sábado, 2 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 19




Pedro lo descubrió muy pronto. Después de un buen desayuno, el tipo de desayuno que no había vuelto a probar desde que era un adolescente, con un apetito insaciable y abundante tiempo libre para quemar calorías, se encontró con una lista de cosas que hacer que, con toda seguridad, Paula habría confeccionado con enorme satisfacción.


La mayoría de las tareas habían de hacerse fuera de la casa y, como no llevaba ropa adecuada, se vio obligado a usar un jersey y un pantalón de su padre, que le quedaban cortos y anchos por todas partes.


—Limpiar el camino, echar sal, cortar leña... comprar leche y pan en la tienda de la esquina —Pedro empezó a leer la lista—. ¿Seguro que esto es todo? ¿No tienes más tareas al aire libre para mí?


Paula estaba haciendo algo frente al fregadero, la viva imagen de una dulce ama de casa... de no ser por esa sonrisita.


—No, por el momento eso es todo. Y como tú eres don perfecto, seguro que no tendrás ningún problema.


Naturalmente, durante el desayuno Pedro se había ganado a su madre llevando los platos a la mesa, a pesar de sus protestas, y a su padre con sus conocimientos de política, economía y, sobre todo, pensiones de jubilación, una de las grandes preocupaciones de Mauricio Chaves.


A ella la había ignorado por completo y Paula había tenido que recordarse a sí misma que era lo mejor, considerando que eran amigos. Claro que tendrían que inventar alguna historia para explicarles a sus padres que no habría boda, pero cruzaría ese puente cuando llegase a él.


Mientras tanto, había conseguido exactamente lo que quería, su respeto.


Pedro había entendido la situación y estaba manteniendo las distancias.


Nada de tomar su mano o rozarla a cada momento.


—Ah, ahora soy don perfecto —Pedro sonrió, acercándose un poco más.


Paula tragó saliva, intentando no imaginar que desabrochaba los botones de la camisa para acariciar su piel desnuda...


La ropa que había elegido para él, porque había dejado su maleta en el hotel, debería hacer reducido el sex appeal de Pedro a cero. Era una de las prendas más viejas de su padre, una descolorida camisa de cuadros que usaba para trabajar en el jardín. Todo lo contrario a las camisas italianas que Pedro solía llevar. Y, sin embargo, a él le quedaba fabulosa.


—No quiero que te mueras de frío —le había dicho mientras le daba la camisa y el pantalón de pana—. En esta parte del mundo hay que abrigarse bien, así que nada de camisitas de diseño...


—Además, habiendo pasado tanto tiempo en África y Afganistán, yo no sabría nada sobre camisas de diseño, ¿verdad?


Paula se cruzó de brazos.


—Seguro que no has trabajado con las manos en toda tu vida.


—¿Y por qué crees eso?


—Tú trabajas detrás de un escritorio.


—Pero cuando estaba en la universidad trabajaba todos los veranos en una obra —le informó él—. Siempre he pensado que el trabajo físico es bueno para el cerebro y te ayuda a mantener un sano equilibrio. Incluso ahora voy al gimnasio todos los días, así que hazme un favor e intenta no encasillarme — añadió, poniéndose un anorak que a su padre jamás le había quedado tan bien—. De hecho, cuando haya terminado con estas tareas, puede que ayude a tu padre con las vacas. Y ahora, si no te importa, sé una buena chica y encárgate de planchar mi camisa...


—¿Qué? ¿Cómo te atreves?


—¿A encasillarte? Eso es lo mismo que acabas de hacer tú.


Por toda respuesta, Paula se limitó a darle la espalda. Aún estaba molesta por la conversación cuando su madre sacó la camisa de la secadora y le dio la tabla de planchar.


‐No sé por qué no lo hace él mismo —murmuró, irritada.


‐Si estás cansada puedo hacerlo yo, cariño. No me importa pasar la plancha un momento.


—No es eso, mamá. Sólo estoy diciendo que los días de lavar y planchar para tu marido han terminado.


‐No creo que sea pedir demasiado planchar la camisa de Pedro —dijo su madre, riendo—. Además, está siendo muy amable y, según tu padre, le ha dado muy buenos consejos sobre qué hacer con sus ahorros. En realidad, es una joya de hombre. Me gustaría que tus hermanas trajeran a casa un par de chicos como Pedro.


‐Mamá, he estado pensando... la verdad es que tengo ciertas dudas sobre casarme con Pedro —Paula se puso colorada cuando su madre se volvió para mirarla, perpleja.


—¿Por qué?


—En realidad no iba a decirte nada, pero... —cuanto más tiempo durase aquella mentira, más difícil sería aclarar la situación. Además, ¿qué iba a hacer cuando Pedro se fuera a Londres? ¿Irse con él? ¿Vivir con él en su apartamento?


¿Quedarse sentada mientras él salía con otras mujeres?


No, imposible.


—Siéntate, Pau, voy a hacerte una taza de té. De hecho, creo que voy a hacer una taza de té para mí también.


—He estado pensando que todo ha ocurrido con demasiada rapidez. Sé que vas a decirme que también papá y tú os casasteis poco tiempo después de conoceros, pero las cosas ya no son así. El matrimonio no es la opción inmediata.


‐Pero hija...


—Creo que no nos conocemos lo suficiente como para casarnos.


Como era de esperar, la expresión de su madre alternaba entre la preocupación y angustia.


—Pero os queréis, que es lo importante.


—Sí, bueno, pero yo creo que es más importante no dejarse llevar por el hecho de que voy a tener un hijo.


—Pero Pedro es el padre y lo más natural...


—Lo sé, lo sé. Yo nunca le negaría sus derechos como padre, pero creo que es mejor pararse a pensar un poco ahora que lamentarlo más tarde. Siento mucho si papá y tú os lleváis un disgusto, pero me parece lo más sensato —Paula se encogió de hombros, filosófica.


De esa forma, Pedro volvería a Londres y no podría chantajearla para que fuese con él.


Debería sentirse aliviada después de haber aclarado la situación con su madre, pero de repente se vio asaltada por una extraña sensación de vacío. Haberle ganado por la mano era lo menos satisfactorio que había hecho nunca.


Además, su madre no podía entender por qué tenía dudas sobre alguien tan espectacularmente perfecto. Podía verlo en su cara. Pedro se la había ganado y, aunque no decía nada, seguramente la culpaba a ella por ser demasiado exigente.



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