sábado, 30 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 20




Para bien o para mal, Pedro era un hombre analítico. Al observar a la mujer que dormía plácidamente junto a él, puso a trabajar su mente y pensó que era posible tener sexo sin ningún compromiso emocional. Demonios, él lo hacía todo el tiempo. Pero algo había pasado, porque con Paula no había podido desconectar su cerebro. Con Paula el sexo ya no le parecía suficiente, y la quería en su vida, maldita fuera.


Las ideas y los recuerdos que tenía de Paula se habían ido desmoronando uno a uno. Era inteligente y ambiciosa, no la princesa mimada que recordaba. Era generosa y pensaba en algo más que en su propio placer, como le había demostrado varias veces a lo largo de la noche.


Cualquiera le diría que estaba loco por hacer lo que estaba a punto de hacer, pero pensó que debía arriesgar ahora parte de la recompensa para poder tenerla más tarde... completa.


Pedro giró hacia uno de sus lados y miró el reloj despertador. Eran casi las siete y pronto tendría que irse a trabajar. Movió las sábanas con la suficiente fuerza como para despertar a Paula. 


Ella se estiró y bostezó.


—Buenos días —dijo, y le sonrió.


Pedro no se opondría a comenzar unas cuantas mañanas con esa sonrisa, pero se daba cuenta de que, en aquel momento, las probabilidades de que aquello pasara eran bastante bajas.


Paula se apartó el cabello de la frente y frunció.


—Oye, se me olvidó decirte anoche que te llamaron. Alguien que se llamaba Bety.


Pedro se dio cuenta de que Paula sentía mucha curiosidad. Decidió que no se la satisfaría.


Ella se tapó los pechos con la sábana y añadió:
—Quiere que la llames. Dijo que era algo que habías estado esperando oír.


Pedro sonrió al pensar en Bety. Había empezado a trabajar para el juez Kilwin el día anterior. Conociéndola, probablemente ya habría reorganizado los expedientes del juez, aunque no fuera algo necesario. Bety no podía evitarlo. 


Paula le dio un codazo en un costado.


—¿Y bien? ¿No vas a decirme quién es esa Bety?


Pedro se rió mientras se frotaba el lugar donde Paula lo había golpeado. Aquella princesa no era mejor que Bety en lo que se refería a controlar las situaciones.


—Creo que lo voy a dejar a tu imaginación.


—Tengo una imaginación muy vívida.


—Ya me di cuenta anoche.


Ella se ruborizó, lo que supuso un sorprendente contraste con su habitual atrevimiento. Durante la noche se habían explorado hasta el último centímetro de la piel del otro y habían hecho el amor de todas las formas que una pareja creativa podía hacer.


—Así que no me vas a contar nada, ¿eh? —dijo ella.


—No.


—Entonces, espero que me ofrezcas algún tipo de compensación.


—¿En qué estás pensando?


Paula se inclinó hacia él y lo acarició.


—Oh, no lo sé... tal vez alguna gratificación mutua...


Pedro le habría parecido imposible después de los excesos de la noche, pero ya estaba excitado de nuevo. Sin embargo, no pensaba hacer nada al respecto.


—En realidad, quería hablar contigo de esa gratificación mutua —le dijo.


—¿Qué quieres decir?


—No puedo creer que esté diciendo esto, pero vamos a tener que pasar sin ello. Pensé que podría desconectar mi cerebro y vivir el momento, como me pediste, pero me equivoqué. No puedes tener sólo una parte de mí, princesa.


Ella se inclinó sobre él y lo miró.


—¿Ni siquiera esta parte?


Sí, definitivamente, Pedro estaba loco.


—Especialmente esta parte. No voy a estar dentro de ti hasta que me dejes entrar de verdad.


Paula lo besó en la boca.


—¿No podríamos dejar las bromas para más tarde?


—Paula, no estoy bromeando.


La sonrisa de Paula desapareció.



—No estás hablando en serio.


—Por supuesto que sí.


Ella se dejó caer en la cama.


—¿Y qué es lo que quieres?


—Tus palabras. Todas.


—No te entiendo.


Pedro se acercó a ella, le apartó un mechón de pelo de la mejilla y la besó en la frente.


