lunes, 16 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 6





Más tarde aquella mañana, Pedro observó a Sam Fraser, que estaba sentado al otro lado de su escritorio. En los dos meses que llevaba allí, se había convertido en su más estrecho colaborador.


—De acuerdo, Sam, prepárate. Vamos a hacer algunos cambios.


—¿Qué clase de cambios?


—Diversificación. Supongo que ya te lo esperabas.


—Supongo que sí. Eso significa cambiar a la gente de puesto, ¿no?


—Sí. Cada operación tiene su propia especialidad. Esa es la política de Lawson. Producción en Denver, investigación y desarrollo en…


—¿Cuál es nuestro papel? —preguntó Sam.


—No te preocupes. No te vamos a trasladar. Estamos considerando convertir esto en nuestra base para la comercialización. La costa este, Asia y Oriente Medio. Tú eres mi hombre número uno. Sin embargo, tendrás que viajar un poco. ¿Te plantea eso algún problema?


—No, no tan grande como tener que trasladar a Sandy y a los niños. Tim, el mayor, está en el instituto de Cove, baloncesto y todas esas cosas y sacarle de allí ahora… Bueno, ya sabes. Entonces, ¿cuál es el procedimiento?


—Cambios de puesto. Eso es lo primero, Si… —dijo Pedro, interrumpiéndose cuando sonó el teléfono—. ¿Sí?


—Un tal señor Canson, señor, abogado de Columbus, Ohio. Dice que es urgente.


—Pásemelo —replicó Pedro, preguntándose quién sería. ¿Canson? Además, tampoco conocía a nadie en Columbus, pero…—.Pedro Alfonso.


Entonces, el hombre de al otro lado del teléfono le explicó, tratando de amortiguar el golpe, una triste noticia. Kathy Bird había muerto. De repente. De un ataque al corazón.


—Lo siento —dijo Pedro—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?


De nuevo, el abogado le dio una explicación, mucho más larga aquella vez. Pedro escuchó, quedándose atónito.


—Por supuesto —contestó por fin—. Lo entiendo, Estaré allí en cuanto pueda.


CONVIVENCIA: CAPITULO 5





No la había vuelto a ver en los dos meses que llevaba en CTI. Aquello resultaba extraño. Se había bajado del ascensor en el mismo piso que él. Debía de trabajar para la misma empresa.


No necesariamente. Había pasado por todos los despachos, había conocido a las personas importantes y se había fijado muy bien en todas las mujeres. Pero no la había vuelto a ver.


Probablemente tampoco la hubiera reconocido. 


Había tenido la cara oculta sobre su hombro la mayor parte del tiempo. Si supiera su nombre, preguntaría… No, no lo haría. Aquello era demasiado absurdo.


Entonces, ¿por qué no dejaba de pensar en ella? Incluso en sueños… aquella masa de cabello negro, la suave esencia del perfume, aquella suave rendición…


De repente, un sonido estridente le sacó de sus pensamientos. Era el despertador. Estiró una mano para apagarlo, pero el sonido continuó. El teléfono.


—¡Pedro cariño! ¿Te he despertado?


—¡Y qué agradable despertar! —consiguió decir él—. ¿Cómo estás, Catalina?


—Te echo de menos. Y estoy preocupada por ti. Veo que todavía sigues en el hotel.


—Eso me temo.


—Pobrecito. Tendremos que hacer algo al respecto.


—¿Tendremos? Estoy bien —replicó él, pensando que todavía no habían alcanzado el nivel en el que se les pudiera considerar a ambos como «nosotros».


Se había sentido muy halagado cuando Catalina Smith-Lawson se había fijado en él. Divorciada recientemente, había regresado a la mansión de su padre, con su nombre de soltera y haciendo su papel de huésped de lujo en la vida social de Nueva York. Era la niña mimada de su papá y también era muy hermosa, llena de estilo, estimulante y… demasiado perfecta.


Pedro, ¿me estás escuchando?


—Claro. Estaba intentando decirte que no estaré aquí lo suficiente como para necesitar un apartamento.


—Ya sabía yo que me necesitarías. Le prometí a papá que te ayudaría a encontrar una casa adecuada, a conocer a la gente que debes, a darte pie para que puedas abrirte camino.


