miércoles, 6 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 1




Paula Chaves volvió a llegar tarde al trabajo; esa vez fue media hora. Llevaba a la niña pequeña en brazos mientras fichaba en el centro de distribución de los grandes almacenes Danbury's. Para complicar más las cosas, se presentaba con dos niñas y una de ellas bastante irritable porque estaban saliéndole los dientes.


—No te olvides, Macarena, tienes que quedarte con Chloe en la sala de descanso —le recordó a su hija de siete años—. Tenéis que estar ahí hasta que la señora Baker os recoja.


Todo el plan se esfumó cuando Paula dio la vuelta a una esquina y se dio de bruces con el enorme pecho de un hombre. Retrocedió un paso y lo miró con una sonrisa de disculpa. No sabía su nombre, pero la semana anterior lo había visto con uno de los directores adjuntos. 


La punzada de atracción que sintió entonces la había pillado desprevenida. Se había reprendido por ello, pero también le había devuelto la sonrisa que él le había dirigido.


Allí estaba otra vez, pero ya no sonreía.


—Lo siento —dijo ella.


Él aceptó la disculpa con un gesto de la cabeza.


—¿Qué hacen estas niñas aquí?


Macarena se escondió detrás de su madre al oír el tono brusco y Chloe dejó escapar un quejido entre sollozos.


Paula le dio un beso en la mejilla sonrosada y ardiente.


—No pasa nada. No llores —miró al hombre—. ¿Quién es usted exactamente?


Pedro Alfonso.


El nombre le sonaba, pero no sabía bien de qué.


—¡Ah! El nuevo…


Estaba casi segura de que era el nuevo director del centro de distribución, un puesto que ella había solicitado, aunque ni siquiera habían tenido la delicadeza de hacerle una entrevista.


Los rumores decían que ese tipo tenía una relación lejana con el jefe de personal, aunque a Paula le parecía muy distinto del bajo y calvo señor Elliot. Medía casi dos metros, tenía el pelo negro y tupido y unos ojos azules que resplandecían debajo de unas cejas oscuras. Paula, al fijarse en el traje hecho a medida que llevaba, decidió que tenía que estar muy pagado de sí mismo. Unos pantalones de algodón y una camisa eran más que suficientes en el almacén. El traje era una exageración y ahora tenía, encima del impecable pañuelo que asomaba por el bolsillo del pecho, la inconfundible marca de la nariz moqueante de una niña. Paula pensó que se lo tenía merecido.


—El nuevo… Sí, supongo que soy el nuevo —añadió con ironía.



Fuera director o no, fuera guapo o no, no tenía por qué fastidiar a las niñas.


—Señor Alfonso, ¿había alguna necesidad de que gritara?


Paula giró la cabeza hacia Chloe, que seguía sollozando.


Las cejas se arquearon sobre los gélidos ojos azules. 


Evidentemente, no estaba acostumbrado a que lo regañaran y menos a que lo hiciera alguien de un escalafón inferior en la jerarquía de la empresa.


—He hecho una pregunta. ¿Qué hacen estas niñas aquí? —repitió en un tono más suave.


Iba a resultar que era un director de ésos, de los inflexibles y arrogantes que llevaban las reglas hasta sus últimas consecuencias, para los que los empleados no eran personas con familias y problemas sino autómatas que tenían que hacer su trabajo sin quejarse ni hacer preguntas.


Sin poder remediarlo y sin esperarlo, Paula pensó que era una pena que su maravilloso aspecto no se hiciera extensivo a su personalidad. Se quitó esa idea de la cabeza y se recordó que sus hijas eran siempre lo primero.


—Son mis hijas. La niñera tenía cita con el médico. Vendrá enseguida a recogerlas.


—¿Enseguida? Esto es una empresa, no una guardería.


Paula suspiró de desesperación. Como si ella no lo supiera. 


Lo que no sabía era por qué había tenido la esperanza de que él hubiera comprendido que ser madre soltera podía ser una complicación incluso en los mejores días. En días como aquél, bastante hacía con no sentarse al lado de su hija a llorar desconsoladamente.


