sábado, 2 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 20




El ambiente era un poco tenso cuando se abrió la puerta y Pedro y su padre entraron en la casa, llevando con ellos un golpe de viento y nieve.


Pero Paula estaba preparada. Se había puesto el jersey más ancho que encontró en el armario, que le llegaba por debajo de la cintura, unas botas forradas de piel y un gorro de lana y lo secuestró antes de que pudiese entrar en la cocina.


—Tengo que hablar contigo —le dijo, mientras se ponía los guantes.


—¿No puede esperar? Tengo que darme una ducha.


—No, no puede esperar.


Pedro no había imaginado lo que le esperaba, pero debía reconocer que se había adaptado muy bien. Incluso había encontrado una solución que podría no ser la apropiada para ella, pero era mucho más de lo que hubiesen hecho otros hombres.


No sabía cómo se había familiarizado tan pronto con la sierra mecánica para cortar la leña, pero también lo había hecho. Y aunque la nieve empezaba a apilarse de nuevo en el camino, había conseguido limpiar espacio suficiente como para que no resultase incómodo.


—Vamos al cobertizo, detrás de la casa. Te ayudaré a llevar la leña y podremos hablar allí.


—¿Por qué tengo la impresión de que esta charla no va a gustarme nada?


El cobertizo donde guardaban la leña, y donde estaba la caldera, era sorprendentemente grande, pero apenas iluminado por una bombilla.


—¿He saltado los primeros obstáculos con éxito? —le preguntó Pedro cuando dejaron el último tronco sobre una pila de ellos—. ¿O se te ha ocurrido alguno más? ¿Tengo que demostrar que estoy a la altura?


—No tienes que demostrar nada.


—No, tienes razón. Me alegro de que al fin hayas llegado a esa conclusión.


Paula estaba apoyada en la pared, con las manos a la espalda. Bajo esa ropa tan ancha tenía un aspecto pequeño y frágil, pero las apariencias solían ser engañosas, se recordó a sí mismo. Aquélla era la mujer que le había mentido sobre su identidad, que les había mentido a sus padres sobre él, que le había escondido su embarazo. Y, después de hacer el amor con ella, había salido con
esa tontería de que fuesen amigos. Él le había ofrecido una solución a sus problemas, siendo tremendamente generoso, y ella se la había tirado a la cara. Él decía una cosa y Paula inmediatamente decía la contraria. Él iba en una dirección y ella en la otra.


—He estado hablando con mi madre —empezó a decir Paula entonces—. Le he dicho que no va a haber boda.


Pedro no había esperado aquello.


—¿Y por qué has hecho eso? —le preguntó.


—Tú sabes por qué. Ya te he explicado que tener un hijo no es una razón para que dos personas se casen.


—¿Y tu madre no ha sentido curiosidad por esa decisión?


—Le he explicado que... podríamos estar a punto de cometer un error, que todo ha sido demasiado rápido.


—Ah, ya, como siempre, no le has dicho la verdad.


—Tú tienes que volver a Londres y sería una locura que yo fuese contigo, pero tampoco puedo quedarme aquí si mis padres creen que nuestra relación va viento en popa. Tenía que darles alguna explicación.


Pedro decidió que tomarse las cosas con calma no iba a servir de nada. Y tampoco recordarle que no tenía intención de abandonar a su hijo para visitarla esporádicamente mientras ella intentaba encontrar a otro hombre.


De modo que dio un par de pasos hacia delante y Paula sintió que el vello de su nuca se erizaba.


‐¿Qué haces?


—No pienso pelearme más contigo.


Podía intentar engañarlo todo lo que quisiera, pero sentía su deseo llegándole en olas. De modo que apoyó las manos en la pared, a cada lado de su cara, y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones.


—¿Entonces estás de acuerdo en que... bueno, en fin, po‐podemos discutir esto como adultos? ¿Que no hay necesidad de fingir que va‐vamos a vivir el cuento de hadas que esperan mis padres? —Paula apenas podía reconocer su propia voz.


—Claro que podemos, si eso es lo que quieres.


Su aroma masculino la envolvía de tal forma que tuvo que cerrar los ojos. Y cuando los abrió de nuevo, Pedro estaba mirándola de esa manera tan erótica, como la miraba en Barbados...


