su osito para consolarse a sí misma.


Sentía una enorme pena por los dos niños. 


«¡Qué derecho tengo yo a quejarme!», pensó Pedro, intentando que el niño no le tocara la ropa con las pegajosas manos. Por fin, con la ayuda de la azafata, consiguió que se sentaran al lado de la ventana. Mientras contemplaban cómo despegaba el avión, Pedro confió en que aquello sirviera para que se durmieran. 


Cuando el avión estuviera en el aire, podría ir a lavarse y ponerse a leer su periódico… 


Entonces, se dio cuenta de que tenía mucho más entre manos que manchas de caramelo.


Había estado en lo cierto respecto a Kathy Bird. 


Lo había preparado todo cuidadosamente. Sin embargo, Pedro no pudo entenderlo del todo cuando el señor Canson, el abogado, le informó que Kathy le había nombrado tutor de los niños y le había dejado a él todo lo que le pertenecía, como fideicomiso para sus hijos.


—¿Yo? —había preguntado él—. Ni siquiera soy pariente —añadió. Entonces el abogado le recordó que Kathy no tenía parientes—. Pero nunca me dijo nada. Seguro que había alguien más.


—No —le había asegurado Canson—. Solo usted.


Pedro lo miró fijamente. Efectivamente podía administrar los bienes e incluso darles fondos si era necesario. Se encargaría de que nunca les faltara de nada.


—Pero los niños —dijo Pedro, algo consternado—, no me los puedo llevar. Soy soltero. Ni tengo esposa ni si quiera un hogar. Vivo en un hotel.


—Bueno, como tutor de los niños, su única responsabilidad es que reciban los cuidados adecuados. Tal vez tenga un pariente que esté dispuesto a…


—No —replicó Pedro, pensando en su padre, en un pequeño apartamento. O en su tía, de crucero en alguna parte. Aquello era una locura. 


Una persona no podía dejarle en herencia sus hijos a otra.


—Entiendo que esto le coloca en una situación algo incómoda —añadió el abogado—, pero creo que podremos organizar algo. Hay una agencia disponible aquí que proporciona ayuda en este tipo de situaciones y podremos preparar una acogida temporal.


—Tal vez eso sea lo más adecuado. Ella nunca me había mencionado nada —confesó Pedro.


—Tal vez en la carta —sugirió Canson, señalando los documentos que le había entregado.


—Oh.


Pedro se había quedado tan perplejo que ni siquiera había mirado los papeles. Entonces abrió la carta. Después de leerla, había decidido que no habría razón alguna por la que dejaría a los niños en una agencia, aunque fuera de un modo temporal.


Los miró a los dos, dormidos. La luz que obligaba a abrochar los cinturones se había apagado. Fue al cuarto de baño, se lavó las manos y echó un poco de agua fría por la cara. 


Entonces, regresó a su asiento y volvió a sacar la carta.


Querido Pedro:
Espero que nunca tengas que leer esta carta. Tal vez así será. Solo tengo veinticinco años y me encuentro con buena salud. Sin embargo, Octavio solo tenía veintiséis cuando nos dejó y tengo miedo. ¿Qué les ocurriría a Octavio y a Sol si yo no estuviera aquí?
Si algo me ocurriera, y rezo con todo mi corazón para que eso no ocurra, esa sería la razón por la que estarías leyendo esta carta.
¿Por qué tú? Porque eres la única persona en la que confío y porque el tuyo fue el único hogar feliz que conocí. Solo fue una pequeña parte, lo sé, pero no te puedes imaginar lo mucho que atesoro cada minuto que pasé en tu casa, lo mucho que nos reíamos bajo aquel roble o en la piscina, incluso cuando ayudábamos a tu madre a preparar bocadillos o a limpiar la cocina. ¿Te acuerdas de cómo preparábamos helados en aquel viejo congelador y que todo el mundo quería el batidor? Tu madre siempre sonreía afectuosamente. Solía imaginarme que aquella era mi casa y que no volvería al orfanato, donde solo era una más de muchos niños olvidados.
Para serte sincera, aquel albergue fue el mejor lugar en el que he vivido. Todas las casas de acogida eran horribles y ni siquiera quiero pensar en la Dirección Juvenil. No sabías que yo también estuve allí, ¿verdad? Allí los niños no hacen más que dar vueltas. No quiero que eso les pase a mis hijos.
Pedro, prométeme que eso no les pasará. Sé que todavía no estás casado y que tal vez no quieras quedártelos. Si es así, por favor, encuentra a alguien, a alguien que los quiera realmente y que los cuide y que les dé el tipo de casa que tú tenías. Por favor por el amor de Dios, no les dejes convertirse en una pieza más del sistema como fui yo. Por favor Pedro. Hazme este favor.
Una vez más, espero que nunca leas esta carta, pero por si acaso… Gracias por compartir tu hogar conmigo y gracias por encontrar esa casa para Sol y Octavio. Te lo agradezco mucho.
Kathy.






