domingo, 15 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 3




—Que te quedaste atrapada en el ascensor? —preguntó Miguel.


—A mí no me hace gracia —replicó Paula, a pesar de que ella también se estaba riendo. Al menos, él no sabía que se había comportado como una idiota.


—Bueno, solo te has retrasado un poco —dijo él, abriendo la puerta de la sala de conferencias.


Paula se quedó boquiabierta. Al ver a todos sus compañeros, esperando para despedirse de ella, y la mesa llena de cosas para picar y de regalos, se le saltaron las lágrimas, pero consiguió controlarse.


—¿Qué es esto? ¿Es que vamos a celebrar que me han despedido?


—Claro —respondió Miguel, con una sonrisa—. Te lo advertí. ¡Exprime un poco más mis talentos creativos y te largas de aquí!


—También ha estado algo tacaño con los víveres. Muy lento —dijo Javier—. He tardado dos días en conseguir todo lo que necesitábamos.


Los demás se unieron también a la fiesta y todo resultó más fácil. No mucho más porque a Paula no le gustaba en absoluto marcharse… justo en medio de todo. En el mundo de la tecnología, todo cambiaba muy rápidamente y había que estar muy metido para estar al día. Y así era, porque Miguel estaba desarrollando…


—¡Basta ya, chicos! Venga, Paula —dijo Pame, que estaba diseñando un teclado especial que iba a tener un gran éxito—. Sírvete tú misma. ¿Quieres café?


Paula asintió y sonrió a la japonesa que había seleccionado solo unos pocos meses antes. Ella era una de las tres personas que había contratado después de convencer a la central de que si iban a intentar salir al mercado internacional, tendrían que ofrecer programas y teclados compatibles con todos los idiomas. 


Pero como ella se marchaba…


«¡Egoísta! ¿Te crees que eres el centro del mundo y que las ruedas del progreso se van a detener solo por que tú te marches? Todas estas personas son los técnicos y los científicos. ¡Tú solo eras un radio más en la rueda!», se dijo. 


«Aunque un radio muy importante», añadió, con amargura. «Yo me ocupé de limar los rasgos propios de todo este equipo para que encajaran, medié por entre ellos, luché por sus ideas, conseguí los apoyos…».


—Yo he traído champán —dijo Miguel.


—Y yo he preparado el pastel —comentó Linda.


—Gracias a los dos. Mi bebida favorita y mi pastel favorito —dijo Paula, forzándose para sonreír. No quería estropear la fiesta que ellos le habían preparado—. No os lo toméis todo, muchachos. Lo que quede pienso llevármelo a casa.


—¿Acumulando alimentos, eh?


—Claro, no se sabe el tiempo que va a pasar hasta que me den otro cheque —comentó Paula, riéndose. Estaba segura de que había otro trabajo esperándola en otra empresa. No estaba preocupada y el buen humor le duró un buen rato.


Al final del día, mientras se acercaba de nuevo al ascensor, sintió que el pánico se apoderaba de ella, como era habitual, pero más pronunciado por lo que le había pasado por la mañana. Sin embargo, el champán le dio algo de valor. Además, varios de sus antiguos compañeros bajaban con ella, así que, a pesar del temor, se montó con ellos.


Cerró los ojos, recordando, sintiendo la claustrofobia y el inminente temor de verse atrapada para siempre. La calidez y la tranquilidad que le había transmitido aquel desconocido, rodeándola con sus brazos, el placer que había sentido cuando sus labios tocaban los suyos… Deseó…


¡Aquello era imposible! ¡Se había comportado como una idiota! Sería mejor que no volviera a verlo en toda su vida.


Por fin llegaron al vestíbulo. Las puertas se abrieron y una fuerte sensación de alivio se adueñó de Paula cuando pudo salir del pequeño espacio del ascensor. «Estoy segura de que todo esto va a tener mejores consecuencias para mí», pensó. Seguramente su próximo despacho estaría en el primer piso.