Aquello le escoció. Como su rápido ascenso en Lawson Enterprises, aquello no se debía a su olfato para los negocios, sino a su relación con la hija de Lawson.


—Creo que ya lo estoy consiguiendo yo solo.


—Lo sé. Como siempre, probablemente estás trabajando demasiado en ese pequeño despacho y en esa pequeña habitación de hotel. No te preocupes, yo te sacaré de los dos.


—Escucha, Catalina, estoy bien… Yo…


—Pero no enseguida —añadió ella, sin prestar atención a lo que él le había respondido—. Page Anderson quiere que le ayude con el baile.


—¿Si? —preguntó él, dándole las gracias a Page Anderson.


—¿Te las puedes arreglar sin mí durante las próximas seis semanas?


—Lo intentaré —replicó él, tratando de no sonar aliviado—. Lo intentaré.





CONVIVENCIA: CAPITULO 4




Tres semanas después, ya no pensaba lo mismo cuando se sentó frente al señor Brown, de Safe Securities, la última empresa que tenía en la lista.


—Su currículum es excelente, señorita Chaves y me gustaría mucho que formara parte de nuestro equipo, pero… Como ya le he dicho, en este momento, estamos recortando, no contratando.


Lo mismo que le habían dicho en el resto de las entrevistas. ¿Por qué estaba todo el mundo reduciendo el tamaño de las empresas en vez de ampliarlas?


—No puedo prometerle nada, pero, dentro de unos meses, estaremos en una posición muy diferente —añadió.


Estaba intentando deshacerse de ella sin hacerle sufrir demasiado. Paula lo entendió y le ayudó a hacerlo.


—Lo entiendo, señor Brown. Gracias por tomarse el tiempo de explicarme la situación.


Con eso, Paula salió del despacho al pasillo. 


Estaba completamente vacío. ¿Es que no iba a bajar nadie? Probablemente no. Quedaba mucho hasta la hora de comer y mucho más para la de salir.


¡Por el amor de Dios! ¡Claro que podía meterse en un ascensor ella sola!


Decidida, se dirigió a las puertas, pero al llegar allí, dudó. Extendió una mano para apretar el botón, pero no pudo hacerlo. Se sentiría como una estúpida si alguien la veía allí, sin subir ni bajar. ¡Aquella paranoia sobre los ascensores no solo era una tontería sino que también resultaba un inconveniente!


¿No decían que no hay dos sin tres? La primera vez en su antiguo apartamento, tres semanas atrás en el banco…


Bueno, solo eran cinco pisos. Los elegantes zapatos de tacón que llevaba puestos no tenían mucho tacón y tenía tiempo de sobra. Encontró la escalera y empezó a bajar. El ejercicio le sentaría bien a sus piernas.


Mientras fue bajando, tuvo mucho tiempo de pensar. Consultaría los anuncios con más cuidado, aunque no parecía haber nada que le conviniera.


¿Y qué era lo que le convenía? ¡Los negocios, por supuesto! Tenía un máster para demostrarlo. 


Preparación, experiencia…


Sin embargo, ¿de qué servía todo esto si no había ofertas? Tal vez debería apuntarse a alguna agencia de empleo, a alguno de los seminarios que organizaban para encontrar trabajo. Tenía que hacer algo o, muy pronto, tendría que apuntarse para recibir el subsidio de desempleo. No lo había hecho todavía porque había pensado que encontraría algo enseguida.


Por fin llegó al primer piso y extendió una mano para abrir la puerta. No se movió. Paula lo intentó una vez más, pero no se abrió. Era la seguridad que se solía implantar en los primeros pisos. No se dejaba entrar a menos que tuvieras algo que hacer allí.


Menuda tontería. Los ascensores daban acceso a todo el mundo. Bueno, tarde o temprano alguien tendría que acercarse a aquella escalera. Golpearía la puerta hasta que alguien la oyera.


Diez minutos más tarde, una mujer vestida muy elegantemente le abrió la puerta.


—¿Qué estaba haciendo ahí?


—Se me ocurrió bajar andando para hacer ejercicio —dijo Paula, colocándose el pelo—. Ha sido un error. No sabía que cerraran esta puerta.


—En algunos edificios lo hacen. Creo que es por seguridad.


