sábado, 30 de junio de 2018
LA TENTACION: CAPITULO 18
Pedro llegó a su casa a las doce menos cuarto de la noche. Abrió la puerta con ansiedad, deseoso de convertir en realidad las fantasías que había estado teniendo desde hacía años.
Dejó en el suelo la mochila llena de libros, cerró la puerta despacio y entró en el salón.
Paula estaba dormida en el sofá. Al acercarse a ella, Pedro pisó algo, tal vez su maletín, y el ruido la despertó.
—¿Quién está ahí? —preguntó ella en la oscuridad, incorporándose.
Él estaba a punto de decirle que todo iba bien cuando Paula quiso levantarse, pero cayó al suelo.
—Maldición —murmuró—. Maldita cadera.
Pedro se acercó y se inclinó hacia ella.
—Déjame ayudarte.
—Puedo hacerlo sola —dijo, levantándose y dejando a Pedro con la mano extendida. Ella comenzó a caminar en círculos por la habitación mientras él se quedaba junto al sofá, sintiéndose inútil.
—¿No deberías sentarte? —preguntó él.
—No, tengo que caminar o tendré agarrotada la pierna toda la noche.
—Lo siento. No era así como quería que empezara esta noche —encendió la lámpara que había junto al sofá, dejando la intensidad al mínimo.
—No ha sido culpa tuya. Siempre he tenido el sueño muy ligero, y supongo que me has sobresaltado.
Pedro caminó hacia ella y le acarició levemente la mejilla.
—¿Puedo traerte algo? ¿Una aspirina, tal vez?
Ella sintió.
—Eso puede ser una buena idea.
—Vuelvo enseguida —dijo él, y se dirigió a la cocina.
Se quedó allí algunos minutos, dándole tiempo a Paula para que se calmara. Cuando volvió, ella estaba sentada en el sofá, con las manos sobre las rodillas.
—Aquí tienes —dijo él. Paula extendió la mano y Pedro le puso en ella la aspirina. Cuando se la hubo metido en la boca, le tendió un vaso de agua. Paula se lo bebió, él tomó el vaso, lo dejó sobre la mesa y se reclinó en el sofá.
Paula se acercó a él y apoyó la cabeza en su pecho.
—Así se está bien —murmuró ella.
—Es una forma mucho mejor de empezar la noche —contestó Pedro, pasándole suavemente los dedos por el cabello.
—¿Cómo te ha ido la clase?
—Ha sido demasiado larga, como el resto del día.
Ella suspiró y se acurrucó un poco más contra él
—Estoy de acuerdo.
Se quedaron en silencio, sentados. Pedro dejó que Paula impusiera el ritmo. Ella sabría mucho mejor que él cuándo habría hecho efecto la aspirina. Mientras esperaban, Pedro se fijó en los detalles del momento: el ligero aroma a fresas que despedía Paula y la suavidad de su piel.
Extendió una mano para seguir la línea del escote del camisón, que dejaba al descubierto algo de piel entre los pechos de Paula. A ella se le endurecieron los pezones al sentir su caricia e inclinó la cabeza hacia atrás para recibir un beso.
Maldición, él la necesitaba en su cama.
Ella debió de sentir lo mismo, porque se deshizo de su abrazo y se levantó.
—Me prometiste una cama de verdad.
Y Pedro estaba a punto de cumplir su promesa.
Caminaron juntos hacia el dormitorio, pero al llegar allí las cosas no se sucedieron como él había esperado.
—Espera un momento —dijo Paula, cerrándole la puerta del dormitorio en las narices. Pedro esperó. Podía oírla moviéndose dentro de la habitación, y al poco rato la puerta se abrió—. Muy bien, pasa.
Pedro vio que Paula había estado ocupada.
Había velas blancas encendidas sobre el tocador, donde él solía tener sus libros y revistas. Las dos mesitas de noche habían recibido el mismo tratamiento, y en una de ellas además había una lámpara encendida.
—Sólo por seguridad, no abras la puerta de tu armario.