Desde el edificio del banco, se dirigió a su apartamento, que estaba cerca del muelle. Le gustaba su apartamento. Un dormitorio solamente, pero el cuarto de baño era muy grande y tenía un vestidor, y un enorme salón, decorado con una mullida moqueta. Había escogido uno en el primer piso. Además, aparte de no utilizar el ascensor, podía ir más fácilmente al gimnasio comunitario, a la lavandería y a la piscina. Por eso, pensaba conservar aquel apartamento.


Si podía.


No resultaba nada barato. Aquello no le había preocupado en lo más mínimo cuando dejó su modesto trabajo en Sacramento para mudarse a San Francisco y aceptar el trabajo con CTI. El enorme salario era un regalo de Dios. No solo se podía permitir aquel apartamento si no que también podía ayudar a sus abuelos a retirarse a una residencia.


Cuando tenía cinco años, sus padres habían muerto en un accidente de coche. Paula había tenido que ir a vivir con sus abuelos. Su cariño le dio fuerzas, la protegió de la conmoción de aquella muerte… A ella de la pérdida de sus padres y a ellos de la de su única hija. Paula se había refugiado en el amor, las atenciones y las cosas que ellos le daban. No se le negaba nada. 


Había vivido en un mundo privilegiado. Colegios privados, clases de música y de baile, natación, esquí, vacaciones en Europa… Nunca había tenido que ocuparse de las tareas domésticas porque siempre habían tenido servicio. Su madre nunca había trabajado fuera de casa, pero se quedó con Paula para disfrutar de los clubes y las reuniones sociales. El abuelo solo era el director de un instituto, pero…


¡No era de extrañar que Paula se hubiera pensado que eran ricos! Descubrió que no era así cuando el abuelo se jubiló y decidió que deberían ingresar en una residencia en la que ya vivían muchos de sus amigos.


—Si nos lo podemos permitir… —le había dicho.


Por primera vez, Paula se había dado cuenta de su situación económica. Descubrió que su estilo de vida había estirado el suelo de su abuelo hasta el límite. Además, la casa había tenido que ser hipotecada para pagar los estudios de Paula en Stanford. Sin embargo, lo que obtuvieron con su venta y las pocas inversiones que tenían hizo posible que compraran un apartamento de dos habitaciones en la residencia.


Paula, que entonces estaba empezando su nuevo trabajo en San Francisco, se alegró de verlos instalados tan cómodamente. La tasa de mantenimiento mensual incluía tres comidas al día, servicios de limpieza y una gran variedad de entretenimiento social, además del cuidado constante.


El problema era que la pensión del abuelo apenas llegaba para cubrir el coste de todo aquello. Paula, sintiéndose más que rica con su nuevo sueldo, se la complementaba con una jugosa cantidad todos los meses. El abuelo había protestado, pero Paula insistió. Se alegraba de darles aquel dinero extra para poder pagarles de algún modo todo lo que ellos le habían dado a ella.


Pero en aquellos momentos…


Paula se sintió alarmada por primera vez. Había estado gastando más de la cuenta en el apartamento, en los muebles, ropas… Un año atrás… De repente, el dinero y el trabajo se habían desvanecido.


Aunque se deshiciera del apartamento, ¿qué haría con todos los muebles que todavía tenía sin pagar? Aquella era otra cuestión. Las facturas.


La ciudad se había despertado en aquellos momentos. La gente salía de los edificios y llenaba las aceras. El tráfico estaba completamente atascado. Sin embargo, Paula casi no se dio cuenta mientras intentaba evitar al resto de los peatones y seguir con su rápido paso, calculando mentalmente.


¿Cómo era aquel dicho? ¿De tal palo, tan astilla? Como sus abuelos, había estado estirando demasiado su sueldo. Nunca se había parado a pensar que tenía que ahorrar, y con el estilo de vida que llevaba, casi no había llegado de un mes a otro.


Solo le quedaba una paga más y la liquidación de un mes. De nuevo, volvió a recordarse que no tenía por qué preocuparse. Ya había presentado algunas solicitudes, detallando sus estudios, su experiencia y las excelentes referencias de Sam. Estaba muy bien preparada. Las posibilidades eran infinitas.


Al día siguiente, tenía una cita con la Corry Corporation y dos entrevistas la semana próxima. Todo parecía bastante prometedor. 