Entonces se le ponía la piel de gallina y su cuerpo respondía al instante. Y en aquel momento le pasaba lo mismo. Sentía que sus pechos se hinchaban y el recuerdo de cómo había acariciado sus pezones con la lengua por la noche la calentó por dentro, a pesar del frío del cobertizo. Le gustaría dar un paso atrás, pero estaba pegada a la pared y no podía moverse.


‐Bueno, me gustaría que... lo discutiéramos... —sabía que estaba tartamudeando y respiró profundamente, pero no sirvió de nada.


—Muy bien.


‐Entonces, has decidido volver a Londres.


‐Con esta nevada me parece que va a ser imposible —Pedro se pasó una mano por la nuca antes de dar un paso atrás—. Pero dime cuándo quieres que me marche.


Paula se miró los pies, cortada. Pedro había decidido dejar de pelear, de modo que había conseguido lo que quería.


‐Imagino que estarás deseando marcharte.


—No has respondido a mi pregunta. 



—Marcharse ahora sería una locura. En esta zona uno nunca sabe cuándo va a parar de nevar...


Era increíble que después de haber deseado que se fuera ahora tuviese tanto miedo al pensar que podría irse de verdad. Sí, volvería de vez en cuando y seguramente se portaría bien, pero...


—Quieres que me vaya, ¿verdad? —Pedro puso una mano en su cintura al ver que vacilaba. 


Había intentado ser amable, le había dado tiempo, pero ya estaba harto. Si no iba a admitir lo que sentía por él, tendría que recordárselo.


Pero esta vez no iba a darle tiempo a levantar barreras.


‐Tú sabes que sí.


—Para que puedas volver a tu ordenado mundo —mientras hablaba, Pedro metía una mano bajo el jersey, pero debajo encontró un forro polar y debajo una camiseta. ¿Cuántas capas de ropa llevaba?


Paula dejó escapar un gemido. Mientras estuviera un poco alejado podía echar mano de la lógica y el sentido común, pero cuando estaba tan cerca, tocándola, se encendía como una cerilla. Pedro había logrado abrirse paso bajo las capas de ropa y notaba el calor de sus dedos sobre la piel. No llevaba sujetador porque los antiguos le quedaban pequeños y no se había molestado en comprar otros...


—Se supone que so‐somos amigos —murmuró cuando él empezó a acariciar sus pezones.


—Me parece que eso de la amistad no me interesa. Intento pensar que somos amigos, pero enseguida me llega una imagen de ti desnuda, excitada... y me enciendo, Paula —Pedro levantó el jersey y acarició sus pechos con las dos manos.


—No, para... esto no es justo.


—Lo sé —murmuró él, besando su cuello.





HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 19




Pedro lo descubrió muy pronto. Después de un buen desayuno, el tipo de desayuno que no había vuelto a probar desde que era un adolescente, con un apetito insaciable y abundante tiempo libre para quemar calorías, se encontró con una lista de cosas que hacer que, con toda seguridad, Paula habría confeccionado con enorme satisfacción.


La mayoría de las tareas habían de hacerse fuera de la casa y, como no llevaba ropa adecuada, se vio obligado a usar un jersey y un pantalón de su padre, que le quedaban cortos y anchos por todas partes.


—Limpiar el camino, echar sal, cortar leña... comprar leche y pan en la tienda de la esquina —Pedro empezó a leer la lista—. ¿Seguro que esto es todo? ¿No tienes más tareas al aire libre para mí?


Paula estaba haciendo algo frente al fregadero, la viva imagen de una dulce ama de casa... de no ser por esa sonrisita.


—No, por el momento eso es todo. Y como tú eres don perfecto, seguro que no tendrás ningún problema.


Naturalmente, durante el desayuno Pedro se había ganado a su madre llevando los platos a la mesa, a pesar de sus protestas, y a su padre con sus conocimientos de política, economía y, sobre todo, pensiones de jubilación, una de las grandes preocupaciones de Mauricio Chaves.


A ella la había ignorado por completo y Paula había tenido que recordarse a sí misma que era lo mejor, considerando que eran amigos. Claro que tendrían que inventar alguna historia para explicarles a sus padres que no habría boda, pero cruzaría ese puente cuando llegase a él.


Mientras tanto, había conseguido exactamente lo que quería, su respeto.


Pedro había entendido la situación y estaba manteniendo las distancias.


Nada de tomar su mano o rozarla a cada momento.


—Ah, ahora soy don perfecto —Pedro sonrió, acercándose un poco más.


