lunes, 4 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 29




Paula, sentada en una terraza, tomó un sorbo de café mientras miraba a la gente que iba de compras o paseando por la calle un viernes por la tarde. Le quedaban apenas un par de semanas para dar a luz y no podía hacer algo tan agotador como ir de compras, pero estaba decidida a pasear todo lo que fuera posible. Y solía llegar hasta un café de Kingʹs Road en el que se había acostumbrado a comer y tomar luego un pastelito y una taza de café. Y allí pensaba en su próxima boda, que tendría lugar tres meses después de que hubiese dado a luz.


Pedro habría preferido acelerar los acontecimientos y casarse lo antes posible, pero Paula se había mantenido en sus trece. Sólo iba a casarse una vez en su vida y no pensaba a hacerlo a toda prisa, aunque fuese un matrimonio de conveniencia. Ella quería creer que era de verdad y eso no era un crimen, ¿no?


Pedro se mostraba atento y amable con ella pero nunca, ni una sola vez, le había declarado su amor. Aunque ella no se quejaba. Se guardaba sus sentimientos para sí misma con la absurda esperanza de que algún día ocurriera el milagro y Pedro decidiese que estaba enamorado de ella.


De cara a los demás daba la impresión de estar enamorado, sin embargo.


Durante el fin de semana que pasaron en Irlanda con sus padres recientemente se había mostrado como un prometido cariñoso y estaba segura de que cuando conociese a su familia en dos semanas intentaría dar la misma imagen.


Pero ella no hacía lo mismo. O tal vez no tenía que hacerlo porque, aunque intentase disimular, el amor que sentía por él se le veía en los ojos.


Paula miró su reloj, pensando que Pedro tenía reuniones hasta muy tarde aquel día. Llegaría tarde a casa, le había dicho.


Levantó la mirada, sonriendo porque pensar en él la hacía sentir como una adolescente... pero, de repente, dejó caer sobre el plato el pastelito que tenía en las manos.


Su corazón empezó a latir con fuerza al reconocer a Pedro, imponente con su impecable traje de chaqueta italiano, una mano en el bolsillo del pantalón, seguramente moviendo las monedas que tuviese allí, como era su costumbre.


Reía mientras charlaba con una rubia bajita...


De repente, Paula se dio cuenta de que no podía respirar. La chica tenía el rostro ovalado, unos ojos enormes y el pelo muy corto. Era un estilo que sólo las chicas muy guapas podían llevar, pero parecía un chico con una mochila al hombro y unas botas militares.


Supuestamente, Pedro debería estar en una reunión. No tenía ni un minuto libre aquel día, le había comentado. Esa mañana le había dicho que no se preocupase y luego la había besado en la boca, murmurando que sentía la tentación de olvidarse de todas las reuniones y quedarse en la cama con ella.


Pero, evidentemente, había tenido un momento libre para salir de la oficina y encontrarse con aquella rubia.


Estaba tan concentrada mirándolos que sólo se dio cuenta de que estaba apretando los puños cuando empezaron a dolerle las palmas de las manos.


Paula se mordió los labios al ver que Pedro tomaba a la rubia del brazo con total familiaridad y luego se alejaba con ella calle abajo.


El monstruo al que Paula había acostumbrado a guardar en el fondo de su cabeza salió de su escondite y la agarró del cuello. Aquello era lo que había temido. Después de conseguir lo que quería, Pedro había recordado que el mundo estaba lleno de mujeres guapas. ¿Trabajaría aquella chica para él?, se preguntó. Daba igual, lo único importante era que le había mentido.


¿Qué clase de reunión tenía lugar en los cafés de Kingʹ s Road? ¿Qué clase de ejecutiva llevaba botas militares?


Pasó las siguientes horas en un estado de total angustia y cuando, después de las diez, oyó que se abría la puerta del ático tuvo que hacer un esfuerzo para calmarse.


Pedro estaba quitándose la corbata cuando entró en el dormitorio con una sonrisa en los labios, como si no hubiera hecho nada malo en toda su vida.


—Ah, estás despierta —le dijo, inclinándose sobre ella para darle un beso en los labios.


—¿Qué tal el día? —le preguntó Paula, intentando disimular.


—Bien, con mucho trabajo. Voy a darme una ducha, pero no te muevas de ahí, vuelvo en quince minutos.