Chloe la había tenido despierta casi toda la noche. A las muelas que estaban saliéndole, se le añadía la ola de calor que pasaba Chicago. 


Los dos ventiladores eléctricos movían el aire caliente por las diminutas habitaciones, pero no enfriaban el ambiente. La puntilla llegó con la llamada de la niñera. Le quedaban por delante ocho horas de trabajar como una mula y luego otra hora en casa antes de ir a la clase nocturna. 


Tendría suerte si se acostaba antes de medianoche y sólo lo conseguiría si pasaba por alto el fregadero lleno de platos sucios y el montón de ropa que tenía para lavar.


—Ya sé que no es una guardería —replicó Paula intentando no resultar impertinente—, pero no he podido hacer otra cosa.


—Sus problemas personales son eso, personales. Sin embargo, podrían convertirse en los problemas de Danbury's si una de sus hijas resultase herida —señaló con la mano las existencias apiladas—. No es el sitio indicado para que unas niñas anden sueltas.


—¿Sueltas? —tragó saliva y contuvo un juramento—. Le prometo que las tendré controladas.


—¿Cómo puede hacerlo y realizar su trabajo? —no esperó la respuesta—. No puede. Vuelva a fichar y váyase a su casa.



—¿Que fiche y…? ¿Estoy despedida?


—No, pero esto constará en su expediente. Ahora me toca a mí preguntar. ¿Cómo se llama?


El muy listo estaba dispuesto a labrarse una reputación gracias a ella.


—Paula Chaves —contestó entre dientes


—Muy bien, Paula Chaves, puede considerar esto como una advertencia. Si vuelve a traer a sus hijas al trabajo, será la última vez que fiche.


Ella seguía mirando sus espaldas con la boca abierta cuando se le acercó alguien.


—Ya veo que haces buenas migas con el señor Alfonso.


Paula se dio la vuelta y se encontró con su compañera Arlene Hughes. Paula tenía veintiocho años y Arlene veinte más, tenía una melena pelirroja como Lucille Ball y unos labios muy arqueados a juego. A pesar de la diferencia de edad, las dos se hicieron muy amigas desde que Paula entró a trabajar allí justo después del nacimiento de Chloe.


—¿Don Comprensivo? Sí, va a ser muy divertido trabajar para él. Hace que el otro director parezca cariñoso y simpático.


—No es el nuevo director del almacén.


—¿Quién es? —volvió a preguntar Paula.


Pedro Alfonso, creo que Tercero. El nuevo vicepresidente de los grandes almacenes Danbury's.


Paula se quedó boquiabierta, aunque cerró los ojos. Si había tenido alguna esperanza de ascender en Danbury's cuando hubiera aprobado el master en Administración de Empresas, aquélla no era la mejor forma de empezar.


—¿Es importante, mamá? —le preguntó Maca.


—Muy importante —confirmó Paula.


—A mí me cae mal —le comunicó su hija—. Grita y ha hecho llorar a Chloe.


—A lo mejor yo también lloro.


Resopló y se levantó el flequillo. Necesitaba un corte de pelo y unos reflejos que animaran su pelo rubio desvaído, pero no tenía ni tiempo ni dinero para esas frivolidades. Ésa parecía ser la historia de su vida últimamente. Daba igual lo arduamente que trabajara, nunca conseguía salir adelante. 


Parecía un hámster que daba vueltas sin parar en la rueda.


Notó que la ira y la impotencia le salían a la superficie. La gente como Pedro Alfonso Tercero, que seguramente habría nacido entre algodones, nunca entendería lo que era sacrificarse, apretarse el cinturón, renunciar a cosas y, aun así, eludir a los acreedores.


—Seguro que bebe agua mineral, usa ropa interior de marca y todas las semanas le hacen la manicura. Seguro que no aguantaría ni una hora haciendo lo que nosotras hacemos todos los días. Podría mancharse las manos o la ropa —dejó escapar una risa perversa—. ¡Ya verás cuando se dé cuenta de que tiene un moco de niña en su traje carísimo!