Paula tragó saliva, intentando no imaginar que desabrochaba los botones de la camisa para acariciar su piel desnuda...


La ropa que había elegido para él, porque había dejado su maleta en el hotel, debería hacer reducido el sex appeal de Pedro a cero. Era una de las prendas más viejas de su padre, una descolorida camisa de cuadros que usaba para trabajar en el jardín. Todo lo contrario a las camisas italianas que Pedro solía llevar. Y, sin embargo, a él le quedaba fabulosa.


—No quiero que te mueras de frío —le había dicho mientras le daba la camisa y el pantalón de pana—. En esta parte del mundo hay que abrigarse bien, así que nada de camisitas de diseño...


—Además, habiendo pasado tanto tiempo en África y Afganistán, yo no sabría nada sobre camisas de diseño, ¿verdad?


Paula se cruzó de brazos.


—Seguro que no has trabajado con las manos en toda tu vida.


—¿Y por qué crees eso?


—Tú trabajas detrás de un escritorio.


—Pero cuando estaba en la universidad trabajaba todos los veranos en una obra —le informó él—. Siempre he pensado que el trabajo físico es bueno para el cerebro y te ayuda a mantener un sano equilibrio. Incluso ahora voy al gimnasio todos los días, así que hazme un favor e intenta no encasillarme — añadió, poniéndose un anorak que a su padre jamás le había quedado tan bien—. De hecho, cuando haya terminado con estas tareas, puede que ayude a tu padre con las vacas. Y ahora, si no te importa, sé una buena chica y encárgate de planchar mi camisa...


—¿Qué? ¿Cómo te atreves?


—¿A encasillarte? Eso es lo mismo que acabas de hacer tú.


Por toda respuesta, Paula se limitó a darle la espalda. Aún estaba molesta por la conversación cuando su madre sacó la camisa de la secadora y le dio la tabla de planchar.


‐No sé por qué no lo hace él mismo —murmuró, irritada.


‐Si estás cansada puedo hacerlo yo, cariño. No me importa pasar la plancha un momento.


—No es eso, mamá. Sólo estoy diciendo que los días de lavar y planchar para tu marido han terminado.


‐No creo que sea pedir demasiado planchar la camisa de Pedro —dijo su madre, riendo—. Además, está siendo muy amable y, según tu padre, le ha dado muy buenos consejos sobre qué hacer con sus ahorros. En realidad, es una joya de hombre. Me gustaría que tus hermanas trajeran a casa un par de chicos como Pedro.


‐Mamá, he estado pensando... la verdad es que tengo ciertas dudas sobre casarme con Pedro —Paula se puso colorada cuando su madre se volvió para mirarla, perpleja.


—¿Por qué?


—En realidad no iba a decirte nada, pero... —cuanto más tiempo durase aquella mentira, más difícil sería aclarar la situación. Además, ¿qué iba a hacer cuando Pedro se fuera a Londres? ¿Irse con él? ¿Vivir con él en su apartamento?


¿Quedarse sentada mientras él salía con otras mujeres?


No, imposible.


—Siéntate, Pau, voy a hacerte una taza de té. De hecho, creo que voy a hacer una taza de té para mí también.


—He estado pensando que todo ha ocurrido con demasiada rapidez. Sé que vas a decirme que también papá y tú os casasteis poco tiempo después de conoceros, pero las cosas ya no son así. El matrimonio no es la opción inmediata.


‐Pero hija...


—Creo que no nos conocemos lo suficiente como para casarnos.


Como era de esperar, la expresión de su madre alternaba entre la preocupación y angustia.


—Pero os queréis, que es lo importante.


—Sí, bueno, pero yo creo que es más importante no dejarse llevar por el hecho de que voy a tener un hijo.


—Pero Pedro es el padre y lo más natural...


—Lo sé, lo sé. Yo nunca le negaría sus derechos como padre, pero creo que es mejor pararse a pensar un poco ahora que lamentarlo más tarde. Siento mucho si papá y tú os lleváis un disgusto, pero me parece lo más sensato —Paula se encogió de hombros, filosófica.


De esa forma, Pedro volvería a Londres y no podría chantajearla para que fuese con él.


Debería sentirse aliviada después de haber aclarado la situación con su madre, pero de repente se vio asaltada por una extraña sensación de vacío. Haberle ganado por la mano era lo menos satisfactorio que había hecho nunca.


