sábado, 2 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 20




El ambiente era un poco tenso cuando se abrió la puerta y Pedro y su padre entraron en la casa, llevando con ellos un golpe de viento y nieve.


Pero Paula estaba preparada. Se había puesto el jersey más ancho que encontró en el armario, que le llegaba por debajo de la cintura, unas botas forradas de piel y un gorro de lana y lo secuestró antes de que pudiese entrar en la cocina.


—Tengo que hablar contigo —le dijo, mientras se ponía los guantes.


—¿No puede esperar? Tengo que darme una ducha.


—No, no puede esperar.


Pedro no había imaginado lo que le esperaba, pero debía reconocer que se había adaptado muy bien. Incluso había encontrado una solución que podría no ser la apropiada para ella, pero era mucho más de lo que hubiesen hecho otros hombres.


No sabía cómo se había familiarizado tan pronto con la sierra mecánica para cortar la leña, pero también lo había hecho. Y aunque la nieve empezaba a apilarse de nuevo en el camino, había conseguido limpiar espacio suficiente como para que no resultase incómodo.


—Vamos al cobertizo, detrás de la casa. Te ayudaré a llevar la leña y podremos hablar allí.


—¿Por qué tengo la impresión de que esta charla no va a gustarme nada?


El cobertizo donde guardaban la leña, y donde estaba la caldera, era sorprendentemente grande, pero apenas iluminado por una bombilla.


—¿He saltado los primeros obstáculos con éxito? —le preguntó Pedro cuando dejaron el último tronco sobre una pila de ellos—. ¿O se te ha ocurrido alguno más? ¿Tengo que demostrar que estoy a la altura?


—No tienes que demostrar nada.


—No, tienes razón. Me alegro de que al fin hayas llegado a esa conclusión.


Paula estaba apoyada en la pared, con las manos a la espalda. Bajo esa ropa tan ancha tenía un aspecto pequeño y frágil, pero las apariencias solían ser engañosas, se recordó a sí mismo. Aquélla era la mujer que le había mentido sobre su identidad, que les había mentido a sus padres sobre él, que le había escondido su embarazo. Y, después de hacer el amor con ella, había salido con
esa tontería de que fuesen amigos. Él le había ofrecido una solución a sus problemas, siendo tremendamente generoso, y ella se la había tirado a la cara. Él decía una cosa y Paula inmediatamente decía la contraria. Él iba en una dirección y ella en la otra.


—He estado hablando con mi madre —empezó a decir Paula entonces—. Le he dicho que no va a haber boda.


Pedro no había esperado aquello.


—¿Y por qué has hecho eso? —le preguntó.


—Tú sabes por qué. Ya te he explicado que tener un hijo no es una razón para que dos personas se casen.


—¿Y tu madre no ha sentido curiosidad por esa decisión?


—Le he explicado que... podríamos estar a punto de cometer un error, que todo ha sido demasiado rápido.


—Ah, ya, como siempre, no le has dicho la verdad.


—Tú tienes que volver a Londres y sería una locura que yo fuese contigo, pero tampoco puedo quedarme aquí si mis padres creen que nuestra relación va viento en popa. Tenía que darles alguna explicación.


Pedro decidió que tomarse las cosas con calma no iba a servir de nada. Y tampoco recordarle que no tenía intención de abandonar a su hijo para visitarla esporádicamente mientras ella intentaba encontrar a otro hombre.


De modo que dio un par de pasos hacia delante y Paula sintió que el vello de su nuca se erizaba.


‐¿Qué haces?


—No pienso pelearme más contigo.


Podía intentar engañarlo todo lo que quisiera, pero sentía su deseo llegándole en olas. De modo que apoyó las manos en la pared, a cada lado de su cara, y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones.


—¿Entonces estás de acuerdo en que... bueno, en fin, po‐podemos discutir esto como adultos? ¿Que no hay necesidad de fingir que va‐vamos a vivir el cuento de hadas que esperan mis padres? —Paula apenas podía reconocer su propia voz.


—Claro que podemos, si eso es lo que quieres.


Su aroma masculino la envolvía de tal forma que tuvo que cerrar los ojos. Y cuando los abrió de nuevo, Pedro estaba mirándola de esa manera tan erótica, como la miraba en Barbados...


Entonces se le ponía la piel de gallina y su cuerpo respondía al instante. Y en aquel momento le pasaba lo mismo. Sentía que sus pechos se hinchaban y el recuerdo de cómo había acariciado sus pezones con la lengua por la noche la calentó por dentro, a pesar del frío del cobertizo. Le gustaría dar un paso atrás, pero estaba pegada a la pared y no podía moverse.


‐Bueno, me gustaría que... lo discutiéramos... —sabía que estaba tartamudeando y respiró profundamente, pero no sirvió de nada.


—Muy bien.


‐Entonces, has decidido volver a Londres.


‐Con esta nevada me parece que va a ser imposible —Pedro se pasó una mano por la nuca antes de dar un paso atrás—. Pero dime cuándo quieres que me marche.


Paula se miró los pies, cortada. Pedro había decidido dejar de pelear, de modo que había conseguido lo que quería.


‐Imagino que estarás deseando marcharte.


—No has respondido a mi pregunta. 



—Marcharse ahora sería una locura. En esta zona uno nunca sabe cuándo va a parar de nevar...


Era increíble que después de haber deseado que se fuera ahora tuviese tanto miedo al pensar que podría irse de verdad. Sí, volvería de vez en cuando y seguramente se portaría bien, pero...


—Quieres que me vaya, ¿verdad? —Pedro puso una mano en su cintura al ver que vacilaba. 


Había intentado ser amable, le había dado tiempo, pero ya estaba harto. Si no iba a admitir lo que sentía por él, tendría que recordárselo.


Pero esta vez no iba a darle tiempo a levantar barreras.


‐Tú sabes que sí.


—Para que puedas volver a tu ordenado mundo —mientras hablaba, Pedro metía una mano bajo el jersey, pero debajo encontró un forro polar y debajo una camiseta. ¿Cuántas capas de ropa llevaba?


Paula dejó escapar un gemido. Mientras estuviera un poco alejado podía echar mano de la lógica y el sentido común, pero cuando estaba tan cerca, tocándola, se encendía como una cerilla. Pedro había logrado abrirse paso bajo las capas de ropa y notaba el calor de sus dedos sobre la piel. No llevaba sujetador porque los antiguos le quedaban pequeños y no se había molestado en comprar otros...


—Se supone que so‐somos amigos —murmuró cuando él empezó a acariciar sus pezones.


—Me parece que eso de la amistad no me interesa. Intento pensar que somos amigos, pero enseguida me llega una imagen de ti desnuda, excitada... y me enciendo, Paula —Pedro levantó el jersey y acarició sus pechos con las dos manos.


—No, para... esto no es justo.


—Lo sé —murmuró él, besando su cuello.





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