domingo, 15 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 2




Pedro Alfonso sonrió al apretar el botón. Subía en muchos sentidos. Tras llevar solo un año con Lawson, lo habían elegido para negociar la absorción de CTI, por lo que había recibido una gratificación más que considerable. Además, le habían nombrado jefe ejecutivo de la nueva división de San Francisco. Su trabajo allí era solo temporal, una oportunidad para estudiar las instalaciones y decidir los movimientos financieros más aconsejables. Sin embargo, la gratificación incluía un sustancial aumento de sueldo y la oportunidad de poder saborear, aunque fuera solo brevemente, la soleada California. Una oferta inmejorable.


En realidad, él mismo había sugerido aquel trabajo en California. Así podía darle un respiro diplomáticamente a la relación que mantenía con una dama muy persistente, que daba la casualidad de que era la hija del jefe.


En realidad no era un respiro muy largo. Seguía manteniendo su puesto en la central de Nueva York y estaría allí muy a menudo. Además, para hacerle justicia, le gustaba su relación con Catalina Lawson. Era hermosa y bien relacionada con las personas adecuadas, lo que la convertía en una persona muy valiosa en cualquier reunión social. 


¿Personalmente? 


Intentaba pensar más allá de las reuniones sociales y pensar en las cenas íntimas y el tiempo que pasaban a solas. Tal vez el hecho que fuera una Lawson era lo único que le producía reparos. A Pedro le gustaba pensar que su ascenso en la empresa se debía a sus capacidades… y no al hecho de que fuera el futuro yerno del jefe.


Cuando la puerta del ascensor se abrió, volvió a concentrarse en su trabajo. Aquella iba a ser la primera vez que iba a visitar aquella empresa, pero ya estaba inmerso en los planes de mejora y expansión. Lo primero que había que hacer era…


—Perdón —dijo él, algo sobresaltado. No estaba seguro de quién se había chocado con quién.


Los dos parecían haber entrado en el ascensor simultáneamente. Pedro no la miró y casi nos se dio cuenta de que ella no le había contestado.


«El hombre clave de la empresa es un tipo llamado Sam Fraser», pensó. Tal vez podría concertar un almuerzo con él. Hablar era mejor que mirar cuando se trataba de dar el tamaño adecuado a una empresa. Quería hacerse con el control desde el principio. No se preocuparía por un apartamento. El hotel resultaba muy conveniente y…


—¡Dios mío!


Aquel gritó reclamó su atención, sobresaltándole. Se volvió a mirar a la mujer que se había agachado de puro terror. El lamento se había ido convirtiendo poco a poco en sollozos incontrolables.


—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó él, inclinándose sobre ella.


—Estamos atrapados. Estamos atrapados. ¡Dios mío! Lo sabía, ¡sabía que iba a ocurrir esto! ¡Dios, Dios, Dios…! ¡Ay, Dios mío!


Aquella histeria le crispaba los nervios. Solo entonces se dio cuenta de que la mujer tenía razón. El ascensor se había detenido entre dos plantas. Estaba a punto de tocar la alarma cuando ella le bloqueó el paso.


—No debería haberme montado… Ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá no lo hubiera hecho.


Pedro pensaba lo mismo. Aquella mujer estaba perdiendo el control, por lo que intentó calmarla.


—No se preocupe. Llamaré a alguien —dijo él. 
Entonces, la zarandeó muy suavemente para intentar interrumpir aquel balbuceo incoherente—. Tranquilícese. Todo va a salir bien.


La mujer negó con la cabeza, sacudiendo violentamente su mata de cabello negro. Pedro no sabía si se estaba riendo o llorando. Sin embargo, era evidente que estaba histérica. No quería darle un bofetón. ¿Y si la besaba?


Cubrió la boca de la desconocida con la suya, ahogando los gritos, o tal vez, la dejó tan atónita que ella se quedó en silencio. ¡Dios mío…! 


Aquel beso era mucho más potente que un bofetón. Pedro se sorprendió por la dulce manera en que se rindió, evocando un erótico temblor de… ¡Qué diablos estaba haciendo! 


Entonces intentó soltarla, pero no pudo. Ella se aferró a aquel sentimiento. Rodeada por los brazos de aquel desconocido se sentía segura. 


A salvo.