—Menuda seguridad. Bueno, gracias por dejarme salir. Podría haber estado ahí todo el día —replicó ella, sonriendo, para luego alejarse con la cabeza muy alta.


Cuando llegó a su apartamento, oyó el aspirador. Era Julieta. La señora que iba a limpiar todas las semanas. Aquel había sido uno de los excesos que le había permitido su enorme sueldo. Se había sentido tan importante.


Ya no tendría que fregar suelos, ni cambiar la ropa de la cama… Lo único que tenía que hacer era regar las plantas y poner flores cuando iban sus amigos a cenar o cuando tenía una cita.


Bueno, ya no volvería a tener una fiesta en mucho tiempo. La mayoría de sus amigos eran del trabajo. Christian, el chico con el que había estado saliendo, se había marchado a un puesto en Seattle tres meses atrás. Tal vez se había dado cuenta de lo que iba a pasar en la empresa.


A partir de entonces, Paula tendría que encargarse de hacer la limpieza. No se lo había dicho todavía a Julieta porque había estado completamente segura de que en contraría otro trabajo. Sin embargo…


—Ven a tomar una taza de café conmigo, Julieta —le dijo, cuando la mujer hubo terminado sus tareas—. Me temo que tengo malas noticias que darte.


—Gracias. Me viene muy bien tomarme un café. Además, así les quito a mis pies el peso que soportan durante un rato —replicó Julieta, que era bastante voluminosa, mientras se sentaba en una silla de la cocina—. ¿Malas noticias? No me gusta cómo suena eso.


—A mí tampoco —afirmó Paula, mientras servía el café—. No me gusta tener que decirte esto, pero ya no me puedo permitir tus servicios.


—¿Cómo? Lo siento. Me gusta trabajar aquí. Usted no es tan desordenada como la mayoría.


No preguntó por qué, pero Paula se lo explicó de todos modos. Julieta se mostró compasiva.


—Es una pena. Dios mío, no sé lo que pasa hoy en día. El señor Taylor, en el cuarto piso, me despidió el mes pasado. Perdió su trabajo y tuvo que ponerse a trabajar en Lodi. Me dijo que le pagaban mucho menos. Los tiempos se están poniendo difíciles.


—Sí —respondió Paula, pensando que, tal vez, ella también tendría que mudarse a otra ciudad, dejar su hermoso apartamento—. ¿Te parece bien que solo te dé dos semanas de aviso? O preferirías que te diera una compensación económica?


—No, no. Usted ya tiene suficientes problemas. No se preocupe por mí.


—¿Estás segura? —preguntó Paula, aliviada.


—Claro que sí. Sé cómo se pasa cuando uno pierde un trabajo y, para serle sincera, tengo más de lo que necesito. La semana pasada rechacé tres trabajos.


—¿De verdad? ¿Entonces no hay problemas para encontrar trabajo en el sector de la limpieza?


—Ni que lo diga. Además, te pones tú misma el ritmo, eliges lo que te interesa, eres tu propio jefe, tú te pones las tarifas. Al señor Jenkins le cobraba el doble porque su casa estaba siempre como una pocilga. Y si se trabaja en la zona de Heights o en The Cove, se puede cobrar una fortuna.


—¿De verdad?


—Sí. El problema es que hay que ir en coche y se cansa una mucho subiendo las escaleras.


—¿Escaleras?


—Sí, ya sabe. Todas esas casas tan antiguas de por allí no tienen más que escaleras al segundo piso. No, yo no podría soportarlo, aunque en una casa de esas te paguen más que en tres apartamentos. La señora Smith me llamó ayer para intentar que volviera con ella. Le dije que ni hablar.


Paula la miró, muy interesada. Una se pone su propio ritmo. Sus propios precios. Una fortuna en Heights. Escaleras… ¡No había ascensores!


Cualquiera sabía limpiar una casa. Hizo cálculos. ¿Se podría poner sus propios precios? ¿Una fortuna? Solo temporalmente, mientras seguía buscando…


—Julieta —dijo Paula—. ¿Me podrías dar una referencia?





domingo, 15 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 3




—Que te quedaste atrapada en el ascensor? —preguntó Miguel.