Además, su madre no podía entender por qué tenía dudas sobre alguien tan espectacularmente perfecto. Podía verlo en su cara. Pedro se la había ganado y, aunque no decía nada, seguramente la culpaba a ella por ser demasiado exigente.



viernes, 1 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 18





Ahora más que nunca le parecía imperativo insistir en el asunto del matrimonio. La idea de que estuviera con otro hombre le resultaba por completo insoportable. Además, por mucho que ella quisiera creerlo, no iba a encontrar a nadie allí.


Paula era una chica con mucha personalidad y se comería vivo a cualquiera.


Afortunadamente para ella, él no era cualquiera.


Pero no iba a escuchar la voz de la razón, de modo que tendría que adoptar otra táctica.


—Estoy dispuesto a aceptar eso de que seamos amigos. Nos guste o no, vamos a ser padres y no creo que sea sensato que estemos enfadados. Y ahora, creo que me voy a dormir.


Paula lo miró, perpleja, pero no dijo nada.


Pedro sonrió, satisfecho consigo mismo porque creía estar haciendo lo correcto. Nunca había tenido interés en la institución del matrimonio, pero era lo ideal para todos. Para el niño, por supuesto. Pero también para su familia, que recibiría la noticia con entusiasmo.


Además, la tendría a ella. Esto último le parecía de vital importancia y supuso que era porque Paula lo había rechazado, despertando su instinto de cazador. Después de un largo historial de mujeres que harían cualquier cosa por él, por fin había encontrado la horma de su zapato: una mujer que recurriría a cualquier cosa para no hacer lo que él quería. Salvo en la cama, donde perdía el control. Y sólo pensar en esa falta de control amenazó con excitarlo de nuevo.


Tomando todo eso en consideración, Pedro estaba encantado consigo mismo cuando por fin se quedó dormido.


Cuando despertó, una luz grisácea se colaba por las cortinas, pero el otro lado de la cama estaba vacío. Pero había dormido como un tronco y se encontraba mucho mejor que por la noche. Acostumbrado a no ir a ningún sitio sin su ordenador, su Blackberry y su teléfono móvil se sentía alejado de la civilización, al menos hasta que volviese al hotel. Y, curiosamente, no tenía ninguna prisa por hacerlo.


Cuando iba a levantarse vio a Paula en la puerta, con una falda larga y otro jersey ancho, esta vez de diferente color. Y se preguntó cómo conseguía hacer que un atuendo tan aburrido pareciese tan seductor.


—Veo que ya estás despierto —le dijo, cerrando la puerta porque, por experiencia personal, sabía que las paredes en casa de sus padres oían perfectamente bien.


Había pospuesto volver al dormitorio hasta el último momento. De hecho, hasta que su madre prácticamente había exigido que despertase a Pedro para ofrecerle el desayuno irlandés que había preparado en su honor.


Pedro le dijo que hacía tiempo que no dormía tan bien y Paula, que estaba agotada porque no había pegado ojo en toda la noche, murmuró algo ininteligible.


—No tienes ropa limpia —comentó luego, mirando el torso desnudo que no se molestaba en esconder—. ¿Qué vas a ponerte?


—Puedo volver al hotel a buscar mi maleta.


—¿Has mirado por la ventana?


Pedro se levantó de la cama y apartó la cortina... estaba nevando y el paisaje era espectacular. Los campos estaban cubiertos de nieve hasta donde llegaba la vista, el cielo de un gris plomizo.


—Bueno —le dijo, volviéndose para mirarla— dime qué tengo que hacer. Estoy a tus órdenes.






HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 17




Estaba claro que debían ser prácticos, pero tenía que hacer uso de todo su disciplina para controlar su temperamento. 


Desde que supo cuál era la situación había sabido lo que debía hacer y lo dejaba atónito que su oferta de matrimonio hubiera sido rechazada. Pero, evidentemente, Paula no pensaba lo mismo. Tal vez debido a las hormonas. O tal vez porque no razonaba como la mayoría de los seres humanos, al menos en el caso de las mujeres. Tenía razón al decir que la mayoría de ellas hubieran aceptado de inmediato.


Paula sabía que Pedro sólo le había propuesto matrimonio para aliviar su conciencia. Siendo una persona decente había cumplido con su obligación, pero la oferta había sido rechazada de modo que era hora de seguir adelante.


Prácticamente podía oír su suspiro de satisfacción.