Solo sería cuestión de elegir.


Cuando se quitó la ropa y se fue a la piscina, se sentía mucho más segura de sí misma.




CONVIVENCIA: CAPITULO 2




Pedro Alfonso sonrió al apretar el botón. Subía en muchos sentidos. Tras llevar solo un año con Lawson, lo habían elegido para negociar la absorción de CTI, por lo que había recibido una gratificación más que considerable. Además, le habían nombrado jefe ejecutivo de la nueva división de San Francisco. Su trabajo allí era solo temporal, una oportunidad para estudiar las instalaciones y decidir los movimientos financieros más aconsejables. Sin embargo, la gratificación incluía un sustancial aumento de sueldo y la oportunidad de poder saborear, aunque fuera solo brevemente, la soleada California. Una oferta inmejorable.


En realidad, él mismo había sugerido aquel trabajo en California. Así podía darle un respiro diplomáticamente a la relación que mantenía con una dama muy persistente, que daba la casualidad de que era la hija del jefe.


En realidad no era un respiro muy largo. Seguía manteniendo su puesto en la central de Nueva York y estaría allí muy a menudo. Además, para hacerle justicia, le gustaba su relación con Catalina Lawson. Era hermosa y bien relacionada con las personas adecuadas, lo que la convertía en una persona muy valiosa en cualquier reunión social. 


¿Personalmente? 


Intentaba pensar más allá de las reuniones sociales y pensar en las cenas íntimas y el tiempo que pasaban a solas. Tal vez el hecho que fuera una Lawson era lo único que le producía reparos. A Pedro le gustaba pensar que su ascenso en la empresa se debía a sus capacidades… y no al hecho de que fuera el futuro yerno del jefe.


Cuando la puerta del ascensor se abrió, volvió a concentrarse en su trabajo. Aquella iba a ser la primera vez que iba a visitar aquella empresa, pero ya estaba inmerso en los planes de mejora y expansión. Lo primero que había que hacer era…


—Perdón —dijo él, algo sobresaltado. No estaba seguro de quién se había chocado con quién.


Los dos parecían haber entrado en el ascensor simultáneamente. Pedro no la miró y casi nos se dio cuenta de que ella no le había contestado.


«El hombre clave de la empresa es un tipo llamado Sam Fraser», pensó. Tal vez podría concertar un almuerzo con él. Hablar era mejor que mirar cuando se trataba de dar el tamaño adecuado a una empresa. Quería hacerse con el control desde el principio. No se preocuparía por un apartamento. El hotel resultaba muy conveniente y…


—¡Dios mío!


Aquel gritó reclamó su atención, sobresaltándole. Se volvió a mirar a la mujer que se había agachado de puro terror. El lamento se había ido convirtiendo poco a poco en sollozos incontrolables.


—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó él, inclinándose sobre ella.


—Estamos atrapados. Estamos atrapados. ¡Dios mío! Lo sabía, ¡sabía que iba a ocurrir esto! ¡Dios, Dios, Dios…! ¡Ay, Dios mío!


Aquella histeria le crispaba los nervios. Solo entonces se dio cuenta de que la mujer tenía razón. El ascensor se había detenido entre dos plantas. Estaba a punto de tocar la alarma cuando ella le bloqueó el paso.


—No debería haberme montado… Ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá no lo hubiera hecho.


Pedro pensaba lo mismo. Aquella mujer estaba perdiendo el control, por lo que intentó calmarla.


—No se preocupe. Llamaré a alguien —dijo él. 
Entonces, la zarandeó muy suavemente para intentar interrumpir aquel balbuceo incoherente—. Tranquilícese. Todo va a salir bien.


La mujer negó con la cabeza, sacudiendo violentamente su mata de cabello negro. Pedro no sabía si se estaba riendo o llorando. Sin embargo, era evidente que estaba histérica. No quería darle un bofetón. ¿Y si la besaba?


Cubrió la boca de la desconocida con la suya, ahogando los gritos, o tal vez, la dejó tan atónita que ella se quedó en silencio. ¡Dios mío…! 