—Has sido muy generosa con tu cuerpo, y no dudes ni por un segundo que no lo aprecio. Pero siento que aquí hay una especie de desconexión. Los dos sabemos cómo satisfacer al otro físicamente, pero en lo demás fracasamos. Quiero palabras de ti. Una verdadera comunicación.


—¿Palabras? —repitió ella—. Supongo que no te estás refiriendo a «O, cariño» o a «Qué bueno»


Pedro sonrió.


—Esperaba algo más profundo. Ya sabes, algo que me permita meterme un poco en tu vida.


—Muy bien, a ver qué te parece esto. Cuando tenía once años, le robé un helado a la señora Hawkins en su tienda. Cada vez que me mira, podría jurar que lo sabe.


—Eso es una vieja historia.


Ella suspiró con exasperación.


—Bien. El la universidad, mi primer novio se parecía mucho a ti, pero era mucho más agradable conmigo, así que le di mi virginidad.


Pedro le dio un beso en la base del cuello.


—Eso ha sido halagador en cierto sentido, pero no. Quiero saber por qué has venido a Sandy Bend.


—Para volverme loca a través de la frustración sexual.


—Paula, hasta que estés dispuesta a decirme qué está pasando contigo, yo no estaré dispuesto a repetir lo de esta noche. Así que, ¿qué decides?


Ella le puso las dos manos en el pecho y lo apartó. Salió de la cama y revolvió las sábanas hasta encontrar su camisón, que había quedado atrapado entre el edredón y la sábana superior. 


Se puso la arrugada prenda y le dedicó a Pedro una mirada de enfado.


—A ver si lo he entendido —le dijo—. ¿Vas a negarme el sexo hasta que te diga cuál es el gran y oscuro secreto que crees que te oculto ¿Qué tipo de manipulación es ésa? —recogió del suelo uno de los almohadones que se habían caído durante la noche y se lo tiró—. Estúpido.


Paula salió de la habitación y se metió en el cuarto de baño. Pedro la siguió. Ella se dio la vuelta y le dijo:
—¿Puedo tener algo de intimidad?


Él puso la mano en la puerta.


—Puedes tener toda la que quieras... cuando hayamos solucionado esto.


Paula salió del baño y él la siguió de nuevo. Una vez en la cocina, ella abrió la nevera. Pedro la observó mientras sacaba la mermelada de fresa y la dejaba en la encimera. Después sacó el pan de un armario y metió dos rebanadas en la tostadora.


¿Le estaba haciendo el desayuno? Pedro no sabía por qué aquel gesto se le fue directo al corazón, pero así fue.


—¿No se te ha ocurrido que no tengo ningún secreto? ¿Que estoy aquí exactamente por las razones que te he dicho?


—Ni por un segundo —contestó él—. Y, por cierto, ¿cuáles eran esas razones?


Era un truco sucio, pero funcionó. Paula se detuvo en seco.


—Yo... yo...


—¿Lo ves? Regla número uno: cuando quieras engañar a alguien, hazlo de forma sencilla. No te inventes historias.


Ella volvió a la nevera y sacó algunas uvas. 


Mientras las lavaba, dijo:
—¿Por qué no puedes dejar esto a un lado?


—Créeme, una parte de mí desearía hacerlo. No quiero que esto sea una manipulación, aunque parezca que lo sea. En dos, tres o los días que sean te habrás ido. Si esto sólo fuera sexo, simplemente lo pasaríamos bien y luego nos separaríamos. Pero para mí no es sólo sexo.


—¿De verdad? —las tostadas saltaron y ella las puso en un plato. Después sacó un cuchillo para la mantequilla de uno de los cajones.


—Creo que podemos tener más. Es lo que quiero y estoy bastante seguro de que tú también.


—Ya. ¿Y qué te hace pensar eso?


Él señaló las tostadas.


—Estás enfadada conmigo y, aun así, me estás preparando el desayuno.


Ella se miró la mano con la que estaba extendiendo la mantequilla.


—Es un simple reflejo —contestó con firmeza, y dejó el cuchillo a un lado.


—Si pensar eso te reconforta...


Paula puso el plato en la mesa de la cocina, junto a él dejó la mermelada y después tomó las uvas y empezó a comérselas.


—Lo que te estoy pidiendo es muy sencillo —dijo Pedro mientras comenzaba a desayunar—. Quiero que me incluyas. No quiero estar fuera, preguntándome qué pasa.