—A mí no me hace gracia —replicó Paula, a pesar de que ella también se estaba riendo. Al menos, él no sabía que se había comportado como una idiota.


—Bueno, solo te has retrasado un poco —dijo él, abriendo la puerta de la sala de conferencias.


Paula se quedó boquiabierta. Al ver a todos sus compañeros, esperando para despedirse de ella, y la mesa llena de cosas para picar y de regalos, se le saltaron las lágrimas, pero consiguió controlarse.


—¿Qué es esto? ¿Es que vamos a celebrar que me han despedido?


—Claro —respondió Miguel, con una sonrisa—. Te lo advertí. ¡Exprime un poco más mis talentos creativos y te largas de aquí!


—También ha estado algo tacaño con los víveres. Muy lento —dijo Javier—. He tardado dos días en conseguir todo lo que necesitábamos.


Los demás se unieron también a la fiesta y todo resultó más fácil. No mucho más porque a Paula no le gustaba en absoluto marcharse… justo en medio de todo. En el mundo de la tecnología, todo cambiaba muy rápidamente y había que estar muy metido para estar al día. Y así era, porque Miguel estaba desarrollando…


—¡Basta ya, chicos! Venga, Paula —dijo Pame, que estaba diseñando un teclado especial que iba a tener un gran éxito—. Sírvete tú misma. ¿Quieres café?


Paula asintió y sonrió a la japonesa que había seleccionado solo unos pocos meses antes. Ella era una de las tres personas que había contratado después de convencer a la central de que si iban a intentar salir al mercado internacional, tendrían que ofrecer programas y teclados compatibles con todos los idiomas. 


Pero como ella se marchaba…


«¡Egoísta! ¿Te crees que eres el centro del mundo y que las ruedas del progreso se van a detener solo por que tú te marches? Todas estas personas son los técnicos y los científicos. ¡Tú solo eras un radio más en la rueda!», se dijo. 


«Aunque un radio muy importante», añadió, con amargura. «Yo me ocupé de limar los rasgos propios de todo este equipo para que encajaran, medié por entre ellos, luché por sus ideas, conseguí los apoyos…».


—Yo he traído champán —dijo Miguel.


—Y yo he preparado el pastel —comentó Linda.


—Gracias a los dos. Mi bebida favorita y mi pastel favorito —dijo Paula, forzándose para sonreír. No quería estropear la fiesta que ellos le habían preparado—. No os lo toméis todo, muchachos. Lo que quede pienso llevármelo a casa.


—¿Acumulando alimentos, eh?


—Claro, no se sabe el tiempo que va a pasar hasta que me den otro cheque —comentó Paula, riéndose. Estaba segura de que había otro trabajo esperándola en otra empresa. No estaba preocupada y el buen humor le duró un buen rato.


Al final del día, mientras se acercaba de nuevo al ascensor, sintió que el pánico se apoderaba de ella, como era habitual, pero más pronunciado por lo que le había pasado por la mañana. Sin embargo, el champán le dio algo de valor. Además, varios de sus antiguos compañeros bajaban con ella, así que, a pesar del temor, se montó con ellos.


Cerró los ojos, recordando, sintiendo la claustrofobia y el inminente temor de verse atrapada para siempre. La calidez y la tranquilidad que le había transmitido aquel desconocido, rodeándola con sus brazos, el placer que había sentido cuando sus labios tocaban los suyos… Deseó…


¡Aquello era imposible! ¡Se había comportado como una idiota! Sería mejor que no volviera a verlo en toda su vida.


Por fin llegaron al vestíbulo. Las puertas se abrieron y una fuerte sensación de alivio se adueñó de Paula cuando pudo salir del pequeño espacio del ascensor. «Estoy segura de que todo esto va a tener mejores consecuencias para mí», pensó. Seguramente su próximo despacho estaría en el primer piso.


Desde el edificio del banco, se dirigió a su apartamento, que estaba cerca del muelle. Le gustaba su apartamento. Un dormitorio solamente, pero el cuarto de baño era muy grande y tenía un vestidor, y un enorme salón, decorado con una mullida moqueta. Había escogido uno en el primer piso. Además, aparte de no utilizar el ascensor, podía ir más fácilmente al gimnasio comunitario, a la lavandería y a la piscina. Por eso, pensaba conservar aquel apartamento.