—Bueno, tendrás que quedarte un par de días, me imagino. Si no, a mis padres les parecería un poco raro...


Pedro se cruzó de brazos y ella se pasó la lengua por los labios, intentando animarse a sí misma.


—Luego tendrás que volver a Londres. No puedes quedarte aquí para siempre porque tienes mucho trabajo. Mis padres saben que eres un hombre de negocios y...


—¿Y qué harás tú?


—Quedarme aquí, por supuesto.


—¿Cómo que por supuesto? ¿A tus padres no les parecería raro que me fuera y te dejase aquí?


Aquella historia tenía más agujeros que un colador y Pedro tuvo que contenerse para no decírselo con toda claridad.


—Siempre podría decirles que vamos a reunirnos más adelante, que por el momento y en mi estado prefiero quedarme con ellos porque tú tienes que viajar...


—¿No habíamos dejado claro que no iba a volver a África?


—Pero viajas mucho, ¿no? ¿Por qué no me ayudas un poco? ¿No te das cuenta de que estoy intentando encontrar una solución que nos convenga a los dos?


—Creo que lo que deberíamos hacer es dormir un poco —suspiró él, tumbándose en la cama.


—Pero no hemos aclarado nada.


—Estoy cansado, quiero dormir un rato. Pero tú puedes dejar que esa fértil imaginación tuya te diga cuál debe ser el siguiente paso —Pedro se puso de lado, dándole la espalda.


Cinco minutos después Paula notó que se había quedado dormido, pero ella tardó una hora en conciliar el sueño. Una hora durante la cual se le durmieron la pierna y el brazo derechos por tenerlos inmóviles durante tanto rato.


Cuando abrió los ojos se encontró cara a cara con Pedro, casi rozando su nariz. Mientras dormían, ella había metido una pierna entre sus muslos y él tenía un brazo sobre su cintura.


Como una ladrona, aprovechó la oportunidad para mirarlo a placer, para expresar sus sentimientos. Le gustaría alargar la mano para trazar el contorno de su boca y su nariz. Solía hacer eso cuando eran amantes y a él le parecía divertido entonces que lo mirase como si fuera el hombre más atractivo de la tierra.


Estaba haciendo una lista de todo lo que le parecía atractivo cuando él abrió los ojos. Paula intentó apartarse, pero Pedro la sujetó.


—Estás despierto —murmuró, sin saber qué decir. Y él se limitó a sonreír mientras enredaba los dedos en su pelo. 


Paula ya no fingía querer apartarse, notó. Y el silencio era tan espeso que podía oír su agitada respiración. No se había dado cuenta de lo silencioso que era aquel pueblo, pero él estaba acostumbrado al estruendo de las grandes ciudades...


Estaba excitado y supo que Paula se había dado cuenta cuando la oyó suspirar. Aunque sólo estuvieron juntos quince días, había sido una experiencia tan intensa que parecía capaz de leer hasta sus más pequeñas reacciones. 


Como por ejemplo que se hubiera movido un milímetro para estar más cerca. Y se dio cuenta de que él mismo estaba conteniendo el aliento.


—Te he echado de menos —le confesó—. Te fuiste y no podía dejar de pensar en ti.


Paula sintió como si un golpe de aire la hubiera llevado al cielo. Suspirando, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás cuando Pedro empezó a acariciarla.


—He pensado en tocarte mil veces —murmuró—. Tus pechos son más grandes ahora.


—Sí —asintió ella, casi sin voz.


—Y tus pezones también, ¿verdad?


—Espera... —Paula sentía como si tuviera fiebre. No, como si se hubiera declarado un incendio en su interior, que era lo que había sentido en cuanto entró por la puerta.


—Calla —Pedro se inclinó hacia delante y Paula abrió los labios para recibir la invasión de su lengua. El beso era apasionado, urgente, y cuando lo sintió palpitar sobre ella deseó librarse del pijama que se había puesto para evitar el encuentro—. Quiero verte —dijo él con voz ronca.


No le dio tiempo a contestar. En aquel momento estaba rendida y no quería que se pusiera a la defensiva otra vez. 


De modo que levantó la chaqueta del pijama para besar sus pechos, preguntándose cómo había podido engañarse al pensar que su vida volvería a la normalidad en cuanto regresara a Londres. ¿Qué tenía aquella mujer que lo volvía loco y le hacía perder el control de esa manera?, se preguntó.