Paula dejó a un lado las uvas y puso las dos manos sobre la mesa.


—Muy bien, esto es lo que ocurre: tengo un problema en el trabajo. Hace unos días me sentí muy agobiada, así que me fui. Ahora que lo veo con algo de perspectiva, me doy cuenta de que no es nada que no pueda manejar. Sólo me va a llevar algún tiempo resolverlo.


Por lo menos no fingió que no estaba pasando nada, pero a Pedro no le gustó la forma en que lo dijo.


—¿Por qué no me hablas de ello? A veces otra opinión ayuda.


Pedro, esto es todo lo que puedo darte ahora. Yo no te he pedido que me des todos los detalles de tu vida. No sé cuántas novias has tenido o conquién te has acostado. No quiero saber nada de eso. Quiero que empecemos desde aquí y que disfrutemos el tiempo que vamos a pasar juntos.


—¿Y después, qué? ¿Mandarás una postal por Navidad durante unos años hasta que finalmente volvamos a perder el contacto?


—No lo sé, ¿de acuerdo? No entiendo por qué quieres evitar algo que nos da a los dos tanto placer.


—Porque el precio es demasiado alto para mí. Quiero que me quieras tanto como yo te quiero a ti.


Pedro, yo...


En el rostro de Paula se reflejaron claramente el arrepentimiento y el rechazo. Pedro se levantó de la mesa y de fue.


Era una buena idea, pero expresada de mala manera.




LA TENTACION: CAPITULO 19





Paula ya no podía aguantar más placer. 


Sabiendo que le faltaba menos de una caricia para alcanzar el orgasmo, se aferró al cabello de Pedro. Cuando él la miró, Paula le dijo:
—No quiero irme sin que tú estés dentro de mí. Por favor...


Él deslizó las manos de donde la había estado acariciando hasta sus rodillas.


—Como desees, cariño.


Ella se incorporó rápidamente en la cama y se excitó aún más cuando él se unió a ella, arrodillándose entre sus piernas abiertas.


Pedro alargó la mano hacia los preservativos que ella había dejado en la mesita.


—Me gustaría ir despacio, saborearte —le dijo—. Pero va a tener que ser la próxima vez, ¿de acuerdo?


Ella asintió con la cabeza, pero necesitaba tocarlo, sentir su calor en las manos.


—Déjame a mí —le pidió, tomando el envoltorio de plástico.


Pedro se tumbó en la cama, y entonces fue Paula quien se arrodilló sobre él. Ella estaba en un punto en el que incluso el sonido del envoltorio al rasgarse le parecía excitante. Con manos temblorosas, lo desenrolló suavemente mientras se lo ponía a Pedro.


Pedro tenía los ojos medio cerrados, y sus gemidos de placer resonaban en el interior de Paula. Ella se inclinó hacia delante y lo besó profundamente, usando su lengua para decirle qué era lo que necesitaba. Cuando se apartó ligeramente, él le puso una mano en la nuca.


—No quiero hacerte daño —le dijo—. ¿Estarías más cómoda si te pusieras arriba?


Ella le deslizó una palma de la mano por la mejilla, temblando de placer al sentir la barba crecida de un día.


—¿Y qué te parece si lo probamos de las dos formas? Sólo para comparar, por supuesto.


En cuanto acabó de pronunciar aquellas palabras, Pedro la giró suavemente y la hizo acostarse de espaldas. La penetró despacio, lo que a Paula le pareció fantástico. Había pasado tanto tiempo que casi había olvidado la sensación tan placentera. O tal vez nunca hubiera sido tan consciente del placer como en ese momento, con Pedro.


Él se detuvo.


—¿Estás bien?


—Mejor que bien —levantó las caderas, urgiéndolo a que entrara más. Él recibió el mensaje y la penetró totalmente.


—Por fin —dijo él, y la besó.


Paula consiguió reunir suficientes células cerebrales para hacer una broma.


—¿Ha sido demasiado esperar dos días?


—Más de once años —contestó Pedro, haciendo descansar su peso en sus fuertes brazos y mirándola.


Ella sabía que su sorpresa se le había reflejado en el rostro, pero Pedro estaba tan embebido en el momento que no lo notó. Tenía la mandíbula apretada y la piel de la cara le empezaba a brillar de sudor.