Si podía.


No resultaba nada barato. Aquello no le había preocupado en lo más mínimo cuando dejó su modesto trabajo en Sacramento para mudarse a San Francisco y aceptar el trabajo con CTI. El enorme salario era un regalo de Dios. No solo se podía permitir aquel apartamento si no que también podía ayudar a sus abuelos a retirarse a una residencia.


Cuando tenía cinco años, sus padres habían muerto en un accidente de coche. Paula había tenido que ir a vivir con sus abuelos. Su cariño le dio fuerzas, la protegió de la conmoción de aquella muerte… A ella de la pérdida de sus padres y a ellos de la de su única hija. Paula se había refugiado en el amor, las atenciones y las cosas que ellos le daban. No se le negaba nada. 


Había vivido en un mundo privilegiado. Colegios privados, clases de música y de baile, natación, esquí, vacaciones en Europa… Nunca había tenido que ocuparse de las tareas domésticas porque siempre habían tenido servicio. Su madre nunca había trabajado fuera de casa, pero se quedó con Paula para disfrutar de los clubes y las reuniones sociales. El abuelo solo era el director de un instituto, pero…


¡No era de extrañar que Paula se hubiera pensado que eran ricos! Descubrió que no era así cuando el abuelo se jubiló y decidió que deberían ingresar en una residencia en la que ya vivían muchos de sus amigos.


—Si nos lo podemos permitir… —le había dicho.


Por primera vez, Paula se había dado cuenta de su situación económica. Descubrió que su estilo de vida había estirado el suelo de su abuelo hasta el límite. Además, la casa había tenido que ser hipotecada para pagar los estudios de Paula en Stanford. Sin embargo, lo que obtuvieron con su venta y las pocas inversiones que tenían hizo posible que compraran un apartamento de dos habitaciones en la residencia.


Paula, que entonces estaba empezando su nuevo trabajo en San Francisco, se alegró de verlos instalados tan cómodamente. La tasa de mantenimiento mensual incluía tres comidas al día, servicios de limpieza y una gran variedad de entretenimiento social, además del cuidado constante.


El problema era que la pensión del abuelo apenas llegaba para cubrir el coste de todo aquello. Paula, sintiéndose más que rica con su nuevo sueldo, se la complementaba con una jugosa cantidad todos los meses. El abuelo había protestado, pero Paula insistió. Se alegraba de darles aquel dinero extra para poder pagarles de algún modo todo lo que ellos le habían dado a ella.


Pero en aquellos momentos…


Paula se sintió alarmada por primera vez. Había estado gastando más de la cuenta en el apartamento, en los muebles, ropas… Un año atrás… De repente, el dinero y el trabajo se habían desvanecido.


Aunque se deshiciera del apartamento, ¿qué haría con todos los muebles que todavía tenía sin pagar? Aquella era otra cuestión. Las facturas.


La ciudad se había despertado en aquellos momentos. La gente salía de los edificios y llenaba las aceras. El tráfico estaba completamente atascado. Sin embargo, Paula casi no se dio cuenta mientras intentaba evitar al resto de los peatones y seguir con su rápido paso, calculando mentalmente.


¿Cómo era aquel dicho? ¿De tal palo, tan astilla? Como sus abuelos, había estado estirando demasiado su sueldo. Nunca se había parado a pensar que tenía que ahorrar, y con el estilo de vida que llevaba, casi no había llegado de un mes a otro.


Solo le quedaba una paga más y la liquidación de un mes. De nuevo, volvió a recordarse que no tenía por qué preocuparse. Ya había presentado algunas solicitudes, detallando sus estudios, su experiencia y las excelentes referencias de Sam. Estaba muy bien preparada. Las posibilidades eran infinitas.


Al día siguiente, tenía una cita con la Corry Corporation y dos entrevistas la semana próxima. Todo parecía bastante prometedor. 


Solo sería cuestión de elegir.


Cuando se quitó la ropa y se fue a la piscina, se sentía mucho más segura de sí misma.




