Paula miraba a Pedro mientras Sylvia seguía hablando.
Estaba segura de que llevaba un traje hecho a medida. Esos hombros perfectos seguramente serían la obra de un sastre más que la de un gimnasio. La imagen era esencial para los jefazos de las empresas. Aun así, era atractivo y mucho más cuando sonreía.
En ese momento, sus labios estaban bien apretados, lo cual era una pena porque tenía una boca muy bonita. Era más bien grande y con una pequeña cicatriz justo debajo del labio inferior.
Paula se preguntó cómo se la habría hecho, pero fuera como fuese le daba un toque muy sensual.
Paula tosió sin saber de dónde habría sacado esa idea. Era su jefe. Además, a partir de ese momento era también su adversario. Si ella quería ganar, tenía que considerarlo como tal. No podía imaginárselo como el hombre que una vez le había alterado el pulso con una sonrisa, por muy seductora que encontrara la cicatriz.
Volvió a toser.
Pedro se preguntó si estaría resfriada. Eso le daría cierta ventaja. Empezaba a pensar que iba a necesitar todas las ventajas que pudiera conseguir. Estaba sentado enfrente de Paula y esperaba poder dar la sensación de que estaba aburrido y desinteresado, aunque también empezaba a preguntarse en qué lío se había metido. Ponerse en el lugar del otro no era ningún problema hasta que se decidió que durmieran bajo el mismo techo. No le gustaba la idea, aunque durmieran en camas separadas. A él le gustaba su intimidad.
Se planteó una pregunta al observar a Paula. ¿Por qué le intrigaba tanto? Era atractiva, pero con ese pelo descuidado y esa ropa práctica, era muy distinta de las mujeres elegantes o sofisticadas que solían llamarle la atención.
Repasó sus rasgos: barbilla firme, pómulos altos, nariz levemente chata y ojos de color chocolate. Quizá fueran los ojos lo que le atraían. Transmitían cierta vulnerabilidad, pero Pedro sabía por propia experiencia que no daba su brazo a torcer fácilmente aunque tuviera mucho que perder.
Tuvo que reconocer que admiraba eso.
Se acordó de su primer encuentro, aunque no podía llamarse un encuentro propiamente dicho. Pedro la había visto mientras recorría el almacén con un grupo de directivos. Ella revisaba unas existencias de espaldas a él.
Tenía unas piernas esbeltas y unas caderas estrechas ceñidas por un pantalón vaquero.
Dejando a un lado que fuera el vicepresidente de Danbury's y su consejero delegado, sólo un ciego habría pasado por alto aquella visión.
Luego, ella se estiró y sacudió la cabeza como si tuviera tortícolis. Cuando ella se volvió y lo encontró mirándola, él no pudo evitar sonreírle.
Ella le devolvió la sonrisa con una mezcla de timidez, interés y cierto fastidio.
Si bien la empresa no tenía ninguna norma que impidiera la relación entre empleados, su segundo encuentro habría acabado con cualquier posibilidad de coqueteo. El centro de distribución no había pasado la inspección de sanidad y seguridad en el trabajo y estaba esperando que los inspectores volvieran el día que se dio de bruces con ella y sus hijas. Quizá hubiera podido ser un poco más condescendiente con ella. Volvió a acordarse de la perturbadora idea de tener que dormir durante un mes en su sofá.
Su jefe sujetaba el bolígrafo como una daga y no paraba de apretar el extremo superior. ¿Estaba nervioso o furioso? Paula decidió que le daba igual. Fuera lo que fuese, demostraba que era humano y que los avatares de la vida podían sacarle de quicio. Iba a enterarse de lo que eran avatares cuando se metiera en su piel… Cuando lo miró a la cara, comprobó que él también estaba mirándola.
Él se limitó a arquear una ceja, pero ella se sonrojó porque la había sorprendido mirándolo.
Al menos, eso se dijo ella.
