domingo, 3 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 26




-NO QUIERO que digas nada hasta que estés en la cama —Pedro entró en el ático, tan grande que hacía que su apartamento, aunque grande, pareciese una casa de muñecas.


Los baldosines italianos importados estaban cubiertos por alfombras persas y todos los muebles eran de diseño. Sin puertas que obstaculizaran la visión, daba la sensación de medir kilómetros.


Aunque ya había estado allí antes, Paula se detuvo un momento para admirarlo.


Nunca había dejado de maravillarse ante la despreocupada actitud de Pedro con el dinero. Parecía ciego ante los fabulosos cuadros que colgaban en las paredes, cada uno de los cuales debía valer más de lo que una persona normal ganaría en toda su vida.


No era un esnob como había creído el día que lo conoció. El dinero era algo que formaba parte de su privilegiado entorno y casi era comprensible que desde siempre hubiera querido protegerse conociendo el pasado de las mujeres con las que salía. Hasta que apareció ella.


Su dormitorio era tan impresionante como el resto del ático. 


Unas persianas oscuras mantenían alejado el resto del mundo y, dominando la habitación, había una cama de matrimonio hecha a medida porque Pedro quería algo más grande de lo normal. Las sábanas y el edredón también estaban hechas a medida, en tonos crema y chocolate, y le daban a la habitación un aire muy masculino.


Mientras se metía en la cama se fijó en un jarroncito con flores frescas que ella misma le había comprado unos días antes porque su apartamento le parecía demasiado masculino. Había sido una broma, pero Pedro había conservado las flores. Incluso las tenía en su dormitorio.


Y eso la hizo pensar.


Había luchado mucho por conservar su independencia y se había negado a casarse con él porque Pedro se guiaba sólo por su sentido del deber, pero estaba cansada de discusiones y empezaba a tener dudas.


Lo echaba de menos cuando se iba de viaje, aunque nunca lo admitiría en voz alta. Y también había echado de menos su reconfortante presencia cuando empezó a encontrarse mal. Echaba de menos que él se hiciera cargo de todo porque entonces se encontraba segura. Claro que eso era una broma porque «segura» no era el calificativo que usaría para definir cómo se sentía estando con él.


Pero las flores le hacían concebir esperanzas. Si no la quería, al menos la trataría con amistad y respeto cuando la novedad de la relación sexual terminase.


Seguía aferrada a esa frágil ilusión cuando Pedro salió de la habitación, para volver unos minutos después con un vaso de agua en la mano.


—Has dicho que querías que hablásemos —le dijo, sentándose al borde de la cama.


‐Has conservado mis flores.


Pedro miró hacia la cómoda y Paula creyó notar que sus mejillas se cubrían de rubor.


‐No recuerdo cuándo fue la última vez que una mujer me regaló flores.


—Pero seguro que tú has comprado muchas en los últimos años.


—¿Era eso de lo que querías que hablásemos? Porque si es así, te aseguro que puede esperar.


—No, no, quería darte las gracias por cuidar de mí. Si te parezco una desagradecida es...


—¿Lo sientes? Acepto tus disculpas.


Sabía que era raro en ella disculparse. Por supuesto, lo había hecho en el pasado, cuando apareció en su casa para echarle en cara sus mentiras, pero incluso entonces la disculpa había sido casi un reto. En aquel momento, sin embargo, parecía sincera y eso le gustaba. De hecho, le gustaba tanto que decidió darle la vuelta a la conversación para utilizarla en su favor. Siendo un oportunista, le parecía absurdo no hacerlo.


—No es fácil tener que defenderse sola, lo sé —le dijo, apretando su mano—. Anoche por ejemplo. No te encontrabas bien y admito que tal vez no tenías por qué llamar al médico, ¿pero no te gusta que a mí me importes lo suficiente como para hacerlo?


‐Yo no quiero depender de ti...


—Pues claro que no. No estoy diciendo que debas depender de mí. Pero aceptar la ayuda de alguien no significa que uno sea débil. Hemos hablado de esto muchas veces, Paula, pero creo que ha llegado el momento de que reconozcas que es más fácil llevar un embarazo en pareja. Tienes que pensar en el niño.