No cerró la puerta del baño ni se molestó en ser discreto mientras se desnudaba.


Y Paula, reclinada sobre los almohadones de la cama, tuvo que apartar la mirada.


Después de ducharse, Pedro salió del baño con una toalla atada a la cintura y se detuvo en la puerta. El instinto le decía que algo iba mal, pero no sabía qué.


Cuando se acercó a la cama, Paula fingió estar leyendo, pero en realidad miraba sus piernas y la toalla blanca, que apenas podía esconder su impresionante masculinidad.


Había tenido unas horas para pensar qué iba a hacer cuando volviera a casa.


Incluso había pensado no decir nada, pero descartó la idea porque no saberlo con seguridad se la comería como un cáncer. No iba a ponerse histérica, se lo diría con toda tranquilidad.


—¿Has cenado? —le preguntó, sin dejar de mirar su libro porque cuando lo miraba a él se derretía por dentro.


—He comido un bocadillo durante la última reunión — contestó él—. Pero te conozco, Paula, sé que quieres decirme algo. ¿Qué ocurre?


—¿Cómo has pasado el día?


Pedro sacudió la cabeza, impaciente, mientras abría un cajón de la cómoda.


—Trabajando, ya lo sabes —respondió, tirando la toalla al suelo para ponerse unos calzoncillos—. Me dedico a eso, a trabajar. Me siento frente a otros hombres tan aburridos como yo y hacemos tratos. Entre reunión y reunión intento comprobar cómo van los mercados para evitar cualquier mala inversión. A las ocho y media, una de las secretarias me ha llevado un bocadillo y luego he venido a casa.


—Ah, ya.


‐Esta mañana, cuando me marché, estabas alegre. ¿Qué ha pasado?


‐Sólo estoy intentando averiguar cómo has pasado el día.


‐Y ya lo has hecho. A menos que quieras que me extienda sobre los aburridos detalles.


—Tal vez sólo uno —dijo Paula, intentando llevar aire a sus pulmones.


Pedro suspiró. No sabía de qué estaba hablando, pero sabía que pasaba algo raro.


—Estoy deseando que me lo digas.


—¿Qué hacías a la hora de comer en Kingʹs Road con una mujer? Y no lo niegues porque te he visto con mis propios ojos.




HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 28




Pedro se preguntó cómo era posible que Paula siempre dijera justo aquello que él no quería escuchar. Las palabras «acuerdo sobre la custodia» lo sacaban de quicio porque llevaban a su cabeza la imagen de otro hombre, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para controlarse.


Paula había aceptado casarse con él, aunque a regañadientes, y tendría que conformarse con eso.


—Nos casaremos —anunció—. Yo no tengo intención de buscar a otra persona y espero que tú tampoco. Además, espero que hagas todo lo posible para que nuestro matrimonio funcione...


—Y tú también, supongo.


—Yo también, por supuesto. No pienso tolerar que sea una farsa.


Paula entendió que debían parecer un matrimonio feliz de cara a los demás.


Y sabía que era ahora o nunca. Si aceptaba, su destino estaba sellado. Si ponía objeciones, Pedro no volvería a intentar convencerla. Estaría a su lado durante el embarazo y después se alejaría. No de su hijo, de ella.


De modo que asintió con la cabeza sin decir nada. Pedro sacó el móvil del bolsillo del pantalón y se lo pasó.


—Creo que es hora de darle la noticia a tus padres.


—¿Ahora mismo? —Paula estaba nerviosa, pero bajo ese nerviosismo reconocía cierta emoción. Y le temblaba la mano mientras tomaba el teléfono.


Diez minutos después se lo devolvió. Pedro había permanecido de brazos cruzados, esperando, mientras hablaba con sus padres.


—Ahora te toca a ti. ¿No vas a llamar a tu madre?


Paula había aceptado casarse con él, pero eso no la hacía feliz, pensó Pedro. Tenía la sensación. de que se había rendido, que había aceptado algo que no quería y eso lo incomodaba. Gracias a él, se había visto obligada a olvidar sus sueños románticos y ser práctica. Que pudieran ser felices era algo que no parecía entrar en la ecuación, aunque hubieran sido felices antes, en la cama y fuera de ella.


—La llamaré después. Y no hace falta que pongas esa cara de pena, Paula. Voy a darte toda la seguridad posible —le dijo, frustrado.


—Lo sé.