CONVIVENCIA: CAPITULO 7





A las cuatro de aquella tarde, estaba sentado en un avión en dirección a Columbus, Ohio, todavía intentando comprender lo que había sucedido, intentando superarlo. Kathy Bird muerta. Solo tenía… Veintiséis años. Era de la misma edad que Pete cuando murió, dos años atrás.


Octavio y Kathy Bird. Los dos muertos…


Pedro miró las nubes. Se sentía algo aturdido.


—Todos sus asuntos quedan en sus manos. Me ha llevado algo de tiempo encontrarlo —le había dicho el abogado.


—Sí…


Se había mudado dos veces en los dos últimos años desde la última vez que la había visto. A pesar de la pena, se sentía algo molesto. ¿Por qué él? Y, además, en aquellos momentos tan cruciales, cuando estaba a punto de empezar con el nuevo desarrollo.


—Lo siento —le había dicho—. No puedo marcharme de San Francisco en estos momentos.


—Señor Alfonso, es necesario que venga inmediatamente por los niños.


Aquello le había hecho pararse a pensar. Pobres pequeños… Seguramente ni siquiera habían empezado a andar.


—¿Se encuentran bien? —había preguntado muy ansiosamente—. ¿Quién está cuidando de ellos?


—Una amiga. Llevan con ella toda la semana.


Pedro se sintió aliviado. Efectivamente Kathy se había ocupado de lo que les pasaría a sus hijos en caso de muerte. Era una mujer muy práctica.


Probablemente aquel era su papel. 


Seguramente tendría que encargarse de que todo se llevara a cabo según sus deseos. No había sido una mujer a la que le gustara dejar cabos sueltos. Todos se habían sorprendido ante cómo había reaccionado ante la muerte de Octavio. Pedro había acudido porque ella le había llamado. Aunque se había visto rodeado de amigos y vecinos, se había aferrado a él.


—Tú eres mi familia —le había dicho.


Pedro se había sentido muy emocionado por esas palabras, a pesar de que no había relación de parentesco entre ellos. Ella había sido solo una de las de la pandilla con la que salía durante los años de su juventud en Dayton, Ohio. 


Aquella había sido su casa. Su madre había sido aquel tipo de mujer. Había sido una persona tan cariñosa, divertida… Nunca le había importado el ruido que hacían con la mesa de ping-pong ni cuando jugaban al baloncesto ni se remojaban en la piscina. Los chicos del albergue juvenil que había cerca, Kathy y Octavio entre ellos, habían sido visitas frecuentes en su casa. Con Octavio había tenido una amistad bastante íntima. Kathy, que había sido la novia de siempre de el, siempre había andado con ellos. Los dos siempre habían salido con él y con Gloria, o quien fuera la chica con la que él estuviera.


Después del instituto, se habían ido por caminos se parados. Pedro había ido a Harvard y habrían perdido completamente el contacto si no hubiera sido por la madre de Pedro, que era miembro de la Asociación del Albergue Juvenil y le mantenía constantemente informado.


—Octavio está trabajando de camarero y estudiando para ser secretario del juzgado y Kathy está trabajando en el banco.


Cuando se casaron, Pedro había sido el padrino y después el padrino de su primer hijo. Entonces, la madre de Pedro murió.


Durante un momento, Pedro regresó mentalmente a aquella pesadilla. Había tenido un ataque al corazón y había vuelto a casa. Demasiado tarde… Trató de sacudirse el sentimiento de pérdida que se apoderaba de él siempre que pensaba en su madre.


Octavio y Kathy se habían mudado a Columbus y había perdido el contacto con ellos hasta la muerte de Octavio. Kathy lo había llamado. 


Cuando había acudido, se había encontrado con Kathy, destrozada e intentando salir adelante, con un bebé en brazos y una niña de tres años. 