Con aquella presión sobre sus labios, todo su ser respondió, despertándose a una extraña sensación de deseo que era tan agradable que se había apoderado de ella.


Cada vez que él intentaba separarse de ella, ella se aferraba aún más a él. Tenía la cabeza sobre el hombro. El limpio aroma del champú se mezclaba con un exótico perfume que emanaba de su cuerpo. Los brazos de aquella mujer la estrechaban demasiado contra él. Demasiado. 


¡Demasiado para el modo en que aquella desconocida le estaba haciendo sentir!


Con un esfuerzo, Pedro logró recuperar el control. Al menos, había conseguido que ella guardara silencio. Por encima del hombro de ella, él extendió una mano para agarrar el teléfono que estaba conectado a la alarma.


—Hola… Hola… ¿Hay alguien ahí?


—¡No! —exclamó ella, sintiendo que el pánico volvía a apoderarse de ella—. No hay nadie. No vendrán. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!


—¡Cállese! —gritó él. Cuando sintió que las lágrimas de ella le empapaban la camisa, suavizó su tono—. Si no guarda silencio, no podré oír nada. Nos van a sacar de aquí en un abrir y cerrar de ojos.


—No. ¡Estaremos aquí por lo menos durante dos horas!


—¿Cómo? ¿Es que esto ha ocurrido antes? —preguntó él. En ese caso, se ocuparía de aquel ascensor urgentemente—. ¿Cuándo?


—Hace dos años. En mi antiguo apartamento, pero allí había solo siete plantas. Nos quedamos atrapados entre la tercera y la cuarta. Tuvimos que salir por nuestros propios medios.


—Oh… —dijo él. Entonces no era aquel ascensor. Aquella mujer era la que traía el gafe. 


Entonces, pensando aquello, se echó a reír.


Aquel gesto pareció sacarla de sus casillas, aunque no lo suficiente como para soltarle.


—¿Por qué se está riendo? A mí no me parece nada divertido. ¿Se da cuenta de que estamos atascados en Dios sabe qué planta, entre paredes bien sólidas? Este ascensor no para hasta el piso veintiuno. Y aquí no hay posibilidad de salir como lo hicimos… Eso si algo no se suelta y nos estrellamos contra el suelo. Aquella vez en mi apartamento decidimos que, si aquello ocurría, nos pondríamos a saltar para que cuando nos golpeáramos contra el suelo…


—¡Eh! Ya basta —dijo él. La histeria era mejor que sus locas predicciones. Aquella mujer estaba consiguiendo ponerlo nervioso—. Tal vez ya tenga experiencia en esto, pero eso no la convierte en una experta. Los ascensores tienen muelles por debajo para que, si golpean el suelo, no lo hagan de un modo tan violento.


—¿Cómo? —Preguntó ella, levantando la mirada—. ¿Es eso cierto?


Pedro asintió, aunque no estaba del todo seguro. Volvió a apretar el botón de alarma y habló de nuevo en el telefonillo.


—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?


—No nos contestó nadie cuando llamamos —dijo ella—. Probablemente hubiéramos estado allí toda la noche si no hubiera sido por la pizza.


—¿La pizza?


—Una de las chicas que había en el ascensor iba a entregar una pizza. El tipo del cuarto salió a ver por qué no había llegado y se dio cuenta de que el ascensor estaba atascado. Si no hubiera sido por él, tal vez nos hubiéramos… Tal vez sea un terremoto.


—¿Un terremoto?


—Nos dijeron que nunca utilizáramos el ascensor durante un terremoto. Cortan la electricidad, ¿sabe? Y…


—Si hubiera habido un terremoto, lo habríamos sentido —le espetó él—. Y si se hubiera cortado la electricidad, este teléfono no estaría… —añadió él, interrumpiéndose al oír que una voz le contestaba al otro lado de la línea. Entonces sonrió—. Oh, claro. Gracias. Tranquilícese. Ya vienen a sacamos de aquí.


A pesar de todo, Paula no se soltó de él hasta que el ascensor empezó a subir. Entonces, se apartó para limpiarse las lágrimas del rostro.


—Siento haberle molestado tanto. Gracias —dijo, saliendo del ascensor en cuanto se paró en el piso treinta y cuatro.


Como Pedro estaba enderezándose la corbata, se limitó únicamente a asentir. Cuando salió del ascensor, ella ya había desaparecido.




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