Aquel beso era mucho más potente que un bofetón. Pedro se sorprendió por la dulce manera en que se rindió, evocando un erótico temblor de… ¡Qué diablos estaba haciendo! 


Entonces intentó soltarla, pero no pudo. Ella se aferró a aquel sentimiento. Rodeada por los brazos de aquel desconocido se sentía segura. 


A salvo.


Con aquella presión sobre sus labios, todo su ser respondió, despertándose a una extraña sensación de deseo que era tan agradable que se había apoderado de ella.


Cada vez que él intentaba separarse de ella, ella se aferraba aún más a él. Tenía la cabeza sobre el hombro. El limpio aroma del champú se mezclaba con un exótico perfume que emanaba de su cuerpo. Los brazos de aquella mujer la estrechaban demasiado contra él. Demasiado. 


¡Demasiado para el modo en que aquella desconocida le estaba haciendo sentir!


Con un esfuerzo, Pedro logró recuperar el control. Al menos, había conseguido que ella guardara silencio. Por encima del hombro de ella, él extendió una mano para agarrar el teléfono que estaba conectado a la alarma.


—Hola… Hola… ¿Hay alguien ahí?


—¡No! —exclamó ella, sintiendo que el pánico volvía a apoderarse de ella—. No hay nadie. No vendrán. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!


—¡Cállese! —gritó él. Cuando sintió que las lágrimas de ella le empapaban la camisa, suavizó su tono—. Si no guarda silencio, no podré oír nada. Nos van a sacar de aquí en un abrir y cerrar de ojos.


—No. ¡Estaremos aquí por lo menos durante dos horas!


—¿Cómo? ¿Es que esto ha ocurrido antes? —preguntó él. En ese caso, se ocuparía de aquel ascensor urgentemente—. ¿Cuándo?


—Hace dos años. En mi antiguo apartamento, pero allí había solo siete plantas. Nos quedamos atrapados entre la tercera y la cuarta. Tuvimos que salir por nuestros propios medios.


—Oh… —dijo él. Entonces no era aquel ascensor. Aquella mujer era la que traía el gafe. 


Entonces, pensando aquello, se echó a reír.


Aquel gesto pareció sacarla de sus casillas, aunque no lo suficiente como para soltarle.


—¿Por qué se está riendo? A mí no me parece nada divertido. ¿Se da cuenta de que estamos atascados en Dios sabe qué planta, entre paredes bien sólidas? Este ascensor no para hasta el piso veintiuno. Y aquí no hay posibilidad de salir como lo hicimos… Eso si algo no se suelta y nos estrellamos contra el suelo. Aquella vez en mi apartamento decidimos que, si aquello ocurría, nos pondríamos a saltar para que cuando nos golpeáramos contra el suelo…


—¡Eh! Ya basta —dijo él. La histeria era mejor que sus locas predicciones. Aquella mujer estaba consiguiendo ponerlo nervioso—. Tal vez ya tenga experiencia en esto, pero eso no la convierte en una experta. Los ascensores tienen muelles por debajo para que, si golpean el suelo, no lo hagan de un modo tan violento.


—¿Cómo? —Preguntó ella, levantando la mirada—. ¿Es eso cierto?


Pedro asintió, aunque no estaba del todo seguro. Volvió a apretar el botón de alarma y habló de nuevo en el telefonillo.


—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?


—No nos contestó nadie cuando llamamos —dijo ella—. Probablemente hubiéramos estado allí toda la noche si no hubiera sido por la pizza.


—¿La pizza?


—Una de las chicas que había en el ascensor iba a entregar una pizza. El tipo del cuarto salió a ver por qué no había llegado y se dio cuenta de que el ascensor estaba atascado. Si no hubiera sido por él, tal vez nos hubiéramos… Tal vez sea un terremoto.


—¿Un terremoto?


—Nos dijeron que nunca utilizáramos el ascensor durante un terremoto. Cortan la electricidad, ¿sabe? Y…


—Si hubiera habido un terremoto, lo habríamos sentido —le espetó él—. Y si se hubiera cortado la electricidad, este teléfono no estaría… —añadió él, interrumpiéndose al oír que una voz le contestaba al otro lado de la línea. Entonces sonrió—. Oh, claro. Gracias. Tranquilícese. Ya vienen a sacamos de aquí.