Seguridad. Cuando el matrimonio debería ser la unión de dos personas que se amaban por encima de todo, él le hablaba de seguridad. 


Paula se odiaba a sí misma por amarlo tanto como para comprometer sus principios. Se odiaba a sí misma por pensar que, por inadecuado que fuera su matrimonio, sería mejor que vivir sin él. Y odiaba pensar que Pedro se aburriría tarde o temprano de ella y se marcharía. Y que sin él en su vida sería como... estar flotando en el vacío.


Siempre le sería fiel porque no tenía otra opción, era prisionera de sus emociones. Él, por otro lado, aunque diciéndose insultado por haber pensado que podría serle infiel, no podría serlo durante mucho tiempo. 


Estaba condenada a una vida llena de temores por tanto. 


¿Cuántos hombres con una libido tan poderosa y un atractivo físico como el de Pedro serían capaces de serle fieles a sus mujeres cuando la novedad hubiera pasado?


Pedro la deseaba ahora, encontraba sexy su embarazo, pero eso pasaría.


¡Y allí estaba, arrugando el ceño y ordenándole que fuera feliz!


—Antes eras feliz —dijo él entonces.


Paula se puso colorada porque era cierto. Había sido feliz en esa burbuja que habían creado para los dos desde que volvieron de Irlanda. Lo tenía a su lado todos los días, a todas horas, salvo el tiempo que pasaba en la oficina, y había sido feliz.


—¿Qué ha cambiado?


—Nada —contestó ella, cerrando los ojos porque le dolía el corazón cuando lo miraba—. ¿Qué ha sido de la sopa y el pan recién hecho del que hablabas antes?


Pedro no quería interrumpir la conversación, aunque no sabía qué esperaba conseguir. La había obligado a casarse con él, de eso no tenía la menor duda. Si parecía un poco tiránico, era por su propio bien, como Paula descubriría con el tiempo.


No podría haberlo hecho de otra manera porque cuanto más tiempo pasaba con ella, más convencido estaba de que la quería en exclusiva para él. Además, Paula había aceptado que habían sido felices antes, no había razón para que no volvieran a serlo.


—Voy a pedir la cena —le dijo, intentando sonreír—. Pero estaba pensando en la boda... una boda íntima, tal vez. ¿Estás de acuerdo? Aunque si quieres una boda tradicional, con muchos invitados, a mí no me importa.


—¿Un vestido blanco y a punto de dar a luz? No, me parece que no.


—Lo que tú digas me parecerá bien.


Paula apartó la mirada. Pedro había vuelto a ser el mismo de siempre.


¿Significaba eso que le hacía feliz la idea de casarse? A él se le daba mucho mejor esconder sus emociones que a ella.


—Voy a pedir la cena, así podrás dormir un rato.




HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 27




Paula se mordió los labios. Pedro, cuya fuerte personalidad había sido predecible sólo en un aspecto de su relación, ahora respondía de una manera extraña. Había dicho que se alegraba, incluso más que eso. Pero no parecía alegre en absoluto.


La idea de que pudiese haber cambiado de opinión después de todo hizo que se sintiera enferma. ¿Habría hecho todo aquello con la convicción de que seguiría rechazándolo? ¿Habría sido sólo una fachada, para quedar bien? 


Había insistido muchas veces en que se fuera a vivir con él, pero tal vez ya había aceptado que sería algo temporal, hasta que naciese el niño.


Quizá su insistencia en ser independiente se le había contagiado y también él estaba de acuerdo en que no era necesario que el niño tuviese un padre y una madre.


—Creo que no he sido muy práctica hasta ahora. Si sigues queriendo que nos casemos estoy de acuerdo... pero con un par de condiciones.


¿Con un par de condiciones? Cualquiera diría que había amenazado con torturarla en lugar de ofrecerle una vida regalada.


—¿Y qué condiciones son ésas?


—Me doy cuenta de que sería un matrimonio de conveniencia, pero... espero que no tengas otras relaciones cuando te canses de jugar a las familias felices.


Pedro se levantó de la cama, intentando controlar su enfado.


‐¿Qué clase de persona crees que soy? ¿Crees que voy a engañarte en cuanto nazca el niño?


‐No he dicho eso. Pero temo que te aburras de mí y empieces a buscar diversión en otra parte...