‐Ya pienso en el niño.


—¿Qué crees que diría si supiera que ha perdido la oportunidad de tener un padre y una madre porque tú no quisiste dársela?


Paula arrugó el ceño.


—No podemos especular con el futuro.


—Tú no tienes por qué, pero yo quiero hacerlo.


Unos minutos después era como si el mundo se hubiera puesto patas arriba.


Pedro había conseguido contar la historia, pero en su versión ella aparecía como egoísta y desconsiderada. En esta ocasión, sin embargo, estaba demasiado cansada como para discutir.


—¿Qué opinas?


—Podría opinar muchas cosas, pero estoy cansada.


—Deberías descansar —dijo él, encantado. Había plantado la semilla y en aquella ocasión parecía haber caído sobre terreno fértil. A su debido tiempo, y si la regaba a menudo, estaba seguro de que tarde o temprano podría recoger la cosecha—. Voy a pedir que nos traigan la cena. ¿Qué te apetece?


‐¿Ésta es tu manera de recordarme que te necesito a mi lado?


—No, sólo estoy intentando cuidar de ti. Yo tengo hambre y tú debes comer. ¿Qué te apetece, comida china, india? Puedo pedirle a mi conductor que vaya a buscar algo al Savoy. De hecho, creo que eso es lo que voy a hacer. No debes comer nada grasiento. ¿Te apetece un plato de sopa y un bollo de pan recién hecho?


‐No hace falta.



—¿Cómo que no hace falta?


—Que no tienes que pedir la cena. Puedo comer lo que tengas en la nevera.


—Llevo fuera cuarenta y ocho horas y antes de eso llevaba días sin comer aquí. No quiero arriesgar tu salud con algo de la nevera.


De nuevo con lo mismo, pensó Paula, entristecida. Todo por el niño. Siempre sería por el niño y ella no iba a cambiar eso.


—En realidad, lo que quería decir es que tienes razón y que no hace falta que repitas lo mismo tantas veces, lo he entendido. Casarnos es lo más sensato y si tu oferta sigue en pie...


Después de haber maniobrado desvergonzadamente para que aquello ocurriera, Pedro la miró, perplejo.


‐¿Lo dices en serio?


—En serio —Paula suspiró—. En otras palabras, tú ganas.


Pedro no le gustó nada esa frase, pero no se preguntó por qué.


—Me alegro. De hecho, mucho más que eso.


‐Me sorprende que no digas algo así como: sabía que entrarías en razón tarde o temprano.


—Sabía que entrarías en razón tarde o temprano.


—Muy gracioso.


Pedro estaba desconcertado por tan repentino cambio de opinión. Sabía que era algo que debía dejar estar y no tentar a la suerte, pero se encontró a sí mismo sentándose al borde de la cama.


—¿Por qué has cambiado de opinión?


—¿Eso importa?


—Posiblemente no, pero me gustaría saberlo.


Paula se encogió de hombros. Aquélla era su oportunidad de demostrarle que podía ser tan fría como él.


—Tal vez me he dado cuenta de que cuando me pongo enferma necesito tener a alguien a mi lado. O a lo mejor he pensado que era hora de poner los pies en el suelo. Esto es lo que hay, estoy embarazada y tú has hecho lo que debías pidiéndome que me casara contigo. Es lo más sensato.


Estaba repitiendo todo lo que él le había dicho tantas veces, pero Pedro se sintió incómodo y extrañamente enfadado ante tanta resignación.


—Todo eso es cierto, pero me pregunto qué ha sido de esas ideas románticas tuyas de no atarte a alguien que no fuera el hombre de tus sueños.


Y tampoco entendía por qué no parecía alegre, al contrario. 


Al menos podría mostrar cierto entusiasmo, pensó. Llevaba semanas acomodándose a sus deseos, haciendo todo lo que ella quería y, sin embargo, no parecía haber tomado nada de eso en consideración.


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