Arlene también se rió y el logotipo de Danbury's se balanceó sobre su monumental pecho.


—Aunque es impresionante —comentó la mujer mayor—. Me recuerda a Pierce Brosnan por el pelo moreno y los ojos azules. Si tuviera diez años menos, no me importaría darme un revolcón con él.


—Si tuvieras diez años menos y hubieras salido en la página central de Playboy, él tampoco se fijaría en ti. Los que son como él salen con unas sosas que se llaman Muffy o Bab. Ni se molestan en fijarse en trabajadoras como nosotras. Si no necesitara este trabajo, ya le bajaría yo los humos un poco.


—¿Sabes lo que tendrías que hacer? —Arlene no esperó a que Paula respondiera—. Tendrías que ir a ese programa nuevo, Me pongo en su lugar.


Paula no tenía tiempo para ver la televisión.


—No lo conozco.


—Lo emiten todos los martes por la noche. Es una especie de Gran hermano en el lugar del trabajo.


—Lo siento, pero tampoco veo esos programas —dijo Paula.


Arlene sacudió la cabeza con incomprensión.


—Ya sé que vas a clase tres días a la semana, pero, ¿qué haces para relajarte?


—Dormir.


—Es deprimente… Eres joven, estás en la flor de la vida, tienes un buen tipo y eres guapa. Tendrías que salir más, quedar con hombres, vivir la vida un poco.


—Tengo demasiadas responsabilidades y no me interesa quedar con hombres —se acordó de la sonrisa que había dirigido a Pedro Alfonso—. No necesito un hombre en mi vida.


Arlene suspiró. Era una vieja discusión.


—Muy bien, por lo menos podrías ponerte televisión por cable para evadirte un poco.


—No puedo permitírmelo. Además, sólo uso la televisión para ver viejos vídeos. Así, las niñas sólo pueden ver los vídeos educativos que sacamos de la biblioteca.


—Si vas a Me pongo en su lugar, podrías ganar medio millón de dólares. Con eso podrías comprar un montón de vídeos educativos.


—Ya, también podría ganar diez veces más que eso con la lotería y seguramente haya más probabilidades —sacudió la cabeza—. No, gracias. Conseguiré el dinero por el método tradicional. Trabajaré como una mula.



—Lo harías en Me pongo en su lugar —replicó Arlene—. Si Pedro Alfonso aceptara participar, serías la vicepresidenta de los grandes almacenes Danbury's durante un mes.


Paula se paró en seco.


—Lárgate.


—Lo digo en serio, ¿por qué crees que se llama Me pongo en su lugar?


—¿Y él estaría todo un mes haciendo mi trabajo en el centro de distribución?


Arlene asintió con la cabeza y Paula soltó una carcajada.


—Pagaría por verlo —aseguró mientras se miraba las manos callosas.


—No sólo intercambiaríais el trabajo. Él viviría en tu apartamento, iría a clases nocturnas y se apañaría con tu presupuesto.


—¿Que él viviría en mi apartamento sin aire acondicionado, comería hamburguesas con queso y fregaría los platos, a veces con agua fría, mientras yo viviría en el colmo del lujo durante todo un mes? Eso es un sueño.


Chloe se puso a llorar y acabó con el sueño.


—Entonces, ¿quieres hacerlo?


—Claro —contestó Paula con los ojos en blanco—. ¿Dónde hay que apuntarse?


Arlene se aclaró la garganta.


—Me alegro, porque ya lo he hecho.


—¿Qué has hecho…?


—Te he apuntado para Me pongo en su lugar —contestó Arlene—. He apuntado tu nombre en la página web del programa.


—¿Cuándo? ¿Dónde?


—Hace unas semanas. Cuando solicitaste el puesto de directora y no te llamaron para la entrevista.


—Así que tengo que ir a una televisión para demostrar al jefazo de Danbury's lo que soy capaz de hacer…


—Más o menos —Arlene se encogió de hombros—, pero si no estás interesada, cuando te llamen del programa, si te llaman, puedes decirles que no quieres ir.


—Puedes estar segura de que es lo que haré.



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