Seguramente no tendría nada que ver con que si tuviera otro acento, sería irresistible; si tuviera otro acento, ella y la mitad de las mujeres de Chicago caerían rendidas a sus pies.
Gracias a Dios, tenía el típico acento de la Costa Este, de donde él era.
Las miradas no se separaron y la voz áspera de Sylvia rompió el hechizo.
—¿Qué dice usted, señor Alfonso? ¿Cree que podrá llevar la vida de la señorita Chaves durante un mes?
Volvió a mirar a Paula, pero con más arrogancia que otra cosa.
—¿Su vida durante un mes? —sacudió la cabeza como si se sintiera ofendido—. Cuando gane, haga el cheque a la Asociación Estadounidense contra el Cáncer.
****
Paula estaba a punto de llegar al ascensor cuando oyó que Pedro la llamaba. Estuvo tentada de fingir que no lo había oído y seguir su camino. Cuando él ganara… era insoportable.
Sin embargo, se paró y se dio la vuelta con los brazos cruzados.
—¿Quería decirme algo?
—Muchas cosas.
—Entiendo. ¿Podría esperar hasta que le devuelva el golpe? Preferiría escucharle cuando estén pagándome por haber tenido ese placer.
El frunció el ceño.
—Mi despacho está por aquí.
Se fue sin decir nada más. Evidentemente, esperaba que ella lo siguiera, lo cual ella hizo a regañadientes y soltando juramentos en voz baja.
Su despacho era enorme, con muebles imponentes y el trono de su alteza tapizado en cuero. No había fotografías ni plantas u objetos decorativos en los que distraerse cuando estaba aburrido. La habitación decía poco de la personalidad de Pedro Alfonso o quizá dijera que no tenía mucha personalidad aparte de su seductora boca y su seriedad intransigente.
—Un despacho muy bonito —comentó Paula con una sonrisa forzada.
—Cumple su cometido.
—Vaya, el tipo que no pierde el tiempo con tonterías.
—Señorita Chaves, ya comprobará que no hay mucho tiempo para tonterías cuando se dirige una empresa.
Pedro se sentó en el trono y Paula quiso coronarlo.
—Señor Alfonso, ya comprobará que tiene que encontrar el tiempo para las tonterías cuando está educando a unas hijas.
—Ya lo veremos.
—Efectivamente —Paula se sentó en una de las butacas que había delante de la mesa—. ¿Qué quería decirme?
—Quería decirle que su puesto de trabajo no corre peligro independientemente del resultado del programa y que tampoco afectara a sus oportunidades de ascenso en Danbury's.
—Vaya, es un alivio.
—¿Hay algún motivo para su sarcasmo?
—No, señor. Estoy segura de que mis futuras solicitudes de ascenso recibirán la misma atención que la pasada.
Él frunció el ceño.
—¿La pasada?
—Tengo que volver al centro de distribución —se puso de pie—. Hoy andamos un poco escasos de personal.
—Sobrevivirán un rato sin usted —le hizo un gesto para que volviera a sentarse—. Quiero que sepa que, aunque estará en un puesto que le viene muy grande, el resto del equipo directivo se ocupará de ayudarla.
Parecía sincero, pero eso no hacía sino que resultara más paternalista.
—Así que me viene muy grande…
—Unas clases de Administración de Empresas no preparan a nadie para dirigir una cadena de grandes almacenes.
—Ha estudiado mi expediente personal.
—Es un privilegio que tengo como empleador suyo, pero no lo he estudiado. Lo hojeé cuando añadí la advertencia sobre traer a sus hijas al trabajo.
—Luego hablarán de sitios de trabajo que favorecen a la familia.
—En el Ministerio de Trabajo no estarán muy de acuerdo con su concepto de favorecer a la familia. Es más, la última vez que usted decidió aportar algo con su intención de organizar una guardería, los inspectores estaban en camino del centro de distribución.
La explicación no sirvió para mitigar su ira.
—¿Nunca ha tenido un mal día?
—Los días, en definitiva, son como nosotros los hagamos; buenos, malos o como sean. La clave está en la organización.