Ella le pasó la planta del pie izquierdo por el muslo. El vello lo hacía algo áspero, y ella se estremeció ante el contacto.


—Después de once años de espera, supongo que debo hacerlo bien —dijo ella.


Pedro la besó ferozmente y contestó:
—Agárrate, princesa. Tengo la sensación de que esta vez va a ser múy rápido.


Pedro impuso un ritmo que pronto los dejó a los dos al borde del éxtasis. Sí, estaba siendo rápido, pensó Paula, pero increíblemente bueno.


Pedro se derrumbó boca a bajo sobre las almohadas, junto a ella. Paula le pasó una mano por el trasero.


—No se ponga muy cómodo, agente. Ahora me toca a mí encima.


LA TENTACION: CAPITULO 18




Pedro llegó a su casa a las doce menos cuarto de la noche. Abrió la puerta con ansiedad, deseoso de convertir en realidad las fantasías que había estado teniendo desde hacía años. 


Dejó en el suelo la mochila llena de libros, cerró la puerta despacio y entró en el salón.


Paula estaba dormida en el sofá. Al acercarse a ella, Pedro pisó algo, tal vez su maletín, y el ruido la despertó.


—¿Quién está ahí? —preguntó ella en la oscuridad, incorporándose.


Él estaba a punto de decirle que todo iba bien cuando Paula quiso levantarse, pero cayó al suelo.


—Maldición —murmuró—. Maldita cadera.


Pedro se acercó y se inclinó hacia ella.


—Déjame ayudarte.


—Puedo hacerlo sola —dijo, levantándose y dejando a Pedro con la mano extendida. Ella comenzó a caminar en círculos por la habitación mientras él se quedaba junto al sofá, sintiéndose inútil.


—¿No deberías sentarte? —preguntó él.


—No, tengo que caminar o tendré agarrotada la pierna toda la noche.


—Lo siento. No era así como quería que empezara esta noche —encendió la lámpara que había junto al sofá, dejando la intensidad al mínimo.


—No ha sido culpa tuya. Siempre he tenido el sueño muy ligero, y supongo que me has sobresaltado.


Pedro caminó hacia ella y le acarició levemente la mejilla.


—¿Puedo traerte algo? ¿Una aspirina, tal vez?


Ella sintió.


—Eso puede ser una buena idea.


—Vuelvo enseguida —dijo él, y se dirigió a la cocina.


Se quedó allí algunos minutos, dándole tiempo a Paula para que se calmara. Cuando volvió, ella estaba sentada en el sofá, con las manos sobre las rodillas.


—Aquí tienes —dijo él. Paula extendió la mano y Pedro le puso en ella la aspirina. Cuando se la hubo metido en la boca, le tendió un vaso de agua. Paula se lo bebió, él tomó el vaso, lo dejó sobre la mesa y se reclinó en el sofá.


Paula se acercó a él y apoyó la cabeza en su pecho.


—Así se está bien —murmuró ella.


—Es una forma mucho mejor de empezar la noche —contestó Pedro, pasándole suavemente los dedos por el cabello.


—¿Cómo te ha ido la clase?


—Ha sido demasiado larga, como el resto del día.


Ella suspiró y se acurrucó un poco más contra él
—Estoy de acuerdo.


Se quedaron en silencio, sentados. Pedro dejó que Paula impusiera el ritmo. Ella sabría mucho mejor que él cuándo habría hecho efecto la aspirina. Mientras esperaban, Pedro se fijó en los detalles del momento: el ligero aroma a fresas que despedía Paula y la suavidad de su piel.


Extendió una mano para seguir la línea del escote del camisón, que dejaba al descubierto algo de piel entre los pechos de Paula. A ella se le endurecieron los pezones al sentir su caricia e inclinó la cabeza hacia atrás para recibir un beso.


Maldición, él la necesitaba en su cama.


Ella debió de sentir lo mismo, porque se deshizo de su abrazo y se levantó.


—Me prometiste una cama de verdad.


Pedro estaba a punto de cumplir su promesa. 


Caminaron juntos hacia el dormitorio, pero al llegar allí las cosas no se sucedieron como él había esperado.


—Espera un momento —dijo Paula, cerrándole la puerta del dormitorio en las narices. Pedro esperó. Podía oírla moviéndose dentro de la habitación, y al poco rato la puerta se abrió—. Muy bien, pasa.