Pedro sonrió, imaginándose la avalancha, y después se acercó a la mesita de noche que había a su lado de la cama. Paula había puesto sobre ella una caja de preservativos y una botellita de... algo.
La agarró y sintió que la excitación lo invadía.
Aceite de masaje aromatizado.
—¿Con olor y sabor a fresa? ¿Puedo saber dónde lo has conseguido?
—Creo que no —dijo ella, sonriendo.
—Inténtalo.
—En Devine Secrets.
—¿Se lo compraste a Dana?
—Hoy ha sido nuestro día de suerte. Estaba en su nueva Montaña de Cristal. Si no, lo único que le hubiera comprado habría sido un quitaesmalte de uñas.
—Inteligente. Muy inteligente —dijo Pedro mientras abría el frasco. Puso el dedo índice sobre la boca de la botella, inclinó ésta ligeramente y se olió el dedo—. No está mal.
Se acercó a ella y le pasó el dedo por los hombros. Después repitió el proceso, pero acariciándole los pechos.
—Esto tampoco está mal —dijo Paula.
Pero Pedro sabía que podía hacerlo mejor. Se arrodilló y le subió ligeramente el borde del camisón. Dejando el aceite a un lado, le besó suavemente la pierna derecha.
Paula dio un paso atrás.
—¿Qué haces? —preguntó él.
—Voy a apagar la luz.
Pedro se levantó.
—No lo hagas. Quiero verte.
Ella se tensó.
—Es mejor dejar algunas cosas a la imaginación.
A Pedro le había preocupado que llegara aquel momento.
—Es por las cicatrices, ¿verdad?
Paula fijó la mirada en la alfombra mientras asentía con la cabeza.
—Paula, las cicatrices no importan. Pertenecen al pasado.
—Mira, sé que esto te puede parecer irracional, y probablemente lo sea, pero no quiero que las veas —dijo ella, sentándose en el borde de la cama.
Y, sin embargo, él la había visto peor. La había visto antes de que las heridas cicatrizaran. Alejandra le había avisado de que Paula había salido en un coche lleno de chicos borrachos, y él había sido el primero en llegar al lugar del accidente. Paula no llevaba el cinturón de seguridad y había salido despedida del coche abarrotado.
Pedro había visto el hueso atravesándole la carne del muslo y le había administrado los primeros auxilios que le habían enseñado en los cursillos de paramédico a los que había asistido aquel verano. Cuando la ambulancia llegó y Pedro se aseguró de que la dejaba en buenas manos, se había internado en el bosque y había vomitado hasta que su estómago estuvo vacío.
Después había intentado atrapar al borracho que conducía; afortunadamente, Carlos había estado allí para detenerlo, porque si no, Pedro habría matado a aquel tipo.
Habían pasado más de diez años y Pedro aún podía sentir la rabia apoderándose de él. A los dieciséis años, Paula había significado algo para él; a los veintisiete, significaba aún más.
—Vamos, no es para tanto —intentó animarla.
—Para ti es fácil decirlo.
Pedro sonrió y ella entornó sus ojos castañas.
—No te rías —dijo Paula.
—No me estoy riendo —se quitó el cinturón, se desabrochó los vaqueros y se bajó la bragueta.
—Ya no tengo ganas —dijo ella desde la cama.
—Sólo quiero enseñarte algo, princesa —contestó Pedro sin perder la sonrisa.
—Estás dando por sentado que quiero verlo.
—Y lo vas a hacer —se quitó los zapatos, los calcetines, los vaqueros y se acercó un poco más—. ¿Crees que puedes aguantar esto? —preguntó, pasándose el dedo índice por una fea cicatriz roja que se extendía unos doce centímetros por su muslo—. Apuesto a que no puedes.
Ella se levantó ,y recorrió la herida con la yema de un dedo. Él supo, por cómo Paula fruncía el ceño y se mordía el labio inferior, que su caricia estaba siendo muy suave. No tenía que haberse preocupado. Aún no se le habían regenerado los nervios completamente, y no tenía mucha sensibilidad en esa zona. Pero si subía un poco más la mano... ahí sí que tenía sensibilidad. Y no podía recordar haber estado nunca tan excitado.