Jadeando, pasó la lengua por sus aureolas, más grandes y oscuras que antes. Su cuerpo estaba preparándose para dar a luz y, no sabía por qué, pensar eso lo excitaba. Envolvió uno de sus pezones con los labios y empezó a tirar de él suavemente, disfrutando al notar que temblaba. Con una mano acariciaba sus pechos mientras bajaba la otra hasta la curva de su abdomen que había estado escondida bajo el jersey. Siguió bajando hasta tocar el elástico del pijama y tiró hacia abajo.


Mareada de sensaciones, Paula arqueó la espalda y, al notar el roce de su barba mientras chupaba el pezón, enredó apasionadamente los dedos en su pelo. Y, sin pensar, se encontró diciéndole que no parase.


Pedro murmuraba palabras dulces sobre los cambios en su cuerpo y esas palabras eran tan eróticas como sus caricias. 


Tan eróticas como los besos que depositaba en su abdomen, en su vientre, en el interior de sus muslos... hasta darle el más íntimo de todos. Paula levantó las caderas ante el exquisito tormento que la llevaba al borde del precipicio. Lo había hecho otras veces, llevarla hasta el borde para esperar luego, pero en esta ocasión, antes de que pudiera echarse atrás, Paula cayó por el precipicio, las olas de placer sacudiendo su cuerpo. Y cuando por fin se calmó, Pedro la miraba, sonriendo.


—¿Estás bien?


Paula murmuró algo ininteligible que lo hizo sonreír aún más.


—No deberíamos haberlo hecho —consiguió decir después.


—¿Por qué utilizas el pasado? Yo te encuentro muy sexy.


—No, no es verdad.


—Para mí sí —Pedro abrió sus piernas con una mano, acariciando la húmeda entrada de su cueva—. Los hombres somos criaturas muy sencillas — dijo luego, rozándola con su miembro—. Y una demostración de virilidad siempre es satisfactoria. Es muy machista, ya lo sé.


Nunca antes se había sentido tan liberado cuando entró ella, con cuidado al principio, más rápido después, más fuerte cuando ella lo animó. Desde la primera vez que hicieron el amor sus cuerpos parecían llevar el mismo ritmo; un ritmo no se había perdido en esos meses de separación. Se movían como si fueran uno solo. Tal vez por eso hacer el amor con ella siempre había sido una experiencia tan asombrosa.


Agotado después de un orgasmo que había sido uno de los mejores de su vida, Pedro se tumbó de espaldas, contento porque las cosas se habían solucionado entre ellos.


—Ha sido un error.


Tardó un momento en registrar las palabras de Paula y se volvió hacia ella pensando que no había oído bien.


—¿De qué estás hablando?


—No deberíamos haber hecho el amor. Ahora voy a tener que darme una ducha y me voy a congelar porque se ha apagado la calefacción —Paula iba a levantarse de la cama, pero él la sujetó.


—No tan rápido. ¿Por qué no deberíamos haber hecho el amor? No te he oído quejarte hace cinco minutos.


‐No estoy diciendo que no me sienta atraída por ti, pero eso no significa nada.


—No sabes lo que dices.


‐¿Ah no? ¿Crees que me conoces mejor que yo misma?


—Sí —contestó él—. Sé, por ejemplo, que no tienes ni idea de cómo llevar esta situación.


‐¿Cómo te atreves?


—Me atrevo porque voy a tener que pensar por los dos —dijo Pedro entonces—. Y no vuelvas a enfadarte, yo te he escuchado y ahora te toca escuchar a ti la voz de la razón.


—No me lo puedo creer. ¿La voz de la razón?


—Pues empieza a creerlo porque es muy sencillo. Estás embarazada y, te guste o no, yo no tengo intención de desaparecer de tu vida. No pienso irme a Afganistán a abrir un centro médico ni a África para ver cómo van los ambulatorios. Y tampoco pienso convertirme en el frío ex amante que te deja tirada al saber que estás embarazada. Enfréntate a eso y puede que lleguemos a algún sitio.


—Muy bien, tal vez no tengas que desaparecer. Estoy dispuesta a aceptar que veas al niño...


—Ah, qué generoso por tu parte —la interrumpió Pedro, irónico—. ¿Qué sugieres, que venga a verte una vez al mes para ver cómo van las cosas?


‐No sería tan difícil. No se tarda nada.