Ella se cruzó de brazos y se apoyó en el respaldo.
—Entonces, yo estoy desorganizada.
—Sencillamente le indico que, evidentemente, tiene algunos fallos de planificación si un par de contratiempos la hunden en el caos.
—La vida, señor Alfonso, no es planificación y dos hijas no son contratiempos —Pedro fue a hablar, pero Paula levantó una mano para contenerlo—. No obstante, tengo curiosidad por ver cómo se apaña cuando se encuentre con algún contratiempo.
—¿Usted da por sentado que no se hace nada cuando se está en la dirección?
—En absoluto, pero ninguna planificación, organización o empresa sirve para una criatura a la que le están saliendo los dientes y no duerme ni para una niña de siete años que está convencida de que hay monstruos debajo de su cama.
—¿Está intentando ponerme nervioso?
Parecía divertido con la idea.
—Claro que no. Intento hacerle ver que ser padre, soltero o no, está lleno de complicaciones. No hay manuales de instrucciones ni soluciones universales ni equipos directivos a los que consultar. Muchas veces, tendrá que pensar de pie aunque haya pasado doce horas en esa postura.
—Entonces, ser padre sólo es un trabajo espantoso.
Paula tuvo que sonreír al acordarse del beso que le había dado Chloe esa mañana y de la invitación para tomar el té que le había dibujado Macarena.
—Seguramente, eso es lo que yo he transmitido, pero no es así. Tiene unas recompensas que no se puede imaginar. Incluso en esos días malos, yo no cambiaría a mis hijas por nada del mundo. Son… —buscó las palabras adecuadas—. Son lo que hace que todo merezca la pena.
Paula se levantó al comprobar que él no decía nada y se limitaba a mirarla con una expresión indescifrable.
—Tengo que volver al trabajo. A algunos nos pagan por horas.
Pedro la despidió con un gesto de la cabeza, pero se quedó pensando en lo que acababa de oír.
Pensando y recordando.
Las viejas heridas volvieron a abrasarle como lava líquida. Él sabía perfectamente que la vida no era planificación. Era impredecible y confusa.
Todos los planes perfectamente trazados podían caer por tierra en un abrir y cerrar de ojos.
Sacó de la cartera la foto que le había mandado su madre en la última carta. Ella le escribía por lo menos una vez al mes.
Él nunca la contestaba, aunque la llamaba de vez en cuando. Al fin y al cabo, ella no había tenido la culpa de todo lo que había pasado.
Volvió a mirar la foto por enésima vez desde que la había recibido hacía una semana. Dos niños adorables, vestidos con sus mejores galas, lo sonreían.
Tenían el pelo oscuro y perfectamente peinado, pero los ojos azules tenían una expresión traviesa, eran los ojos de los Alfonso. Tenían tres y cinco años y eran la debilidad de sus abuelos, pero Pedro no los había conocido. Eran los hijos de su hermano, pero tenían que haber sido los suyos, como la mujer de Damian tenía que haber sido la suya.
Cuatro semanas más tarde...
—Sí, voy a hacerlo. Voy a ir a Me pongo en su lugar.
Paula no podía creerse que lo hubiera dicho, pero estaba encantada del parpadeo de sorpresa que su anuncio había producido en el vicepresidente de Danbury's. En ese momento no le importaba que ir a ese programa fuera lo último que quería hacer en su vida. Ya lo pensaría más tarde y seguramente se arrepentiría, pero quería saborear su victoria, aunque fuera minúscula.
Ella se convenció de que su repentina decisión de participar en el programa era sólo una cuestión de orgullo y de que no tenía nada que ver con que el pulso se le disparara cada vez que su jefe la miraba, por muy arrogante y fastidioso que Pedro Alfonso fuera. Era una cuestión de nervios y ella era nerviosa.