A pesar de todo, Paula no se soltó de él hasta que el ascensor empezó a subir. Entonces, se apartó para limpiarse las lágrimas del rostro.


—Siento haberle molestado tanto. Gracias —dijo, saliendo del ascensor en cuanto se paró en el piso treinta y cuatro.


Como Pedro estaba enderezándose la corbata, se limitó únicamente a asentir. Cuando salió del ascensor, ella ya había desaparecido.




CONVIVENCIA: CAPITULO 1




Paula Chaves miró con aprensión el vestíbulo vacío del edificio del Bonus Bank. No había nadie esperando para montarse en ninguno de los ascensores, ni nada que indicara cuándo vendría alguien y apretaría el botón del que iba a los pisos 21 a 40. Ella se acercó a dicho ascensor y, llena de valor, levantó el dedo. Sin embargo, no pudo apretar el botón.


¡Aquello era una locura! Solo porque le había ocurrido una vez no significaba que fuera a quedarse atrapada en un ascensor cada vez que se montara en uno.


A pesar de todo, Paula no estaba loca. ¿Acaso no había pasado por la universidad como un rayo y se había sacado un máster en Empresariales con solo veintitrés años? En aquel momento, con veintiséis, era directora de Desarrollo e Investigación de CTI, Computer Technology Incorporated. «Ya no», se recordó.


No había perdido el trabajo porque no fuera buena en lo que hacía. ¡Fusiones! Todo aquello era una locura. Era solo el resultado de todas aquellas extrañas maniobras de absorción de empresas y reducciones de plantilla que son tan comunes hoy en día en el mundo de los negocios.


En cualquier caso, era CTI quien había perdido, no ella. Ya estaba tanteando y con su preparación, la competencia la contrataría en un abrir y cerrar de ojos.


«Y tal vez con un despacho en el primer piso», pensó, intentando reírse de sí misma. ¿Por qué no podía perder aquella ridícula fobia a los ascensores?


Casi había conseguido superarla. Por pura necesidad. Nunca hubiera podido subir las escaleras hasta el piso treinta todos los días laborables durante un año entero. Por ello, había tenido que ceder un poco: se montaría en el ascensor solo si alguien subía con ella. De esa manera, no estaría sola en caso de muerte o si se producía un desastre.


Tendría que haber llegado más temprano. No todos habían perdido su trabajo y los ascensores hubieran estado repletos de trabajadores a primera hora de la mañana. Lo había pensado mal. Había sido una estupidez creer que no importaba llegar un poco tarde su último día de trabajo.


Cuando vio que una mujer entraba en el vestíbulo, se irguió, esperanzada. Sin embargo, la mujer se detuvo delante del que iba hasta el piso veinte. Paula dio un paso atrás, como si estuviera esperando a alguien. Disimuló haciendo que miraba un mural en la pared mientras no dejaba de observar de reojo a la mujer. Iba muy bien vestida, con un elegante traje oscuro. En la mano, cubierta por un guante, llevaba un maletín de piel.


«Como yo», pensó Paula, tocándose con una mano el sedoso cabello negro que, con un corte muy elegante, le llegaba a los hombros. «He ido a la peluquería, me he hecho la manicura y voy tan bien vestida como la más elegante de todas las elegantes ejecutivas. Y trabajo mejor que la mayoría de ellas. Me lo dijo Sam Fraser».


—No me gusta hacerte esto —le había dicho él, cuando le entregó el formulario de color rosa que daba por terminado su contrato—. Desarrollo e investigación ha ganado dinamismo desde que tú estás al mando. Además, no es culpa tuya que hayamos caído en el mercado.


—Pero eso es solo temporal —había protestado ella, más preocupada en aquel momento del potencial de CTI que de su situación personal—. Por supuesto que vamos a caer en el mercado cuando se está generado un gran paquete de acciones. Sin embargo, cuando los nuevos programas estén en el mercado, nuestras acciones subirán.