Pedro vio que Paula había estado ocupada. 


Había velas blancas encendidas sobre el tocador, donde él solía tener sus libros y revistas. Las dos mesitas de noche habían recibido el mismo tratamiento, y en una de ellas además había una lámpara encendida.


—Sólo por seguridad, no abras la puerta de tu armario.


Pedro sonrió, imaginándose la avalancha, y después se acercó a la mesita de noche que había a su lado de la cama. Paula había puesto sobre ella una caja de preservativos y una botellita de... algo.


La agarró y sintió que la excitación lo invadía. 


Aceite de masaje aromatizado.


—¿Con olor y sabor a fresa? ¿Puedo saber dónde lo has conseguido?


—Creo que no —dijo ella, sonriendo.


—Inténtalo.


—En Devine Secrets.


—¿Se lo compraste a Dana?


—Hoy ha sido nuestro día de suerte. Estaba en su nueva Montaña de Cristal. Si no, lo único que le hubiera comprado habría sido un quitaesmalte de uñas.


—Inteligente. Muy inteligente —dijo Pedro mientras abría el frasco. Puso el dedo índice sobre la boca de la botella, inclinó ésta ligeramente y se olió el dedo—. No está mal.


Se acercó a ella y le pasó el dedo por los hombros. Después repitió el proceso, pero acariciándole los pechos.


—Esto tampoco está mal —dijo Paula.


Pero Pedro sabía que podía hacerlo mejor. Se arrodilló y le subió ligeramente el borde del camisón. Dejando el aceite a un lado, le besó suavemente la pierna derecha.


Paula dio un paso atrás.


—¿Qué haces? —preguntó él.


—Voy a apagar la luz.


Pedro se levantó.


—No lo hagas. Quiero verte.


Ella se tensó.


—Es mejor dejar algunas cosas a la imaginación.


Pedro le había preocupado que llegara aquel momento.


—Es por las cicatrices, ¿verdad?


Paula fijó la mirada en la alfombra mientras asentía con la cabeza.


—Paula, las cicatrices no importan. Pertenecen al pasado.


—Mira, sé que esto te puede parecer irracional, y probablemente lo sea, pero no quiero que las veas —dijo ella, sentándose en el borde de la cama.


Y, sin embargo, él la había visto peor. La había visto antes de que las heridas cicatrizaran. Alejandra le había avisado de que Paula había salido en un coche lleno de chicos borrachos, y él había sido el primero en llegar al lugar del accidente. Paula no llevaba el cinturón de seguridad y había salido despedida del coche abarrotado.


Pedro había visto el hueso atravesándole la carne del muslo y le había administrado los primeros auxilios que le habían enseñado en los cursillos de paramédico a los que había asistido aquel verano. Cuando la ambulancia llegó y Pedro se aseguró de que la dejaba en buenas manos, se había internado en el bosque y había vomitado hasta que su estómago estuvo vacío. 


Después había intentado atrapar al borracho que conducía; afortunadamente, Carlos había estado allí para detenerlo, porque si no, Pedro habría matado a aquel tipo.


Habían pasado más de diez años y Pedro aún podía sentir la rabia apoderándose de él. A los dieciséis años, Paula había significado algo para él; a los veintisiete, significaba aún más.


—Vamos, no es para tanto —intentó animarla.


—Para ti es fácil decirlo.


Pedro sonrió y ella entornó sus ojos castañas.


—No te rías —dijo Paula.


—No me estoy riendo —se quitó el cinturón, se desabrochó los vaqueros y se bajó la bragueta.


—Ya no tengo ganas —dijo ella desde la cama.


—Sólo quiero enseñarte algo, princesa —contestó Pedro sin perder la sonrisa.


—Estás dando por sentado que quiero verlo.


—Y lo vas a hacer —se quitó los zapatos, los calcetines, los vaqueros y se acercó un poco más—. ¿Crees que puedes aguantar esto? —preguntó, pasándose el dedo índice por una fea cicatriz roja que se extendía unos doce centímetros por su muslo—. Apuesto a que no puedes.