CONVIVENCIA: CAPITULO 2




Pedro Alfonso sonrió al apretar el botón. Subía en muchos sentidos. Tras llevar solo un año con Lawson, lo habían elegido para negociar la absorción de CTI, por lo que había recibido una gratificación más que considerable. Además, le habían nombrado jefe ejecutivo de la nueva división de San Francisco. Su trabajo allí era solo temporal, una oportunidad para estudiar las instalaciones y decidir los movimientos financieros más aconsejables. Sin embargo, la gratificación incluía un sustancial aumento de sueldo y la oportunidad de poder saborear, aunque fuera solo brevemente, la soleada California. Una oferta inmejorable.


En realidad, él mismo había sugerido aquel trabajo en California. Así podía darle un respiro diplomáticamente a la relación que mantenía con una dama muy persistente, que daba la casualidad de que era la hija del jefe.


En realidad no era un respiro muy largo. Seguía manteniendo su puesto en la central de Nueva York y estaría allí muy a menudo. Además, para hacerle justicia, le gustaba su relación con Catalina Lawson. Era hermosa y bien relacionada con las personas adecuadas, lo que la convertía en una persona muy valiosa en cualquier reunión social. 


¿Personalmente? 


Intentaba pensar más allá de las reuniones sociales y pensar en las cenas íntimas y el tiempo que pasaban a solas. Tal vez el hecho que fuera una Lawson era lo único que le producía reparos. A Pedro le gustaba pensar que su ascenso en la empresa se debía a sus capacidades… y no al hecho de que fuera el futuro yerno del jefe.


Cuando la puerta del ascensor se abrió, volvió a concentrarse en su trabajo. Aquella iba a ser la primera vez que iba a visitar aquella empresa, pero ya estaba inmerso en los planes de mejora y expansión. Lo primero que había que hacer era…


—Perdón —dijo él, algo sobresaltado. No estaba seguro de quién se había chocado con quién.


Los dos parecían haber entrado en el ascensor simultáneamente. Pedro no la miró y casi nos se dio cuenta de que ella no le había contestado.


«El hombre clave de la empresa es un tipo llamado Sam Fraser», pensó. Tal vez podría concertar un almuerzo con él. Hablar era mejor que mirar cuando se trataba de dar el tamaño adecuado a una empresa. Quería hacerse con el control desde el principio. No se preocuparía por un apartamento. El hotel resultaba muy conveniente y…


—¡Dios mío!


Aquel gritó reclamó su atención, sobresaltándole. Se volvió a mirar a la mujer que se había agachado de puro terror. El lamento se había ido convirtiendo poco a poco en sollozos incontrolables.


—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó él, inclinándose sobre ella.


—Estamos atrapados. Estamos atrapados. ¡Dios mío! Lo sabía, ¡sabía que iba a ocurrir esto! ¡Dios, Dios, Dios…! ¡Ay, Dios mío!


Aquella histeria le crispaba los nervios. Solo entonces se dio cuenta de que la mujer tenía razón. El ascensor se había detenido entre dos plantas. Estaba a punto de tocar la alarma cuando ella le bloqueó el paso.


—No debería haberme montado… Ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá no lo hubiera hecho.


Pedro pensaba lo mismo. Aquella mujer estaba perdiendo el control, por lo que intentó calmarla.


—No se preocupe. Llamaré a alguien —dijo él. 
Entonces, la zarandeó muy suavemente para intentar interrumpir aquel balbuceo incoherente—. Tranquilícese. Todo va a salir bien.


La mujer negó con la cabeza, sacudiendo violentamente su mata de cabello negro. Pedro no sabía si se estaba riendo o llorando. Sin embargo, era evidente que estaba histérica. No quería darle un bofetón. ¿Y si la besaba?


Cubrió la boca de la desconocida con la suya, ahogando los gritos, o tal vez, la dejó tan atónita que ella se quedó en silencio. ¡Dios mío…! 


Aquel beso era mucho más potente que un bofetón. Pedro se sorprendió por la dulce manera en que se rindió, evocando un erótico temblor de… ¡Qué diablos estaba haciendo! 


Entonces intentó soltarla, pero no pudo. Ella se aferró a aquel sentimiento. Rodeada por los brazos de aquel desconocido se sentía segura. 


A salvo.


Con aquella presión sobre sus labios, todo su ser respondió, despertándose a una extraña sensación de deseo que era tan agradable que se había apoderado de ella.