A pesar de la pena, no se había quedado en mala situación económica. Además, durante la enfermedad de Octavio, ella había empezado a transcribir para otros secretarios de juzgado y así se había asegurado unos ingresos. Pedro solo había hecho todo lo posible por consolarla y ayudarla con los detalles legales de la muerte. Luego le había prometido mantenerse en contacto y le había pedido que llamara siempre que lo necesitara.


—¿Algo de beber, señor? —le preguntó la azafata.


—Un whisky con soda, por favor —respondió él, reclinándose en el asiento para tomarse un sorbo cuando se lo hubo servido. La culpa se había apoderado de él. No se había mantenido en contacto como había prometido.


Solo había llamado muy de vez en cuando, había mandado regalos para los niños por Navidad y por su cumpleaños, pero nunca había regresado. Solo había ido a visitar a su padre, que había seguido trabajando en su farmacia en Dayton.


Dayton… No estaba tan lejos de Columbus. 


Pero, a pesar de todo, no había mantenido el contacto.



lunes, 16 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 6





Más tarde aquella mañana, Pedro observó a Sam Fraser, que estaba sentado al otro lado de su escritorio. En los dos meses que llevaba allí, se había convertido en su más estrecho colaborador.


—De acuerdo, Sam, prepárate. Vamos a hacer algunos cambios.


—¿Qué clase de cambios?


—Diversificación. Supongo que ya te lo esperabas.


—Supongo que sí. Eso significa cambiar a la gente de puesto, ¿no?


—Sí. Cada operación tiene su propia especialidad. Esa es la política de Lawson. Producción en Denver, investigación y desarrollo en…


—¿Cuál es nuestro papel? —preguntó Sam.


—No te preocupes. No te vamos a trasladar. Estamos considerando convertir esto en nuestra base para la comercialización. La costa este, Asia y Oriente Medio. Tú eres mi hombre número uno. Sin embargo, tendrás que viajar un poco. ¿Te plantea eso algún problema?


—No, no tan grande como tener que trasladar a Sandy y a los niños. Tim, el mayor, está en el instituto de Cove, baloncesto y todas esas cosas y sacarle de allí ahora… Bueno, ya sabes. Entonces, ¿cuál es el procedimiento?


—Cambios de puesto. Eso es lo primero, Si… —dijo Pedro, interrumpiéndose cuando sonó el teléfono—. ¿Sí?


—Un tal señor Canson, señor, abogado de Columbus, Ohio. Dice que es urgente.


—Pásemelo —replicó Pedro, preguntándose quién sería. ¿Canson? Además, tampoco conocía a nadie en Columbus, pero…—.Pedro Alfonso.


Entonces, el hombre de al otro lado del teléfono le explicó, tratando de amortiguar el golpe, una triste noticia. Kathy Bird había muerto. De repente. De un ataque al corazón.


—Lo siento —dijo Pedro—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?


De nuevo, el abogado le dio una explicación, mucho más larga aquella vez. Pedro escuchó, quedándose atónito.


—Por supuesto —contestó por fin—. Lo entiendo, Estaré allí en cuanto pueda.


CONVIVENCIA: CAPITULO 5





No la había vuelto a ver en los dos meses que llevaba en CTI. Aquello resultaba extraño. Se había bajado del ascensor en el mismo piso que él. Debía de trabajar para la misma empresa.


No necesariamente. Había pasado por todos los despachos, había conocido a las personas importantes y se había fijado muy bien en todas las mujeres. Pero no la había vuelto a ver.


Probablemente tampoco la hubiera reconocido. 


Había tenido la cara oculta sobre su hombro la mayor parte del tiempo. Si supiera su nombre, preguntaría… No, no lo haría. Aquello era demasiado absurdo.


Entonces, ¿por qué no dejaba de pensar en ella? Incluso en sueños… aquella masa de cabello negro, la suave esencia del perfume, aquella suave rendición…


De repente, un sonido estridente le sacó de sus pensamientos. Era el despertador. Estiró una mano para apagarlo, pero el sonido continuó. El teléfono.


—¡Pedro cariño! ¿Te he despertado?


—¡Y qué agradable despertar! —consiguió decir él—. ¿Cómo estás, Catalina?


—Te echo de menos. Y estoy preocupada por ti. Veo que todavía sigues en el hotel.


—Eso me temo.


—Pobrecito. Tendremos que hacer algo al respecto.


—¿Tendremos? Estoy bien —replicó él, pensando que todavía no habían alcanzado el nivel en el que se les pudiera considerar a ambos como «nosotros».