Ella se levantó ,y recorrió la herida con la yema de un dedo. Él supo, por cómo Paula fruncía el ceño y se mordía el labio inferior, que su caricia estaba siendo muy suave. No tenía que haberse preocupado. Aún no se le habían regenerado los nervios completamente, y no tenía mucha sensibilidad en esa zona. Pero si subía un poco más la mano... ahí sí que tenía sensibilidad. Y no podía recordar haber estado nunca tan excitado.


—¿Qué te pasó? —preguntó ella.


—Fue una herida de bala —contestó, intentando que su voz sonara indiferente.


—¿Cuándo?


—El otoño pasado. Unos tipos que iban a cazar ciervos se bebieron toda la taberna de Truro. Hubo una pelea en el aparcamiento trasero y mi pierna se metió en medio.


—Lo siento —deslizó los dedos hacia arriba, más cerca de donde él los quería—. ¿Y todo esto te lo hizo una bala?


—No, el resto es de una infección posterior.


—Vaya. Lo siento de verdad —Paula se inclinó, lo besó justo por encima de la cinturilla de los bóxers y él se estremeció—. Quítate la camisa.


Pedro obedeció de buen grado. Dejó la camisa en el suelo y ella introdujo los dedos por dentro de la cinturilla. Pedro contuvo la respiración cuando Paula siguió el perfil de su erección con mano segura. Pedro puso la palma de su mano sobre la de Paula, con intención de detenerla, pero le faltó autocontrol.


Paula lo acarició por encima del tejido y él pudo sentir que empezaba a sudarle la frente. O tal vez fuera sangre. Había estado demasiado excitado durante demasiado tiempo.


—No me distraigas —le dijo—. Yo te he enseñado mi cicatriz, y ahora quiero ver la tuya.


Paula lo miró por unos momentos y después se sentó en la cama, levantándose un poco el camisón.


—Sólo vas a tocarlas —dijo extendiendo la mano para tomar la de Pedro. El le dio la mano y ella la guió por encima de una cicatriz que medía unos siete centímetros—. Ésta es la pierna.


—No parece tan malo —dijo él.


Ella le guió la mano más hacia arriba, hacia su cadera derecha.


—Y éstas son de la reconstrucción de la pelvis y la cadera.


Pedro sintió una pequeña protuberancia o dos, pero no mucho más.


—Creo que voy a tener que mirar, princesa —dijo con voz ronca, porque ella no le había dejado que su mano fuera más allá, a los lugares que había tocado la noche anterior—. Túmbate, cariño. Déjame...


Ella asintió con un pequeño suspiro. Pedro agarró una almohada y se la puso debajo de la cabeza.


—No va a pasar nada —le dijo él.


Ella asintió con la cabeza, pero Pedro pudo ver ciertas dudas en su mirada. Empezó a levantarle el camisón con las dos manos, dejando al descubierto unos muslos esbeltos. El derecho tenía la cicatriz que acababa de tocar.


Pedro alargó la mano para tomar el aceite, se puso un poco en la palma de la mano y la frotó suavemente sobre ese mismo lugar. Los músculos de Paula se tensaron.


—Relájate —murmuró él.


Unos momentos después, pudo sentir que la tensión la abandonaba. Le subió un poco más el camisón, dejando también al descubierto las cicatrices de la cadera.


La erección de Pedro se presionó aún más contra sus bóxers y él ya no pudo soportarlo. Se inclinó hacia abajo y se liberó de la última prenda.


Volvió su atención a Paula, y su mano tembló cuando se echó en ella más aceite. Con las cicatrices de su cadera hizo lo mismo que había hecho con la del muslo. Después, incapaz de contenerse más, tomó el aceite una última vez y se frotó con él las manos.


—Es hora de quitarte el camisón —le dijo a Paula.


Ella se sentó y se lo quitó por encima de la cabeza, dejándolo sobre la cama. A Pedro le dio un vuelco el corazón. Dios, era hermosa. 


Adivinando las intenciones que tenía para el aceite, ella abrió las piernas, y ese acto de confianza hizo que Pedro la deseara aún más.


Él la acarició con el aceite, hundiendo los dedos en su humedad y usando el pulgar para arrancarle gemidos de placer. Y cuando pensó que estaba preparada, se inclinó hacia delante y la besó entre los muslos suave y lentamente, hasta que la separó con los pulgares y notó el sabor del aceite de fresa.


Si un hombre tenía que morir, ése era el lugar al que debería ir.