miércoles, 6 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 3





Paula miraba a Pedro mientras Sylvia seguía hablando. 


Estaba segura de que llevaba un traje hecho a medida. Esos hombros perfectos seguramente serían la obra de un sastre más que la de un gimnasio. La imagen era esencial para los jefazos de las empresas. Aun así, era atractivo y mucho más cuando sonreía.


En ese momento, sus labios estaban bien apretados, lo cual era una pena porque tenía una boca muy bonita. Era más bien grande y con una pequeña cicatriz justo debajo del labio inferior.


Paula se preguntó cómo se la habría hecho, pero fuera como fuese le daba un toque muy sensual.


Paula tosió sin saber de dónde habría sacado esa idea. Era su jefe. Además, a partir de ese momento era también su adversario. Si ella quería ganar, tenía que considerarlo como tal. No podía imaginárselo como el hombre que una vez le había alterado el pulso con una sonrisa, por muy seductora que encontrara la cicatriz.


Volvió a toser.


Pedro se preguntó si estaría resfriada. Eso le daría cierta ventaja. Empezaba a pensar que iba a necesitar todas las ventajas que pudiera conseguir. Estaba sentado enfrente de Paula y esperaba poder dar la sensación de que estaba aburrido y desinteresado, aunque también empezaba a preguntarse en qué lío se había metido. Ponerse en el lugar del otro no era ningún problema hasta que se decidió que durmieran bajo el mismo techo. No le gustaba la idea, aunque durmieran en camas separadas. A él le gustaba su intimidad.


Se planteó una pregunta al observar a Paula. ¿Por qué le intrigaba tanto? Era atractiva, pero con ese pelo descuidado y esa ropa práctica, era muy distinta de las mujeres elegantes o sofisticadas que solían llamarle la atención.


Repasó sus rasgos: barbilla firme, pómulos altos, nariz levemente chata y ojos de color chocolate. Quizá fueran los ojos lo que le atraían. Transmitían cierta vulnerabilidad, pero Pedro sabía por propia experiencia que no daba su brazo a torcer fácilmente aunque tuviera mucho que perder. 


Tuvo que reconocer que admiraba eso.


Se acordó de su primer encuentro, aunque no podía llamarse un encuentro propiamente dicho. Pedro la había visto mientras recorría el almacén con un grupo de directivos. Ella revisaba unas existencias de espaldas a él. 


Tenía unas piernas esbeltas y unas caderas estrechas ceñidas por un pantalón vaquero. 


Dejando a un lado que fuera el vicepresidente de Danbury's y su consejero delegado, sólo un ciego habría pasado por alto aquella visión. 


Luego, ella se estiró y sacudió la cabeza como si tuviera tortícolis. Cuando ella se volvió y lo encontró mirándola, él no pudo evitar sonreírle. 


Ella le devolvió la sonrisa con una mezcla de timidez, interés y cierto fastidio.


Si bien la empresa no tenía ninguna norma que impidiera la relación entre empleados, su segundo encuentro habría acabado con cualquier posibilidad de coqueteo. El centro de distribución no había pasado la inspección de sanidad y seguridad en el trabajo y estaba esperando que los inspectores volvieran el día que se dio de bruces con ella y sus hijas. Quizá hubiera podido ser un poco más condescendiente con ella. Volvió a acordarse de la perturbadora idea de tener que dormir durante un mes en su sofá.


Su jefe sujetaba el bolígrafo como una daga y no paraba de apretar el extremo superior. ¿Estaba nervioso o furioso? Paula decidió que le daba igual. Fuera lo que fuese, demostraba que era humano y que los avatares de la vida podían sacarle de quicio. Iba a enterarse de lo que eran avatares cuando se metiera en su piel… Cuando lo miró a la cara, comprobó que él también estaba mirándola.


Él se limitó a arquear una ceja, pero ella se sonrojó porque la había sorprendido mirándolo. 


Al menos, eso se dijo ella. 


Seguramente no tendría nada que ver con que si tuviera otro acento, sería irresistible; si tuviera otro acento, ella y la mitad de las mujeres de Chicago caerían rendidas a sus pies. 


Gracias a Dios, tenía el típico acento de la Costa Este, de donde él era.


Las miradas no se separaron y la voz áspera de Sylvia rompió el hechizo.


—¿Qué dice usted, señor Alfonso? ¿Cree que podrá llevar la vida de la señorita Chaves durante un mes?


Volvió a mirar a Paula, pero con más arrogancia que otra cosa.


—¿Su vida durante un mes? —sacudió la cabeza como si se sintiera ofendido—. Cuando gane, haga el cheque a la Asociación Estadounidense contra el Cáncer.



****

Paula estaba a punto de llegar al ascensor cuando oyó que Pedro la llamaba. Estuvo tentada de fingir que no lo había oído y seguir su camino. Cuando él ganara… era insoportable. 


Sin embargo, se paró y se dio la vuelta con los brazos cruzados.


—¿Quería decirme algo?


—Muchas cosas.


—Entiendo. ¿Podría esperar hasta que le devuelva el golpe? Preferiría escucharle cuando estén pagándome por haber tenido ese placer.


El frunció el ceño.


—Mi despacho está por aquí.


Se fue sin decir nada más. Evidentemente, esperaba que ella lo siguiera, lo cual ella hizo a regañadientes y soltando juramentos en voz baja.