Estaban sentados en la sala de reuniones del edificio Danbury's. En otras circunstancias, Paula podría haber disfrutado de las impresionantes vistas, pero en ese momento estaba demasiado tensa. Tenía un vacío en el estómago desde que recibió la llamada de Pedro Alfonso para que fuera a la oficina principal a la mañana siguiente.
No le había dado ningún motivo, pero el tono había sido casi severo. Ella se había pasado casi toda la noche sin pegar ojo al pensar que estaban a punto de despedirla. La semana anterior había llegado tarde dos veces. En ese momento, tampoco estaba segura de que fuera tan malo que la despidieran después de lo que acababa de hacer.
Los asesores legales y otros representantes de Me pongo en su lugar estaban sentados a un lado de la enorme mesa y Pedro, los abogados de Danbury's y una secretaria, al otro. Paula, cuando entró y vio el ceño fruncido de su jefe, se sentó en la silla que estaba más cerca de la puerta. Durante los veinte minutos anteriores, la productora del programa había sido la única en hablar y en marcar la pauta. Sylvia Haywood se movía por la sala de reuniones con la confianza de un general de cinco estrellas.
—¡Va a hacerlo! Es fantástico.
Casi ni se tomó un respiro antes de pasar a explicarle los pormenores del programa con una voz áspera que Paula habría asegurado que era el resultado de fumarse dos cajetillas de tabaco al día. Súbitamente, se calló y clavó la mirada en Paula.
—Tiene hijos, ¿verdad?
—Dos hijas.
—Mmm, eso no funciona.
Paula se quedó atónita por la franqueza de aquella mujer.
—Tampoco voy a deshacerme de ellas para hacer un programa de televisión…
—No me refiero a eso —Sylvia se pasó la mano por el pelo—. Tienen que vivir en casa del otro y adoptar todos los aspectos de su vida. Eso funciona mejor con personas solteras.
—No estoy casada —explicó Paula.
—Ya, pero tiene hijas. ¿Qué le parecerá dejarlas al cuidado de él durante un mes?
Paula sacudió la cabeza con firmeza.
—Ah, no. Ni hablar. Mis hijas van conmigo.
—Eso desvirtúa completamente el programa. Él tiene que meterse en su piel. Es madre soltera y eso tiene que suponer mucho estrés y originar muchas complicaciones para usted, sobre todo cuando trabaja a jornada completa y va a clase por la noche.
—No tiene ni idea —farfulló Paula.
—No, señorita Chaves, el que no tiene ni idea es él —Sylvia señaló a Pedro.
—Bueno, pues no voy a dejar a mis hijas con un desconocido.
—Señorita Chaves, el equipo de rodaje estará allí casi todo el tiempo —le aclaró Sylvia—. Además, si se siente más tranquila, puede enviar a su niñera siempre que se mantenga en un segundo plano y no se ocupe de las cosas habituales de las niñas. Sus hijas estarán seguras y bien atendidas.
—No. Yo soy la responsable de mis hijas.
Sylvia suspiró.
—¿No pueden quedarse un mes con su padre?
—No sé dónde está —reconoció Paula con cierto bochorno.
—¿No sabe dónde está? ¿Qué pasa con la manutención? —le preguntó Pedro.
Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que había entrado en la habitación. El tono no era crítico sino, más bien, de preocupación. Aun así Paula se alteró porque le había recordado lo poco que sus hijas y ella le habían importado a su ex marido.
Kevin había desaparecido cuando todavía estaba embarazada. Nunca conoció a Chloe. La última vez que lo vio fue en un tribunal cuando dividieron sus escasas pertenencias y disolvieron el matrimonio. Él ni siquiera solicitó la custodia o pidió un régimen de visitas.
Sencillamente, se despidió.
—Tengo entendido que se fue a otro Estado al poco tiempo de nacer Chloe.
Paula no explicó que se fue con su novia, que no había cumplido los veinte años, por la que tiró por la borda nueve años de matrimonio.
—Debería hacer que alguien le siguiera la pista —insistió Pedro—. Puedo ponerle en contacto con un buen abogado.