—¿Qué te pasó? —preguntó ella.
—Fue una herida de bala —contestó, intentando que su voz sonara indiferente.
—¿Cuándo?
—El otoño pasado. Unos tipos que iban a cazar ciervos se bebieron toda la taberna de Truro. Hubo una pelea en el aparcamiento trasero y mi pierna se metió en medio.
—Lo siento —deslizó los dedos hacia arriba, más cerca de donde él los quería—. ¿Y todo esto te lo hizo una bala?
—No, el resto es de una infección posterior.
—Vaya. Lo siento de verdad —Paula se inclinó, lo besó justo por encima de la cinturilla de los bóxers y él se estremeció—. Quítate la camisa.
Pedro obedeció de buen grado. Dejó la camisa en el suelo y ella introdujo los dedos por dentro de la cinturilla. Pedro contuvo la respiración cuando Paula siguió el perfil de su erección con mano segura. Pedro puso la palma de su mano sobre la de Paula, con intención de detenerla, pero le faltó autocontrol.
Paula lo acarició por encima del tejido y él pudo sentir que empezaba a sudarle la frente. O tal vez fuera sangre. Había estado demasiado excitado durante demasiado tiempo.
—No me distraigas —le dijo—. Yo te he enseñado mi cicatriz, y ahora quiero ver la tuya.
Paula lo miró por unos momentos y después se sentó en la cama, levantándose un poco el camisón.
—Sólo vas a tocarlas —dijo extendiendo la mano para tomar la de Pedro. El le dio la mano y ella la guió por encima de una cicatriz que medía unos siete centímetros—. Ésta es la pierna.
—No parece tan malo —dijo él.
Ella le guió la mano más hacia arriba, hacia su cadera derecha.
—Y éstas son de la reconstrucción de la pelvis y la cadera.
Pedro sintió una pequeña protuberancia o dos, pero no mucho más.
—Creo que voy a tener que mirar, princesa —dijo con voz ronca, porque ella no le había dejado que su mano fuera más allá, a los lugares que había tocado la noche anterior—. Túmbate, cariño. Déjame...
Ella asintió con un pequeño suspiro. Pedro agarró una almohada y se la puso debajo de la cabeza.
—No va a pasar nada —le dijo él.
Ella asintió con la cabeza, pero Pedro pudo ver ciertas dudas en su mirada. Empezó a levantarle el camisón con las dos manos, dejando al descubierto unos muslos esbeltos. El derecho tenía la cicatriz que acababa de tocar.
Pedro alargó la mano para tomar el aceite, se puso un poco en la palma de la mano y la frotó suavemente sobre ese mismo lugar. Los músculos de Paula se tensaron.
—Relájate —murmuró él.
Unos momentos después, pudo sentir que la tensión la abandonaba. Le subió un poco más el camisón, dejando también al descubierto las cicatrices de la cadera.
La erección de Pedro se presionó aún más contra sus bóxers y él ya no pudo soportarlo. Se inclinó hacia abajo y se liberó de la última prenda.
Volvió su atención a Paula, y su mano tembló cuando se echó en ella más aceite. Con las cicatrices de su cadera hizo lo mismo que había hecho con la del muslo. Después, incapaz de contenerse más, tomó el aceite una última vez y se frotó con él las manos.
—Es hora de quitarte el camisón —le dijo a Paula.
Ella se sentó y se lo quitó por encima de la cabeza, dejándolo sobre la cama. A Pedro le dio un vuelco el corazón. Dios, era hermosa.
Adivinando las intenciones que tenía para el aceite, ella abrió las piernas, y ese acto de confianza hizo que Pedro la deseara aún más.
Él la acarició con el aceite, hundiendo los dedos en su humedad y usando el pulgar para arrancarle gemidos de placer. Y cuando pensó que estaba preparada, se inclinó hacia delante y la besó entre los muslos suave y lentamente, hasta que la separó con los pulgares y notó el sabor del aceite de fresa.
Si un hombre tenía que morir, ése era el lugar al que debería ir.
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