Su despacho era enorme, con muebles imponentes y el trono de su alteza tapizado en cuero. No había fotografías ni plantas u objetos decorativos en los que distraerse cuando estaba aburrido. La habitación decía poco de la personalidad de Pedro Alfonso o quizá dijera que no tenía mucha personalidad aparte de su seductora boca y su seriedad intransigente.


—Un despacho muy bonito —comentó Paula con una sonrisa forzada.


—Cumple su cometido.


—Vaya, el tipo que no pierde el tiempo con tonterías.


—Señorita Chaves, ya comprobará que no hay mucho tiempo para tonterías cuando se dirige una empresa.


Pedro se sentó en el trono y Paula quiso coronarlo.


—Señor Alfonso, ya comprobará que tiene que encontrar el tiempo para las tonterías cuando está educando a unas hijas.


—Ya lo veremos.


—Efectivamente —Paula se sentó en una de las butacas que había delante de la mesa—. ¿Qué quería decirme?


—Quería decirle que su puesto de trabajo no corre peligro independientemente del resultado del programa y que tampoco afectara a sus oportunidades de ascenso en Danbury's.


—Vaya, es un alivio.


—¿Hay algún motivo para su sarcasmo?


—No, señor. Estoy segura de que mis futuras solicitudes de ascenso recibirán la misma atención que la pasada.


Él frunció el ceño.


—¿La pasada?


—Tengo que volver al centro de distribución —se puso de pie—. Hoy andamos un poco escasos de personal.


—Sobrevivirán un rato sin usted —le hizo un gesto para que volviera a sentarse—. Quiero que sepa que, aunque estará en un puesto que le viene muy grande, el resto del equipo directivo se ocupará de ayudarla.


Parecía sincero, pero eso no hacía sino que resultara más paternalista.


—Así que me viene muy grande…


—Unas clases de Administración de Empresas no preparan a nadie para dirigir una cadena de grandes almacenes.


—Ha estudiado mi expediente personal.


—Es un privilegio que tengo como empleador suyo, pero no lo he estudiado. Lo hojeé cuando añadí la advertencia sobre traer a sus hijas al trabajo.


—Luego hablarán de sitios de trabajo que favorecen a la familia.


—En el Ministerio de Trabajo no estarán muy de acuerdo con su concepto de favorecer a la familia. Es más, la última vez que usted decidió aportar algo con su intención de organizar una guardería, los inspectores estaban en camino del centro de distribución.


La explicación no sirvió para mitigar su ira.


—¿Nunca ha tenido un mal día?


—Los días, en definitiva, son como nosotros los hagamos; buenos, malos o como sean. La clave está en la organización.



Ella se cruzó de brazos y se apoyó en el respaldo.


—Entonces, yo estoy desorganizada.


—Sencillamente le indico que, evidentemente, tiene algunos fallos de planificación si un par de contratiempos la hunden en el caos.


—La vida, señor Alfonso, no es planificación y dos hijas no son contratiempos —Pedro fue a hablar, pero Paula levantó una mano para contenerlo—. No obstante, tengo curiosidad por ver cómo se apaña cuando se encuentre con algún contratiempo.


—¿Usted da por sentado que no se hace nada cuando se está en la dirección?


—En absoluto, pero ninguna planificación, organización o empresa sirve para una criatura a la que le están saliendo los dientes y no duerme ni para una niña de siete años que está convencida de que hay monstruos debajo de su cama.


—¿Está intentando ponerme nervioso?


Parecía divertido con la idea.


—Claro que no. Intento hacerle ver que ser padre, soltero o no, está lleno de complicaciones. No hay manuales de instrucciones ni soluciones universales ni equipos directivos a los que consultar. Muchas veces, tendrá que pensar de pie aunque haya pasado doce horas en esa postura.


—Entonces, ser padre sólo es un trabajo espantoso.


Paula tuvo que sonreír al acordarse del beso que le había dado Chloe esa mañana y de la invitación para tomar el té que le había dibujado Macarena.


—Seguramente, eso es lo que yo he transmitido, pero no es así. Tiene unas recompensas que no se puede imaginar. Incluso en esos días malos, yo no cambiaría a mis hijas por nada del mundo. Son… —buscó las palabras adecuadas—. Son lo que hace que todo merezca la pena.


Paula se levantó al comprobar que él no decía nada y se limitaba a mirarla con una expresión indescifrable.


—Tengo que volver al trabajo. A algunos nos pagan por horas.


Pedro la despidió con un gesto de la cabeza, pero se quedó pensando en lo que acababa de oír.


Pensando y recordando.


Las viejas heridas volvieron a abrasarle como lava líquida. Él sabía perfectamente que la vida no era planificación. Era impredecible y confusa. 


Todos los planes perfectamente trazados podían caer por tierra en un abrir y cerrar de ojos. 


Sacó de la cartera la foto que le había mandado su madre en la última carta. Ella le escribía por lo menos una vez al mes. 


Él nunca la contestaba, aunque la llamaba de vez en cuando. Al fin y al cabo, ella no había tenido la culpa de todo lo que había pasado. 


Volvió a mirar la foto por enésima vez desde que la había recibido hacía una semana. Dos niños adorables, vestidos con sus mejores galas, lo sonreían. 


Tenían el pelo oscuro y perfectamente peinado, pero los ojos azules tenían una expresión traviesa, eran los ojos de los Alfonso. Tenían tres y cinco años y eran la debilidad de sus abuelos, pero Pedro no los había conocido. Eran los hijos de su hermano, pero tenían que haber sido los suyos, como la mujer de Damian tenía que haber sido la suya.



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