Paula levantó la barbilla con orgullo.
—Soy perfectamente capaz de mantener a mis hijas, gracias.
—No estaba insinuando que no lo fuera, pero su padre tiene la responsabilidad de…
—¿Responsabilidad? —Paula soltó una carcajada irónica—. Le aseguro que Kevin no sabe el significado de esa palabra.
—¡Ya está! Ya sé cómo podemos hacer que funcione el programa —los interrumpió Sylvia para alivio de Paula—. Tendremos que adaptar un poco las reglas, pero creo que será un giro muy interesante que gustará a los espectadores.
—Adaptar las reglas, ¿cómo? —preguntó Paula.
—Usted podrá pasar los fines de semana con sus hijas siempre que se lo permita el trabajo. Seguramente no utilicemos mucho de lo grabado en esos momentos, pero el señor Alfonso tendrá que participar y él tendrá que ocuparse de las tareas del hogar y de los problemas que surjan.
Durante la semana, podrá colarse en el apartamento alrededor de medianoche, siempre y cuando se vaya antes de las ocho de la mañana.
Pedro se puso tenso.
—Mmm, ¿dónde me meteré yo?
—Doy por supuesto que ella tiene un sofá —contestó Sylvia con una ceja arqueada—. Tendrá que quedarse ahí.
Paula tragó saliva, pero tuvo la satisfacción de ver que Pedro hacía lo mismo.
—Él… no puede quedarse en mi apartamento —espetó Paula—. ¿Qué pensarían las niñas?
—Tiene razón. No sería… adecuado —opinó Pedro.
—Esa parte no se emitirá —Sylvia se apoyó en la mesa y los miró con cierta desesperación—. Somos todos adultos y esto no debería ser un problema. Ustedes no tienen una relación sentimental ni este programa es La isla de las tentaciones. Es la última concesión que pienso hacer.
Claro que no tenían una relación sentimental. Casi ni se conocían y lo que Paula sabía de Pedro Alfonso Tercero no le gustaba. Aun así, lo de tener a un hombre en su apartamento por la noche…
—No lo sé —dijo ella.
—La recompensa es medio millón de dólares, señorita Chaves.
Paula miró a Pedro. Sylvia ya había explicado que si él ganaba, el programa de televisión haría una generosa donación a la obra benéfica que Danbury's eligiera. Él no tenía nada que perder y Danbury's recibiría una considerable publicidad gratis. ¿Si perdía ella, qué conseguiría? Sylvia adivinó lo que estaba pensando.
—Está yendo a clase por la noche, ¿verdad?
—Sí. Quiero sacarme el master en Administración de Empresas.
—Ésta podría ser la mejor ocasión que tenga en su vida para demostrar su capacidad de gestión. Considérelo como una forma de presentarse a todas las empresas del país. Al último ganador lo entrevistaron en los programas más importantes de la televisión y fue portada de la revista Time. Incluso al perdedor lo entrevistaron en varios programas.
Paula tenía que reconocer que su porvenir en Danbury's no era muy prometedor. No sólo porque el director de personal estuviera contratando a familiares y no hiciera caso de sus solicitudes. Miró a su jefe y tomó aire.
—De acuerdo.
—Perfecto. Les asignaremos un equipo de grabación a cada uno de ustedes. Tendrán cierta intimidad, el cuarto de baño, ciertos asuntos económicos… pero se grabará todo lo demás. No se emitirá todo lo que grabemos. Se hará un montaje con los momentos más señalados. Naturalmente, tendrán que firmar una renuncia a reclamaciones legales. Pueden pedirse consejo o ayuda, pero lo principal tiene que deducirse —los miró a los dos—. No debería ser un inconveniente, pero si colaboran demasiado se les descalificará.
Paula Chaves volvió a llegar tarde al trabajo; esa vez fue media hora. Llevaba a la niña pequeña en brazos mientras fichaba en el centro de distribución de los grandes almacenes Danbury's. Para complicar más las cosas, se presentaba con dos niñas y una de ellas bastante irritable porque estaban saliéndole los dientes.