‐Yo vivo en Londres y en Londres es donde vivirás tú —Pedro se pasó una mano por el pelo, frustrado. ¿Qué le pasaba a aquella mujer? ¿Por qué estaba en desacuerdo con él cuando había aceptado la paternidad del niño de manera tan generosa?


—¿Crees que puedes ganarte mi afecto forzándome a hacer algo que no quiero?


—¿Forzándote a hacer...? Te he ofrecido matrimonio y me has rechazado, aunque sería la solución más razonable. Además, no es que no nos sintamos atraídos el uno por el otro. Puedes decir que ha sido un error, pero sólo estábamos haciendo lo que hacen dos personas que se gustan.


—Y, en tu opinión, el sexo y el sentido del deber son suficientes para un matrimonio, ¿no? ¿Si hubieras dejado embarazada a otra mujer lo habrías solucionado de la misma forma, con un matrimonio de conveniencia?


—Esa es una situación hipotética, de modo que no tengo por qué contestar. La cuestión es que no hay otra mujer —dijo él.


Pero, aunque no estaba acostumbrado a darle vueltas a las cosas, debía reconocer que tenía dudas sobre si habría querido casarse con otra mujer en la misma situación. Tal vez porque ninguna de las chicas con las que había salido lo atraía como Paula. Tal vez porque su relación se había roto abruptamente.


Pero no ganaba nada pensando en ello.


—Me atacas por querer casarme contigo, pero no te has parado a pensar que sería beneficioso para el niño tener un padre y una madre. Yo vengo de una familia muy convencional y tú también. No sé por qué crees que ser madre soltera es lo mejor.


—No he dicho que fuera lo mejor. Estás poniendo palabras en mi boca.


—Estoy poniendo ideas sensatas en tu cabeza.


—No digas tonterías —replicó Paula


Pero empezó a pensar cómo habría sido crecer sin tener a su padre y a su madre... No, se dijo a sí misma, Pedro estaba intentando hacer que se sintiera egoísta. Egoísta por no querer casarse con un hombre que ni la quería ni la respetaba. Pedro aceptaba que el sexo estaba bien y tal vez lo veía como una especie de extra. Y si no estuviera enamorada de él, tal vez también ella pensaría lo mismo. Pero estaba enamorada y aceptar un matrimonio de conveniencia sería como echar sal sobre una herida abierta.


‐No es sensato hipotecar tu vida por algo tan convencional. Dos personas que no son felices no pueden educar a un niño. Sí, un padre y una madre es la situación ideal, pero sólo si son felices.


‐Pues hace unos minutos éramos muy felices —le recordó Pedro—. Y si me das la oportunidad, podríamos volver a serlo...


‐¡No vamos a hacerlo otra vez! Ha sido un momento de locura.


—Tuvimos muchos de ésos cuando estábamos en Barbados. Pero todo tiene su precio.


—Mira, estoy dispuesta a que seamos amigos —dijo Paula entonces, intentando disimular una mueca. Decirle que podían ser amigos cuando estaba en la cama con él, después de haber hecho el amor... casi le daban ganas de soltar una carcajada histérica—. Estoy dispuesta a dejar que... en fin, que formes parte de la vida del niño para acallar tu conciencia.


Pedro no estaba de acuerdo. Tenían un problema y él había encontrado la manera de solucionarlo, de modo que no entendía por qué estaba siendo tan obstinada. ¿Y qué era eso de ser amigos? Que Paula se sintiera tan atraída por él como él por ella dejaba claro que eso era imposible.


—Pero no deberíamos negarnos a nosotros mismos la posibilidad de encontrar a otra persona y ser felices —estaba diciendo en ese momento.


—¿Qué significa eso?


—Que podría haber otra persona para mí, un hombre que quisiera casarse conmigo porque me quiere, no por su sentido del deber.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no saltar de la cama. Pensar en ella con otro hombre le resultaba intolerable.


—¿Qué clase de hombre? ¿Alguien de aquí?


—No lo sé.


Conocía a muchos chicos del pueblo, pero sabía que todos saldrían corriendo ante la idea de casarse con una mujer que esperaba un hijo de otro hombre. Era un pensamiento deprimente, pero más deprimente aún era saber que ella no miraría a ningún hombre teniendo a Pedro en el corazón.


—Sólo un santo querría salir con una mujer embarazada de otro hombre —dijo Pedro—. Especialmente otro hombre que no tiene intención de dejarle el campo libre.