Se había sentido muy halagado cuando Catalina Smith-Lawson se había fijado en él. Divorciada recientemente, había regresado a la mansión de su padre, con su nombre de soltera y haciendo su papel de huésped de lujo en la vida social de Nueva York. Era la niña mimada de su papá y también era muy hermosa, llena de estilo, estimulante y… demasiado perfecta.


Pedro, ¿me estás escuchando?


—Claro. Estaba intentando decirte que no estaré aquí lo suficiente como para necesitar un apartamento.


—Ya sabía yo que me necesitarías. Le prometí a papá que te ayudaría a encontrar una casa adecuada, a conocer a la gente que debes, a darte pie para que puedas abrirte camino.


Aquello le escoció. Como su rápido ascenso en Lawson Enterprises, aquello no se debía a su olfato para los negocios, sino a su relación con la hija de Lawson.


—Creo que ya lo estoy consiguiendo yo solo.


—Lo sé. Como siempre, probablemente estás trabajando demasiado en ese pequeño despacho y en esa pequeña habitación de hotel. No te preocupes, yo te sacaré de los dos.


—Escucha, Catalina, estoy bien… Yo…


—Pero no enseguida —añadió ella, sin prestar atención a lo que él le había respondido—. Page Anderson quiere que le ayude con el baile.


—¿Si? —preguntó él, dándole las gracias a Page Anderson.


—¿Te las puedes arreglar sin mí durante las próximas seis semanas?


—Lo intentaré —replicó él, tratando de no sonar aliviado—. Lo intentaré.





CONVIVENCIA: CAPITULO 4




Tres semanas después, ya no pensaba lo mismo cuando se sentó frente al señor Brown, de Safe Securities, la última empresa que tenía en la lista.


—Su currículum es excelente, señorita Chaves y me gustaría mucho que formara parte de nuestro equipo, pero… Como ya le he dicho, en este momento, estamos recortando, no contratando.


Lo mismo que le habían dicho en el resto de las entrevistas. ¿Por qué estaba todo el mundo reduciendo el tamaño de las empresas en vez de ampliarlas?


—No puedo prometerle nada, pero, dentro de unos meses, estaremos en una posición muy diferente —añadió.


Estaba intentando deshacerse de ella sin hacerle sufrir demasiado. Paula lo entendió y le ayudó a hacerlo.


—Lo entiendo, señor Brown. Gracias por tomarse el tiempo de explicarme la situación.


Con eso, Paula salió del despacho al pasillo. 


Estaba completamente vacío. ¿Es que no iba a bajar nadie? Probablemente no. Quedaba mucho hasta la hora de comer y mucho más para la de salir.


¡Por el amor de Dios! ¡Claro que podía meterse en un ascensor ella sola!


Decidida, se dirigió a las puertas, pero al llegar allí, dudó. Extendió una mano para apretar el botón, pero no pudo hacerlo. Se sentiría como una estúpida si alguien la veía allí, sin subir ni bajar. ¡Aquella paranoia sobre los ascensores no solo era una tontería sino que también resultaba un inconveniente!


¿No decían que no hay dos sin tres? La primera vez en su antiguo apartamento, tres semanas atrás en el banco…


Bueno, solo eran cinco pisos. Los elegantes zapatos de tacón que llevaba puestos no tenían mucho tacón y tenía tiempo de sobra. Encontró la escalera y empezó a bajar. El ejercicio le sentaría bien a sus piernas.


Mientras fue bajando, tuvo mucho tiempo de pensar. Consultaría los anuncios con más cuidado, aunque no parecía haber nada que le conviniera.


¿Y qué era lo que le convenía? ¡Los negocios, por supuesto! Tenía un máster para demostrarlo. 


Preparación, experiencia…


Sin embargo, ¿de qué servía todo esto si no había ofertas? Tal vez debería apuntarse a alguna agencia de empleo, a alguno de los seminarios que organizaban para encontrar trabajo. Tenía que hacer algo o, muy pronto, tendría que apuntarse para recibir el subsidio de desempleo. No lo había hecho todavía porque había pensado que encontraría algo enseguida.


Por fin llegó al primer piso y extendió una mano para abrir la puerta. No se movió. Paula lo intentó una vez más, pero no se abrió. Era la seguridad que se solía implantar en los primeros pisos. No se dejaba entrar a menos que tuvieras algo que hacer allí.


Menuda tontería. Los ascensores daban acceso a todo el mundo. Bueno, tarde o temprano alguien tendría que acercarse a aquella escalera. Golpearía la puerta hasta que alguien la oyera.