—No te olvides, Macarena, tienes que quedarte con Chloe en la sala de descanso —le recordó a su hija de siete años—. Tenéis que estar ahí hasta que la señora Baker os recoja.
Todo el plan se esfumó cuando Paula dio la vuelta a una esquina y se dio de bruces con el enorme pecho de un hombre. Retrocedió un paso y lo miró con una sonrisa de disculpa. No sabía su nombre, pero la semana anterior lo había visto con uno de los directores adjuntos.
La punzada de atracción que sintió entonces la había pillado desprevenida. Se había reprendido por ello, pero también le había devuelto la sonrisa que él le había dirigido.
Allí estaba otra vez, pero ya no sonreía.
—Lo siento —dijo ella.
Él aceptó la disculpa con un gesto de la cabeza.
—¿Qué hacen estas niñas aquí?
Macarena se escondió detrás de su madre al oír el tono brusco y Chloe dejó escapar un quejido entre sollozos.
Paula le dio un beso en la mejilla sonrosada y ardiente.
—No pasa nada. No llores —miró al hombre—. ¿Quién es usted exactamente?
—Pedro Alfonso.
El nombre le sonaba, pero no sabía bien de qué.
—¡Ah! El nuevo…
Estaba casi segura de que era el nuevo director del centro de distribución, un puesto que ella había solicitado, aunque ni siquiera habían tenido la delicadeza de hacerle una entrevista.
Los rumores decían que ese tipo tenía una relación lejana con el jefe de personal, aunque a Paula le parecía muy distinto del bajo y calvo señor Elliot. Medía casi dos metros, tenía el pelo negro y tupido y unos ojos azules que resplandecían debajo de unas cejas oscuras. Paula, al fijarse en el traje hecho a medida que llevaba, decidió que tenía que estar muy pagado de sí mismo. Unos pantalones de algodón y una camisa eran más que suficientes en el almacén. El traje era una exageración y ahora tenía, encima del impecable pañuelo que asomaba por el bolsillo del pecho, la inconfundible marca de la nariz moqueante de una niña. Paula pensó que se lo tenía merecido.
—El nuevo… Sí, supongo que soy el nuevo —añadió con ironía.
Fuera director o no, fuera guapo o no, no tenía por qué fastidiar a las niñas.
—Señor Alfonso, ¿había alguna necesidad de que gritara?
Paula giró la cabeza hacia Chloe, que seguía sollozando.
Las cejas se arquearon sobre los gélidos ojos azules.
Evidentemente, no estaba acostumbrado a que lo regañaran y menos a que lo hiciera alguien de un escalafón inferior en la jerarquía de la empresa.
—He hecho una pregunta. ¿Qué hacen estas niñas aquí? —repitió en un tono más suave.
Iba a resultar que era un director de ésos, de los inflexibles y arrogantes que llevaban las reglas hasta sus últimas consecuencias, para los que los empleados no eran personas con familias y problemas sino autómatas que tenían que hacer su trabajo sin quejarse ni hacer preguntas.
Sin poder remediarlo y sin esperarlo, Paula pensó que era una pena que su maravilloso aspecto no se hiciera extensivo a su personalidad. Se quitó esa idea de la cabeza y se recordó que sus hijas eran siempre lo primero.
—Son mis hijas. La niñera tenía cita con el médico. Vendrá enseguida a recogerlas.
—¿Enseguida? Esto es una empresa, no una guardería.
Paula suspiró de desesperación. Como si ella no lo supiera.
Lo que no sabía era por qué había tenido la esperanza de que él hubiera comprendido que ser madre soltera podía ser una complicación incluso en los mejores días. En días como aquél, bastante hacía con no sentarse al lado de su hija a llorar desconsoladamente.
Chloe la había tenido despierta casi toda la noche. A las muelas que estaban saliéndole, se le añadía la ola de calor que pasaba Chicago.