Cada vez que él intentaba separarse de ella, ella se aferraba aún más a él. Tenía la cabeza sobre el hombro. El limpio aroma del champú se mezclaba con un exótico perfume que emanaba de su cuerpo. Los brazos de aquella mujer la estrechaban demasiado contra él. Demasiado. 


¡Demasiado para el modo en que aquella desconocida le estaba haciendo sentir!


Con un esfuerzo, Pedro logró recuperar el control. Al menos, había conseguido que ella guardara silencio. Por encima del hombro de ella, él extendió una mano para agarrar el teléfono que estaba conectado a la alarma.


—Hola… Hola… ¿Hay alguien ahí?


—¡No! —exclamó ella, sintiendo que el pánico volvía a apoderarse de ella—. No hay nadie. No vendrán. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!


—¡Cállese! —gritó él. Cuando sintió que las lágrimas de ella le empapaban la camisa, suavizó su tono—. Si no guarda silencio, no podré oír nada. Nos van a sacar de aquí en un abrir y cerrar de ojos.


—No. ¡Estaremos aquí por lo menos durante dos horas!


—¿Cómo? ¿Es que esto ha ocurrido antes? —preguntó él. En ese caso, se ocuparía de aquel ascensor urgentemente—. ¿Cuándo?


—Hace dos años. En mi antiguo apartamento, pero allí había solo siete plantas. Nos quedamos atrapados entre la tercera y la cuarta. Tuvimos que salir por nuestros propios medios.


—Oh… —dijo él. Entonces no era aquel ascensor. Aquella mujer era la que traía el gafe. 


Entonces, pensando aquello, se echó a reír.


Aquel gesto pareció sacarla de sus casillas, aunque no lo suficiente como para soltarle.


—¿Por qué se está riendo? A mí no me parece nada divertido. ¿Se da cuenta de que estamos atascados en Dios sabe qué planta, entre paredes bien sólidas? Este ascensor no para hasta el piso veintiuno. Y aquí no hay posibilidad de salir como lo hicimos… Eso si algo no se suelta y nos estrellamos contra el suelo. Aquella vez en mi apartamento decidimos que, si aquello ocurría, nos pondríamos a saltar para que cuando nos golpeáramos contra el suelo…


—¡Eh! Ya basta —dijo él. La histeria era mejor que sus locas predicciones. Aquella mujer estaba consiguiendo ponerlo nervioso—. Tal vez ya tenga experiencia en esto, pero eso no la convierte en una experta. Los ascensores tienen muelles por debajo para que, si golpean el suelo, no lo hagan de un modo tan violento.


—¿Cómo? —Preguntó ella, levantando la mirada—. ¿Es eso cierto?


Pedro asintió, aunque no estaba del todo seguro. Volvió a apretar el botón de alarma y habló de nuevo en el telefonillo.


—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?


—No nos contestó nadie cuando llamamos —dijo ella—. Probablemente hubiéramos estado allí toda la noche si no hubiera sido por la pizza.


—¿La pizza?


—Una de las chicas que había en el ascensor iba a entregar una pizza. El tipo del cuarto salió a ver por qué no había llegado y se dio cuenta de que el ascensor estaba atascado. Si no hubiera sido por él, tal vez nos hubiéramos… Tal vez sea un terremoto.


—¿Un terremoto?


—Nos dijeron que nunca utilizáramos el ascensor durante un terremoto. Cortan la electricidad, ¿sabe? Y…


—Si hubiera habido un terremoto, lo habríamos sentido —le espetó él—. Y si se hubiera cortado la electricidad, este teléfono no estaría… —añadió él, interrumpiéndose al oír que una voz le contestaba al otro lado de la línea. Entonces sonrió—. Oh, claro. Gracias. Tranquilícese. Ya vienen a sacamos de aquí.


A pesar de todo, Paula no se soltó de él hasta que el ascensor empezó a subir. Entonces, se apartó para limpiarse las lágrimas del rostro.


—Siento haberle molestado tanto. Gracias —dijo, saliendo del ascensor en cuanto se paró en el piso treinta y cuatro.


Como Pedro estaba enderezándose la corbata, se limitó únicamente a asentir. Cuando salió del ascensor, ella ya había desaparecido.