—Sí, pero la fusión depende de la cotización actual. Pedro Alfonso, el hombre que está negociando el acuerdo, no deja de mirar el mercado y si nuestras acciones no suben, empezará un proceso de liquidación. Tenemos que recortar costes para aumentar los beneficios. Y los mandos intermedios son de lo primero que hay que deshacerse. Lo siento.


Así se había desvanecido su trabajo. Así de fácil. Solo porque un pez gordo sentado en su despacho de Nueva York lo había decidido así tras estudiar el mercado de valores. Un pez gordo que se llamaba Pedro Alfonso. Paula nunca se hubiera imaginado que sería capaz de odiar a un hombre sin conocerlo.


¿Qué podía decir él sobre el valor real de CTI, si se pasaba la vida sobre su trasero a casi cinco mil kilómetros de distancia?


Más concretamente, ¿por qué demonios había decidido CTI fusionarse con Lawson Enterprises en aquellos momentos? ¡Solo llevaba allí un año! Nunca hubiera pensado que pudiera ser candidata a la jubilación anticipada…


Al ver que un hombre entraba en el edificio, se puso de nuevo alerta. En cualquier otro momento, se hubiera dado cuenta de que era alto, moreno y muy atractivo. Sin embargo, aquella mañana, Paula solo notó que se dirigía directamente al ascensor que iba del piso 21 al 40. Por ello, no perdió ni un momento.



CONVIVENCIA: SINOPSIS




Paula le encantaba su nuevo trabajo, encargarse de cuidar a dos niños huérfanos, aunque el hombre que la había contratado para hacerlo, Pedro Alfonso, era el responsable de que ella hubiera perdido su puesto en la empresa. Él no recordaba de qué se conocían y no sabía por qué Paula mantenía tanto las distancias…


La convivencia con Pedro estaba consiguiendo que Paula empezara a sentirse muy atraída por él. 


En la práctica, era casi su esposa. ¿Qué haría si Pedro le sugería que se casaran?




sábado, 14 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO FINAL




¿Cuándo podría dejar de sonreir?, se preguntó Paula, intentando respirar dentro de aquel ajustado vestido de color gris plata.


¿Se daría cuenta alguien?


Estaba en la boda de su hermana y debía sentirse muy feliz por ella. Catrina se había casado con un hombre estupendo, que la miraba como si fuera el sol y la luna.


Como Pedro decía que su padre miraba a su madre...


Alguien se acercó entonces para saludarla y Paula volvió a sonreir. ¿A cuánta gente había saludado aquella noche? ¿Cómo podía recordar todos los nombres? ¿Y quién estaba casado con quién?


Las habitaciones de la mansión estaban maravillosamente decoradas y su excéntrica prima Pixie insistía en que el mérito de la boda era todo suyo. Al fin y al cabo, ella había presentado a los novios.


—Lo digo en serio, chicas. Esto es como el cuento de La Cenicienta.


Eso hizo que Paula recordase aquel baile en Las Vegas, con un vaquero desconocido de ojos negros como el terciopelo.


Su píncipe azul.


Era curioso. Pedro la salvó de un matrimonio falso con algún borracho y también la había salvado de un desastroso matrimonio con Alan Jennings.


Cuando se encontraron en Chicago, Paula descubrió que no podía ser. No podía mentirse a sí misma.


Después de cenar, cuando Santiago estaba dormido, Alan sacó una cajita del bolsillo.


—Es el anillo de pedida. Pero me temo que no te interesa, ¿verdad?


—No, Alan. Vas a tener que devolverlo.


—¿Qué ha pasado? ¿Es esa magia de la que hablabas?


—Sí.


—¿Y por qué no te has quedado con él?


—La magia no es suficiente, ¿sabes?


Intuición, había dicho Pedro. El amor crece poco a poco, como el musgo en un árbol. Pero ellos no habían tenido oportunidad.


—No, no es suficiente. Con mi mujer empezó así y después conseguimos una relación de amigos. Sigo echándola de menos. Pero contigo pensé hacerlo al revés. Primero amigos y después...


—No puede ser, Alan.


—Ya lo veo.


De mutuo acuerdo, decidieron volver a casa al día siguiente. Y al llegar, Paula recibió la noticia: su hermana se casaba con un millonario.