Los dos ventiladores eléctricos movían el aire caliente por las diminutas habitaciones, pero no enfriaban el ambiente. La puntilla llegó con la llamada de la niñera. Le quedaban por delante ocho horas de trabajar como una mula y luego otra hora en casa antes de ir a la clase nocturna.
Tendría suerte si se acostaba antes de medianoche y sólo lo conseguiría si pasaba por alto el fregadero lleno de platos sucios y el montón de ropa que tenía para lavar.
—Ya sé que no es una guardería —replicó Paula intentando no resultar impertinente—, pero no he podido hacer otra cosa.
—Sus problemas personales son eso, personales. Sin embargo, podrían convertirse en los problemas de Danbury's si una de sus hijas resultase herida —señaló con la mano las existencias apiladas—. No es el sitio indicado para que unas niñas anden sueltas.
—¿Sueltas? —tragó saliva y contuvo un juramento—. Le prometo que las tendré controladas.
—¿Cómo puede hacerlo y realizar su trabajo? —no esperó la respuesta—. No puede. Vuelva a fichar y váyase a su casa.
—¿Que fiche y…? ¿Estoy despedida?
—No, pero esto constará en su expediente. Ahora me toca a mí preguntar. ¿Cómo se llama?
El muy listo estaba dispuesto a labrarse una reputación gracias a ella.
—Paula Chaves —contestó entre dientes
—Muy bien, Paula Chaves, puede considerar esto como una advertencia. Si vuelve a traer a sus hijas al trabajo, será la última vez que fiche.
Ella seguía mirando sus espaldas con la boca abierta cuando se le acercó alguien.
—Ya veo que haces buenas migas con el señor Alfonso.
Paula se dio la vuelta y se encontró con su compañera Arlene Hughes. Paula tenía veintiocho años y Arlene veinte más, tenía una melena pelirroja como Lucille Ball y unos labios muy arqueados a juego. A pesar de la diferencia de edad, las dos se hicieron muy amigas desde que Paula entró a trabajar allí justo después del nacimiento de Chloe.
—¿Don Comprensivo? Sí, va a ser muy divertido trabajar para él. Hace que el otro director parezca cariñoso y simpático.
—No es el nuevo director del almacén.
—¿Quién es? —volvió a preguntar Paula.
—Pedro Alfonso, creo que Tercero. El nuevo vicepresidente de los grandes almacenes Danbury's.
Paula se quedó boquiabierta, aunque cerró los ojos. Si había tenido alguna esperanza de ascender en Danbury's cuando hubiera aprobado el master en Administración de Empresas, aquélla no era la mejor forma de empezar.
—¿Es importante, mamá? —le preguntó Maca.
—Muy importante —confirmó Paula.
—A mí me cae mal —le comunicó su hija—. Grita y ha hecho llorar a Chloe.
—A lo mejor yo también lloro.
Resopló y se levantó el flequillo. Necesitaba un corte de pelo y unos reflejos que animaran su pelo rubio desvaído, pero no tenía ni tiempo ni dinero para esas frivolidades. Ésa parecía ser la historia de su vida últimamente. Daba igual lo arduamente que trabajara, nunca conseguía salir adelante.
Parecía un hámster que daba vueltas sin parar en la rueda.
Notó que la ira y la impotencia le salían a la superficie. La gente como Pedro Alfonso Tercero, que seguramente habría nacido entre algodones, nunca entendería lo que era sacrificarse, apretarse el cinturón, renunciar a cosas y, aun así, eludir a los acreedores.
—Seguro que bebe agua mineral, usa ropa interior de marca y todas las semanas le hacen la manicura. Seguro que no aguantaría ni una hora haciendo lo que nosotras hacemos todos los días. Podría mancharse las manos o la ropa —dejó escapar una risa perversa—. ¡Ya verás cuando se dé cuenta de que tiene un moco de niña en su traje carísimo!
Arlene también se rió y el logotipo de Danbury's se balanceó sobre su monumental pecho.