‐Entonces. tendremos que hacer lo que sea para no aburrirnos, ¿no? —le espetó Pedro. Sabía que era un comentario desconsiderado y grosero, pero aquello no era lo que había esperado cuando imaginó que su plan daría frutos.


—¿Es una amenaza? —replicó Paula, airada—. ¿Tendré que hacer todo lo que tú quieras o te buscarás a otra?


—Estás poniendo palabras en mi boca y eso no me gusta.


—¿Ah, no? ¡Perdona que quiera poner ciertos límites en algo que afecta a mi vida!


—No estás poniendo límites, te estás preparando para el fracaso.


—No es así como yo lo veo y, si no te parece bien, tal vez lo mejor sea llegar a un acuerdo sobre la custodia.


domingo, 3 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 26




-NO QUIERO que digas nada hasta que estés en la cama —Pedro entró en el ático, tan grande que hacía que su apartamento, aunque grande, pareciese una casa de muñecas.


Los baldosines italianos importados estaban cubiertos por alfombras persas y todos los muebles eran de diseño. Sin puertas que obstaculizaran la visión, daba la sensación de medir kilómetros.


Aunque ya había estado allí antes, Paula se detuvo un momento para admirarlo.


Nunca había dejado de maravillarse ante la despreocupada actitud de Pedro con el dinero. Parecía ciego ante los fabulosos cuadros que colgaban en las paredes, cada uno de los cuales debía valer más de lo que una persona normal ganaría en toda su vida.


No era un esnob como había creído el día que lo conoció. El dinero era algo que formaba parte de su privilegiado entorno y casi era comprensible que desde siempre hubiera querido protegerse conociendo el pasado de las mujeres con las que salía. Hasta que apareció ella.


Su dormitorio era tan impresionante como el resto del ático. 


Unas persianas oscuras mantenían alejado el resto del mundo y, dominando la habitación, había una cama de matrimonio hecha a medida porque Pedro quería algo más grande de lo normal. Las sábanas y el edredón también estaban hechas a medida, en tonos crema y chocolate, y le daban a la habitación un aire muy masculino.


Mientras se metía en la cama se fijó en un jarroncito con flores frescas que ella misma le había comprado unos días antes porque su apartamento le parecía demasiado masculino. Había sido una broma, pero Pedro había conservado las flores. Incluso las tenía en su dormitorio.


Y eso la hizo pensar.


Había luchado mucho por conservar su independencia y se había negado a casarse con él porque Pedro se guiaba sólo por su sentido del deber, pero estaba cansada de discusiones y empezaba a tener dudas.


Lo echaba de menos cuando se iba de viaje, aunque nunca lo admitiría en voz alta. Y también había echado de menos su reconfortante presencia cuando empezó a encontrarse mal. Echaba de menos que él se hiciera cargo de todo porque entonces se encontraba segura. Claro que eso era una broma porque «segura» no era el calificativo que usaría para definir cómo se sentía estando con él.


Pero las flores le hacían concebir esperanzas. Si no la quería, al menos la trataría con amistad y respeto cuando la novedad de la relación sexual terminase.


Seguía aferrada a esa frágil ilusión cuando Pedro salió de la habitación, para volver unos minutos después con un vaso de agua en la mano.


—Has dicho que querías que hablásemos —le dijo, sentándose al borde de la cama.


‐Has conservado mis flores.


Pedro miró hacia la cómoda y Paula creyó notar que sus mejillas se cubrían de rubor.


‐No recuerdo cuándo fue la última vez que una mujer me regaló flores.


—Pero seguro que tú has comprado muchas en los últimos años.


—¿Era eso de lo que querías que hablásemos? Porque si es así, te aseguro que puede esperar.


—No, no, quería darte las gracias por cuidar de mí. Si te parezco una desagradecida es...


—¿Lo sientes? Acepto tus disculpas.


Sabía que era raro en ella disculparse. Por supuesto, lo había hecho en el pasado, cuando apareció en su casa para echarle en cara sus mentiras, pero incluso entonces la disculpa había sido casi un reto. En aquel momento, sin embargo, parecía sincera y eso le gustaba. De hecho, le gustaba tanto que decidió darle la vuelta a la conversación para utilizarla en su favor. Siendo un oportunista, le parecía absurdo no hacerlo.


—No es fácil tener que defenderse sola, lo sé —le dijo, apretando su mano—. Anoche por ejemplo. No te encontrabas bien y admito que tal vez no tenías por qué llamar al médico, ¿pero no te gusta que a mí me importes lo suficiente como para hacerlo?