La última pareja del «Maratón de Cenicienta» había ganado el premio la noche anterior. 


Cuando les preguntaron qué pensaban hacer, ellos contestaron al unísono: ¡Divorciarnos!


Matrimonios, divorcio... todo era tan complicado.


Su hermana se acercó entonces y Paula volvió a sonreir.


—Paula, ¿tú crees que he hecho bien? —le preguntó Catrina, con expresión preocupada.


—¡Catrina¡ Patrick es...


—¡No, eso no! Es que esta mañana alguien llamó preguntando por ti y yo le dije... el caso es que está... —balbuceó su hermana, señalando por encima de su hombro—. Paula, está aquí.
Pedro Alfonso.


Pedro...


Llevaba un traje oscuro y se dirigía a ella a grandes zancadas. Con ese paso que Santiago había copiado y que a Paula volvía loca.


Todo el mundo estaba mirando y Pedro la tomó de la mano para salir al patio.


Cuando estuvieron solos, dejó escapar un suspiro.


—Mira, lo que dije sobre el amor...


—Era cierto, Pedro —lo interrumpió ella—. Lo he pensado muchas veces y no pienso casarme...


—Era una tontería —dijo Pedro—. A veces no ocurre lentamente. A veces te explota en la cara y no puedes trabajar y no puedes pensar —añadió, nervioso—. Le dije a tu hermana que venía para acá. A su boda... encontrarnos en una boda... Te quiero, Paula. Quiero casarme contigo.


—Pero Pedro...


—Ya sé que todavía estamos casados, pero la primera vez no era de verdad. Quiero hacerlo todo otra vez, Paula.


—Oh, Pedro...


—Y esta vez lo diré de corazón. Te quiero, Paula. Y quiero a Santi. Y mi madre te quiere a ti...


—Y a mí me encanta tu familia, Pedro. Y el rancho y...


Hablaron los dos a la vez, quitándose las palabras, intentando controlar la emoción que amenazaba con desbordarse.


Un día te casaste conmigo con un vestido prestado. ¿Podrías pedir otro y volver a casarte conmigo esta noche, Paula?


Pedro no esperó respuesta. La aplastó contra su pecho y la beso como si quisiera convencerla de que nadie en el mundo podría besarla como él.


Ella no podía respirar. No sabía si era por el beso o porque estaba llorando. De felicidad, de asombro, de incredulidad...


¡Pedro estaba allí, pidiéndole que se casara con él!


—¿Quieres que le pida a mi hermana el vestido? ¿De verdad?


—Sí, mi amor.


—Te quiero, Pedro.


De modo que en la mansión Van Shuyler hubo dos bodas aquella noche. Catrina se quitó el vestido y lo prestó a su hermana para que se casara con el guapo vaquero por segunda vez.


—¿Segunda y última? —le preguntó Pedro más tarde, de vuelta en casa de Pixie.


Santiago estaba dormido, pero Paula y Pedro no pensaban dormir en toda la noche.


—Sí, aunque me da pena que Luisa y tu abuelo no hayan podido estar presentes —suspiró ella.


—Mi abuelo sigue en el hospital. En cuanto vuelva a casa, mi madre se irá a Las Vegas para conocer a su nieto... Ah, no te he dicho que Lena llamó hace unos días para decirnos que Manuel y ella están prometidos.


—Habría estado bien invitarlos a nuestra boda.


—Me parece que tendré que comprarte otro vestido de novia y hacer una tercera ceremonia en el rancho —suspiró Pedro.


—En el rancho... —sonrió ella.


—Tus hermanas vendrán a la tercera boda, por supuesto.


—Esto de casarse contigo podría convertirse en una adicción —rio Paula.


—¿Por qué no? Estás guapísima con un vestido de novia. Eso es lo que pensé cuando te vi en Las Vegas.


—¿De verdad, vaquero?


—Tan guapa, mi amor...


Paula besó a su marido y él le devolvió el beso. 


Y, como la noche que se conocieron, no pegaron ojo hasta el amanecer.


Pero aquella vez no estuvieron hablando.