Diez minutos más tarde, una mujer vestida muy elegantemente le abrió la puerta.


—¿Qué estaba haciendo ahí?


—Se me ocurrió bajar andando para hacer ejercicio —dijo Paula, colocándose el pelo—. Ha sido un error. No sabía que cerraran esta puerta.


—En algunos edificios lo hacen. Creo que es por seguridad.


—Menuda seguridad. Bueno, gracias por dejarme salir. Podría haber estado ahí todo el día —replicó ella, sonriendo, para luego alejarse con la cabeza muy alta.


Cuando llegó a su apartamento, oyó el aspirador. Era Julieta. La señora que iba a limpiar todas las semanas. Aquel había sido uno de los excesos que le había permitido su enorme sueldo. Se había sentido tan importante.


Ya no tendría que fregar suelos, ni cambiar la ropa de la cama… Lo único que tenía que hacer era regar las plantas y poner flores cuando iban sus amigos a cenar o cuando tenía una cita.


Bueno, ya no volvería a tener una fiesta en mucho tiempo. La mayoría de sus amigos eran del trabajo. Christian, el chico con el que había estado saliendo, se había marchado a un puesto en Seattle tres meses atrás. Tal vez se había dado cuenta de lo que iba a pasar en la empresa.


A partir de entonces, Paula tendría que encargarse de hacer la limpieza. No se lo había dicho todavía a Julieta porque había estado completamente segura de que en contraría otro trabajo. Sin embargo…


—Ven a tomar una taza de café conmigo, Julieta —le dijo, cuando la mujer hubo terminado sus tareas—. Me temo que tengo malas noticias que darte.


—Gracias. Me viene muy bien tomarme un café. Además, así les quito a mis pies el peso que soportan durante un rato —replicó Julieta, que era bastante voluminosa, mientras se sentaba en una silla de la cocina—. ¿Malas noticias? No me gusta cómo suena eso.


—A mí tampoco —afirmó Paula, mientras servía el café—. No me gusta tener que decirte esto, pero ya no me puedo permitir tus servicios.


—¿Cómo? Lo siento. Me gusta trabajar aquí. Usted no es tan desordenada como la mayoría.


No preguntó por qué, pero Paula se lo explicó de todos modos. Julieta se mostró compasiva.


—Es una pena. Dios mío, no sé lo que pasa hoy en día. El señor Taylor, en el cuarto piso, me despidió el mes pasado. Perdió su trabajo y tuvo que ponerse a trabajar en Lodi. Me dijo que le pagaban mucho menos. Los tiempos se están poniendo difíciles.


—Sí —respondió Paula, pensando que, tal vez, ella también tendría que mudarse a otra ciudad, dejar su hermoso apartamento—. ¿Te parece bien que solo te dé dos semanas de aviso? O preferirías que te diera una compensación económica?


—No, no. Usted ya tiene suficientes problemas. No se preocupe por mí.


—¿Estás segura? —preguntó Paula, aliviada.


—Claro que sí. Sé cómo se pasa cuando uno pierde un trabajo y, para serle sincera, tengo más de lo que necesito. La semana pasada rechacé tres trabajos.


—¿De verdad? ¿Entonces no hay problemas para encontrar trabajo en el sector de la limpieza?


—Ni que lo diga. Además, te pones tú misma el ritmo, eliges lo que te interesa, eres tu propio jefe, tú te pones las tarifas. Al señor Jenkins le cobraba el doble porque su casa estaba siempre como una pocilga. Y si se trabaja en la zona de Heights o en The Cove, se puede cobrar una fortuna.


—¿De verdad?


—Sí. El problema es que hay que ir en coche y se cansa una mucho subiendo las escaleras.


—¿Escaleras?


—Sí, ya sabe. Todas esas casas tan antiguas de por allí no tienen más que escaleras al segundo piso. No, yo no podría soportarlo, aunque en una casa de esas te paguen más que en tres apartamentos. La señora Smith me llamó ayer para intentar que volviera con ella. Le dije que ni hablar.


Paula la miró, muy interesada. Una se pone su propio ritmo. Sus propios precios. Una fortuna en Heights. Escaleras… ¡No había ascensores!


Cualquiera sabía limpiar una casa. Hizo cálculos. ¿Se podría poner sus propios precios? ¿Una fortuna? Solo temporalmente, mientras seguía buscando…


—Julieta —dijo Paula—. ¿Me podrías dar una referencia?