—Aunque es impresionante —comentó la mujer mayor—. Me recuerda a Pierce Brosnan por el pelo moreno y los ojos azules. Si tuviera diez años menos, no me importaría darme un revolcón con él.
—Si tuvieras diez años menos y hubieras salido en la página central de Playboy, él tampoco se fijaría en ti. Los que son como él salen con unas sosas que se llaman Muffy o Bab. Ni se molestan en fijarse en trabajadoras como nosotras. Si no necesitara este trabajo, ya le bajaría yo los humos un poco.
—¿Sabes lo que tendrías que hacer? —Arlene no esperó a que Paula respondiera—. Tendrías que ir a ese programa nuevo, Me pongo en su lugar.
Paula no tenía tiempo para ver la televisión.
—No lo conozco.
—Lo emiten todos los martes por la noche. Es una especie de Gran hermano en el lugar del trabajo.
—Lo siento, pero tampoco veo esos programas —dijo Paula.
Arlene sacudió la cabeza con incomprensión.
—Ya sé que vas a clase tres días a la semana, pero, ¿qué haces para relajarte?
—Dormir.
—Es deprimente… Eres joven, estás en la flor de la vida, tienes un buen tipo y eres guapa. Tendrías que salir más, quedar con hombres, vivir la vida un poco.
—Tengo demasiadas responsabilidades y no me interesa quedar con hombres —se acordó de la sonrisa que había dirigido a Pedro Alfonso—. No necesito un hombre en mi vida.
Arlene suspiró. Era una vieja discusión.
—Muy bien, por lo menos podrías ponerte televisión por cable para evadirte un poco.
—No puedo permitírmelo. Además, sólo uso la televisión para ver viejos vídeos. Así, las niñas sólo pueden ver los vídeos educativos que sacamos de la biblioteca.
—Si vas a Me pongo en su lugar, podrías ganar medio millón de dólares. Con eso podrías comprar un montón de vídeos educativos.
—Ya, también podría ganar diez veces más que eso con la lotería y seguramente haya más probabilidades —sacudió la cabeza—. No, gracias. Conseguiré el dinero por el método tradicional. Trabajaré como una mula.
—Lo harías en Me pongo en su lugar —replicó Arlene—. Si Pedro Alfonso aceptara participar, serías la vicepresidenta de los grandes almacenes Danbury's durante un mes.
Paula se paró en seco.
—Lárgate.
—Lo digo en serio, ¿por qué crees que se llama Me pongo en su lugar?
—¿Y él estaría todo un mes haciendo mi trabajo en el centro de distribución?
Arlene asintió con la cabeza y Paula soltó una carcajada.
—Pagaría por verlo —aseguró mientras se miraba las manos callosas.
—No sólo intercambiaríais el trabajo. Él viviría en tu apartamento, iría a clases nocturnas y se apañaría con tu presupuesto.
—¿Que él viviría en mi apartamento sin aire acondicionado, comería hamburguesas con queso y fregaría los platos, a veces con agua fría, mientras yo viviría en el colmo del lujo durante todo un mes? Eso es un sueño.
Chloe se puso a llorar y acabó con el sueño.
—Entonces, ¿quieres hacerlo?
—Claro —contestó Paula con los ojos en blanco—. ¿Dónde hay que apuntarse?
Arlene se aclaró la garganta.
—Me alegro, porque ya lo he hecho.
—¿Qué has hecho…?
—Te he apuntado para Me pongo en su lugar —contestó Arlene—. He apuntado tu nombre en la página web del programa.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—Hace unas semanas. Cuando solicitaste el puesto de directora y no te llamaron para la entrevista.
—Así que tengo que ir a una televisión para demostrar al jefazo de Danbury's lo que soy capaz de hacer…
—Más o menos —Arlene se encogió de hombros—, pero si no estás interesada, cuando te llamen del programa, si te llaman, puedes decirles que no quieres ir.
—Puedes estar segura de que es lo que haré.