‐Yo no quiero depender de ti...


—Pues claro que no. No estoy diciendo que debas depender de mí. Pero aceptar la ayuda de alguien no significa que uno sea débil. Hemos hablado de esto muchas veces, Paula, pero creo que ha llegado el momento de que reconozcas que es más fácil llevar un embarazo en pareja. Tienes que pensar en el niño.


‐Ya pienso en el niño.


—¿Qué crees que diría si supiera que ha perdido la oportunidad de tener un padre y una madre porque tú no quisiste dársela?


Paula arrugó el ceño.


—No podemos especular con el futuro.


—Tú no tienes por qué, pero yo quiero hacerlo.


Unos minutos después era como si el mundo se hubiera puesto patas arriba.


Pedro había conseguido contar la historia, pero en su versión ella aparecía como egoísta y desconsiderada. En esta ocasión, sin embargo, estaba demasiado cansada como para discutir.


—¿Qué opinas?


—Podría opinar muchas cosas, pero estoy cansada.


—Deberías descansar —dijo él, encantado. Había plantado la semilla y en aquella ocasión parecía haber caído sobre terreno fértil. A su debido tiempo, y si la regaba a menudo, estaba seguro de que tarde o temprano podría recoger la cosecha—. Voy a pedir que nos traigan la cena. ¿Qué te apetece?


‐¿Ésta es tu manera de recordarme que te necesito a mi lado?


—No, sólo estoy intentando cuidar de ti. Yo tengo hambre y tú debes comer. ¿Qué te apetece, comida china, india? Puedo pedirle a mi conductor que vaya a buscar algo al Savoy. De hecho, creo que eso es lo que voy a hacer. No debes comer nada grasiento. ¿Te apetece un plato de sopa y un bollo de pan recién hecho?


‐No hace falta.



—¿Cómo que no hace falta?


—Que no tienes que pedir la cena. Puedo comer lo que tengas en la nevera.


—Llevo fuera cuarenta y ocho horas y antes de eso llevaba días sin comer aquí. No quiero arriesgar tu salud con algo de la nevera.


De nuevo con lo mismo, pensó Paula, entristecida. Todo por el niño. Siempre sería por el niño y ella no iba a cambiar eso.


—En realidad, lo que quería decir es que tienes razón y que no hace falta que repitas lo mismo tantas veces, lo he entendido. Casarnos es lo más sensato y si tu oferta sigue en pie...


Después de haber maniobrado desvergonzadamente para que aquello ocurriera, Pedro la miró, perplejo.


‐¿Lo dices en serio?


—En serio —Paula suspiró—. En otras palabras, tú ganas.


Pedro no le gustó nada esa frase, pero no se preguntó por qué.


—Me alegro. De hecho, mucho más que eso.


‐Me sorprende que no digas algo así como: sabía que entrarías en razón tarde o temprano.


—Sabía que entrarías en razón tarde o temprano.


—Muy gracioso.


Pedro estaba desconcertado por tan repentino cambio de opinión. Sabía que era algo que debía dejar estar y no tentar a la suerte, pero se encontró a sí mismo sentándose al borde de la cama.


—¿Por qué has cambiado de opinión?


—¿Eso importa?


—Posiblemente no, pero me gustaría saberlo.


Paula se encogió de hombros. Aquélla era su oportunidad de demostrarle que podía ser tan fría como él.


—Tal vez me he dado cuenta de que cuando me pongo enferma necesito tener a alguien a mi lado. O a lo mejor he pensado que era hora de poner los pies en el suelo. Esto es lo que hay, estoy embarazada y tú has hecho lo que debías pidiéndome que me casara contigo. Es lo más sensato.


Estaba repitiendo todo lo que él le había dicho tantas veces, pero Pedro se sintió incómodo y extrañamente enfadado ante tanta resignación.


—Todo eso es cierto, pero me pregunto qué ha sido de esas ideas románticas tuyas de no atarte a alguien que no fuera el hombre de tus sueños.


Y tampoco entendía por qué no parecía alegre, al contrario. 


Al menos podría mostrar cierto entusiasmo, pensó. Llevaba semanas acomodándose a sus deseos, haciendo todo lo que ella quería y, sin embargo, no parecía haber tomado nada de eso en consideración.